14

Las columnas de tarritos de cristal se alineaban hasta el techo. Había tres policías registrando palmo a palmo el almacén, intentando descubrir alguna huella, algún resto que hubiesen dejado los que hicieron el vídeo. Había exactamente once mil cuatrocientos cincuenta y dos tarros de seis variedades diferentes de comida para niños.

Poveda contempló la cadena de embalaje de las pizzas precocinadas. Las torteletas rodaban por una cinta y se detenían bajo una especie de puentes que parecían los mecanos de su infancia. De allí caían los condimentos de las pizzas: tomate y queso. Después, las pizzas continuaban su camino pasando por entre una fila de hombres y mujeres vestidos con batas blancas que arrojaban sobre las pizzas champiñón picado, anchoas… Otra máquina las cubría con plástico. Al final de la cinta transportadora otros empleados pegaban una etiqueta colorida. Poveda se juró a sí mismo que jamás probaría una de esas pizzas. Ventura se le acercó con un gesto de desagrado en el rostro.

—No aguanto este olor —le dijo—. Creo que voy a odiar las pizzas el resto de mi vida. ¿Has visto cómo hacen esos potitos? Dan ganas de vomitar.

—¿Recuerda algo más el vigilante? —preguntó Poveda.

—No, lo mismo. Alguien lo sorprendió en su ronda nocturna y le colocó un pañuelo con cloroformo en la nariz. Sigue diciendo que no vio ni escuchó a nadie. Hay seis personas con potestad para tener las llaves del almacén. Ninguna de las seis las ha echado en falta.

—Es fácil hacer la copia de una llave.

—Sí —contestó Ventura, y sacó un papel del bolsillo de su chaqueta y lo leyó—. En los últimos dos años han expulsado de la empresa a ciento cuarenta y seis empleados, entre hombres y mujeres…

Poveda dio un respingo y lo interrumpió.

—¿Ciento cuarenta y seis?

—Reconversión —añadió Ventura—. Antes hacían chocolatinas y flanes y… —Volvió a leer—. Yogures de tres sabores diferentes. Tuvieron que cerrar esa sección. De todas maneras he puesto a Carmela y a Loren a investigar a cada uno de ellos, quizás alguno tenga antecedentes.

—Ciento cuarenta y seis —suspiró Poveda—. ¿Y Marchena?

—Creo que por ahí vamos bien. Sigue con lo de la contabilidad.

—Nos queda poco tiempo. Eso es lo jodido. ¿Y Flores?

—Flores tiene una teoría que…

—No me expliques las teorías de Flores. Casi siempre me cabrean.

La sala de reuniones del Consejo de Administración era amplia y lujosa, decorada como una película americana de los años sesenta. La gran mesa ovalada parecía demasiado grande para las seis personas que se sentaban en ella. Los seis eran hombres que habían pasado de los cuarenta y cinco años. Parecían prósperos y seguros de sí mismos. Vestidos con elegancia. Acostumbrados a alzar la voz. Uno de ellos, un hombre de bigote con hebras blancas y un cuello estrecho como el de una gallina, hablaba con un tono estridente en la voz.

—… muy bien, Cárcer, supongamos que pagamos, que le damos los cien millones de pesetas en diamantes. Muy bien… ¿Quién nos garantiza que esos canallas cumplirán su palabra?… ¿Quién nos garantiza que todo esto no es un truco de la competencia?

—No hay ninguna garantía —graznó otro.

—¡Señores! —chilló Cárcer—. Fernando, lo que dices está muy bien, puede ser un truco de la competencia, puede ser mentira que hayan vertido sida… Pueden ser muchas cosas… ¿Sabes lo que significaría que apareciera en la prensa que uno de nuestros productos está infectado de sida? ¿Os lo figuráis?

Se hizo el silencio en la sala. Dejaron de arrastrar los pies y de murmurar.

—Todos lo hemos pensado —continuó Cárcer—. El final de esta empresa. Es así de sencillo.

—Hay otra solución —habló otro de los presentes, un sujeto encorvado y de cabellos aplastados con gomina—. No pagamos y aguardamos a ver lo que ocurre. Antes, hablamos con todos los medios de comunicación. Les ofrecemos campañas de publicidad. —Sonrió—. Ninguno sacará esa noticia de que nuestros productos están infectados. ¿Qué os parece?

