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—Siempre es Solana el que hace los discursos —dijo Lucas—. Ahora me toca a mí…

Poco a poco se fueron callando todos, pero el grupo musical continuaba tocando y era difícil hacerse oír.

—… y no lo voy a hacer largo. —Miró a Flores, que estaba a su lado—. Creo que has sido un buen jefe, un buen compañero y, más que eso, un amigo… Un gran amigo…

—Ponte de pie para hablar —señaló Solana.

Lucas hizo un gesto con la mano y siguió:

—… te echaremos mucho de menos… Nunca será como antes, nunca volveremos a estar juntos todos nosotros y estoy seguro de que ninguno de los que estamos aquí olvidará el resto de su vida el tiempo que pasamos juntos. —Lucas metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un estuche que entregó a Flores. Éste lo agarró con cierta timidez. Lucas continuó—: Te hemos comprado entre todos este recuerdo…

—Lo has comprado tú solo, Lucas —interrumpió Pacheco.

—… los de tu Grupo Especial.

Lucas terminó y todos aplaudieron. Flores permaneció con el estuche en la mano.

—¿Qué es? —preguntó.

—Vuelvo enseguida —dijo Loren—. Lo siento.

—Ábrelo —añadió Pacheco.

—Calla —le dijo su hermana.

—Ha sido un bonito discurso —dijo Flores—. No sé qué deciros.

Miró a Lucas y éste le palmeó la espalda. Flores bajó la cabeza como un colegial cogido en falta.

—Abre el estuche —apuntó Pacheco—. A lo mejor no te gusta.

Su hermana le dio un codazo. Flores fue a decir algo, pero se lo impidió el ruido del grupo de músicos. Empezó a abrir el estuche. Dentro había un reloj Rolex. Flores lo sujetó por la cadena.

—Lucas —dijo—, te has pasado.

—Es cojonudo, ¿no? —intervino Pacheco—. Es un peluco de miedo. ¿No te parece? —dijo dirigiéndose a Solana.

Éste asintió en silencio.

—Ya no nos volveremos a ver más —dijo Solana con tristeza.

—Estás borracho —dijo Pacheco.

Negó con la cabeza.

—Un poco, nada más… Marchena, Muriel… Carmela, que se marcha… Ya no será lo mismo la Brigada Central.

—Mira detrás del reloj —le dijo Lucas a Flores—. Está grabado.

Éste le dio la vuelta y leyó: «Tus compañeros del Grupo Especial no te olvidarán. 1988.»

—No sé qué decir, Lucas. —Flores miró a los demás—. Muchas gracias a todos. Esto es demasiado, de verdad.

—Lo hemos pasado bien juntos, ¿verdad, Carmelilla? —le dijo Solana a Carmela—. ¿A que sí?

Carmela asintió y le acarició la mano a Solana.

—Lo hemos pasado muy bien —continuó éste.

—No lo vendas, Manuel —dijo Pacheco, y Solana soltó una carcajada—. No se te ocurra llevarlo a la casa de empeños, ¿eh?, que te conozco.

Flores lo guardó en el estuche y le sonrió a Lucas. Su expresión era de enorme tristeza.

—Gracias, gracias a todos.

En ese momento Loren subió al pequeño escenario con el saxofón y se puso a tocar. Hubo algunos aplausos. Estaba tocando un tema cadencioso y rítmico que era una variación de Pilón de azúcar, vieja música de Nueva Orleans. Solana lo señaló con el dedo.

—¡Miradlo! —gritó—. ¡Qué jodido el Loren!

—Toca muy bien —dijo Mercedes.

—Qué calladito lo tenía —añadió Carmela.

—Aún le falta un poco —intervino Lucas—. Pero no está mal, no.

Solana se levantó y caminó hacia el mostrador, rumbo a los retretes. Estaba más borracho de lo que aparentaba, porque caminaba bastante derecho y con decisión. Al pasar junto al mostrador se fijó en un hombre joven, vestido con un chándal, que parecía nervioso. Llevaba en las manos una bolsa de deportes. Solana continuó hacia la puerta donde ponía «Servicios». Vio a otro sujeto con chándal, apoyado cerca de la caja registradora. Antes de empujar la puerta divisó a otro más con chándal, al lado de los músicos. Ése se movía al compás de la música, como si estuviese muy interesado en la música.

Solana orinó y comenzó a relajarse. Mientras lo estaba haciendo, escuchó un revuelo en la sala. Los músicos dejaron de tocar. Hubo gritos aislados y luego un silencio artificial. Solana pensó que no terminaría nunca de orinar. Tiró de la cadena y salió.

