10
—Qué horror —exclamó Isabel—. Cuatro mujeres muertas. Y la Policía, como siempre, sin enterarse.
Julia levantó la cabeza del libro y contempló a la chica del telediario, que decía algo acerca de una huelga de campesinos en un pueblo de Andalucía.
—¿Qué? —preguntó.
—La tele —insistió su hermana—. Han matado a la mujer de otro policía, en Barcelona. Parece que ha sido esta misma mañana. Han enseñado el retrato robot del asesino.
Julia se quedó unos instantes con la mirada perdida en la pantalla del televisor. Fuera, en el jardín, las niñas jugaban con Tigre, tirándole la pelota entre los macizos de flores. Tigre la recogía y se la devolvía. Cristina decía que era para entrenarlo como perro cazador.
—¿Te acuerdas de cómo se llama?
—¿Quién? ¿La mujer?
—Sí, la mujer asesinada.
—No, no me he fijado. Pero ya es la cuarta. —Isabel suspiró—. Qué horror, Julia. Hay que estar loco. En la tele han dicho que era obra de un terrorista.
—Manuel está en Barcelona ahora mismo —dijo Julia—. Me llamó antes de salir.
—Tenemos que volver a Barcelona. ¿Sabes quién me ha escrito? —No esperó respuesta—. Tere, Tere Tarrelles. ¿Te acuerdas de Tere?
—Sí, mujer, cómo no me voy a acordar. Estudió Biológicas, ¿no?
—Sí, y ahora está en el Departamento de Medio Ambiente de la Generalitat. También está con ella Salgado, ¿te acuerdas de Salgado? ¿Aquel chico tan guapo?
—Y tan tonto.
—Sí, era un poco tonto.
La cristalera del salón permanecía abierta al suave y perfumado aire de la noche, que entraba al mismo tiempo que las risas de las niñas y los ladridos del perro. Julia tomó otra vez el libro entre sus manos y se dispuso a continuar leyendo. Ése era el momento del día que más le gustaba. Inmediatamente después de cenar, antes de acostarse. Pero dejó el libro sobre su regazo.
—¿Te molesta la televisión?
—No —contestó Julia—. No, nada de eso. Lo que ocurre es…, no sé, que me he puesto a pensar en Manuel… Han ido de apoyo a Barcelona.
—Manuel está bien —dijo Isabel—. A Manuel nunca le pasa nada. Es de hierro.
—De hierro. —Julia sonrió—, nadie es de hierro. ¿Por qué se haría policía? —le preguntó a su hermana, aunque en realidad era una vieja pregunta que se hacía ella—. Qué profesión tan extraña.
Isabel se encogió de hombros. En la pantalla, el presidente del Gobierno, Felipe González, hablaba de adelantar las elecciones. Julia siguió hablando.
—Siempre en contacto con lo peor de nosotros mismos, con la hez de la sociedad…, asesinos, locos, timadores, borrachos, ladrones… Es asombroso que no se manchen ellos mismos.
—Hay gente a la que le gusta eso. Son prepotentes, chulos, machistas, les gusta mandar… Por eso se hacen policías.
—No creo que sea tan fácil, Isabel. Eso que dices es muy mecanicista. Según eso, los profesores seríamos todos mandones compulsivos, los médicos, reprimidos sexuales que tocan, palpan y desnudan a los pacientes, los escritores, voyeurs… y así… He conocido a muchos amigos de Manuel, muchos policías que venían por casa… Bueno, antes, cuando vivíamos en Barcelona y éramos más jóvenes, lo hacíamos más a menudo. Después…
Julia se quedó en silencio, no terminó la frase.
—Después ¿qué? —preguntó Isabel—. ¿A qué te refieres?
—Me refiero a que he conocido de todo. Policías sensibles, humildes, buena gente y otros verdaderamente insoportables, chulos… En fin, sé que Manuel nunca ha torturado a nadie, ni le ha pegado a nadie, jamás. Nunca.
—¿Y tú qué sabes?
—Lo sé. Es mi marido. Esas cosas se saben… ¡Qué guapo era! ¿Te acuerdas? Tan delgado, con esos ojos…, la sonrisa… Tan serio. Por qué es tan serio Manuel, ¿eh?