Los hombres se miraron entre sí. Cárcer sonrió, condescendiente.

—Tú eres el director de Publicidad, Venancio. Sabes mejor que nadie que la inversión en campañas de publicidad sería astronómica. Sin contar televisión… Además, aunque las empresas periodísticas se negasen a emitir esa noticia, quedan los periodistas particulares. Y ésos… Bueno, ésos sólo buscan carnaza. No sirve tu propuesta, Venancio.

El del cuello de gallina volvió a hablar.

—¿Y la Policía? ¿Qué está haciendo?

—Dar vueltas por la empresa y molestar. Eso está haciendo la Policía —contestó otro, con voz profunda y rasposa de fumador de puros—. Los polis están fisgoneando por todas partes, pero fuera de eso, no creo que hagan nada más.

—Sugiero una votación —dijo Cárcer—. Recuerdo que mañana por la mañana expira el plazo para la entrega del dinero.

En ese momento sonó el interfono situado al lado de Cárcer y la voz de su secretaria.

—Disculpe, señor Cárcer. —La voz sonaba preocupada—. Un señor lo está esperando, insiste en verlo.

—¿Por qué me molesta? —gruñó Cárcer—. Le he dicho que no estoy para nadie. ¿Es que no lo ha entendido?

La voz de la secretaria denotó esta vez angustia.

—Ha insistido mucho, señor. Me ha dicho que le dijera Riofrío. Sólo eso, ¿qué hago?

Cárcer se mantuvo en silencio unos segundos. Al fin, respondió:

—Dígale que espere. Salgo ahora mismo.

Cerró el interfono y se dirigió a los presentes con una sonrisa que cruzaba su gorda cara como las vías del ferrocarril cruzan un páramo.

—Disculpadme un momento. Es un imprevisto. Volveré dentro de cinco minutos. —Se puso en pie y se dirigió a la puerta. Al llegar a ella se volvió y dijo—: No me pongáis demasiado verde, ¿eh?

La sonrisa de Cárcer se esfumó de su cara. Un hombre bajito y nervioso lo aguardaba, sentado en el sillón frente a la asustada secretaria. El hombre se puso en pie sin decir nada. Tenía los ojos muy juntos y el cabello le nacía casi desde las cejas. Se retorcía las manos.

La secretaria comenzó a decir:

—Señor Cárcer, yo…

Cárcer la detuvo con un gesto de la mano y se dirigió al hombre que aguardaba.

—Venga a mi despacho.

Abrió una puerta y esperó a que el hombre atravesara la antesala y entrara en su despacho. Cárcer cerró la puerta. Le habló allí mismo.

—¿Por qué ha venido? ¿Ocurre algo?

El hombre sudaba copiosamente. Sudor maloliente que le caía mejillas abajo y le manchaba el cuello de la camisa.

—Ayer estuvo un policía, señor Cárcer, y hoy ha ido también. Está mirando los libros de contabilidad. Sabe ya que le están haciendo la auditoría.

—¿Y para eso me has molestado, Riofrío? ¿Me has sacado de un Consejo de Administración para decirme eso? Todo el mundo sabe que hay un grupo de accionistas que me acusa de estafa.

—No es sólo eso, señor Cárcer. El equipo que está investigando los libros dice que tienen ya las pruebas. Que es cuestión de un par de días.

Cárcer se pasó la mano por la boca. Por sus ojos cruzó una sombra de angustia.

—¿Estás seguro?

—Sí, señor Cárcer. Han reforzado el equipo con dos jóvenes recién llegados. Adelantan mucho.

—Un par de días —murmuró Cárcer—. ¿Vas a poder retrasarlo?

—Veré lo que puedo hacer.

—Intenta liar las cosas, confundirlos lo más que puedas.

—Es lo que he estado haciendo hasta ahora, señor Cárcer. Pero con la Policía, usted comprenderá… Hoy no he podido hacer nada.

—¿Cuánto más quieres?

El hombre dejó de frotarse las manos.

—Doscientas cincuenta mil, señor Cárcer.

Cárcer lo miró fijamente.

—Las tendrás.

