12
La imagen era nítida: pilas de tarritos de cristal con el rostro de un bebé sonriente y sonrosado. La imagen, del bebé se repetía en cada uno de los tarritos colocados unos encima de otros hasta llegar al techo. La voz era deliberadamente monocorde y concisa. Desprovista de acento. Ligeramente ronca. Quizá con un leve tono de ironía. Una voz de hombre.
La voz decía:
—¿Lo reconoce? Es su almacén, señor Cárcer. ¿Ve los asquerosos productos que fabrica?… Sólo con explicarle a la opinión pública cómo los hace, lo arruinaría, Cárcer. ¿Me explico?
Poveda congeló la imagen del vídeo y se volvió a Antonio Cárcer. Éste era un hombre de unos cincuenta años, regordete, de ojos casi redondos y piel aterciopelada. Llevaba un traje cruzado gris a rayas y calzaba zapatos demasiado abrillantados. Estaba sentado en uno de los sillones del despacho de Poveda con un rictus de desagrado en la comisura de sus delgados labios. Ventura permanecía a su lado con expresión atenta.
Poveda dijo:
—¿Se ha fijado en el final de la frase, señor Cárcer? Exactamente cuando dice: «¿Me explico?».
Cárcer negó con la cabeza.
—No sé a qué se refiere.
—¿No reconoce la voz? —intervino Ventura—. ¿No le recuerda a alguien? Haga memoria.
—¿Recordar? ¿Usted insinúa que…?
—No es una insinuación —dijo Poveda—. Es solamente ponerle de manifiesto que ese sujeto habla como si lo conociera.
—Oiga, no querrá usted dar a entender que hace caso a esas… esas patrañas, ¿verdad? Los productos El Bebé Feliz están fabricados con materias de primera clase, pasan tres controles de calidad. Por eso somos líderes en el mercado —finalizó Cárcer.
—No estamos aquí para discutir eso —Poveda arrugó la cara—, sino para otro asunto. Quiero que vuelva a oír esa voz otra vez.
Poveda accionó el mando a distancia y la imagen retrocedió en el aparato de vídeo. Otra vez volvieron a verse las pilas de tarritos de vidrio con el rostro del bebé estampado. Los presentes en el despacho de Poveda escucharon con atención la frase. Poveda detuvo la imagen y se volvió a Cárcer, aguardando. Cárcer continuó en silencio. Ventura señaló la pantalla de televisión.
—La frase parece coloquial, dicha de forma muy natural, pero está aprendida de memoria. Recitada de corrido, diría yo, y…
—¿Qué quiere decir con eso? —interrumpió Cárcer—. ¿A qué nos lleva saber eso? Sigo sin comprender.
—Atienda —dijo Poveda.
Ventura continuó:
—Al final parece que toma carrerilla, como si le faltara el aire. Ese hombre, señor Cárcer, es tartamudo y ha hecho todo lo posible para que no se le note.
Cárcer se echó hacia delante en el sillón.
—¿Tartamudo?
—Sí —dijo Poveda—. El comisario Ventura lo ha descubierto. Creo que no hay dudas al respecto. Ese sujeto se ha aprendido las frases de memoria para que no se le note la tartamudez. Ahora yo le pregunto, señor Cárcer: ¿conoce a algún tartamudo? ¿Algún antiguo empleado? ¿Un líder sindical despedido?
—¿No tiene usted un enemigo tartamudo? —insistió Ventura.
Cárcer hizo un movimiento despectivo con la mano.
—Todo esto me parece ridículo. Un tartamudo…, ridículo.
—Conoce a alguien con ese defecto, ¿sí o no? —preguntó Poveda.
—Por supuesto que no. Ya he dicho que yo no tengo enemigos. Soy un empresario solvente.
—¿Y eso qué tiene que ver? Es evidente que alguien opina lo contrario, señor Cárcer. Usted tiene un enemigo y muy gordo.
Carmela le susurraba al teléfono:
—¿Sí? ¿Estás seguro? —Se relamió los labios—, ¿tan grande la tienes? No me digas… —Bajó aún más la voz—. No sé si me cabrá entera, pero me gustaría saberlo… ¿Eh, qué te parece?
Carmela escuchó la carcajada del hombre a través del hilo telefónico y sufrió un escalofrío. Era la misma voz y la misma carcajada que venía escuchando desde hacía bastante tiempo, exactamente cinco meses y catorce días y todavía no se había acostumbrado a ella. Cada vez que la escuchaba sentía un pálpito de miedo, la sensación de estar en las manos de alguien, de ser un juguete.
