7
La trajeron desnuda. Era alta, de cintura estrecha y compacta, caderas de muchacho. La capucha negra no dejaba ver los cabellos rubios cortos, los labios grandes en una boca grande, el rostro triangular. Era sólo una mujer más traída a empujones. Una mujer que sollozaba, una de tantas sin rostro, sudada de miedo, con las primeras señales de golpes en el cuerpo. Sólo que ella parecía diferente, quizá más hermosa, la piel más suave. Nunca lo supo.
La habitación del sótano tenía el suelo de cemento y la única ventana tapiada. Sólo había una mesa de madera gruesa, el antiguo mostrador de una carnicería, en el que habían clavado correas. La tendieron en la mesa y el teniente ordenó que la sujetaran con las correas. Quedó abierta, palpitante, sin resistencia. El sexo era un suave montículo de niña, el ensortijado pelo rubio cubriéndolo apenas. El teniente ordenó que le arrojaran un cubo de agua. Así eran siempre los preámbulos, algunas veces se incluía la violación colectiva, otras veces no. Él preparó la picana. Juntó los cables y saltó la chispa, el teniente comenzó con la retahíla de palabras: bolche, comunista, puta, zorra.
Le metió la picana. Ella se curvó, los músculos se tensaron, la cabeza golpeaba la dura superficie de la mesa, los miembros se crispaban, el olor a carne quemada, los esfínteres que se abrían. Los orines, el olor a mierda, las risas. Las palabras del teniente. ¿Araquistain? ¿Reinaldo? No se acuerda. Era siempre lo mismo.
Después él descansaba y volvían las preguntas, las palabras, las risas, los golpes con los puños, los pellizcos en los pezones y él, de nuevo, metiendo la picana en el ano, y el gordo Prado meándose encima, ¿o era el cabo Muñoz? No puede acordarse. Algunas veces, también, los golpes con los trozos de manguera, las tenazas arrancando pelo y piel, reventando, los gritos de sufrimiento, las voces diciendo que le iban a meter escorpiones por la concha. Lo único diferente fue que ella resistió, tuvo la virtud de no morirse y más tarde la suerte de no ahorcarse en la celda.
Cuando fue a verla, la descubrió tal como la había soñado mientras le aplicaba la picana. Más hermosa aún. Más altiva. Estaba tirada en el suelo casi inconsciente, con una camisa de hombre que apenas si la cubría. Le llevó comida y medicinas y no le dijo una sola palabra. Ella tampoco supo, entonces, que él era el encargado de la picana. Sólo lo miró fijamente y aceptó todos sus cuidados silenciosos sin fuerzas siquiera para lamentarse o gritar.
Después fue a ver al teniente a su despacho y le pidió permiso para quedarse con la mujer mientras ella estuviese en el cuartel. El teniente sonrió y accedió. La chica lo había dicho todo. Incluso más de lo que esperaban. Había cumplido.
«Es mejor matarla —dijo el teniente—. Está lista, es una traidora. Si no lo hacemos nosotros, lo harán ellos de todas formas».
Y así supieron en el cuartel que aquella mujer era suya. Que nadie podría tocarla. El nombre se le quedó grabado entonces: Estrella.
—Estrella —murmuró Chaves tendido en la cama del hostal.
La vieja tenía ojos saltones, grandes, y el cabello despeinado le formaba una especie de rodete alrededor de la cabeza. Estaba sentada en el primer escalón de la escalera sucia y sin luz, royendo un bocadillo de algo que apestaba a pescado. Las escaleras terminaban en un descansillo con dos puertas. Flores llamó a una de ellas, donde había una placa en la que ponía «Drake Investigaciones. Detective privado».
—No está —dijo la vieja desde abajo.
Flores bajó las escaleras y se apoyó en la pared. La vieja tenía el rostro surcado de arruguitas y engullía el bocadillo a velocidad de vértigo.
—No está —repitió.
—Ya lo sé —contestó Flores—. Pero ¿no tenía un socio? ¿No hay nadie en el despacho?
—¿Un socio? ¿Drake un socio? ¡Ja! —exclamó la vieja, y continuó comiendo. Añadió—: Yo le limpiaba el despacho. Ahora no está. —Rompió a reír. No tenía dientes, ni uno. Flores se dio cuenta de que masticaba con las encías—. Ha salido.
—¿Ha salido? —Flores se impacientaba.
—Se ha ido de viaje.
—Oiga, sé que Drake ha muerto, déjese de tonterías. Murió hará unas tres semanas. ¿Qué es eso de que está de viaje?
—Se ha ido de viaje. —La vieja hizo el gesto con la mano—. Un viaje al más allá, a la noche eterna. No creo que vuelva. —Otra vez rompió a reír.