El hombre sonrió. Bajó la cabeza. La subió. Miró el inmenso despacho.

—¿No te fías de mí? —añadió Cárcer.

—Bueno, señor Cárcer…

—No tengo esa cantidad aquí, pero mañana por la mañana te la haré llegar a tu casa. ¿Conforme?

—¿Mañana por la mañana? Muy bien, señor Cárcer. Mañana por la mañana.

La chica tomó con sus manos un puñado de champiñones crudos, cortados en láminas, y lo sostuvo sobre la cinta transportadora. Frente a ella había otra mujer que arrojaba sobre la masa de pizza dos tiras de pimientos morrones. A su lado había otra y más allá otras más. Todas vestidas de blanco. Todas haciendo lo mismo. Siempre. Hora tras hora. La chica abrió la mano y los trocitos de champiñones cayeron sobre la cinta. La cinta comenzó a moverse. Los ruidos aumentaron de intensidad y luego bajaron para volver a subir.

—¡Marisa! —gritó la mujer de al lado—. ¡Marisa!, ¿qué te pasa? ¿Te encuentras bien?

—Sí, sí…, sí… No ha sido nada… Un mareo, nada.

—Has tirado los champiñones en la cinta. —La mujer miró a izquierda y derecha—. Menos mal que no te ha visto el encargado. —La agarró del brazo—. ¿De verdad te encuentras bien?

—Es que… es que estoy con la menstruación… No es nada… De verdad.

Marisa tomó otro puñado de champiñones y lo sostuvo en alto, esperando a que pasara por su lado otra pizza.

El jefe de Personal de Alimensana, S.A. vestía una chaqueta de increíbles cuadros azules y verdes y gastaba un enorme anillo de oro en el dedo índice de la mano derecha. Cuando abría la boca mostraba dos dientes también de oro. Le tendió a Flores tres páginas de listado de ordenador y comenzó a reírse. Era un hombre que parecía reírse de cualquier cosa.

—Hoy en día, con las computadoras… ¿Eh?… ¡Je, je, je!

—Vaya —dijo Flores—. Son bastantes.

—Se pasan la vida fingiendo que están enfermos. ¡Je, je, je!… Hoy en día no curra nadie. Ya han nacido cansados. ¡Je, je, je!… Y no vea usted a los de la sección sindical. ¡Je, je, je!… Están siempre con el coñazo de que si el olor, el ruido, el ritmo de trabajo. Sabrán ellos lo que es currar, ¡je, je, je!… Todos comunistas. Más vagos que la chaquetilla de un guardia… ¡Je, je, je!… Perdone.

—Los iré llamando de uno en uno.

La cara grande y cetrina del jefe de Personal pareció compactarse.

—¿Uno a uno? ¿Todos? ¿Van ustedes a llamarlos a todos?

—Eso es —contestó Flores—. A todos. Uno a uno.

—Oiga, bueno… ¡Je, je, je!… ¿Y eso es por el robo? Y me pregunto yo, ¿a qué habrán entrado los ladrones al almacén de los potitos? ¿Eh?… ¿A robar potitos?… ¡Je, je, je!

—Muriel —llamó Flores, y Muriel se levantó del sillón y se acercó—. Acompaña a este señor. Tráete a los cinco primeros de la lista. Que pase uno y el resto que aguarde en la salita.

—Perfecto —contestó Muriel—. Cuando usted quiera.

—¿Eh?… ¡Je, je, je!… Un momento, ¿quiere decir que…?

—Lo que ha oído —ordenó Flores—. Y quiero las fichas médicas de todos. Ordenadas según la lista que me acaba de entregar. Y rápido. Tenemos prisa.

Marisa permanecía desmadejada, tumbada en la cama con los ojos cerrados y los brazos extendidos. Respiraba con la boca abierta. Una respiración afanosa y silbante. En el brazo derecho tenía puesto un torniquete a la altura del antebrazo. Las venas sobresalían como pequeños ratones azules bajo un mantel. En todas ellas había cicatrices.