Solía llamarla por las mañanas, muy temprano, y siempre comenzaba de la misma manera: susurros obscenos, insultos y una descripción detallada de lo que le haría si la tuviera cerca. Lo normal era una o dos llamadas a la semana, algunas veces llamadas cortas y otras más largas y prolijas, como si el desconocido tuviera unas irrefrenables ganas de charla.
Al principio Carmela colgaba el teléfono indignada o le devolvía los insultos, diciéndole más obscenidades aún de las que decía él, asombrándose de la capacidad de respuesta que demostraba. Pero Ripoll, el jefe de Comunicaciones de la brigada, le había aconsejado que le siguiera el cuento, que lo entretuviera, mientras ellos intentaban localizar las llamadas.
Y eso era lo que intentaba hacer Carmela.
—Me gusta cómo te ríes —continuó ella—. Dime otra vez lo que te gustaría hacer conmigo… ¿De verdad?… ¡Humm, qué rico!
Loren se le acercó y le hizo señas con la cabeza. Carmela asintió, mientras continuaba hablando.
—Házmelo, anda, házmelo… Me gustaría que me lo hicieras. —Pegó la boca al auricular—. Ya no puedo más.
Carmela prestó atención. No se oía nada al otro lado de la línea. Quizás un pequeño jadeo lejano, una respiración entrecortada. Y más al fondo el ruido de platos y tazas y el tintineo de una máquina tragaperras.
«Un bar —pensó Carmela—. Está en un bar y me llama mientras desayuna. ¿En qué bar? Tengo que saber desde qué bar me llama».
En ese momento colgó. Carmela levantó el auricular y lo sostuvo en el aire. Estaba sudando y el corazón le latía con fuerza.
—¿Era él? —le preguntó Loren—. ¿El hijo de puta?
Carmela asintió, incapaz de articular palabra.
—¿Te ha llamado otra vez?
—Sí, me ha llamado otra vez. Le está cogiendo gustirrinín, el cabrón. Esta semana es la tercera vez.
Loren llamó la atención de Lucas, que parecía ausente, mirando hacia la mesa de Muriel.
—¡Eh, Lucas!… Lucas, ¿has oído?
Lucas pareció despertar de un sueño. Estaba pálido y había bolsas oscuras bajo sus ojos.
—¿Qué? —dijo—. ¿Qué pasa?
—Déjalo —apuntó Carmela—. Está en el séptimo cielo.
—Que la ha vuelto a llamar ese tío que la llama siempre diciéndole guarradas —le dijo Loren.
—¿Otra vez? —preguntó Lucas—. ¿Y es el mismo?
Carmela hizo un gesto con la mano y se puso en pie. Tenía un nudo en la boca del estómago y el sudor se le estaba enfriando en el cuerpo. Se sentía sucia, con ganas de bañarse de arriba abajo y de cambiarse de ropa.
—Vaya cosas le has dicho tú. —Loren sonrió—. Me has puesto cachondo.
—Pues vete al retrete —contestó Carmela.
Flores estuvo a punto de decirle a Marchena que se sentara. Pero Marchena no se sentaba nunca en su presencia. Eso era algo que había comprobado una y otra vez sin saber a qué se debía. Marchena parecía relajado y displicente, como siempre.
—¿Qué quieres? —le preguntó.
—Poveda me acaba de comunicar que te necesita, Marchena. No sé para lo que es. Pero como sé que estás preparando las oposiciones a comisario he preferido que seas tú el que decidas.
—Poveda, ¿eh? —Marchena se acarició la barbilla—. ¿Y tú qué le has dicho?
—Que estabas rebajado de servicio por lo de las oposiciones.
—Debe de ser importante, ¿verdad? Sí no, no me habría llamado.
—Me lo figuro.
—Entonces iré a verlo.
—Rebajado de servicio para el grupo, pero no para Poveda. ¿Cómo crees que se puede comer eso, Marchena?
Marchena se encogió de hombros.
—Ya ves, tú te has comido sapos más grandes, ¿no?
