1

No esperes que la muerte te avise, porque no viene con trompetas ni con tambores, ni va en un carro de fuego tirado por caballos alados. La muerte no es nada grandiosa, es ruin y miserable y acudirá a ti sin ninguna señal, sin que lo sepas de antemano, agazapada entre las sombras. Lo sabrás justo en el último instante, apenas unos segundos antes de que empieces a deslizarte por el agujero que no conduce a ninguna parte. Te llegará una noche en tu casa, o paseando por la calle una radiante mañana de sol.

Quizá te aguarde mientras observas un escaparate o le acaricias la cabeza a un niño, o mientras estés descansando, imaginando lo bella que aún puede ser la vida.

No la esperes. Ella no avisa. Y no te darás cuenta.

La mujer tenía cuarenta años cumplidos y desde que dos años atrás notó la flacidez de su vientre acudía a una clase de aeróbic tres veces a la semana. También iba a una masajista diplomada en días fijos y había cambiado su dieta alimenticia por completo.

Contempló las finas arruguitas que se formaban alrededor de sus ojos y en la comisura de la boca y comenzó a untarse crema con lentos movimientos circulares de los dedos.

El espejo le devolvía una imagen sana y aceptablemente hermosa. Nunca había sido guapa ni espectacular, pero sabía que ahora, en la madurez, tenía mejor tipo y era más atractiva que cuando se separó de su marido seis años atrás. Se había quitado doce kilos de encima, las carnes se le habían afianzado y había conseguido seguridad en sí misma y el dominio de su cuerpo y su persona.

Ya no era una chiquilla. No quería serlo. Sabía que tenía cuarenta años y que cumpliría cuarenta y uno el mes siguiente, dos hijos mayores, uno de diecinueve, estudiante de Arquitectura en Bellaterra, y una chica de dieciséis que quería ser modelo. No se hacía ilusiones sobre volver a casarse.

Con un matrimonio tenía suficiente. Un matrimonio que había durado veinte años con el inspector de Policía Alberto Terrón, hoy comisario jefe en una de las comisarías territoriales de Tarragona. Veinte años de discusiones y peleas, de silencios infinitos y de sobresaltos. Veinte años que había pasado dormida, sin darse cuenta.

Quizá fue feliz al principio de su matrimonio, cuando nació Ricardito. Entonces vivían en Pueblo Nuevo, sin dinero, y ella tenía que coser para aquella tienda. Se sentía útil y amada, compartiendo cosas con su joven marido. Pero había pasado mucho tiempo desde entonces, y era una etapa de su vida que no quería recordar. Le gustaba más pensar en el futuro, en lo que le quedaba por vivir. Por ejemplo, en la cena que iba a tener esa misma noche con su amiga Clarita y dos amigos de ella, empleados de la Consejería de Cultura de la Generalitat. Uno de ellos, sobre todo, le gustaba bastante. Divorciado como ella y muy guapo, parecía atento y tierno.

La mujer que se embadurnaba el rostro se llamaba Purificación Santos, pero todos, incluidos sus hijos, la llamaban Tita.

Escuchó un ruido en la casa. El roce de pies en el suelo. Instintivamente miró la hora en el despertador eléctrico y detuvo el masaje facial. Pensó que su hija había llegado antes. Eran las seis cuarenta y cinco de la tarde.

—Niña —llamó—, ¿eres tú?

No obtuvo respuesta. Aguzó el oído. El parqué del salón volvió a crujir. No era una mujer asustadiza, pero se puso en pie con una expresión interrogadora en los ojos.

Entonces vio al hombre en la puerta.

Gritó y se llevó la mano a la boca. Nunca había visto a ese hombre. Era alto, de rostro alargado y pálido, mandíbula cuadrada y cabello negro peinado hacia atrás. Vestía una gabardina y la miraba fijamente, sin decir nada.

Ella retrocedió hasta la cama.

—¿Quién es usted? —preguntó. El terror comenzó a adueñarse de su cuerpo—. ¿Qué quiere? ¿Cómo ha entrado? ¿Usted…?

—¿Purificación Santos? —preguntó a su vez el hombre, con un leve acento musical.