Ros sacó una jeringuilla hipodérmica de la autoclave y absorbió la heroína que se encontraba, ya disuelta, en un pequeño cubilete recién recalentado. Tomó un trozo de algodón impregnado en alcohol y frotó una de las venas del antebrazo de la chica. Marisa abrió los ojos y gimió de excitación. Ros le clavó la aguja con pericia, extrajo un poco de sangre y comenzó a introducirle la heroína en la vena con lentitud, muy despacio. Marisa abrió los ojos y acompasó la respiración. Ros sacó la aguja. Frotó el pinchazo de la vena y metió la jeringuilla otra vez en la autoclave. Se volvió a su mujer. Habló de corrido, sin pausas.

—Sólo hoy, querida. Mañana estaremos lejos.

Marisa sonrió.

—Ya estoy mejor —contestó ella.

Ros abrió el cajón superior de una cómoda y extrajo un sobre. Lo abrió y descubrió dos billetes de avión que agitó en dirección a la chica. Todos los días hacía lo mismo: sacaba los billetes de avión de primera clase a Zúrich y los miraba. Luego los volvía a meter en el sobre y en el cajón.

—Ma… ña… na —repitió—. Mañana por la noche, a las doce. Y a las dos de… de… de… la madrugada en Zúrich.

Ella volvió a sonreír.

—Y pasado mañana estarás en la clínica. La mejor clínica del mundo, ca… ca… riño. Pero tendrás que aguantar esta tarde y mañana por la mañana. ¿Harás un esfuerzo? ¿Lo harás?

Ella asintió. Ros se arrodilló a los pies de la cama. Le besó la mano. Cuando hablaba en voz baja no tartamudeaba. Hablaba sin esfuerzo aparente.

—Te pondrás bien —le susurró—. Y no tendrás que trabajar el resto de tu vida. —Apretó la mano contra su cara—. Te quiero.

Entonces sonó la campanilla de la puerta, abajo en la pastelería. Ros se puso en pie y miró el reloj.

—Le… le… diii… je a Constancio que cerrara —dijo con dificultad, y volvió a mirar el reloj—. ¿Qué hace Constancio?

—Constancio se ha ido. ¿No te acuerdas?

Ros soltó una interjección, abrió la puerta y bajó las escaleras corriendo. Los dos niños rubios permanecían inmóviles cara al mostrador.

—¿Qué queréis? —preguntó Ros—. Está cerrado.

—Por favor, señor —dijo la niña—. Dos bambas de nata.

Los dos niños llevaban grandes carteras de colegiales. El niño abrió la mano, llena de monedas.

—Por favor —añadió.

—No… no… hay bambas de nata. Está cerrado. La pastelería va a cerrar.

—¿Y cuando salgamos del colegio, señor? —preguntó la niña—. Entonces ¿podremos comprarlas?

—No…, la pastelería estará cerrada para siempre. Para siempre.

Los niños no se movieron. Miraron a Ros casi sin pestañear. El niño aún con la mano extendida con el dinero. Ros los empujó hacia la puerta.

—Venga…, a la calle… Fuera, fuera.

Sonó otra vez la campanilla y los niños salieron a la calle y echaron a correr sin volver la cabeza. Ros se quedó inmóvil. Había un hombre apoyado en el escaparate. Un hombre de unos treinta y cinco años, con la camisa remangada, que mostraba unos brazos fuertes y peludos, uno de ellos tatuado con el gorro de un legionario y una trompeta. El hombre sonreía, pero por muchos esfuerzos que hiciera nunca parecería amistoso ni jovial.

Ros hizo esfuerzos para que las palabras salieran seguidas de su boca.

—Nico…, ¿qué haces aquí?

—No me llame Nico, capitán. Llámeme el Trompeta, como siempre. —Hizo un gesto con la mano, abarcando la pastelería—. Bonita tienda. ¿Y Constancio?

—Nico, en primer lugar, no me llames capitán, ya no estamos en el ejército. —Tomó aire y continuó hablando—. En segundo lugar, no deberías venir aquí, debías estar en el restaurante con Constancio y Barrera. Han quedado allí contigo, ¿no?

Nico hizo otra vez el gesto con la mano, muy parecido a llevarse la corneta a la boca, y respondió:

—¡Ah, sí, es verdad! ¡Se me había olvidado! —Sonrió—. Quería saludar a su señora, capi… digo, señor Ros. ¿Sigue tan guapa como siempre?