—¿Serio? A mí me parece un policía más, un policía corriente que está en la Brigada Central. Ni más ni menos.
Julia negó con la cabeza.
—Es muy serio, demasiado serio. Se toma las cosas muy a pecho. Como si le afectaran mucho. Y sé que me quiere, esas cosas también se saben… Puede que…, bueno, quiero decir que puede que a lo mejor haya estado con esa Carmela o con otra mujer, quizás alguna vez, puede ser, pero sé que me quiere a mí. Yo también lo quiero.
—Te ha dado tierno, ¿no? ¿Qué te ocurre?
—No sé. Has sido tú la que has empezado a hablar de Manuel.
—¿Yo? ¡No fastidies! —Observó la terraza y más allá el jardín—. ¿No te parece que es hora de llamar a las niñas? Mañana tienen que ir al colegio y luego no hay quien las levante. Se mueren de sueño.
Julia miró el reloj.
—Déjalas un poquito más. Todavía es temprano. —Bostezó—. Qué bien se está aquí, Isabel. Qué maravilla.
—Mañana me voy a ir a la playa. Creo que me podré bañar.
—¡Qué suerte tienes, hija!
—Venga, anímate. Si quieres, te voy a buscar a la salida del instituto. ¿Eh? ¿Qué dices?
—Bueno, ya te lo diré mañana. —Bostezó otra vez—. Me está entrando un poquito de sueño.
Sobre la pared, fijada con chinchetas, habían colocado una foto ampliada del retrato robot de Chaves. La habitación era estrecha y alargada, con dos ventanas enrejadas que daban a un patio interior. Los armarios archivadores eran de color verde desvaído y estaban cubiertos de una espesa capa de polvo. Había polvo en las mesas oscuras y en las sillas disparejas, en las paredes y el suelo. Había polvo en todo el archivo.
Flores, Terrón y Castro veían fotografías de delincuentes en fichas verdes, atadas con gomitas por meses y por años. Carmela y Lucas iban abriendo los cajones y trayendo y llevando fichas. Muchas de las que veía le hicieron recordar a Flores los años pasados, servicios policiales de su juventud. Algunos de esos hombres habían muerto, a otros los había visto y detenido en más ocasiones. Era una especie de galería de años muertos, de tiempo que ya no volvería.
Alguien golpeó la puerta del archivo. Era un policía uniformado que asomó la cabeza.
—Hay un señor que quiere verlo, inspector —dijo el policía.
—No puede ver a nadie —contestó Lucas—. Nosotros ya no estamos en el caso. ¿De acuerdo?
El policía los miró unos instantes. Sabía que ésos eran los de la Brigada Central de Madrid. El inspector gitano, la tía buena y el poli que parecía un maniquí. Los otros dos tampoco estaban en Jefatura. Asintió con la cabeza y cerró la puerta.
—¿Has mirado ya los detenidos del setenta y siete? —preguntó Terrón.
Flores movió la cabeza, afirmando.
—Cada vez hay más —dijo Carmela—. Cada año aumentan los detenidos. No veas los que hay en el ochenta y cinco.
—En el ochenta y cinco no estaba yo en Antiatraco —respondió Flores, y volvió a mirar la fotografía del retrato robot, pinchada en la pared—. Sólo tienes que traer hasta el ochenta y uno.
Castro suspiró y continuó mirando fotos.
«Te conozco —volvió a pensar Flores—. Te he visto en algún sitio, pero ¿dónde?».
Chaves le dio las gracias a la azafata.
—¿Desea alguna bebida el señor?
Chaves volvió a darle las gracias. Era una azafata bonita, alta, de cuerpo estilizado y andares elegantes. La azafata le sonrió. Y como siempre que veía una mujer bonita, Chaves pensó en Estrella. La azafata comenzó a anunciar el aterrizaje en el aeropuerto de Palma de Mallorca.
Flores se levantó del asiento al ver entrar a Durán. Terrón y Castro se habían marchado al archivo, a seguir mirando fotos. Durán estaba alterado, eso se le notaba a simple vista. Flores señaló a Lucas y a Carmela y se los presentó. Durán se dio la vuelta y señaló el retrato robot de la pared.
—Ése —dijo—. Lo he visto en la televisión, en el telediario.
