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—… se ha montado un dispositivo policial que yo me atrevería a calificar como de primer orden, señores —dijo Poveda, y paseó la mirada por los seis hombres que formaban el Consejo de Administración de Alimensana, S.A—. No sólo en hombres, sino en material. Cuarenta y ocho horas no es mucho tiempo. Pero creo que hemos hecho sustanciales avances en nuestras investigaciones.

—¿Como cuáles? —preguntó Cárcer, que tenía el rostro demasiado enrojecido, como si se lo hubiese restregado con un estropajo—. ¿Tendría usted inconveniente en decírnoslo, comisario?

—Unas cosas se las voy a decir y otras no, señor Cárcer —respondió Poveda sin alterarse lo más mínimo—. Entiendo perfectamente que esté usted nervioso, pero también lo estamos nosotros. Tengo entendido que no colaboró debidamente con el jefe del Grupo Especial que fue a verlo anoche. ¿Es eso cierto, señor Cárcer?

Hubo rumores entre los directivos, que clavaron sus miradas en Cárcer. Este dio una palmada en la mesa.

—¡Está usted utilizando mi vida privada como escudo de su inoperancia y eso no lo toleraré! ¿Se entera? ¡Y si sigue por ese camino, llamaré al ministro!

Ventura se puso en pie.

—Por favor, señor Cárcer, señores… Tengamos calma. Todos estamos con los nervios alterados. Aproximadamente dentro de dos horas el chantajista lo llamará por el walkie talkie, señor Cárcer, y tenemos que darle instrucciones.

—Un momento. —Tomó la palabra uno de los directivos—. Cárcer está expresando el sentir de todos nosotros. La verdad es que nos sentimos, y perdonen la franqueza, un poco estafados. Nosotros confiamos en la Policía, creemos en la Policía. No somos enemigos de la Policía. Sabemos también que en cuarenta y ocho horas no se pueden hacer milagros. Sin embargo, nuestra pregunta es: ¿qué han hecho ustedes en este tiempo? Tenemos derecho a saberlo. Cien millones de pesetas es mucho dinero, señores. Mucho… Nos da la impresión… —hizo un gesto imperioso con la mano, impidiendo que hablara Poveda— de que sólo se han preocupado de investigar nuestras cuentas bancarias, vidas y propiedades, aparte de andar por la fábrica, impidiendo su funcionamiento normal.

—¿Qué tiene que ver nuestra situación financiera con esto? —preguntó otro de los asistentes—. ¿En eso han perdido el tiempo?

—Ha sido una investigación rutinaria y obligatoria —dijo Poveda, y su rostro comenzó a colorearse—. Y pueden ustedes llamar al ministro o a la… a quien quieran… Nosotros vamos a seguir llevando las investigaciones según nuestros criterios.

—Bien —dijo otro de los directivos—, ¿por qué no nos dicen de una vez lo que han descubierto? Si es que han descubierto algo.

—Ya no da tiempo —intervino Ventura—. Me temo que lo más importante es hablar con el señor Cárcer antes de que lo haga el chantajista.

—De acuerdo. —Cárcer se había retrepado en la silla—. Empiecen.

—A solas —indicó Poveda.

—Somos miembros del Consejo de Administración y socios mayoritarios de esta empresa —afirmó el que había hablado en primer lugar—. Y nos quedaremos aquí.

—¿Quiere un requerimiento judicial, Cárcer? —añadió Poveda—. Lo único que conseguirá será retrasarlo.

Cárcer se puso en pie. Sonrió enseñando los dientes, —¿tengo que llamar a mi abogado? —dijo. —Por favor, señor Cárcer —manifestó Ventura—. Sólo queremos hablar con usted en privado.

—Me disculpáis, ¿verdad? —Cárcer se dirigió a sus compañeros.

En el despacho de Cárcer había un hombre de Ripoll, llamado Fernández, acoplando un magnetófono al walkie talkie que le había enviado el chantajista a Cárcer junto con la cinta de vídeo.

—¿Ya ha terminado, Fernández? —le preguntó Poveda.

—Sí, comisario, ya está listo. Ripoll está en la unidad móvil que…

—Lo sabemos —añadió Poveda—. ¿Puede dejarnos solos?