“Es una broma”, pensó la mujer, porque nadie piensa que va a morir. Nadie cree que le quedan segundos de vida.

“Un amigo de Clarita —siguió pensando—. No parece un ladrón”.

—Sííí…, sí… so… soy Tita Santos, qué… qué quiere us…

No terminó la frase. El desconocido extrajo de la gabardina una pistola chata y negra, a la que había atornillado un silenciador, también negro, y apuntó a la mujer. Disparó sin ruido.

La mujer tampoco supo entonces que iba a morir.

La bala le perforó la cabeza un poco más arriba del entrecejo y la lanzó, sin ruido, sobre la cama. Cuando se desplomó sobre ella ya estaba muerta.

A Solana no le gustó la consejera matrimonial o como se llamara eso. Era una chica joven sin labios, el cabello corto castaño claro y un cuerpo menudo y compacto que se adivinaba bajo la bata blanca.

Quizás era por su juventud —no debía de tener arriba de veinticinco años— o quizá porque estaba su mujer delante. Hubiera preferido un hombre mayor, un médico con las sienes plateadas, con más de sesenta años. Sin embargo, Esperanza, su mujer, parecía beberse las palabras que iba soltando la consejera matrimonial, como si fueran la Biblia en pasta. No perdía sílaba.

El despacho era pequeño, impersonal, excepto en dos o tres toques de color consistentes en un búcaro con flores, una fotografía enmarcada de un hombre y una mujer de edad madura y una cafetera Melita. Lo demás era igual que lo que uno espera encontrar en esos lugares.

—… la eyaculación precoz —estaba diciendo la consejera matrimonial, mirando alternativamente a Solana y a su mujer— muy raramente está causada por factores orgánicos… ¿Me explico? Quiero decir, por lesiones. El noventa y cinco por ciento de los casos se debe a causas psicológicas, fundamentalmente estrés o inmadurez…

—Inmadurez —repitió Solana.

—Hay que aceptarlo, señor Solana —dijo la psicóloga—. El varón con eyaculatio precox no debe avergonzarse, es un enfermo, tiene una enfermedad y como tal debe considerar su disfunción. Sólo así se puede intentar solucionarla, lo que, por otra parte, no es muy difícil, se lo garantizo. El sesenta por ciento de los varones tratados en este consultorio se cura.

—¿Cuánto tiempo…? —empezó Esperanza—. Quiero decir, ¿desde cuándo se considera que…? Quiero decir ¿qué tiempo es el normal para que…?

—¿Se refiere al tiempo que un varón puede durar haciendo el amor sin eyacular?

—Sí —respondió Esperanza.

—Bueno, hay discrepancias según los especialistas. No voy a aburrirlos ahora exponiendo aquí las diferentes teorías. La más comúnmente aceptada es la que habla de un tiempo suficiente como para que la mujer o partenaire sexual consiga el orgasmo, o sea, la plena satisfacción. Un mínimo de veinticinco minutos.

—Veinticinco minutos —dijo Esperanza.

—Con menos de eso se considera al varón como un eyaculador precoz. —La consejera matrimonial sonrió—. Gran número de varones no saben que son eyaculadores precoces. ¿Han leído el folleto que les di la semana pasada?

—Sí —contestó Esperanza.

—Yo no he tenido tiempo —manifestó Solana—. Quiero decir, he visto los dibujos y esas cosas, pero lo que se dice leerlo, no lo he leído entero.

—¿Lo han intentado poner en práctica?

—Bueno —remachó Solana—, ¿cuándo cree usted que lo podemos hacer? Porque ese detalle también es importante, ¿no? Me refiero a que yo llego de… de la oficina a las diez o a las nueve y media, muy raramente antes, ¿no?… Los niños me esperan despiertos y yo les doy el beso de buenas noches, algunas veces juego con ellos, ¿verdad?… O sea que tenemos desde las diez o diez y media hasta las doce o doce y media, cuando nos vamos a dormir, dos horas. Pongamos dos horas y media, pero no más. Bien, en esas dos horas o dos horas y media, tengo que cenar, hablar con mi mujer, ver algo la televisión, ¿no?, y después…, quiero decir, que no tenemos mucho tiempo para…

—¿Y los sábados, señor Solana? Quedan los sábados. Y los domingos. Y luego la hora de la siesta entre semana. ¿Es que no va a comer a su casa?