El niño no tendría más de ocho años y la niña, la misma edad. El niño tenía el cabello cortado a lo paje y era rubio. La niña también. El parecido entre ambos era notable. Eran gemelos. Se dieron la mano cuando el semáforo estuvo de color verde y cruzaron corriendo el paso de peatones. Caminaron a paso vivo sin soltarse de la mano acera arriba. Al llegar a la Pastelería Ros se detuvieron. Pegaron los rostros al escaparate y observaron el interior, repasando con la mirada los pasteles expuestos en el escaparate. Hasta la calle llegaban las emanaciones del homo. Un olor penetrante a masa cocida. La niña señaló con el dedo.
—Ése —le dijo a su hermano.
El hermano asintió. Metió la mano en el bolsillo y la sacó apretando un puñado de monedas. Corrieron hacia la puerta y entraron. Era una pastelería de barrio. Había estanterías con muñequitos de peluche, objetos de regalo, cajas de bombones, tarros de caramelos y peladillas. Un mostrador refrigerado. Una balanza de precisión. Olor a pasteles. En el mostrador había un hombre de alrededor de cincuenta años, enjuto, de rostro alargado y pálido con las mejillas azules por el afeitado constante. Los niños se quedaron quietos y silenciosos, observando al hombre. Éste movió la boca como si fuera a hablar y le costara mucho esfuerzo. Dijo de corrido:
—¿Qué queréis?
—Bambas de nata —dijo la niña—. Por favor, gracias.
—Dos bambas de nata —matizó el niño—. Por favor.
El hombre cogió dos bambas de nata con las manos y se las entregó a los niños, que las cogieron, mirándolas con veneración. El hombre recogió el puñado de dinero que le entregó el muchachito y lo contó.
—Es… está justo —dijo también de corrido.
Los niños todavía miraron al hombre unos instantes. Luego, dieron media vuelta y salieron del establecimiento a la carrera. El hombre, entonces, miró su reloj.
—¡Constancio! —gritó—. ¡Constancio!
En la puerta que comunicaba con el interior apareció otro hombre. Éste era grande, encorvado, con el cabello ralo y expresión ausente. El hombre del mostrador le habló de corrido.
—¿Ha bajado la señora?
El hombre negó con la cabeza y el del mostrador soltó una maldición por lo bajo.
—Quééé… date aquí —le ordenó, y salió del mostrador.
Se dirigió a la puerta de donde había salido el viejo y la traspasó. Subió por unas escaleras hasta un descansillo en el que había varias puertas. Pasó una de ellas sin llamar. Sentada en una cama, una mujer acababa de inyectarse heroína en la vena del antebrazo derecho. Era delgada, de rostro consumido y afilado, ojos grandes y negros y boca bien dibujada, como las doncellas enfermizas de los antiguos cuentos de hadas.
—Marisa —dijo.
La mujer levantó sus grandes ojos y lo observó sin pestañear, como si se encontrara en otro lugar. El hombre añadió:
—Vístete… vas… a llegar tarde.
—No puedo, Ros —gimió ella.
—Podrás.
Se puso en pie. Estaba ya vestida para ir a la calle. Los huesos se marcaban en el vestido como puntas de flechas.
—Me mareo —insistió ella—. No puedo caminar. Estoy muy débil.
Ros se acercó y la tomó de los hombros. Habló sin esfuerzo.
—No puedes faltar, Marisa, cariño. No puedes faltar. Cuando tengamos el dinero iremos a la mejor clínica del mundo. A Suiza. Tú lo sabes, ¿verdad? Sólo tienes que aguantar un poco más. Unos cuantos días más.
Ella se mordió los labios y asintió con fuerza, moviendo la cabeza.
—Coge un taxi —añadió él—. Y si te dicen algo por llegar tarde, no digas que estás enferma. No digas nada.
—Sí —contestó ella—. Sí, de acuerdo, Ros.
Él la tomó de la cara y le besó los labios con suavidad. Ella cerró los ojos. Le murmuró:
—Te pondrás bien, cariño. Ya lo verás. Ahora llamaré a un taxi. Ven, te ayudaré a bajar.
La tomó entre sus brazos y bajó con ella las escaleras. Era un peso insignificante.
Ripoll, el jefe de Comunicaciones de la brigada, era un hombre alto y desgarbado al que le hedía el aliento. Para combatirlo, alguien le había dicho que masticara granos de café y se pasaba todo el tiempo rumiando como las cabras. Se encontraba frente a un gran mapa de Madrid y estaba señalando con el dedo una zona comprendida entre la Plaza Mayor y la Puerta del Sol. Luego aumentó el círculo y se volvió a Carmela, que lo escuchaba con atención.