Flores rodeó la mesa, despacio.
—Espera un momento, Durán. ¿Qué dices?
—Estoy casi seguro, casi al ciento por ciento. —Volvió a señalar el retrato con el dedo—. Se llama Manuel Chaves Rodríguez, antiguo sargento de la Policía federal argentina; Drake le dio trabajo hasta que vosotros lo metisteis en la cárcel por atracar bancos.
—¡Chaves! —exclamó Flores—, ¡mierda! ¡Manuel Chaves, claro que sí! ¡Cómo he podido no acordarme!
—Vosotros matasteis a su mujer —añadió Durán.
Chaves recogió la bolsa de viaje de la cinta transportadora y se encaminó despacio hacia los servicios. Empujó la puerta y entró en uno de los retretes. Allí abrió la bolsa. Sacó un paquete envuelto en tela impermeable. Lo desenvolvió. Las piezas de la automática Colt Commander estaban envueltas a su vez en otros trozos de tela aceitados. Las fue desenvolviendo una a una y armando la pistola. Cuando hubo terminado, metió el cargador y atornilló el silenciador. Se metió la pistola en el bolsillo de la gabardina y con la bolsa en la mano salió al vestíbulo del aeropuerto. Cogió un taxi. Dejaría la bolsa en cualquier papelera de la ciudad.
El «K» de la Jefatura de Policía aparcó con un chirriar de frenos frente al aeropuerto de El Prat. Flores abrió la puerta antes de que el coche parara del todo, salió fuera y corrió hacia la entrada seguido por Lucas y Durán. Carmela se había quedado en Jefatura informando a Valcárcel de lo que habían descubierto. Flores le mostró la placa a la chica del mostrador de Iberia.
—Rápido, compruebe si ha viajado en las últimas horas un tal Manuel Chaves Rodríguez. Aunque no creo que haya utilizado su nombre.
La chica empezó a teclear en el ordenador. Flores le enseñó la foto de Chaves arrancada de la ficha policial.
—¿Lo reconoce? Viste la misma gabardina que lleva aquí. Un metro ochenta de estatura. Fíjese en él.
—Despacio, no la atosigues —indicó Durán—. Fíjese en esa foto, señorita. Es poco probable que viajara utilizando su nombre. Fíjese bien.
—Un metro ochenta —volvió a hablar Flores—. El pelo negro y peinado hacia atrás. La misma gabardina.
—Espere. —La chica entrecerró los ojos. Tenía el rostro redondo y bonito, labios carnosos—. Un hombre muy guapo que casi no hablaba… Cogió el vuelo de las nueve a Palma de Mallorca.
—¿Está segura de que era este hombre? Piénselo, por favor.
—Oiga. —La chica parecía molesta—. Aquí viene mucha gente. Yo no tengo obligación de…
—Por supuesto. —Duran sonrió—. Por supuesto que no tiene obligación de acordarse, señorita, pero el asunto es muy importante.
—Está claro —dijo Flores, y se dirigió a Lucas—: Llama a Palma y explica la situación —Lucas asintió—, que pongan escolta policial en la casa de Julia.
—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó Durán.
Flores se dirigió a la empleada de Iberia, que miraba atónita la escena:
—¿Dónde hay helicópteros? —preguntó.
—¿Helicópteros? —La chica abrió la boca.
—¡Por Dios bendito! —Flores se puso furioso—. ¡He dicho helicópteros, helicópteros, van a matar a mi mujer!
El atraco iba saliendo bien, como siempre salían. Sin fallos, cronometrados. Elegían pequeñas sucursales alejadas del centro, donde había poco dinero pero nula protección. Sacaban una media de un millón por atraco, pero Estrella quería más y más. Se había vuelto ambiciosa. La facilidad con que entraban en los bancos y salían cargados de dinero la envalentonó. Ése fue el principal problema.
Siempre era lo mismo. Primero entraba ella y se dirigía a la ventanilla. No era más que otra mujer guapa de clase media. Quizá la dueña de cualquiera de los establecimientos cercanos a la sucursal bancaria. Después entraba él, dominando la puerta y el patio de operaciones. Él era el que daba el grito de «¡Esto es un atraco!». Salían menos de cinco minutos después con el dinero metido en el bolso de Estrella. Entonces no solía haber vigilantes armados en los bancos, ni cajas fuertes de apertura retardada.