—¿Y su socio? Tenía un socio, Luis Durán. La agencia era de dos. ¿Sabe dónde está Durán?
—Conozco a todos los que estaban con ese gordo asqueroso. A todos. Sé cosas de Drake que no sabe nadie. Era un hijo de la grandísima puta. Ese Durán era el guapo, madero también…, educadito. —La vieja escupió en el suelo—. Otro cabrón. Pero Drake… ¿Sabe lo que me pagaba por limpiarle la pocilga? ¿Lo sabe?
—No —contestó Flores—. ¿Cuánto le pagaba?
—Doscientas cincuenta la hora. Y eso cuando me pagaba. Se fue debiéndome dos semanas. —Terminó de engullir el bocadillo y eructó—. A donde ha ido ese asqueroso no puedo ir yo a pedirle el dinero. Dos semanas, ¿se da cuenta? Dos semanas.
Flores miró el reloj. Si Durán había continuado con el negocio de la investigación privada, debería tener licencia. Sin embargo, su nombre no estaba entre los más de ciento cincuenta detectives privados censados en Barcelona.
—¿Dónde puedo encontrar a Durán? ¿Al socio?
—Madero —dijo la vieja—. Usted es madero, como Drake. Huelo a los maderos a distancia.
—Drake ya no era policía. Lo dejó hace años.
—Un madero es siempre un madero. —Se encogió de hombros—. Vengo aquí tres veces a la semana y me siento en la escalera. Es como si viniera a limpiarle la pocilga a Drake. ¿Sabe cuántos años tengo? —No aguardó la respuesta de Flores—. Cincuenta y cinco; hace diez años Drake se acostaba conmigo. ¿Qué le parece? Llegó a decirme que iba a mantenerme, al principio me daba dinero. —Suspiró—. El cabrón de Drake, después yo me encapriché de él. Le limpiaba la pocilga. Y mucho después le dije que tenía que pagarme. Él ya no quería acostarse conmigo.
—¿Dónde está Durán? —preguntó Flores otra vez.
La vieja se quedó en silencio y dirigió sus ojos saltones hacia Flores. En la oscuridad de la escalera parecían relucir como los ojos de los gatos y las ratas. Flores se metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de mil pesetas. La vieja alargó la mano y aferró el billete, que apretó en el puño. Luego se lo guardó en algún lugar de las faldas.
—¿Quieres que te la mame? —preguntó—. No tengo dientes. Hago las mejores mamadas de las Ramblas. Puedes preguntar por ahí.
—No hace falta —contestó Flores—. Lo único que quiero saber es dónde está Durán. Ese billete es para que hagas memoria.
—Durán, el guapo.
—Eso es, el guapo.
—También se la mamaba a él. Se la he mamado a todos. A todos los maderos.
—Me estás cansando. —Flores se inclinó hacia la vieja—. Dime dónde está Durán o te quito el billete.
Estrella se iba recuperando poco a poco. Él la veía pasar con la escoba y el trapo de fregar por los pasillos y el pabellón de suboficiales. La veía alta y rubia, distante, pero preocupándose en hacer su trabajo lo mejor posible, sin hablar con nadie. Al principio aguantaba las miradas soeces de los compañeros, después, se mimetizó con el mobiliario, pasando desapercibida, como una especie de camuflaje que le estaba salvando la vida. Parecía no tener a nadie fuera del cuartel. Ni familia ni añoranzas ni un novio, nadie. Parecía que había vivido siempre en el cuartel.
Y los compañeros la llamaban la de Chaves, la mina de Chaves. Y se acostumbraron a ella. Y ella, todos los días, regresaba a la celda.
La mujer que le abrió la puerta a Flores era hermosa y elegante sin estridencias. Vestía un traje sastre con varios tonos de azul y sonreía sin parar. Se apartó para que Flores entrara a un discreto vestíbulo que quería no ser impersonal. Lo conseguía a medias.
—¿Tiene cita? —le preguntó.
—Me temo que no —contestó Flores—. Me llamo Manuel Flores y soy amigo de Durán.
—Me temo que el señor Durán no va a poder recibirlo hoy, señor Flores. Tiene el día cubierto.
«Eficiente —pensó Flores— y también muy guapa».
La mujer parecía una alumna aventajada de una escuela de azafatas. Lo estaba echando, pero sin dárselo a entender. Flores sacó la placa policial del bolsillo y se la mostró a la mujer. La sonrisa se le borró del rostro.
—¿Otra vez? —dijo.
—¿Ha venido la Policía? —preguntó Flores.
Ella contestó con otra pregunta.
—¿Conoce a Rosell?
—Claro. Los tres, Durán, Rosell y yo estuvimos en el mismo grupo, en Antiatraco. De eso hace mucho tiempo.
