34

Los gestos son mecánicos, aprendidos, remotos: levantarse de la cama. Ducharse. Vestirse. Colocarse la pistolera en el sobaco, Fumar el primer cigarrillo. Moverse dentro del pequeño apartamento alquilado recientemente. Mirar por la ventana que da al patio. Escuchar el ruido nocturno de la calle que precede al amanecer. Flores no es consciente de los pequeños movimientos que se producen en sucesión lógica.

Lleva tres semanas en su nueva casa y aún no se ha habituado a ella. No ha cambiado las sábanas de la cama. No se ha sentado en todas las sillas. Todavía no ha utilizado la cocina ni el tendedero que cruza el patio hasta la ventana de enfrente. El apartamento tiene tres habitaciones, contando el minúsculo cuarto de baño. La cocina es prácticamente un armario que se encuentra en el salón comedor. Luego está el dormitorio y la cama.

Ésa es la nueva casa de Flores.

Flores caminó por la plaza del Dos de Mayo hasta el quiosco, que ya estaba abierto. Acodados en el mostrador se encontraban los que aún no se habían acostado y los que se habían levantado demasiado temprano. Flores se colocó entre ellos y pidió un café doble y una copa de anís, mitad dulce y mitad seco.

Se pasó la mano por la áspera mejilla. Tenía que afeitarse.

Tenía que llevar la ropa a la lavandería. Tenía que comprar comida y hacérsela en su cocina. Comiendo fuera no hay sueldo de policía que resista. Removió el café y se lo bebió en dos tragos. Pidió otro. Sorbió un poco de la mezcla de anís. Sintió cómo se calentaba. Encendió otro cigarrillo. Menos mal que trabajaba cerca. A dos pasos.

El local oscuro y ruidoso es siempre un lugar cálido donde se está con los amigos, con la gente. Pero sales a la calle y de pronto te das cuenta de que ha amanecido y hace frío y que la pensión donde vives es un lugar inhóspito y mucho más desapacible que la calle. Esto es lo que te suele ocurrir.

Ahora, lo que tienes que ponerte a pensar es en cómo vas a pasar el día hasta que llegue otra vez la noche y vuelvas a estar con los amigos en un local oscuro que te proteja. Sin embargo, hoy no es una mañana corriente. Tienes tres papelinas de caballo, de buen caballo, que servirá para ayudarte a pasar el día.

Son tan largos los días. Tan inmensos.

Toñi era delgada, de ojos grandes y mirada fija, de caderas anchas y una boca roja que la palidez del rostro acentuaba. Observó el cielo plomizo y frío y se apretó a Bernardo. Los últimos chicos salieron del bar nocturno dando voces, desembarcando en la calle vacía. Bernardo sintió el cuerpo de la chica pegado al suyo. Éste era el peor momento, había que decidir qué hacer, adónde ir.

—Nos tomamos unos cafelitos, ¿hace? —dijo ella como si hablara consigo misma, sin buscar respuesta—. Luego nos damos el chute. Tengo tres papelas.

—¿Y después?

—A la piltra. Luciano me ha dicho que lo busque a las seis en la plaza, que tiene.

—Luciano. ¿Y tú le haces caso a Luciano?

La chica se encogió de hombros.

—Si no es Luciano, buscamos al Morito y nos hacemos con dos o tres más. Las cortamos y…

Bernardo se encogió de hombros y Toñi cerró la boca. Empezó a sentir escalofríos, el aire le levantaba el cabello. Se apretó a Bernardo y apoyó la cabeza en su hombro. Acababan de chutarse en el retrete del bar y los dos se sentían con fuerzas, llenos de calor, con las venas hinchadas.

—Anda —insistió Bernardo—. Vamos a por esos cafelitos.

Le pasó la mano por el rostro.