Pero aquel día estaban en un banco mayor. Un banco con seis cajeros, un mostrador en forma de ele y un vigilante armado en la puerta. El vigilante estaba fuera de combate, tirado en el suelo a sus pies. El problema estribaba en el tiempo. Estar más de cuatro o cinco minutos en un banco es peligroso. Pero Estrella gozaba viendo los montones de billetes que iban entrando en el saco de viaje que llevaba. Y el tiempo iba corriendo.
Chaves tuvo que reconocer, como profesional que era, que la Policía lo hizo bien. No entró al banco cuando ellos estaban, sino que los esperaron en la puerta. Mejor dicho, los sorprendieron en la puerta, porque fue una sorpresa. Algo inesperado. Antes de que entraran en el coche.
Fue un muchacho joven, lo recordaba bien. Luego supo su nombre: Terrón. Lo estaba apuntando con un arma. Alrededor de él había otros más. No recordaba caras. Fue Drake quien le dio los nombres y las direcciones de todos ellos a cambio del dinero de los otros atracos que tenían guardado. Entonces, de lo único que se acordaba era de Estrella dando un salto de costado, sacando su revólver de gran calibre y disparándole al policía. La lluvia de balas surgió de todas partes. Él gritó, gritó con todas sus fuerzas.
Vio los puntos rojos alrededor de la cara de Estrella, en su cuerpo, en sus manos. Vio cómo se desplomaba girando sobre sí misma, vomitando caños de sangre, chocando contra el suelo, rebotando, intentando levantarse y alzando la mano para volver a disparar.
El helicóptero era un punto iluminado sobre el mar. Un mar negro y sin reflejos. Flores intentó que su voz dominara el ruido de los motores.
—¿¡No puede ir más deprisa!?
El piloto llevaba una cazadora de cuero gastada y debajo de la cazadora una camisa negra. Tenía el rostro anguloso y tranquilo de un hombre de cuarenta años al que no le preocupaba cumplir cincuenta. Negó con la cabeza.
—¡Llevamos a tope los motores!
¿A qué venía todo esto?, se preguntó Flores. ¿Por qué iba Chaves a Palma de Mallorca? En Palma de Mallorca vivía su mujer. ¿Es que no sabía Chaves que él no estuvo en aquella operación que le costó la vida a Estrella Solís? ¿Lo sabía o no lo sabía?
Flores pensó en Drake. A Drake le gustaba demasiado el dinero, lo expulsaron del Cuerpo precisamente por eso. Aún recordaba cómo Galiana se encerró con él en su despacho y le estuvo gritando durante una hora. Todos pensaron que Galiana lo mataría, pero no lo mató, hizo que pidiera la baja.
No conocía demasiado a Drake, pero lo recordaba gordito y atildado, fardando siempre de sus mujeres.
A la operación aquella fueron Terrón, Rosell, que era el jefe del subgrupo, y Durán. Él, Flores, no fue. Estaba haciendo otra cosa aquella mañana. Entonces ¿por qué cayeron las mujeres de Ocaña y Castro? Sólo había una explicación. Drake incluyó en la lista de nombres a la gente a la que más odiaba y, de paso, iba recibiendo más dinero de Chaves. ¿Lo había incluido Drake en la lista? ¿Iba Chaves a matar a su mujer o viajaba a Palma de Mallorca por otro asunto? ¿Cómo podía estar seguro?
Chaves caminó despacio por las empedradas calles de la urbanización. A izquierda y derecha había chalés de todos los estilos. Olía a tierra mojada y al aire proveniente del mar, que se unía a ese olor que era también olor a flores. Pero Chaves no olía nada ni veía otra cosa que la serpenteante calle. Iba con las manos en los bolsillos de la gabardina, extraño con la gabardina, entre transeúntes vestidos con ropas ligeras. Miró la hora y fue consultando la numeración que aparecía en las cancelas de los jardines. Entonces vio a lo lejos el coche de la Policía. Avanzaba despacio y en silencio. Chaves caminó deprisa hasta el pequeño café que mantenía las luces encendidas y entró.