Esperanza se volvió hacia su marido.

—Podemos ver eso de que vengas a comer a casa. A lo mejor puedes.

—No, no puedo. No discutamos más.

—Es evidente que usted trabaja demasiado, señor Solana, y que descuida su vida amorosa con su mujer, luego…

Solana se adelantó en la silla.

—Sábados, domingos… Me hace gracia. Usted no sabe cómo es mi oficina, no tiene ni idea. Uno acaba cansado, agotado, y cuando llega a casa lo que quiere es… —Miró a su mujer—. Si algún sábado libro, lo que hago es dormir y luego ir al cine con ella.

—Le gusta mucho el cine —manifestó Esperanza.

—Quedan los domingos, señor Solana. ¿Qué hace usted los domingos?

—Los domingos son iguales que los sábados. Bueno, son peores, porque al día siguiente se va a trabajar y se estropea el día. Además, los domingos por la tarde siempre nos vienen a ver mi suegra y el hermano de ésta… Quiero decir, su hermano y su mujer y sus hijos.

—No siempre —añadió Esperanza—. Casi siempre. Prácticamente casi todos los domingos.

—Es usted el típico estresado, señor Solana. Un típico varón español que prefiere trabajar y ganar más dinero.

—¿Sí? —Solana se adelantó más en la silla—. ¿Ha dicho ganar dinero?

—¿Le ocurre algo, señor Solana? ¿Se encuentra bien? —La consejera matrimonial se echó hacia atrás en el sillón.

—¿Ha dicho que prefiero ganar dinero? ¿Ha dicho eso?

—Roberto. —Esperanza le puso la mano en el brazo—. La señorita está tratando de…

—Ya sé lo que está tratando de decir. Dice que…

—No discutan aquí. —La consejera matrimonial volvió a colocarse en su lugar—. Por favor.

Solana cerró la boca de golpe y se recostó en la silla con un largo suspiro.

—La pregunta es, señor Solana, quiere usted curarse, ¿sí o no?

—Sí —contestó Solana.

—Entonces tiene que leerse el folleto. No le llevará más de media hora, señor Solana. Cuando lo lea, lo discutiremos aquí.

—Yo lo he leído —manifestó Esperanza—. Hay cosas un poco raras, como cuando dice que…

—¿Ha dicho usted raras? —La consejera matrimonial sonrió—. Lo he escrito yo. Precisamente me he especializado en las disfunciones del varón. Fue mi tesis doctoral.

—He querido decir que…, esto…, si una mujer tiene que hacer esas cosas. Me refiero a una mujer casada.

—Por supuesto. Incluso más cosas, hay que dejar volar la imaginación. Dar rienda suelta a todos nuestros impulsos. ¿Acaso no ha tenido la fantasía de hacer el amor con su marido en la calle? ¿En un restaurante?

—¿Está usted diciendo que…?

—Por supuesto. En sentido figurado, claro.

—Claro —dijo Solana.

El hombre alto de la gabardina tomó el metro en la plaza de Cataluña y se bajó en la parada de Sants. De allí caminó por los corredores hasta la estación de ferrocarril. Se dirigió derecho a la zona de consigna automática y se detuvo frente a una de las taquillas vacías. Metió dentro una bolsa de plástico en la que había algo duro que sonó a metálico. Giró la manecilla al máximo de tiempo y sacó la llave, que se guardó en uno de los bolsillos del pantalón.

Luego tomó otra vez el metro y después de un viaje de veinte minutos volvió a bajarse en otra estación. Salió a la calle Entenza y se dirigió sin titubear a la puerta de la cárcel Modelo de Barcelona.

Saludó al funcionario que estaba en la puerta. El funcionario le dijo:

—Vaya, Chaves. Llegas con una hora de adelanto. ¿Qué te pasa? ¿Te aburres ahí fuera?