El público estaba de pie con los ojos abiertos como platos. Y no había tres hombres con chándal. Había cuatro. Y los cuatro llevaban armas. Uno de ellos, una recortada y el resto, pistolas.

El de la recortada se encontraba al lado de la caja registradora y se movía apuntando a todo el mundo. El de la orquesta hacía lo mismo y el del mostrador se había colocado bloqueando la puerta de salida. El cuarto hombre de chándal recorría la sala con una bolsa de deportes abierta, exigiendo las carteras y las joyas. El de la recortada estaba diciendo:

—¡Venga, el dinero! ¡Todo el mundo que entregue el dinero y las joyas! ¡Rápido! ¡Rápido, me cago en la leche puta! ¡Rápido o nos liamos a tiros! —Se fijó en Solana y le apuntó con la recortada—. ¡Tú, para acá! ¡Venga! ¡La pasta! —Giró otra vez hacia el público—. ¡He dicho que deprisa, venga!

Solana se acercó con las manos alzadas a la altura de los hombros. Vio a Loren con el saxo en la mano y al resto de sus compañeros de pie. Su mirada se cruzó con la de Flores. Éste parecía atento y dispuesto a saltar. Pacheco, con cara de miedo, se deslizó hacia la puerta y Solana comprendió.

—No…, no llevo nada —le dijo Solana al de la escopeta—. ¿Quiere el reloj?

—¡Y la cartera! ¡Todo, gilipollas! —le contestó el del chándal.

«Puede haber una carnicería», pensó Solana.

Cuando distinguió a Pacheco al lado del sujeto de la puerta, Solana miró a Flores. Se metió la mano en la sobaquera y palpó la culata de su arma. Los ojos de Flores dijeron: ¡ahora! Solana bajó con la mano izquierda la recortada y le colocó al sujeto del chándal su pistola en la cabeza.

—¡Policía! —gritó.

El hombre reculó con los ojos abiertos por el asombro, sin soltar la escopeta. Solana le metió el cañón del arma por la boca, con fuerza. El del chándal dio un grito apagado entre los dientes rotos y dejó caer la recortada. Solana le golpeó la cabeza con la pistola y lo obligó a tenderse en el suelo. Entonces se volvió. Pacheco le había puesto el pie en la cabeza al sujeto de la puerta y le gritaba a la gente:

—¡Que nadie se mueva de su sitio! ¡Policía! ¡Todo el mundo quieto!

Lucas había reducido al que recorría las mesas con la bolsa de deportes abierta y lo había obligado a colocarse de rodillas. Carmela intentaba calmar a un grupo de chicas que gritaban. Flores apartó a la gente con la pistola en la mano. Su tono era enérgico y seguro de sí mismo.

—Calma todo el mundo —dijo sin apenas elevar la voz—. Que nadie se mueva de su sitio. Que se siente todo el mundo.

Flores llegó hasta el mostrador. Las dos camareras reían y lloraban al mismo tiempo.

—Avise al 091 —ordenó Flores.

Solana buscó con la mirada a Loren. Éste contemplaba con cara de lástima el saxofón roto. Lo miraba como sólo un niño podría hacerlo. Sobre la tarima de los músicos el cuarto hombre de chándal yacía con las piernas abiertas y sangre en la cabeza.

La camarera del pelo negro se dirigió a Solana con el teléfono en las manos.

—¿Es… es usted el inspector Flores?

Solana negó con la cabeza y llamó a Flores.

—Lo llaman del 091.

Flores cogió el teléfono.

—Sí…, somos policías… Brigada Central… Estábamos celebrando una fiesta privada… De acuerdo.

Colgó y se volvió a Carmela.

—Pon las carteras encima del mostrador y que la gente las vaya cogiendo en orden y de uno en uno.

Carmela vació la bolsa de deportes sobre la barra y levantó una cartera.

—Vamos a ver —dijo—. ¿De quién es ésta?

El local, sin gente, tenía un aspecto sombrío y desolado. Molina buscó a Flores con la mirada. Éste estaba hablando con el jefe de la dotación del furgón policial. Molina se quedó quieto, esperando a que Flores terminara de hablar con el uniformado. Flores lo vio, se despidió del policía y se dirigió a Molina.

—Llevo buscándote todo el día —le dijo.

Molina asintió en silencio.

—Yo también. Quería que me perdonaras… He hablado con esos camellos… —Flores aguardó—. Mi hermano los obligó a poner una denuncia de malos tratos contra ti… También he estado en el hospital con el Santito… Lolo y mi hermano le partieron la cara… —Sonrió entre las barbas—. Ya ves cómo están las cosas… Mañana iré a hablar con Laínez. ¿Podrás disculparme, Flores?