—Ahora mismito —contestó Fernández, y salió del despacho.

—¿No quiere sentarse, Cárcer? —pidió Ventura.

Carmela miró el reloj y se mordió los labios. Llevaba más de media hora de cháchara con Brea y ya se encontraba fatigada, al borde del ataque de nervios. A ese paso no llegaría a Alimensana, S.A. a la hora de la llamada. Y entonces se avecinaría una reprimenda de Poveda o, quizás, una sanción. Brea era muy listo, tuvo que reconocerlo. Nunca se derrotaría declarando que él era el autor de las llamadas. Hacía tres minutos que le había pedido permiso para ir al servicio.

El bar de la calle Postas se había llenado ahora de amas de casa que desayunaban antes de ir de compras o al cercano Mercado de San Miguel. ¿Era Brea el vicioso que la llamaba por teléfono? Tenía que estar segura. Parecía tan educado, tan atento. Pero, por otra parte, ¿era normal charlar así, tan tranquila con el abogado que había emplumado a su amigo Pacheco? Carmela tuvo la sensación de que se estaba portando mal, que iba a llegar tarde a la reunión de Alimensana, S.A. Miró otra vez el reloj. ¿Qué estaría haciendo Brea en el lavabo para tardar tanto?

—¿Cómo se atreve? —Cárcer parecía tranquilo y distante—. ¿Cómo puede sugerir que quiero acabar con Alimensana? No lo comprendo, comisario. ¿Se da cuenta de lo peligroso que es decir eso?

Poveda esperaba una explosión de ira y sin embargo se encontraba con un hombre tranquilo, muy distinto al hombre de hacía unos instantes. Ventura cruzó la mirada con Poveda y dijo:

—Espero que lo entienda, no son acusaciones, señor Cárcer, pero la situación financiera de Alimensana es caótica. Han pedido créditos excesivos y sobre usted pesa…

Cárcer extendió la mano, interrumpiendo a Ventura.

—Eso no quiere decir nada. Puedo hacerle una lista de sesenta empresas del ramo con los mismos problemas. Por supuesto que tenemos problemas y muy gordos, pero saldremos adelante. Ya lo verá, ahora bien…

—¿Y qué me dice de la fiscalización contable que le están haciendo, Cárcer? —preguntó Poveda.

—¿Qué quiere que le diga? El grupo de accionistas que la lleva a cabo se convencerá de que mi gestión en la empresa ha sido irreprochable. Pero ahora lo importante no es esto, sino que el chantajista no se salga con la suya. Nos arruinaría por completo. Doscientas cincuenta familias se quedarían sin trabajo. Hay que impedir eso.

Ventura suspiró.

—En eso estamos todos de acuerdo.

Cárcer se pasó la mano por la boca y sonrió. Fue una sonrisa triste.

—Estoy muy nervioso, les ruego que disculpen mi actitud anterior. Quizá no esté a la altura de las circunstancias, pero comprendan que no me ocurre esto todos los días. Dentro de muy poco me va a llamar por teléfono el chantajista y estoy nervioso, no quiero ocultarlo.

«Mientes, Cárcer —pensó Poveda—. No estás nervioso, nada nervioso».

—¿Cogerán a ese chantajista, comisario? —Cárcer se dirigió directamente a Poveda—. Esta empresa no puede permitirse perder cien millones de pesetas. Eso nos arruinaría.

La puerta del despacho de Cárcer se abrió y entró Flores, que saludó a los presentes.

—Todo listo —dijo Flores.

—Muy bien —contestó Ventura—. Tengo que hablar contigo, Flores. ¿Tienes un minuto?

Flores salió del despacho, seguido por Ventura. Se encontraban en una especie de salita que comunicaba con la sala del Consejo de Administración. La secretaria, atrincherada tras su mesa, les dedicó una mirada distraída y continuó a lo suyo. Ventura bajó la voz:

—Lo tenemos pillado, Flores —susurró—. ¿Y tú? ¿Has localizado a esa chica?

—No ha ido a trabajar. Pacheco y Loren han ido a ver a esa prima suya de Talavera de la Reina. La pescaremos, pierde cuidado.