—¿Y si sólo fuera una cosa de cuernos, tú? —le preguntó a su compañero el policía que iba conduciendo.
El que hablaba se llamaba Antonio, pero lo llamaban Toni. Estaba en el equipo de atletismo de la Policía, su especialidad era el salto de longitud y los cuatrocientos metros vallas. Era delgado y fuerte, bronceado por el constante ejercicio al aire libre. Su compañero de patrulla tenía largas patillas y un rostro afilado de hurón, y por las noches cuidaba de forma ilegal una importante discoteca de la costa. Allí era un personaje conocido. Rara era la noche en que no se llevaba, por lo menos, una a la cama. El trabajo le reportaba el doble de lo que sacaba policía y encima podía beber gratis y tener mujeres. Se llamaba Lorenzo Alfageme, pero todos lo llamaban Colombo, por un popular policía de la televisión.
Lorenzo no estaba de humor aquella noche. Aquella noche habría tenido que estar en la discoteca, de paisano, apoyado en el mostrador y mirando cómo bailaban las chicas, eligiendo a la que más le gustase. Sin embargo, estaba allí con ese estúpido de Toni en una patrulla más estúpida todavía.
Toni insistió:
—No me jodas, a mí me parece cosa de cuernos. Si no, de qué. La familia de un policía de Madrid que vive aquí, tú figúrate. Ellos aquí y él en Madrid. Y un terrorista que dicen que quiere cargarse a la mujer. Como esas muertes en Barcelona de mujeres de compañeros.
Lorenzo alzó la mano.
—Tanta coña —dijo—. Estoy hasta los huevos de tanta coña. Ahora todos estos gilipollas que se creen que se van a cargar a sus mujeres. Sabes tú cuántas llamadas hemos recibido, ¿eh? Seis, seis llamadas de compañeros acojonados.
—Bueno, mira. Nos damos unas vueltas y ya está. Esperamos el relevo y santas pascuas.
Lorenzo miró la hora. El relevo llegaría a las tres de la mañana. Con un poco de suerte todavía podría cambiarse de ropa y llegar a la discoteca. Bien mirado, ésa era la mejor hora, antes de cerrar. A lo mejor hasta podría tener solución la cosa.
El coche se detuvo en la verja de un chalé de dos plantas, adornado con azulejos modernistas. Los árboles del jardín sobresalían por encima de las tapias. Toni apagó el motor y escuchó los rumores de la noche.
—Aquí la gente no va de discotecas, tú. Aquí la gente parece que se dedica a dormir. Fíjate cómo huele. —Aspiró el aire.
Lorenzo torció la cabeza hacia la derecha para que Toni no notara el gesto de desagrado. Vaya noche le esperaba con ese gilipollas hablando de lo perfumado que estaba el ambiente.
Entonces vieron a una figura alta que caminaba tranquilamente hacia ellos con las manos metidas en una gabardina. Toni estaba diciendo que conocía a un chico del polideportivo que vivía en una casa mejor que aquéllas. El desconocido se acercó a ellos. Sonreía y se dobló un poco para decirles algo.
—Disculpen —dijo—. Pero me he perdido por aquí…
Una ráfaga pasó por la mente de Lorenzo. Las palabras que le había dicho el sargento. El terrorista era un sujeto alto, pelo negro peinado hacia atrás y solía llevar una gabardina. Y aquel tipo respondía a la identificación como una gota de agua a otra gota de agua. Además llevaba gabardina.
Lorenzo comenzó a abrir la puerta.
—Oiga —dijo, pero no terminó la frase, ni supo qué había pasado.
El desconocido tenía algo en la mano derecha que producía un sonido seco. Como dos salivazos. Lorenzo salió disparado hacia atrás con la cabeza rota por el impacto de la bala en la frente y Toni se contrajo como si hubiera recibido una sacudida eléctrica. El disparo lo alcanzó en el corazón, un poco más arriba del bolsillo superior de la guerrera, que pareció abrirse como una flor roja. Ninguno dijo nada.
Chaves abrió la portezuela de la derecha y subió la ventanilla. Luego cerró la puerta. Hizo lo mismo en el otro lado. A través de los cristales ahumados del coche no se veía su interior. Chaves miró a izquierda y derecha y se encaminó al chalé. Se encaramó a la tapia y saltó al otro lado.