Molina paseó la mirada por el local vacío. Los únicos que quedaban eran Loren y Lucas, que charlaban con grandes aspavientos, sentados en una silla. Loren decía algo sobre lo que cuesta un saxofón.

—La banda del chándal. —Molina suspiró.

—Tu hermanito se queda con la heroína que requisa a los camellos. Él y Lolo lo llevan haciendo desde hace mucho tiempo. ¿No sabías tú eso, Molina?

—Sí, lo sabía…, mejor dicho, lo sospechaba, pero no quería enterarme… Flores, la cosa es aún más grave. Le prometí caballo a ese Bernardo a cambio de que me dijera la verdad… Acabo de pasar por comisaría y Bernardo no está. Se lo han llevado Lolo y mi hermano para no sé qué diligencias… Tengo miedo de que…

—Tu hermano es un asesino, aparte de otras muchas cosas, Molina. El asunto es si tú vas a ser cómplice o no.

—Es mi hermano, Flores.

—Sí o no.

Los dos hombres se miraron.

—No tenemos tiempo que perder, Flores —dijo.

—Aquí J-5 a Central… ¿Me oís, Central?

La voz rasposa de la radio del “K” de la comisaría resonó en el interior del coche. Flores lo conducía a ciento treinta kilómetros por la M-30.

—Quiero confirmación sobre situación del J-18… ¿Oído, Central?

—Afirmativo —dijo la voz—. Hace un rato te lo dije, Molina… Deben de tener la radio desconectada… La última conexión fue en Vicálvaro… Iban a un servicio de Centro… Cambio… ¿Algo más, Molina?

—Sigue llamando, nosotros vamos hacia allá… Cambio y corto.

—J-5, aquí Central, ¿pasa algo?… Repito, ¿pasa algo?

—Negativo, seguid llamando… Corto.

La sirena del “K” de Molina hacia volverse a los automovilistas, que se echaban a un lado y los dejaban pasar. A esa hora apenas había tráfico en la M-30. Flores pensaba que no iban a llegar a tiempo.

Godoy empujó a Bernardo, que cayó al suelo temblando. El mono le había agarrotado los músculos de la espalda, que tenían la consistencia de la madera. En la tierra, Bernardo babeó y tuvo arcadas. Se encontraban en uno de los descampados de la zona de Vicálvaro al final del barrio de San Blas. Los montículos de cascotes y desperdicios se alzaban alrededor suyo. Más allá se veían las líneas de luces de los edificios.

—Míralo, mira qué mono tan bonito tiene el niño. ¿Lo has visto, Lolo? ¿Has visto el tembleque que tiene?

Godoy soltó una carcajada y le dio una patada a Bernardo para que se levantara. Bernardo se puso en pie con dificultad, los dientes le castañeteaban.

—Sigue andando, cabrón. Vamos.

Godoy volvió a empujarlo. Bernardo trastabilló y cayó otra vez de rodillas, los brazos apretados a los costados. Lolo respiró con fuerza. Su enorme barriga se alzó y luego bajó.

—Coño, espera un momento… —Cogió a su compañero de la manga—. Espera un momento.

Lo apartó de Bernardo y le habló en voz baja.

—Coño, no sé, yo creo que este chaval no va a decir nada de la Toñi… —Godoy lo observó con ojos burlones—. Está hecho una puta pena… ¿No lo ves? —Bajó aún más la voz—. Yo creo que no hace falta matarlo, de verdad… No va a decir nada.

—¿No? ¿Y tú me vienes ahora con ésas, Lolo? ¿Que no va a decir nada? En cuanto se le quite el mono lo larga todo… Canta por peteneras.

Lolo arrugó la cara.

—No tengo cuajo para… No sé, José Luis… Podemos meterle miedo y el chaval achanta la mui. Cargárnoslo a sangre fría es un poco jodido.

—Eres un cagao, Lolo… Eso es lo que te pasa. —Se acercó a su compañero y lo apuntó con el dedo—. Te has amariconao.

—Déjame en paz. —Torció la cabeza.

Godoy le dio golpecitos en la cara.

—Maricona.

—No es eso, José Luis, pero matarlo a sangre fría… Joder, eso es mucho.

Los ojos de Godoy se inyectaron en sangre.

—¡Mucho! —chilló—. ¡Mucho! ¡Es que quieres que nos emplumen! ¡Eh! ¡Dímelo, maricón! ¡Vete al coche! ¡Lo haré yo! ¡Tú vete al coche!