—Todas las llamadas que hemos detectado las ha hecho desde esta zona. Siempre usando teléfonos públicos.
—Comprendo —dijo Carmela.
—¿Sabes la cantidad de teléfonos públicos que hay por ahí? Centenares. Es una zona de alta concentración. Parece un tío muy listo, nunca nos daba tiempo para que afinásemos. Hay alrededor de veinte cabinas telefónicas y otros cuarenta o cuarenta y cinco establecimientos públicos con teléfonos a los que cualquiera puede acceder.
—Me lo estás poniendo bien, Ripoll —respondió Carmela—. De miedo.
—Espera. —Ripoll sonrió y una vaharada de aliento le llegó a Carmela como el viento de un basurero—. La última vez te enrollaste muy bien con él, pero que muy bien. La de cosas que le dijiste.
Carmela sintió un palpito de vergüenza, un resto de su pasado de niña de barrio. Tragó saliva, intentó que no se le notara la turbación. Ripoll continuaba sonriéndole, dándole vueltas en la boca al grano de café.
—Sí —dijo ella—. Así lo entretuve un poco.
—Nos has puesto cachondos a todos, Carmelita. Seguro que el tío se tuvo que aliviar allí mismo.
¿Carmelita?, pensó Carmela. ¿Aliviar? ¿Cómo se atrevía Ripoll?
—Ripoll —Carmela procuró que sus palabras sonaran con seriedad—, esto no es ninguna tontería. Ese asqueroso me llama hasta tres veces a la semana. Me pone nerviosa, me asquea, no puedo dormir por las noches. Es una obsesión.
—¿Tú crees que la tiene tan grande como dice?
—Ripoll, ¿podemos hablar en serio?
—Mujer, un poquito de broma no hace mal a nadie. No te pongas así.
—No me pongo de ninguna manera, Ripoll. Habéis conseguido algo, ¿sí o no? El rollo ése de la zona concentrada y todo eso ya lo sabía.
—Calle Postas —respondió Ripoll—. Ha llamado desde un teléfono público de la calle Postas. La calle Postas va desde…
—Sé dónde está esa calle.
—Bueno, pues eso. Ha llamado desde algún bar de esa calle.
Oye, ¿no quieres que te ayudemos a buscarlo? Podemos montar un servicio de vigilancia y esperar a que llame, ¿qué te parece? Entonces lo pescaremos.
—Sí. Muy bonito, precioso. Primero os excitáis con lo que le digo a ese cabrón por teléfono y luego me queréis ayudar. A las pobres mujercitas hay que echarles una mano. ¿No es eso?
—Oye, Carmelita. Espera un momento, ahora sabemos que ha llamado desde esa calle, si te vuelve a llamar, lo localizaremos enseguida. No sé por qué te pones así.
—No me llames Carmelita, me jode mucho.
—Bueno, lo siento, chica, perdona. Pero deja que montemos una vigilancia. Si te vuelve a llamar desde el mismo sitio, lo localizaremos al momento y le podremos meter mano.
—Ese tío es asunto mío. ¿Vale? De todas maneras, muchas gracias.
Ventura abrió la puerta de su casa y dijo:
—¿No hay nadie?
No recibió contestación. Dejó la gabardina en el perchero y entró al salón comedor. También estaba vacío.
—¿No hay nadie en casa? —volvió a gritar.
A Ventura le gustaba que lo recibieran cuando llegaba a casa. Que estuvieran allí y lo saludaran. Tenía sólo dos horas para estar con su familia antes de regresar a la brigada. Pero la casa parecía desierta. Se encaminó al dormitorio y empujó la puerta. Carmina estaba en la cama con los ojos cerrados y un trapo húmedo en la frente. Abrió los ojos y suspiró largamente.
—¡Ah! ¿Eres tú?
—¿Quién querías que fuera? —Ventura se acercó a la cama—. ¿Te ocurre algo, te encuentras mal?
—¿Mal? —gimió ella—. ¿Mal? Me duele terriblemente la cabeza. No puedo moverme. Es horrible.
—¿Has llamado al doctor Lafuente?
—¿El doctor Lafuente? ¡No me hables del doctor Lafuente! ¿Sabes lo que me ha dicho? —Ventura negó con la cabeza—. ¿Eh? ¿Sabes lo que me ha dicho? Que me tome una aspirina y vaya a darme un paseo. ¿Te figuras? Me va a explotar la cabeza y me dice que vaya de paseo. ¿Has visto a Juanjo?