La puerta de la antesala se abrió y Carmela entró. Flores se volvió hacia ella.

—Llegas tarde.

—¿Está aquí Lucas?

—No —contestó Flores.

—¿Le ocurre algo? ¿Dónde están los demás?

—Cada uno en su sitio. Vamos a entrar, falta muy poco para que llame.

Lina Nápoles removió el café con la cucharilla, lo miró unos instantes y se lo bebió. Ros, sentado a su lado, tamborileó la superficie de la mesa con los dedos. Se encontraban en una cafetería céntrica, en una de las mesas del rincón. Lina Nápoles chascó la lengua y abrió el bolso para buscar cigarrillos. Cogió uno y lo prendió. Expulsó el humo con delectación. El primer cigarrillo del día era el que más le gustaba.

—Bueno —dijo la mujer—. ¿Ya estás tranquilo?

—Marisa no se encuentra bien.

La mujer se encogió de hombros.

—Tú haz tu trabajo, cumple. Ya tienes la mitad del dinero en Suiza, en la cuenta que dijiste. ¿No tenías que llamar ahora?

Ros consultó su reloj.

—Dentro de diez minutos.

—Pues entonces, vete ya de una vez.

Ros se puso en pie, dio media vuelta y abandonó la mesa, sujetando el paquete bajo el brazo. Atravesó la cafetería y salió a la calle.

En el despacho de Cárcer se guardaba un silencio casi religioso. Nadie hablaba y nadie se movía. Poveda y Ventura se habían sentado en el sofá y Cárcer, tras su enorme mesa de director general. El técnico de Comunicaciones aguardaba al lado del walkie talkie, al que había conectado un magnetófono de dos pistas. Flores y Carmela permanecían de pie, cerca de la mesa de Cárcer. Tres minutos después de las once, el walkie talkie comenzó a gruñir y Cárcer se puso en pie.

—Cójalo —le dijo el técnico— y procure entretenerlo, ¿de acuerdo?

—Sí —añadió Cárcer—. De acuerdo.

Cogió el aparato y lo accionó. Se escuchó la voz de Ros llena de interferencias. Una voz que subía y bajaba de intensidad a cada momento. Una voz que era escuchada por seis personas a la vez, atentas a cada inflexión, a cada sílaba. Una voz que quedaba grabada en cada una de las cabezas de los presentes y en tres magnetófonos: el que estaba en el despacho de Cárcer y otros dos más, situados en dos furgones de escucha diferentes. Uno, el de la brigada, mandado por Ripoll, y el otro, prestado por el CESID (Centro Superior de Información de la Defensa), que contaba con sofisticados medios para detectar conversaciones. Los especialistas sabían que el walkie talkie dejado por el chantajista tenía un radio de acción de diez kilómetros. Pensaban que era suficiente para descubrirlo.

—Escúcheme bien, Cárcer, porque no se lo voy a repetir —estaba diciendo Ros—. Le dije que no avisara a la Policía y no me ha hecho caso.

Ros hablaba mientras conducía, con el walkie talkie abierto y colocado en sus rodillas. A pesar de la hora, el tráfico era intenso y constante.

—Vaya esta noche a la estación de Atocha a las diez y media en punto. Y vaya solo, ¿me oye? Vaya solo. Ésta será su última oportunidad. Lo llamaré por el walkie talkie.

Cerró el aparato y lo colocó en el suelo, a sus pies. Dio un volantazo y metió el coche en el carril de la derecha, la desviación a Arturo Soria. La M-30, la arteria que rodea Madrid, era el mejor lugar para escapar. Ros sonrió por primera vez en mucho tiempo. Todo estaba saliendo bien. Un plan perfecto. Era un genio. Y esa misma noche estaría en Suiza con Marisa. Y al día siguiente por la mañana, en la clínica de la doctora Kouzine. Con dinero suficiente para que Marisa estuviera allí el tiempo que hiciera falta, sin límite de ninguna clase. Él alquilaría un pequeño apartamento o una casita en el mismo pueblo donde se encontraba la clínica. Incluso podía buscar trabajo. Empezó a canturrear.