—Está bien. Intentaré buscarle un hueco, señor Flores. ¿Quiere pasar por aquí?
Le hizo una seña con la mano y él la siguió por un corto pasillo que daba a una pequeña salita de espera amueblada con un sofá tapizado de verde, una mesita baja llena de revistas atrasadas, dos sillones y una estantería de madera oscura con libros de tapas bonitas. La mujer le pidió que aguardara un momento y Flores se sentó en el sofá.
La agencia se encontraba en un edificio que daba al puerto, muy cerca de la estatua de Colón. La casa estaba pintada de rosa oscuro y, por alguna razón que Flores no entendió bien, parecía una edificación colonial. Tenía tres pisos y albergaba una clínica dental, un hostal con nombre francés y la agencia de detectives. Ésta estaba anunciada con un cartel discreto, enganchado en uno de los balcones. Ponía: «Investigaciones Mercurio. Seriedad. Economía. Rapidez».
La puerta de la salita de espera se abrió y Durán le sonrió. Ya no se le podía llamar el guapo Durán. Había engordado por todas partes, sobre todo por el estómago, que parecía tensarle la chaqueta del traje hasta casi reventarla. Sin embargo, sonreía de la misma forma que antes. Seguía siendo alto y conservaba todo el cabello. La sonrisa continuó en la cara cuando dijo:
—¿Qué quieres, gitano? Podías haberme llamado. Estoy atendiendo a un cliente, Flores se puso en pie.
—No tenía tu teléfono. No vienes en la guía. Tampoco aparece tu nombre entre los detectives con licencia.
La sonrisa de Durán era una mueca aplastada en la cara, como una de esas cortinillas descorridas perennemente.
—No tengo licencia, —suspiró—. La tiene ella, mi mujer. —Señaló hacia atrás con la mano—. ¿La has visto? Es la de la entrada, ella es la detective. Para los rollos de Hacienda yo aparezco como empleado suyo. —Miró el reloj—. Anda, pasa a mí despacho. Mi mujer atenderá al cliente.
El despacho tenía un frente semicircular que daba al puerto. Dos balcones con las cortinas echadas no impedían que se escucharan sirenas ni el rumor del tráfico, abajo, en la calle. Una mesa grande, decorada con objetos de escritorio, dominaba la habitación. En uno de los rincones había un conjunto de sofás y sillones Chester que parecía de cuero auténtico. La consabida estantería, oscura y repleta de libros con un espacio para un aparato de televisión, ocupaba el otro lado de la habitación. El suelo estaba cubierto por una alfombra vieja, pero espesa.
—¿Quieres tomar una copa? —le preguntó Durán—. Ponte cómodo.
—Es muy temprano para mí —contestó Flores, y Durán se dirigió al mueble oscuro y abrió un armarito. Era un mueble bar.
—A los clientes les gusta tomar una copa. Les da confianza. Creen que es como en las películas. Yo tornaré un traguito.
Preparó una copa y se sentó frente a Flores.
—¿No te ha dado mi teléfono Rosell? —le preguntó—. Ha venido ya dos veces y las dos veces acompañado de uno de los suyos. Un tío de barbas.
Durán bebió y se relamió la boca.
—No veo mucho a Rosell —contestó Flores—. Estoy añadido a la investigación, pero no nos vemos demasiado. Parece que cada uno tira por su lado. —Flores hizo una pausa—. Estuve en el despacho de Drake intentando verte.
—Me echó. Hace cinco años. ¿Quién te dio mi dirección?… Espera, no rae lo digas. ¿Madame Pujol? —Flores asintió—. La jodía vieja de mierda… Era la guarrindonga de Drake… Bueno, sabía que me tocaría hablar con los de Jefatura. —La sonrisa continuaba aplastada en la boca—. Los ex policías somos siempre sospechosos. En cuanto leí lo de las muertes en la prensa me dije: me van a dar el coñazo. Y aquí estoy.
—¿Vas a llamar a tu abogado, Durán?
—Siempre tan gracioso, ¿verdad, gitano?
—Durán, ¿se te ha olvidado que no me gusta que me llamen gitano? ¿Tanto tiempo ha pasado que se te ha olvidado?
—Perdona, chico. Además, ahora eres importante. Un tío importante. Nada menos que jefe del Grupo Especial. Ahí es nada. —Se bebió el vaso entero, de golpe. Continuó—: Yo no las maté. ¿Te figuras? ¿Cargarme a la mujer de Ocaña? A Galiana sí que me hubiera gustado cargármelo.
—El asesino tiene información muy precisa sobre dónde vivían sus víctimas. Incluso sabía que la viuda de Ocaña se vino a vivir a Barcelona, Hace un año, fíjate. ¿Por qué sabía eso el asesino?