Chaves no contestó. Le tendió su pase de tercer grado, que le autorizaba a salir de la prisión hasta las nueve y media, hora del recuento nocturno.

Loren había clavado en una de las paredes de su habitación de la pensión un póster de Charlie Parker, regalo de la editorial que recientemente había publicado un libro sobre la vida del músico negro.

Cuando tocaba el saxo, Loren tenía enfrente el póster de Charlie Parker.

Utilizaba el método Johnson Baby Saxofón, mixto de notas musicales y cifras, y ensayaba todos los días que podía. Mientras soplaba, se veía a sí mismo en medio de un cuarteto de jazz, tocando en un club elegante. El pianista era negro, una figura internacional, lo mismo que el batería, que era nada más y nada menos que Fluid «Kapo» García; el contrabajo, Charles «Duke» Alstair; y el saxo era él, Lorenzo Gomis, inspector de primera clase, adscrito al Grupo Especial de la Brigada Central de Policía. Su nombre artístico era Lorenzo Lorens, el mejor saxofonista español después de Pedro Iturralde.

El propio Iturralde estaría entre el público, admirado por la solvencia de su joven competidor.

De pronto, el contrabajo cesó de marcar el ritmo y los demás componentes del cuarteto dejaron de tocar los instrumentos. Él, Lorenzo Lorens, iba a efectuar uno de sus famosos solos de saxo. Cesaron los rumores en el local. El silencio se hizo absoluto.

Empezó cortando las frases como el gran Charlie Parker, dejándolas en suspenso, atacando otras cuando parecía que iba a continuar con la misma, jugando con el instrumento, bajando y subiendo. Produciendo rumores del mar, trinos de pájaros, lamentos de muchachas enamoradas. Eso era música, muchachos. Gran y buena música. Rompieron a aplaudir sin poder contenerse.

Alguien golpeó el suelo desde abajo y se escuchó una voz airada:

—¡Deja ya la trompeta, mamón!

Eran golpes dados con el palo de una escoba. Loren dejó de soplar y miró el reloj. Se había pasado cinco minutos de las diez de la noche, la hora que le habían marcado como tope para sus ensayos. Maldijo en voz alta. El club de jazz y los aplausos cesaron, se desvanecieron.

Alguien llamó a la puerta.

—Sí —dijo Loren.

Entró doña Faustina con los ojos brillantes. Tenía unos cincuenta años y los aparentaba a pesar de no confesar nada más que cuarenta y uno. De joven había trabajado como chica del coro en Casablanca, uno de los mejores cabarés de Madrid, y se consideraba una entendida en el mundo del espectáculo. Era caderona, tetona y conseguía aún una cintura de avispa a base de faja.

—Tocas como los ángeles, Loren.

—Ya —dijo éste quitando la boquilla y limpiándola con el pañuelo—. Por eso me han dicho que me calle.

—Aquí no hay más que bestias, Loren. Tú no te preocupes. Mientras toques hasta las diez, tú tranquilo. Servidora es quien manda en esta pensión.

—Y yo se lo agradezco, doña Faustina.

—Doña Faustina, doña Faustina. No me llames doña Faustina, llámame Tina, mira que te lo tengo dicho.

La patrona vestía una falda entallada negra que parecía ir a estallar al mínimo movimiento de sus caderas. Y doña Faustina movía bastante las caderas.

Loren guardó el saxo en la funda y lo cubrió con un paño. Lo miró amorosamente antes de cerrar el estuche.

—Perdona, Tina.

—Eso está mejor.

La mujer se acercó a la silla en cuyo respaldo Loren colgaba la funda con su arma de reglamento, y la acarició.

—Vaya pistolón. —Miró a Loren y se mordió los labios. Loren pensó en su marido, el señor León, que estaría en camiseta viendo la tele—. Qué grande.

—No toques eso.

—Me gusta —dijo ella—. Si tú quisieras… —Bajó la voz, que se convirtió en un ronquido—. Mañana se va al fútbol…

—Aquí nos puede ver.

—No, estará en el fútbol.

Se acercó a Loren y lo apretó con fuerza contra su cuerpo, moviéndose a izquierda y derecha y después en círculo.