Godoy giró el volante y entró en la calle San Vicente Ferrer. Tenía ganas de dejar ya el coche y marcharse a su casa, mal sabor de boca y la lengua áspera de fumar. Era un hombre bajo y fornido, de rostro chato y pelo un poco más largo de lo que ordenan los reglamentos de la Policía. Estaba cansado y furioso. A su lado, el cabo primero Manolo Rubiales, llamado Lolo, cabeceaba aturdido por el ronroneo del coche. Era más corpulento que su compañero, de carrillos inflados y nariz gruesa. Resoplaba con la cabeza caída sobre el pecho, ancho como un barril.

Godoy bajó la ventanilla y escupió a la calle.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

Su compañero no contestó. El coche rodaba a poca velocidad. De los bares nocturnos salían los últimos parroquianos, que se subieron a las aceras para dejarlos pasar. Godoy le dio un codazo a su compañero. Éste lanzó un corto ronquido y se espabiló.

—¡Qué coño pasa!

—Te preguntaba que qué vas a hacer después, Lolo.

—¿Después? Pues no sé… Irme a casa.

Les quedaban dos horas de servicio. Dos largas horas de patrullar por el barrio de Malasaña. Había sido una noche eterna.

—¿Nos tomamos la penúltima?

Lolo miró el reloj.

—Faltan dos horas.

—¿Y si nos fuéramos a la sauna? Eh, ¿qué te parece? Una saunita con mamada antes de volver a casa. Eh, ¿qué dices, Lolo?

Lolo volvió a mirar la hora.

—Deben de estar cerrando, ¿no? Me parece que va a estar cerrada.

—No, no está cerrada. Y si está cerrada, pues la abren y santas pascuas. A lo mejor está la negra ésa, ¿eh? Cojonudo.

A Lolo se le iluminaron los ojos.

—Coño, la negra, sí. Qué maravilla.

—Pues ya está. Nos vamos a la sauna. —Godo y mostró unos dientes grandes y sucios—. Que nos bañen de arriba abajo. —Soltó una risita y se rascó la entrepierna. Añadió—: ¿No es buena idea?

—Dabuti, Godoy. Lo que me hace falta. Oye, ¿y la Elvira? ¿Estará la Elvira? ¿Y la mexicana?

—Si no están ocupadas, allí estarán.

—A lo mejor están ocupadas.

Godoy giró el volante y salió a la calle San Bernardo en dirección a la Gran Vía.

—No seas gafe, coño, Lolo.

—Es que a lo mejor pueden estar ocupadas, las tías. —Se pasó la mano por las gordas mejillas, azuladas por la barba—. Eso me va a joder. Ya me había hecho a la idea, tú.

—Siempre piensas lo peor. Eres la hostia. ¿Te acuerdas de la jodida negra? Qué pedazo de puta, madre mía.

—Me va a joder mucho que estén ocupadas.

—Qué van a estar ocupadas. Son las seis de la mañana, cuando están mejor las putas. A estas horas las putas están cojonudas. Vamos a poder elegir, Lolo. Ya verás.

—No hables tanto que me das dolor de cabeza, Godoy, macho. Vamos de una vez a la sauna.

Godoy canturreó por lo bajo una canción en la que salía una negra. A Godoy le gustaba mucho esa canción. Dobló al llegar a la Gran Vía y continuó cantando por lo bajo.

Lucas se detuvo al llegar al mostrador. El humo y la oscuridad y las luces rojas convertían el local en un pozo. Apenas si se veía a más de tres pasos. En aquel bar sólo había hombres. Hombres altos y feos. Hombres bajitos. Hombres bien vestidos y mal vestidos. Hombres guapos de todas las estaturas y tamaños.

—¿Qué vas a tomar, Lucas? —le preguntó el camarero.

—Nada —contestó éste—. ¿Dónde está Rubí?

—¿Rubí?

—Sí, Rubí. ¿Dónde está?

El camarero hizo un gesto con la cabeza en dirección a una puerta tapizada de rojo, que apenas se distinguía en la oscuridad, y añadió:

—Estará ocupado.

La puerta daba a un pasillo silencioso y con olor a humo. Se oían rumores de voces, murmullos. Como si alguien arrastrara algo por el suelo y no quisiese hacer ruido, Lucas golpeó en la puerta.

Tardaron en responder.

—¿Quién es?