Lolo dio media vuelta y se marchó, arrastrando los pies entre el polvo. Godoy dio unos pasos en su busca y lo agarró del brazo.

—Pero recuerda, Lolo. Esto será como si lo hubiéramos hecho los dos. ¿Te enteras? En esto estamos los dos.

Lolo asintió en silencio. Su rostro grande y alargado se había vuelto lívido. Se soltó de su amigo y continuó la marcha hacia el coche, aparcado detrás de un montículo de desechos de materiales de construcción. Abrió la puerta y se sentó en el asiento delantero, al lado del volante. Se recostó pesadamente sobre el asiento. Vio la lucecita de la radio que anunciaba que lo estaban avisando por su frecuencia de onda. Se pasó la mano por la cara y se apretó los ojos hasta que le dolieron. Conectó la radio con rapidez y cogió el auricular.

—J-18 a Central… J-18 a Central… ¿Me oís, Central?

—Afirmativo, J-18… ¿Qué os ocurre? ¿Habéis desconectado la radio? —Se escuchó la risa cascada al otro lado—. ¿Estáis tomando copas?… J-5 quiere vuestra localización…, repito: J-5… ¿Dónde estáis? Cambio.

—Aquí J-18 a Central, estamos en Vicálvaro, en el descampado a la altura del kilómetro 30, a unos doscientos metros del poste de alta tensión… ¿Oído, Central?

—Central a J-18…, oído localización.

—Godoy se ha vuelto loco, mandad un coche aquí, repito, Godoy se ha vuelto loco.

Lolo no pudo verlo. Estaba echado hacia delante, empuñando la radio, y no sintió cómo se acercaba Godoy. Cuando lo vio era demasiado tarde. Nunca había visto esa expresión helada en sus ojos. Tampoco una pistola de reglamento apuntándole a la cabeza. Godoy metió la mano por la ventanilla del coche y cerró la radio.

—¡Espera! —chilló Lolo—. ¡Espera un momento!

El disparo le chamuscó la cara y le abrió la parte posterior de la cabeza, que se expandió en trozos por el interior del coche, explotando como un huevo al reventarse.

Bernardo intentó ponerse en pie. El tiro había sonado como una bomba. Comenzó a jadear. Las piernas no le respondían, eran de trapo. Se caía al suelo. Apenas si podía arrastrarse. Volvió la cabeza. Vio a Godoy, que corría hacia él, y anduvo unos metros, encorvado sobre sí mismo, los ojos desorbitados por el miedo.

Se dio cuenta de que estaba corriendo. De que corría. Podía correr. Separó los brazos del cuerpo y los movió como los pistones de un tren, consciente de que el ruido de pisadas que estaba escuchando no eran las suyas, sino las de Godoy, que venía a por él. No quiso volverse. Sabía que venía a matarlo.

Abrió la boca y gritó. Entonces vio la cinta grisácea de la carretera. Avanzó hacia ella. Los faros de un camión trazaron dos líneas de luz. El ruido era cada vez más cercano. Bernardo se desplomó de rodillas al borde de la carretera y alzó los brazos. De su boca sólo pudieron salir chillidos de animal acosado. El camión pasó por su lado haciendo sonar la bocina. La corriente de aire le dio en el rostro crispado. Godoy lo empujó con la bota.

—¿Adónde ibas, cabrón? ¿Adónde ibas, eh?

Bernardo comenzó a llorar boca abajo, la cara pegada a la carretera. Godoy alzó la pistola y se la colocó en la nuca. Entonces oyó la sirena de un «K». Un viejo sonido conocido que se fue aproximando rápidamente, Godoy soltó una maldición. Los faros de un coche lo iluminaron. Vio la masa oscura que se detenía cerca de él y el ruido de dos puertas que se abrían y cerraban. Dos figuras oscuras avanzaron hacia él.

Reconoció a su hermano.

A las tres de la mañana Lucas aún no había podido dormirse. Estaba balanceándose lentamente en el sillón que había sido de su padre, con su gato Aníbal en las rodillas. Le pasaba la mano por el lomo con suavidad y el gato ronroneaba.

—Manuel se ha olvidado de coger el regalo, Aníbal —le dijo al gato—. Con el follón se ha dejado olvidado el reloj. ¿Tú crees que se acordará de llamarme y de recogerlo? —Lucas sonrió en la oscuridad y levantó la caja, que descansaba sobre la mesa—. Es un reloj muy bonito, Aníbal, quizá te lo regale a ti, después de todo.