—¡Ya no puedo volar más bajo, nos vamos a matar! —gritó el piloto.
Flores había abierto la portezuela del helicóptero y trataba de divisar el chalé de su cuñada. Con la oscuridad y el aire que lo cegaba, todos le parecían iguales.
—¡Más bajo! ¡Más bajo! ¡Baja más!
—¡Maldito loco de mierda! —exclamó el piloto.
El helicóptero pasó rozando los árboles de los jardines.
Chaves apuntó al perro, que ladraba con furia, y disparó. El cachorro dio un salto, como si le hubieran dado una patada, y cayó al suelo con la cabeza reventada. Caminó por el jardín, ahogando los pasos en el césped. Dio la vuelta a la casa y entró en la terraza. Cuatro farolas modernistas la iluminaban. Avanzó hacia la cristalera y la empujó. Estaba cerrada. Rompió el cristal con la culata de la pistola, metió la mano y descorrió el pestillo. Abrió la puerta de par en par.
El salón era grande, inmenso, y parecía la continuación de la terraza. Una sombra se levantó de un sillón. Era una mujer y llevaba una bata. La mujer dio un grito y se llevó las manos a la boca. Chaves la apuntó.
—¡No se mueva o la mato! —gritó.
Julia se quedó paralizada, muda de terror, sin poder moverse. El hombre avanzó por el salón. Las luces de la terraza recortaban su alta figura en gabardina. A cuatro metros de ella se detuvo.
—¡Por Dios! —gimió Julia—. ¿Qué quiere? ¿Quiere dinero?… ¡Por favor! ¡Le daré dinero, sí, se lo daré!
Chaves parecía tranquilo, aplomado, como si le hablara a una amiga en una noche maravillosa. Pero allí no había amigos y Chaves tenía un arma con la que apuntaba a Julia.
—¿Eres tú Julia? ¿Julia Andreu? —preguntó.
El temblor no le dejaba responder a Julia. La boca se le movía sin cesar. Sintió que le fallaban las piernas. Chaves insistió, con su misma voz pausada y tranquila.
—¿Eres la mujer del inspector Flores? ¿Manuel Flores?
Julia asintió moviendo la cabeza, incapaz de hablar.
En ese momento se encendieron las luces y una de las puertas que comunicaba el salón con el resto de la casa se llenó de gente. Dos niñas y una mujer que comenzaron a gritar. Una de las niñas salió corriendo y se abrazó a la mujer a la que Chaves estaba apuntando.
—¡Mamá! —gritó—. ¡Mamaíta, mamá!
—¡Al suelo! —gritó ahora Chaves, moviendo la pistola—. ¡Al suelo!
La otra mujer se abrazó a la niña que parecía mayorcita y se tumbaron en el suelo sin dejar de llorar y gritar. Chaves movió la pistola hasta tener a tiro a Julia.
—¿Eres tú Julia? —preguntó, otra vez tranquilo.
Flores le señaló uno de los jardines, que se había iluminado súbitamente. El helicóptero giró sobre sí mismo.
—¡Allí! —indicó—. ¡Allí!
Flores se asomó aún más. Empezó a ver las tapias familiares, el jardín con los cenadores al fondo y la piscina, la enorme terraza en el primer nivel. Las figurillas dentro del salón.
—¡Julia! —gritó Flores y se dispuso a saltar.
Chaves se dio la vuelta al escuchar el estruendo del motor del helicóptero. Vio la masa negra del helicóptero sobre el jardín.
Giró la pistola.
Flores cayó dando vueltas, consciente de que no tenía que soltar la pistola. Se puso en pie y corrió hacia los escalones de la terraza. El helicóptero se posó detrás de él levantando corrientes de aire.
—¡Juliaaa! —volvió a gritar Flores—. ¡Juliaaa!
Entonces vio a la figura alta con gabardina que estaba apuntándolo. Se abrió de piernas y disparó sin pensar. Era un blanco magnífico iluminado por los faroles. La figura alta se contrajo, pero continuó de pie. Flores volvió a disparar, al mismo tiempo que atravesaba la terraza a la carrera.
Fue Cristina la primera que se abrazó a él.