El cuello de Ros se infló por el esfuerzo para no tartamudear, al tiempo que se ponía rojo de ira contenida.

—Lárgate, Nico.

Hizo el saludo militar.

—¡A sus órdenes, mi capitán! —Sonrió—. ¡Perdone! ¡El Trompeta se va!

Se llevó la mano derecha a la boca, dio media vuelta y se marchó en sentido diferente al que habían tomado los dos niños.

Ros se quedó en la puerta un rato, mirándolo.

La carta estaba escrita en papel de un cuaderno escolar con las letras bien dibujadas, como si se tratara de un ejercicio de caligrafía. La carta decía así:

Querido hijo:

Espero que al recibo de ésta te encuentres bien de salud. La Irene y yo estamos muy bien y el niño también. Porque es un niño, ¿sabes? Los doctores le han hecho fotografías en el vientre a Irene y han visto que es un niño y que se encuentra muy bien. Es un niño, un hombre, y ya tengo dos hijos, dos hombres. Lo único que espero es que salga como tú, niño, tan derecho como un árbol. Eso sería otro orgullo para mí, niño, porque yo siempre he estado orgulloso de ti. Ahora que voy siendo viejo me doy cuenta de que yo nunca he hecho nada para criarte derecho y como Dios manda. Lo he hecho todo mal, al revés, y es un milagro que no hayas salido como yo. Debe de ser por la sangre de tu pobre madre, a la que siempre he llevado en el corazón. Nunca te he escrito una carta porque me daba vergüenza que vieras que escribo muy mal sin saber cuándo empiezan y terminan las palabras. Una vez cuando estabas haciendo el servicio militar en la Policía de los militares te empecé una carta, pero no la pude terminar. Ésta sí que te la voy a terminar porque ya no me da vergüenza que sepas cómo es tu padre, que nunca te ha dado nada de nada, porque dar la vida a un ser eso no es nada, eso lo hacen hasta los animales y sin darse cuenta. Por eso, mi nuevo hijo se va a criar de manera diferente, ya voy para viejo y he entendido las cosas, los caminos de la vida. Todavía no sé cómo lo vamos a llamar, pero quiero que tú seas el padrino, hijo, que tú le pongas el nombre cristiano y que siempre estés con él como si fuera también hijo tuyo además de tu hermano. Si tú estás a su lado siempre, no tendrá las malas influencias que tiene mi sangre, la sangre de los Flores, que es una sangre de los hombres de los montes y los caminos, de los hombres que no se quedan nunca en ningún sitio y que nunca llegan a nada de nada. Cuando te estoy escribiendo me acuerdo mucho de ti cuando eras un chiquillo que no levantabas un palmo del suelo pero que me querías mucho y siempre querías estar conmigo. Me acuerdo también de cuando estabas en el vientre de tu santa madre, que en gloria esté, bendecido sea su nombre, y te movías arriba y abajo y le dabas patadas y yo le decía a tu madre, este niño va a ser como yo. Gracias a Dios no saliste como yo, hijo, porque ya te tengo respeto de hombre, no de muchacho, ni de hijo. Respeto como se le tiene a un hombre. Yo no sé hablar como se debe hablar y lo que quiero decir no me sale nunca. Voy cada quince días al cuartelillo de los picoletos a firmar y son conmigo muy respetuosos y me tratan con afecto. Para que veas cómo es la vida y cómo cambian las cosas. Los que creen que nada cambia, que todo es siempre igual, es que no tienen nada en la cabeza. Me dice el brigada de los picoletos que el juicio irá para largo, que igual sale dentro de un año o más. Quiero que sepas que no me importa ir al talego, que yo cumpliré con la ley, palabra de Flores, que estés tranquilo que no me voy a escapar. La Irene te manda un saludo con mucho respeto y el niño también. Me parece que ya te conoce porque cuando hablamos de ti se pone a moverse dentro de la Irene y le da unas patadas que hay que verlas. Como tú, niño.

Un abrazo muy fuerte de tu padre que te aprecia.

ROGELIO FLORES MOLERO

Flores dobló la carta cuidadosamente y la metió en el sobre. Estaba sentado en el sofá de su casa, frente al ventanal que daba a la terraza, y se puso a mirar el cielo plomizo. Se quedó así un buen rato.