La mujer era hermosa, grande, un poco gorda, y con ese tipo de facciones blandas que siempre se atribuyen a las mujeres de risa fácil. Se encontraba en una salita recargada de muebles y enseres que tenían todo el aspecto de no ser utilizados casi nunca. Esa vez habían servido para recibir a la Policía.

Pacheco y Loren se habían sentado en sendos sillones, muy incómodos, frente a una mesita de patas retorcidas llena de filigranas doradas. La mujer se retorcía las manos con inquietud y sonreía sin cesar.

—No nos vemos mucho, ¿saben ustedes? Somos primas, vamos, la única familia que tenemos, después de que se muriera tía Luisa, quiero decir, la madre de mi prima Marisa. —La mujer se quedó en silencio y volvió a sonreír—. ¿Por qué no esperan ustedes a mi marido? Viene a la hora de comer. Yo estoy sola.

Pacheco se movió en el sillón.

—Señora, no hace falta que esperemos a su marido. Lo único que queremos saber es dónde vive su prima.

—Sí —dijo Loren—. Es muy sencillo, señora.

—Vive en Madrid.

—Eso lo sabemos. —Loren sujetó a Pacheco, que iba a contestar—. Sabemos que vive en Madrid, lo que no sabemos es dónde. Por eso estamos aquí.

—No sé dónde vive.

—¿Me va a decir que no sabe dónde vive su única prima, señora?

Pacheco se echó hacia delante en el sillón y la mujer retrocedió, visiblemente asustada. Loren volvió a sujetar a Pacheco.

—Es que…, es que nunca nos escribimos.

—¿Nunca? ¿Me va a decir que nunca se escriben? ¿Ni por Navidad?

—Pacheco. —Loren lo miró y sonrió. Se dirigió a la mujer—: Piense un poco, por favor. Seguro que se escriben algo, aunque sea poco. Tiene que tener una idea de por dónde vive en Madrid.

—Es que estamos enfadadas, ¿saben? Por la herencia de tía Luisa, su madre. —La mujer enrojeció—. A ella no le dejó nada y a mí… —Dejó la frase en suspenso y movió las manos en un gesto que abarcaba toda la habitación—. Ella se fue de su casa a correr la vida, ¿saben? Se fue y tía Luisa ya no paró de llorar. Se pasaba el día llorando y yo…

—Señora… —Pacheco volvió a adelantarse en el sillón.

Loren le dio un codazo y sonrió, fijando la mirada en la mujer.

—Continúe, señora. Estamos seguros de que usted consoló a tía Luisa, ¿no es así? Mientras su prima se fue a Madrid a correrla.

—Eso es, a correrla. —Se sonrojó.

—¿Y en todo ese tiempo no se han escrito?

—Bueno, ahora que lo dice usted…

—Piense un poco, señora —le dijo Loren—. ¿No le decía nada en sus cartas? Algo diría, ¿no?

—Bueno, sí. Hace poco volvió a escribirme y yo…, bueno, yo también le escribí. Al fin y al cabo es mi prima hermana y parece que ha sentado la cabeza. Se ha casado.

Pacheco se levantó como impulsado por un muelle.

—¿Que se ha casado?

La mujer emitió un gritito y se tapó la boca. Loren tiró con fuerza de Pacheco y éste se volvió a sentar.

—¿Con quién se ha casado? ¿Eh? ¡Díganos con quién se ha casado!

—No… no me acuerdo.

—Pacheco, la señora está pensando. —Se volvió a la mujer—. ¿Verdad que está pensando, señora? ¿A que está pensando?

—Sí, sí…, estoy pensando… Ahora que me acuerdo, Marisa me envió la invitación de la boda. La debo de tener por ahí. ¿Quieren que se la busque?

Y la mujer grande y hermosa, un poco gorda, sonrió de satisfacción.

Flores golpeó la puerta con fuerza y luego tocó el timbre. El eco del timbrazo se perdió en el interior de la casa de Lucas. Aguardó unos instantes y volvió a aporrear la puerta.

—¡Lucas! —gritó—. ¡Abre! ¡Abre de una vez!

Pulsó el timbre y dejó el dedo clavado en el botón. La puerta se abrió de golpe y Lucas apareció al otro lado. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro macilento y sin afeitar.

