Capítulo 116

En Génova les aguardaba una sorpresa. Cuando Joan fue a informar a Fabrizio sobre el feliz resultado de su viaje, este le dijo que le gustaría conocer a su familia y que él y su esposa los invitaban a almorzar a todos, incluido Niccoló. Tenía buenas noticias y se las daría entonces. Joan aceptó encantado preguntándose qué noticias serían aquellas. El librero era el colmo de la amabilidad y la atención.

Eulalia, María y los niños entraron primero en la librería y Joan no había aún cruzado el umbral cuando oyó los gritos de júbilo de las mujeres. Era Gabriel. ¡Gabriel en persona los esperaba y ellas le reconocieron al instante! Lo que siguió fueron abrazos, besos, exclamaciones y llantos de alegría. Fabrizio organizó el encuentro de forma que Gabriel tampoco sabía que iba a encontrarse con su madre y hermana.

Hacía solo dos días que había llegado a la ciudad. Tan pronto recibió la carta de su hermano, fue al puerto y tuvo la fortuna de dar con una galera que zarpaba para Génova y con el permiso de Eloi, y tomando todos sus ahorros, embarcó para ayudarle en su búsqueda. Solo contaba con el nombre del librero. Se encontró con que Joan había llegado diez días antes y estaba ya de ruta hacia La Spezia. Fabrizio le aconsejó que esperase en Génova.

Los hermanos se abrazaron también con lágrimas de alegría. No hacía aún año y medio desde que se despidieron en Barcelona y Juan veía a Gabriel, a sus veintiún años, algo más alto y corpulento.

—¿Cómo se te ha ocurrido venir? —le reprochó Joan con cariño al tiempo que comprendía que continuaba sintiéndose protector de su hermano pequeño y que a pesar de llevarse solo dos años siempre le había considerado un niño—. Es un viaje largo y azaroso. Además te va a costar mucho dinero y estás a punto de casarte.

—La familia es lo primero. ¿No es así? —repuso Gabriel con una sonrisa dulce—. ¿No recuerdas que acordamos que las rescataríamos juntos? ¿Por qué no me esperaste?

—Perdóname —se disculpó Joan mientras se decía que su hermano ya era todo un hombre y que tomaba sus propias decisiones—. Se presentó la oportunidad de repente, no la quise perder y pensaba que no las encontraría. Jamás creí que todo saliera tan bien. Ni que tú pudieras venir.

—Razón de más para estar los dos juntos si la búsqueda hubiera ido mal. ¿No crees?

Joan afirmó con la cabeza mirándole a los ojos. Su hermano poseía una profundidad en las emociones que él se creía incapaz de alcanzar.

Gabriel aceptó sus excusas con un beso en la mejilla y se concentró en gozar de su familia. Joan se dijo que continuaba siendo tan entrañable como cuando tenía diez años y que envidiaba ese corazón suyo abierto a los sentimientos.

Tanto Eulalia como su hija y sus nietos disfrutaron con asombro de la ciudad, acompañados en todo momento por Gabriel. Nunca habían visto una población tan grande. La esposa de Fabrizio les hizo de guía y las aconsejó sobre las ropas de moda, pues Joan les pidió que adquirieran dos mudas nuevas. Entretanto Joan y Niccoló discutían sobre literatura con el librero, revisando títulos, cantidades y precios de los libros de la imprenta del genovés. Querían regresar con un cargamento para su librería. Las opciones de adquisición se ampliaban para Joan; tenía Génova, Nápoles y Roma en Italia, y a través de Bartomeu: Barcelona, Valencia, Zaragoza, Sevilla y Salamanca en España.

En uno de los paseos con la familia al completo, Joan los llevó a admirar el exterior de la Porta dei Vacca y allí le pidió a su hermana que entrara en la calle del Campo y que observara al hombre en la banqueta. Desde donde se encontraba podía ver a Simone sentado en la puerta de su establecimiento, mientras mantenía a sus esclavos de pie. Cuando regresó, María tenía la cara demudada.