—¿Juanjo? No, no lo he visto. ¿Está en casa?
—Claro que está… Con ésa… Haciendo como que estudian. ¡Dios mío, que tenga yo que soportar esto en mi propia casa!
—Mujer, estarán estudiando. ¿Por qué te iban a mentir?
—¡Porque me han estado mintiendo siempre! —gritó, y enseguida se llevó las dos manos a la cabeza—. ¡Ay, Dios mío, me va a estallar!
—Bueno —dijo Ventura—. ¿Podrás comer?
—¿Comer? ¡Cómo quieres que coma con este dolor de cabeza! ¡No puedo ni moverme! —Volvió a gemir—. En la nevera tienes lo que sobró del guiso de patatas de anoche. Fríete un par de huevos.
—No importa —manifestó Ventura—. ¿Quieres que te prepare algo?
—Una tacita de caldo… Si no es molestia.
—No es molestia. Te la prepararé.
Ventura salió del dormitorio y se encaminó al de su hijo. Llamó a la puerta y aguardó respuesta antes de entrar.
—Pasa —escuchó la voz de su hijo.
Entró. Nuria y Juanjo permanecían inclinados sobre libros y papeles. Ventura sonrió.
—Buenas tardes. ¿Cómo estáis, chicos?
—Ah, pasa —contestó Juanjo—. Creía que era mamá. Se ha tirado toda la mañana fisgando detrás de la puerta.
—Buenas tardes —dijo Nuria, y también sonrió.
Ventura se sentó en la cama sin dejar de sonreír.
—¿Cómo lo lleváis? —preguntó—. ¿Qué tal?
—¡Puf! —contestó Nuria.
—La selectividad es jodida… Cuestión de suerte —añadió Juanjo—. Pero creo que vamos preparados. Bueno, Nuria más que yo.
—Embustero —sonrió ella y le tironeó del pelo—. No digas mentiras.
Ventura sintió que se le esponjaba el pecho. Ése era su hijo Juanjo, un hombre. No un niño. Un hombre serio y responsable, alegre, inteligente, estudioso, con agallas. Su hijo.
—Tu madre está un poco malilla. —Ventura hizo un gesto con las cejas—. Ya sabes cómo es ella. No ha hecho comida, pero tengo una idea. ¿Qué os parece si os invito a comer al restaurante chino de la esquina? Es bastante bueno. ¿Eh? ¿Qué os parece?
Juanjo y Nuria se miraron. Durante unos instantes Ventura aguardó. Juanjo clavó la mirada en los libros. Luego la levantó.
—Vamos a comer a casa de Nuria —dijo, y miró el reloj—. Nos esperan ahora mismo.
«Está mintiendo —pensó Ventura—. Pero es rápido al urdir mentiras. Muy rápido. Llevo demasiados años en la Policía como para no darme cuenta de cuándo me mienten».
Ventura abrió los brazos.
—Está bien. Qué se le va a hacer. Otra vez será.
—Sí —dijo Juanjo—. Otra vez será. —Se volvió a Nuria—. ¿Nos vamos?
—¿Eh? —exclamó ella—. ¡Ah, sí! ¡Vamos! —Bajó la voz—. Mamá nos está esperando.
Ventura se apartó para que salieran del cuarto. Se despidió de ellos y los siguió hasta la puerta de la casa. Allí los volvió a despedir. Luego se sentó en el sofá. Solo. Ésa era la palabra. Estaba solo.
«Me gustaría tener otro hijo —pensó—. Me gustaría tener muchos hijos. Niños y niñas. Aún puedo. Ya lo creo y sería diferente. Ahora sé más, sé mucho más que antes. Necesito un niño pequeño para que me dé la mano y me llame papá. Un niñito pequeño y hermoso a quien ver crecer día a día, mes a mes. O una niña. Una niñita pequeña. Los llevaría a pasear, les contaría cuentos, los llevaría al zoológico, al campo. Recogeríamos flores. Estaría con ellos».
«Quiero un hijo», pensó Ventura.
La puerta del dormitorio se abrió y apareció Carmina con la bata de flores y el trapo en la frente. Se apoyó en el marco y suspiró. Ventura se puso en pie.
—Voy a hacerte el caldo —dijo—. Se me había olvidado.
Ella adelantó la mano en un gesto que había hecho célebre a una famosa actriz muchos años atrás.