—¿Qué quieres? —le espetó a Flores—. ¿Quieres escandalizar al vecindario?

—Quiero verte. ¿Puedo pasar?

—No.

Lucas intentó cerrar la puerta. Flores puso el pie.

—Quiero hablar contigo.

—Pues yo no, Manuel. Yo no quiero hablar contigo. Vete de una vez.

—Lucas, escúchame, quiero hablarte. No te pongas cabezota y déjame pasar… Por favor.

Lucas se hizo a un lado y Flores entró al vestíbulo, que permanecía oscuro. Las vitrinas acristaladas y el perchero de madera le daban el aspecto frío de una consulta de dentista de pueblo grande. Lucas no quiso encender la luz.

—Bueno —empezó Lucas—. ¿Qué es lo que vienes a decirme? ¿Que te arrepientes?

—Vengo a disculparme, Lucas. A pedirte perdón, si quieres.

Flores no vio el brazo izquierdo, ni tampoco el derecho. Simplemente sintió el primer golpe en la boca del estómago y, por instinto, se cubrió la cara al tiempo que se agachaba sin aliento. El otro golpe lo recibió en la cabeza y salió despedido hacia atrás, hasta chocar contra la puerta y deslizarse al suelo. Lucas encendió la luz. Flores se frotó la sien, la habitación le daba vueltas.

—No sabía que fueras tan rápido. Me has hecho daño.

—Puedo machacarte en cuatro minutos —le dijo Lucas—. Te has vuelto a equivocar conmigo. Ahora que me has pedido perdón, ya puedes marcharte. No quiero verte en mi casa.

Flores se puso en pie con dificultad.

—Vaya, Lucas… Entonces todo eso de cinturón negro era verdad, ¿eh? Siempre creí que era una chulería tuya.

—Aquí el único chulo eres tú. Te has creído la imagen tuya que te has inventado. ¿Te has parado a pensarlo alguna vez?

—Sigue, Lucas, Continúa, desfógate.

—Imbécil… ¿Crees que tienes toda la verdad? Eres mucho más frágil que cualquiera de nosotros. Eres patético, Manuel… Las diez horas que pasas en la brigada, el no vivir nada más que para la Policía, ¿sabes lo que encierra? ¿Lo sabes?

—No, dímelo tú. Tú que eres tan listo, tan intelectual.

Lucas esbozó una sonrisa triste.

—¿Tan maricón?

—Lucas, he venido a pedirte perdón. A disculparme. No habrás creído todas esas tonterías de que te fueras del grupo, ¿verdad? Eh, ¿no lo habrás creído? Anda, dame una copa, esto me duele mucho.

—¿Y a mí? ¿Crees que a mí no me duele?

Flores gritó:

—¡Ya está bien! ¡Te he pedido perdón! —Se calmó como por ensalmo y suspiró con fuerza—. ¿Qué tengo que hacer?

Lucas comenzó a reírse. Abría la boca y echaba el cuerpo hacia atrás sin poderse contener. Flores lo miraba atónito. Se calmó poco a poco. De sus ojos salían lágrimas.

—¿Qué te ocurre ahora? ¿Es que te has vuelto loco?

—No, Manuel, nunca he estado tan cuerdo. —Lo tomó del codo y lo condujo fuera del vestíbulo, al pasillo que llevaba al comedor—. Ven, vamos a ver si queda algo de coñac.

Aníbal, el gato, estaba acurrucado en el sillón. Sobre la mesa descansaba el revólver de reglamento de Lucas. El reloj de pared tenía la esfera destrozada.

—Hace poco que me ha llamado Carmela, estaba preocupada por mí, creía que estaba enfermo. —Cogió el revólver, lo miró y se lo guardó en la funda de la cintura—. Me ha contado la historia de Cárcer y la llamada del chantajista del sida.

—De eso quería hablarte, mira…

Lucas lo interrumpió con un gesto de la mano.

—Carmela me ha dicho que ya saben el nombre verdadero de esa chica y que están investigando a su marido…, un antiguo capitán de la Legión. Cuando tú has llamado, me estaba preparando para volver a la brigada.