—Abre, soy yo, Lucas.

—¡Imbécil!, ¿no ves que estoy ocupado?

—Pues termina. Te doy un minuto.

—¡Vete a tomar por el culo!

Lucas se apartó y pateó la cerradura. La puerta se abrió de golpe y mostró una habitación fría y alargada donde había una cama y un lavabo empotrado en la pared. No había ni un solo cuadro, ni un solo adorno. En la cama, un muchacho elástico y pálido dio un salto y se apoyó en el suelo. Un hombre de bigotes retorcidos se incorporó en la cama con la boca abierta y una expresión de espanto. Los dos estaban desnudos.

—¿Qué te ocurre? —gritó el chico—. ¿Es que te has vuelto loco? ¿Qué es eso de entrar aquí de esa manera, imbécil?

—Ya es la segunda vez que me llamas imbécil, Rubí. —Se dirigió al sujeto de los bigotes retorcidos—, usted, salga fuera. Vamos, vístase en el pasillo. ¿Me ha oído?

Rubí empujó al hombre con fuerza.

—¡Tú te quedas aquí! ¡Este imbécil va a ser quien…!

No terminó la frase. Lucas elevó la pierna, la giró y lo alcanzó en el pecho. El muchacho expulsó el aire con un gemido y salió disparado hacia atrás. El de los bigotes se puso los calzoncillos y comenzó a recoger su ropa, diseminada a los pies de la cama. Lucas se cruzó de brazos. Rubí boqueaba en el suelo, agarrándose el pecho.

—¿Qué… qué… has hecho…? —gimoteó.

El hombre salió del cuarto y cerró la puerta.

—No vuelvas a llamarme imbécil o lo sentirás, nene. Siéntate y escucha, tengo que decirte un par de cosas.

El muchacho pálido se incorporó con dificultad y se sentó en la cama. Elevó los ojos hacia Lucas, que apenas si se había movido. Aquél no parecía el Lucas al que él conocía. El amable y educado policía de siempre.

—No tenías que…, no tenías por qué haberme pegado, Lucas, yo…

—Cállate y escúchame —le cortó Lucas—. Deja de llamarme a mi casa, ¿lo entiendes? Olvídate de mi teléfono y olvídate de mí.

El chico ensayó una sonrisa. No parecía avergonzado de mostrar su cuerpo desnudo.

—No entiendo, Lucas. ¿No quieres que te vuelva a llamar?

—Exactamente eso, Rubí. No quiero que me vuelvas a llamar. ¿Lo entiendes?

—Sí, lo entiendo. Pero ¿puedo saber por qué?

Lucas dio unos pasos en dirección al muchacho y éste retrocedió de forma automática. Lo golpeó en la cara con el dedo.

—Se acabó, Rubí. Se acabó. No tienes por qué entender nada. Solamente esto, se acabó. Nada más que esto. ¿Está claro?

—Muy bien, Lucas, pero… te veo cambiado… No pareces el mismo. Estás seguro de que…

—Si me vuelves a molestar, te machaco, Rubí.

Lucas dio media vuelta y el chico se pasó una lengua grande y húmeda por los labios. Lucas abrió la puerta astillada y salió al pasillo. Añadió:

—Yo pagaré la puerta. Le daré el dinero a Fernando.

Poveda miró el reloj despertador fosforescente que se encontraba sobre la mesita de noche y se estiró en la cama. Encarna, su mujer, bostezó a su lado.

—¿Qué hora es, Poveda?

—Las siete —contestó.

—Llevas mucho tiempo despierto, ¿verdad?

Poveda asintió en silencio y Encarna lo observó con atención. Veintitrés años durmiendo con aquel hombre en la misma cama y creía conocerlo. Poveda estaba preocupado.

—Voy a prepararte el desayuno. —La mujer hizo intención de levantarse, pero Poveda la sostuvo, agarrándola del hombro.

—Espera un momento, Encarna.