—¿Es él? —le preguntó Joan.

—Sí —respondió temblorosa.

Llegó el momento de la despedida. La galera con la que Gabriel llegó partía hacia Barcelona un día antes que la de Roma; era la última de la temporada y el joven se iría en ella. Quiso quedarse para aprovechar aquel último día, pero Eulalia le obligó a marchar, el regreso en pequeñas naves de cabotaje en otoño era demasiado largo y aventurado. Les ofreció a su madre y hermana que fueran con él, pero ellas decidieron acompañar a Joan; era el hijo mayor y Eulalia pensaba que así lo hubiera querido su esposo. No obstante, prometieron reunirse algún día todos en Barcelona. La despedida fue triste, sin embargo, los días de felicidad compartidos en Génova serían inolvidables.

—Tenemos pendiente encontrar ese tesoro sarraceno —le dijo Gabriel a Joan, después de abrazarse, al tiempo que le guiñaba un ojo.

—Es verdad —repuso Joan con una sonrisa al recordar lo que repetían en sus sueños infantiles—. Queda pendiente.

Poco antes de que la galera a Roma partiera, cuando Joan tenía ya a su familia instalada en la nave, le dijo al capitán que debía hacer una gestión urgente y que le esperara si se retrasaba.

—La marea no espera —repuso el hombre—. Hay que salir con ella a favor.

—La marea no espera, pero vos tenéis remos y podéis salir sin ella —le dijo mostrándole unos ducados de oro—. Os pagaré bien si me retraso.

Joan entró en el interior de la tienda de Simone sin saludarle y comprobó que no había nadie. Se dijo que el resto de los matones estarían en el patio o en las mazmorras con los cautivos.

—¡Eh, catalano! —dijo el hombre levantándose de su banco y cruzando el umbral para encararse con Joan con los mismos malos modos que la vez anterior—. ¿Qué queréis ahora? ¡Os dije que no os devolvería el dinero!

A su espalda apareció Niccoló, le empujó hacia Joan y este le descargó un puñetazo con todas sus fuerzas en la cara. El hombre cayó hacia atrás dando traspiés y cuando Niccoló le volvió a empujar, Joan le sujetó mientras el florentino le asestaba un golpe entre el cráneo y la nuca con una porra. El esclavista soltó un gemido, se le doblaron las rodillas y en unos instantes se encontraba en el suelo con sus dos agresores introduciéndole unos trapos en la boca para que no gritara. Rápidamente, Joan le puso unos grilletes. Sabía bien cómo hacerlo, los había sufrido demasiadas veces en la galera.

En aquel momento entró desde el patio Andrea, que, al comprender lo que ocurría, lanzó un grito al tiempo que buscaba su espada. Llegó tarde porque Niccoló le clavó la suya en el hombro. En unos instantes estaba también en el suelo con unas argollas que le ataban las manos y unos trapos taponándole la boca.

—¿Quieres vivir? —le preguntó Joan. Su daga presionaba la garganta de Simone, que iba recuperando la conciencia.

El negrero, con los ojos desorbitados, afirmó vigorosamente con la cabeza. Joan se dijo que aquel hombre, como tantos matones, al final resultaba ser un cobarde. Simone le produjo tal cólera el día que lo conoció que no pudo librarse de ella en todo el viaje y aquel era el momento de satisfacer su ira. Había pensado matarlo, pero al fin decidió no hacerlo si colaboraba, y así se lo dijo. El otro afirmó de nuevo con la cabeza.

—Ahora te quitaré los trapos de la boca para que puedas hablar. —Y lo hizo a la vez que le pinchaba el cuello con la daga—. Si gritas, te degüello.

—¡Por Dios y la Virgen! —le dijo el hombre en un susurro—. Mi hijo está herido y se desangra. Haré lo que digáis, pero hay que llamar a un médico. ¡Os devolveré los diez ducados!