—Me tienes loquita, loquita. —Otra vez la voz le salió ronca.

Loren se apartó.

—Nos puede oír, está ahí mismo.

—Es sordo. Entonces, ¿mañana?

—Veré si puedo.

El señor León estaba en la puerta en camiseta. Loren se sobresaltó. El señor León primero lo miró a él y después a su mujer. Se pasó la mano por la papada.

—Ahí hay alguien que te busca, Loren —dijo—. Es un compañero tuyo.

—¿Un compañero?

—Eso ha dicho. —Se dirigió a su mujer—: ¿Tú qué haces aquí?

—¿A ti qué coño te importa? Tú a ver la televisión, no te giba.

—Dígale que pase —pidió Loren—, no, un momento, saldré yo.

—¿No te quedas a cenar? —le preguntó la mujer.

—¿No has oído que ha venido a buscarlo un compañero? Pareces tonta, jolín.

—Anda, olvídame, que no es mi santo.

Loren cogió la funda sobaquera y se la colocó sobre la camiseta, luego se puso la cazadora vaquera. Se dio cuenta de que el señor León no le perdía ojo.

—¿Has estado tocando? —le preguntó.

—Sordo de mierda —dijo la mujer en voz baja, y se marchó.

Loren elevó la voz:

—¡Toco todos los días!

—Pues yo no te oigo.

Solana lo invitó a una caña en un bar de la plaza Mayor.

—Pasaba por aquí y como sé que vives ahí mismo, en la pensión, pues me dije… La verdad es que tú eres el único con quien se puede hablar en la brigada. Todo el mundo está casado.

—¿Todo el mundo está casado?

Loren se bebió la cerveza.

—Sí, todo el mundo está casado. No entienden nada. De la oficina a casa, de casa a la oficina. Bueno, menos el gitano. Vaya cabrón de gitano que nos hemos echado, pero ése es otro asunto.

«Otro asunto», pensó Loren.

—Te invito a otras cañas —dijo—. No veas cómo está el patio en la pensión. Estoy hasta los… El día menos pensado me abro, te lo juro.

Solana parecía no escuchar. De pronto dijo:

—Lucas es soltero…, ése no cuenta. Muriel también, pero Muriel parece de corcho, leche. Tú sí que te lo pasas bien, ¿eh? Todo el día ligando.

Se bebió la cerveza que le acababan de poner delante. Loren apenas si la había probado.

—No exageremos —dijo Loren—. Eso de que esté todo el día ligando, no jodas.

—Mi mujer se ha ido a casa. Tiene que dar de cenar a los niños. —Suspiró—. Yo le he dicho que tenía que terminar una vigilancia. Oye, ¿tú alguna vez te has preguntado si merece la pena nuestro curro? ¿Has pensado cambiar de curro?

Loren pensó en Charlie Parker.

—Lo pienso todos los días.

—¿Ves tú? Contigo se puede hablar. Tú estás en el mundo, en la vida. Me parece que voy a dejarlo.

—¿En serio? ¡Qué dices! ¡No fastidies!

Solana asintió.

—Mi cuñado tiene un amigo, un amigo íntimo, consejero de una empresa de seguridad. Me dijo que contratan al momento a los polis. Trescientos papeles al mes.

—¿Trescientos papeles?

—Como trescientos soles. Uno detrás del otro. ¿Hace otra caña?

Loren no contestó. Comenzó a pensar otra vez en el cuarteto, en el club de jazz. Ahora los aplausos eran estruendosos, cálidos. Y él seguía haciendo maravillas con el saxo.

—Son muchos papeles. —Loren volvió a quedarse pensativo.

—Voy a ir a hablar con él. Un día de éstos. Ya no puedo más. No aguanto al gitano, ni a Poveda ni a la madre que los parió. ¿Te figuras al gitano ligándose a Virginia? Es para joderse, la mosquita muerta. —Hizo una pausa y se bebió de un trago la nueva cerveza que le acababan de poner al lado—. En realidad quería preguntarte una cosa, Loren, tú que estás soltero y ligas… Oye, ¿tú qué opinas de la eyaculatio precox y esas cosas?