Ella se acurrucó contra él, sintiendo el calor que emanaba de su cuerpo, extrañada por la tristeza que destilaban cada uno de sus poros. Se quedó relajada y tranquila entre sus brazos, recordando el tiempo en que aquello era frecuente, al principio de casarse, cuando los niños eran pequeños y su joven, policía Poveda le susurraba al oído palabras de amor. Se quedó en silencio, aguardando a que dijera algo.

—¿Qué te ocurre? —susurró ella al cabo de unos instantes—. ¿La oficina?

Él volvió a asentir en silencio.

—Flores —contestó, también en voz baja—. Hemos jodido a Flores.

—Tú no has sido —dijo ella—. Tú no.

—Todos lo hemos jodido. Le pedíamos más que a cualquiera, mucho más de lo que es normal pedirle a un policía. Sé muy bien lo que me digo. Flores estará marcado para el resto de su vida. Nunca será comisario con esa mancha en el expediente.

—No es culpa tuya, Poveda… Es Ventura quien…

—Ventura. —El hombre acarició el rostro ajado de su mujer. Le pasó la mano por las mejillas y le apartó el cabello que le caía sobre la cara. Antes, ese cabello había sido negro y lustroso, brillante—. No es mal chaval, Ventura, no… No lo es, pero… es demasiado legalista, demasiado burócrata. Pero tampoco ha sido culpa suya.

—Siempre has tenido debilidad por Flores. —La mujer sonrió—. Cuando te metías con él, cuando lo insultabas, yo sabía que no era así, que lo respetabas.

—Es el mejor policía que he conocido nunca. Yo diría que el mejor hombre con el que nunca me haya tropezado. Y ahora… —se volvió y la miró con firmeza— lo echaré de menos.

Ella apoyó la cabeza en el hombro de él y trató de pensar en la última vez que había estado así con su marido. No pudo recordarlo. Ahora comenzaban los ruidos de la casa: Chonín arrastrando los pies rumbo al cuarto de baño, la tos perruna de su hijo Julián. Debería decirle que dejara de fumar.

La puerta de la Sauna Cristal estaba pintada de azul. De dos tonos de azul. Azul claro, celeste, en el interior, y una franja de azul oscuro en los bordes. Godo y aporreó la puerta con fuerza.

—Déjalo ya —dijo Lolo, y escupió al suelo—. Ya ves que no hay nadie. Han cerrado.

—Están dentro, las muy cabronas. Sé que están dentro, sé que me están oyendo y se hacen las sordas.

—Venga, que estoy hasta los cataplines de estar aquí. —Volvió a escupir—. Vaya noche de mierda.

La sauna se encontraba en la calle Silva, muy cerca de la Gran Vía, con el cartel luminoso ahora apagado. La primera claridad del día iluminaba los ventanales y las fachadas de los edificios con una luz lechosa y espesa. Una luz gris y suave.

Godoy y Lolo se subieron al coche y rodaron en dirección prohibida hasta la plaza donde están los cines Luna. Bernardo y Toñi estaban mirando el escaparate de una chocolatería antigua, llamada El Indio, señalando con el dedo las pilas de bombones artesanos y el chocolate en polvo.

—¿Conoces a ésos? —preguntó Godoy—. Parecen nuevos en el barrio.

—La tía me suena —contestó Lolo, y volvió a bostezar.

—Todas estas putas camellas se parecen —añadió Godoy—. Son iguales. Vamos a ver qué hacen.

Frenó el coche en seco y Bernardo y Toñi se volvieron. Bernardo tuvo el impulso de empezar a correr, pero se quedó quieto al ver bajar del coche «Z» a los dos policías. Se acercaron hasta donde estaban. Godoy en primer término. Lolo detrás.

—¡Eh, vosotros! ¡Para acá! —Hizo gestos con la mano—. Venga, para acá.

Bernardo se señaló con el dedo.

—¿Nosotros?

—Sí, vosotros, listillos. Venga, para acá. Que no lo tenga que repetir otra vez.

—No hemos hecho nada —dijo Toñi—. ¿Qué pasa?

—Contra el coche, venga.

—Oiga, pero nosotros no hemos hecho nada —exclamó Bernardo.

Godoy lo empujó contra el «Z».