—Es mucho dinero, pero no lo quiero —repuso Joan—. Dijiste la verdad y te lo has ganado. También dijiste la verdad en cuanto a las violaciones y vas a pagar por ellas. Si quieres que tu hijo viva, obedece en todo y cuanto antes termine, antes le podrás curar.

En poco tiempo los otros tres matones del establecimiento estaban encerrados en las jaulas para esclavos del sótano y Joan le tapaba de nuevo la boca a Simone para descargar sobre él, con puños y pies, toda la furia que le quedaba hasta perder el aliento. El esclavista soltaba gemidos ahogados, pero aquello no era nada en comparación con las torturas y mutilaciones que Joan imaginó al comprender el verdadero alcance del daño que aquel individuo les hizo a su madre y hermana. Además, Simone era para Joan el ejemplo del matón cruel e insensible y al golpearle imaginaba en él al odiado Felip, que se escapó del castigo a sus crímenes refugiándose en la Inquisición. Seguramente no le vería más, no le podría dar su merecido, pero ahora el negrero pagaba también por él.

Cuando agotó su rabia, Simone continuaba aún consciente a pesar de sus gestos de dolor.

—Ahora me toca a mí —dijo Niccoló arremangándose ante la sorpresa de Joan.

El hombre empezó a gimotear, estaba aterrorizado.

—¡Ah! —exclamó Niccoló con una sonrisa—. ¿Quieres decirme algo? Te quitaré un momento los trapos de la boca para que hables, pero si se te ocurre gritar, te rebano el pescuezo.

—Tened piedad —dijo entrecortado cuando fue capaz de hablar—. Ya basta, no puedo más.

—Entonces tendrás que devolver los diez ducados de oro —le dijo Niccoló.

—No los quiero —insistió Joan—. Dije que se los podía quedar.

—Mirad, Joan —repuso Niccoló—. Vos sois un español orgulloso y yo, un florentino práctico y con sentido de la justicia. No voy a dejar que se quede el dinero.

—Es suyo.

—Pues si es suyo, yo se lo robo. Ese miserable vive de robar vidas ajenas y quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón.

Y obligando al hombre a levantarse a patadas, le hizo mostrarle dónde guardaba su bolsa.

—Vaya, hay bastante más de diez ducados —comentó Niccoló sonriendo—. Me quedo el resto por las molestias.

Joan hizo reunir a todos los cautivos en el patio. Había más de tres docenas y la mayoría eran gentes de color entre las que se encontraban varias mujeres. En sus caras se leía la sorpresa y la incertidumbre.

—El que quiera escapar, que salga corriendo cuando yo le diga —les dijo Joan repitiéndolo en las principales lenguas que conocía.

Por si no le entendían, representó el mensaje con gestos. Le hubiera gustado poderlos llevar consigo en la galera, pero aquellos seres eran esclavos legales y se le hubiera acusado de robo de propiedad ajena. Por desgracia, no se podía transportar a las personas con la misma facilidad que los ducados que Niccoló le había arrebatado al esclavista.

Dudaba que la mayoría pudieran fugarse con éxito y lograr la libertad, pero al menos quien quisiera podría intentarlo. Antes de salir les quitaron los grilletes en el patio y les gritó:

—Todos fuera. —Y les hizo gestos vigorosos con los brazos. Los que parecían europeos, quizá genoveses, esclavizados por deudas o delitos leves, fueron los primeros en salir corriendo y los demás los siguieron llenando de repente la calle del Campo. La gente se apartaba asustada y los guardias de la Porta dei Vacca, reconociendo a los esclavos, salieron en su persecución. Detrás iban Joan y Niccoló andando tranquilamente hacia el puerto.

—¡Ah! —le dijo Joan a Niccoló mientras se quitaba los guantes manchados de sangre—. ¡Qué satisfacción da el trabajo bien hecho!

Prométeme que serás libre
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