—No —gimió—. No hace falta. Yo me lo haré.
El sujeto situado tras el mostrador del Pájaro Azul fumaba sosteniendo el pitillo con los dedos índice y pulgar. Tenía el rostro afilado como el de un zorro y el cabello tintado color caoba subido y una curiosa costumbre: torcía el cuello a izquierda y derecha.
Flores le dijo:
—Busco al Gallifa.
—Pues no está —manifestó el del pelo tintado—. Lo siento. ¿Para qué lo quería?
—Bueno. —Flores paseó la mirada por el establecimiento. No había nadie en el bar—. Bueno, me dijeron que preguntara por Gallifa.
Era un bar pequeño, de luces rojas y mostrador grande, como el catafalco de algún antiguo rey filisteo. En las estanterías había botellas exóticas. Los pósteres que adornaban las paredes eran discretos y elegantes. Quizás algo repetidos: casi todos eran de hombres musculosos medio desnudos.
—Pues Gallifa no está.
—¿Cuándo viene? —Flores bajó la voz.
—Suele venir a estas horas… A la hora del café, ¿no? Se toma un cortadito descremado. La leche tibia.
—Ya —añadió Flores—. Le gusta el café como a mí. Igualito. ¿Y dice usted que viene todos los días?
El del pelo tintado se encogió de hombros. Juntó el cigarrillo a la boca y expulsó el humo, que viajó lentamente por el bar.
—Unos días sí y otros no. Pero cuando viene, viene a estas horas.
El jefe del Grupo de Delincuencia Juvenil era un policía de treinta años, con gafitas, cinturón negro de kárate segundo dan y campeón europeo de su especialidad en el torneo interpolicial. También se había doctorado en Psicología. Su aspecto era el de un chico frágil y poca cosa, de sonrisa amable. Se llamaba Arturo y su grupo se había creado cinco meses atrás.
Arturo le palmeó la espalda a Flores.
—Gracias —le dijo—. Muchas gracias.
—’De nada —contestó Flores—. No tienes por qué darlas, hombre.
Estaban en otro bar, distante del que acababa de dejar Flores cincuenta metros. Tomaban café.
—Sólo somos tres en el grupo y el cabrón de Gallifa nos tiene mordidos, Manuel. Nos tiene más vistos que la Chelitos. —Suspiró—. Está llevando un negocio de chaperos de no te menees. El trato lo hace en el bar. Una hora, dos horas… La noche, una cena. —Volvió a suspirar—. Tiene desde chavales de doce años a chicos de veinte, modelos, actores de segunda… En fin…
—No me cuesta trabajo entrarle a Gallifa. Yo vivo cerca. Puedo tomar café con el tío del pelo tintado. Algún día me tropezaré con ese Gallifa. Tú no te preocupes, Arturo.
—Explota a jóvenes, a niños. —Arturo apretó las mandíbulas—. El Gallifa se lleva el sesenta por ciento de lo que cobran los muchachos, ¿comprendes, Manuel? Se está haciendo rico. Una noche con un modelo o un actor de tercera sin trabajo vale alrededor de cincuenta mil pesetas.
Flores se extrañó.
—¿Tanto? ¿Cincuenta mil pesetas?
—Y más aún. La prostitución juvenil es mucho más cara que la de mujeres. Un servicio corriente está alrededor de diez mil pesetas.
Flores silbó.
—Ese Gallifa es un potentado.
—Es un cabrón. Si podemos acusarle de proxenetismo o de corrupción de menores, lo tendremos pillado.
Arturo metió la mano en la chaqueta y sacó una fotografía grande en blanco y negro que tendió a Flores. Éste la cogió y la estudió. El individuo de la foto era bien parecido, de unos treinta y cinco años, bronceado y con el cabello negro.
—Es sevillano —dijo Arturo—. De una importante familia de bodegueros. Hace un par de años se arruinó con la exportación de vinos a Estados Unidos y entonces se dedicó a esto. Los tratos los hace en el Pájaro Azul a la hora de comer, fija el precio y por la noche presenta al chico al cliente en el mismo bar. Hemos entrado varias veces al Pájaro Azul con mandato judicial, pero no hemos podido ver nada, un montón de clientes que bebían apaciblemente. Lo hemos registrado de arriba abajo sin encontrar reservados ni habitaciones con camas… Nada. Nos tiene fritos ese cabrito de Gallifa.