—¡He dicho que venga, coño! ¡Eres sordo o qué!

—Las manos contra el capó —dijo Lolo abriéndoles los brazos y apoyándoselos contra la carrocería del «Z»—. ¿Cuándo vais a hacer caso de una vez, eh? —Acercó la cara a la de Bernardo. Éste suspiró. Lolo se enfureció—: ¿Qué te pasa a ti, listillo, eh? ¿Te pasa algo?

—No —contestó Bernardo—. No me pasa nada.

—Oigan —dijo Toñi—. ¿Por qué no nos dejan en paz? Por favor.

—¡Tú a callar!

—Documentación —pidió Godoy—. Venga, enseñad la documentación. Y poned ahí encima todo lo que llevéis en los bolsillos. Que no os tenga yo que registrar, porque será peor.

Godoy cogió los carnés, mientras Toñi y Bernardo iban colocando sobre el capó del «Z» el contenido de sus bolsillos. Godoy le entregó a Lolo los dos carnés. Éste los miró y se abanicó con ellos.

—Eres nueva aquí, ¿no?

Toñi lo miró sin decir nada.

—Pon el caballo con las demás cosas, anda. Que no te lo tenga que repetir.

Bernardo volvió la cara.

—¡Qué caballo ni que…!

Godoy lo agarró por la mejilla y apretó. Se acercó al muchacho.

—No te has enterado todavía, macarra. Le estoy hablando a tu zorra, no a ti. Le he dicho que ponga el caballo en donde yo lo vea. Porque si la registro y encuentro el caballo, os muelo a hostias. ¿Vale?

Toñi se metió la mano bajo el jersey y arrojó sobre el «Z» las tres papelinas de heroína. A Godoy se le iluminaron los ojos.

—Mira qué bonito —dijo cogiéndolas.

—No somos traficantes —dijo Bernardo—. Eso es para nosotros, para los dos. Los dos nos pinchamos. Se lo juro, no somos camellos.

—Eso se lo dirás al juez. —Godoy sonrió, agitando las papelinas entre los dedos—. Ya estáis jodidos. De momento, tres días en el trullo. Vais a pasar el mono en el talego. Ya veréis qué bien lo vais a pasar.

—Es verdad —intervino Toñi—. No somos camellos. Eso es para éste y para mí. No traficamos.

Lolo continuaba con los carnés en la mano.

—No tienen nada —dijo—. Limpitos. Unos buenos chicos, ¿eh? ¿A que sí?

—Vaya, vaya. —Godoy se guardó las papelinas en el bolsillo de la guerrera—: Sois dos mirlos blancos, ¿eh?

—Por favor. —Toñi se dirigió a Lolo—. No somos traficantes.

—El caso es que me dais pena —dijo Godoy—. Tres días de talego con el mono es muy jodido. —Le hizo una seña a Lolo y éste le entregó el carné a Bernardo—. Pero tenemos que cumplir con nuestra obligación. —Se dirigió a Bernardo—: Tú te puedes ir. La chica vendrá con nosotros a Estupefacientes.

—¿Yo? —Toñi se señaló con el dedo—. ¿Por qué? ¿Por qué yo?

—Porque me da a mí la gana —añadió Godoy, y se dirigió a Lolo—: A lo mejor hasta hemos tenido suerte de que estuviera cerrada la sauna, ¿eh, tú?

Lolo emitió una corta risita.

—Al coche. —Lolo abrió la portezuela y cogió a Toñi del brazo—. Vamos, entra de una vez, zorrita.

Toñi se resistió y comenzó a gritar. Lolo la empujó dentro. Godoy se encaró con Bernardo.

—Y tú, aire. Venga, date el piro.

—Oiga, llévenos a los dos. El caballo es mío, no de ella. Ella me lo guardaba.

Godoy lo empujó con fuerza. Bernardo trastabilló y estuvo a punto de caerse al suelo.

Bernardo vio que el coche arrancaba, daba media vuelta y se dirigía otra vez a la calle Silva. Toñi decía algo, pero él no pudo oírla. Fue la última vez que la vio.