—¿Estáis buscando a un asesino policía? ¿Alguien de la casa?
Flores se encogió de hombros y Durán se puso en pie.
—Pídele a Rosell la transcripción de mis declaraciones. Me dio el coñazo dos veces. Ahora no voy a continuar contigo.
Flores también se levantó.
—Da gusto ver a los amigos, ¿eh, Durán? Veo que sigues siendo un sentimental. —Lo detuvo con la mano—. No me muestres la salida. Aún recuerdo cómo se sale de aquí.
—Sabes que no tengo obligación de hablar contigo, gi… Flores.
—Me he alegrado mucho de verte, Durán.
—Eh, espera un momento, Flores.
Flores había abierto ya la puerta y se volvió. Durán lo observaba sin sonreír, la comisura de la boca formando dos bolsas, como alforjas de amargura y frustración.
—Estoy cansado de que me tratéis como si fuera un apestado sólo porque se me ocurrió salirme de la Policía. Dile a Rosell que no me envíe a nadie más o tendré que llamar a mi abogado.
Después de cenar, Carmela se entretuvo apartando las miguitas de pan caídas sobre la mesa.
—¿Podemos?… —Carmela se detuvo.
—Podemos ¿qué? —preguntó Flores.
—Nada.
—Ibas a decirme algo. ¿Qué era?
—Lucas ha vuelto a salir. —Sonrió y continuó apartando las miguitas de pan. Se sintió una colegiala estúpida, como siempre que hablaba con Flores. Parecía que su desparpajo se desvanecía—. Parece que ha ligado.
—¿Lucas? ¿Ligado? Sería la primera vez. —Flores parecía ensimismado, haciendo tiempo para volver a su habitación. Añadió—: Me alegro.
—¿Podemos salir a dar una vuelta? ¿Eh? Una vueltecita, tomar una copa… No conozco bien Barcelona… y tú, bueno, tú la debes de conocer bastante bien.
—¿Te fastidio la noche, Carmela? —Carmela negó con la cabeza y Flores sonrió—. La verdad es que no me apetece nada, pero vete tú, si quieres. No te quedes aquí para hacerme compañía.
Carmela movió una mano como si espantara moscas.
—Yo también estoy cansada. Me he tirado todo el día revisando papeles, diligencias, fichas de pistoleros… y la gente que se cree que tenemos un trabajo fascinante… No importa. Nos quedamos un ratito y después nos vamos a dormir.
—Lo siento, Carmela. Siento mucho ser un tío tan aburrido.
—¿Nunca vas al cine? Quiero decir, no es asunto mío, pero…
—Con Julia y las niñas… o con Julia. A ella le gusta mucho el cine. Ella es la que me saca a la calle.
—Lo de tu mujer te ha jodido mucho, ¿verdad? —Flores la miró fijamente—. Quiero decir, ¿estáis separados? Perdona, no tengo derecho a… Soy muy cotilla. Lo siento. Vaya, qué idiota soy.
Flores sonrió y movió la cabeza.
—¿Y tú? ¿Tienes novio?
—¿Novio? —Soltó una carcajada—. Te pareces a mi madre. —Flores rio también—. Eso ya no se estila… Mira que preguntar si tengo novio…
—¿Amantes?
Carmela río otra vez. Con ganas.
—Eso es peor. ¡Amantes! ¿Cómo se te ocurren esas cosas? Ahora se tienen amigos. Eso es. Amigos. Y tengo algunos, sí. Bastantes. Es curioso que no tenga pensado casarme, ¿no? Quiero decir que nunca pienso en esas cosas, ni cuando era una niña… Pero desde hace poco, de pronto, empiezo a pensar lo que sería estar siempre con el mismo hombre, o sea, ya me entiendes. Levantarse por las mañanas y tener a alguien, la misma persona en tu cama. Debe de ser bonito.
—El amor te llega de sopetón. Es como si te dieran un tiro en la barriga. Creo que uno no elige enamorarse. Uno de pronto se da cuenta de que está enamorado y ya está.
—Nadie… —Carmela titubeó—, nadie me había dicho…, quiero decir, nadie lo ha expresado tan bien. Es así, sí. Dios mío, eres un poli intelectual, Manuel.
—No fastidies. El intelectual es Lucas. Yo sólo he leído los libros de texto del bachillerato que me regalaban las señoritas catalanas de la parroquia. Y los textos de la escuela que nos daban Viqueira y el Viejo. No sé nada de nada. Julia sí es una mujer culta. Se pasa el día leyendo, estudiando. Está al día de todo. Siempre me ha atraído la gente así… Los profesores, los catedráticos. Yo no sé nada… Soy sólo un gitano policía. Una aberración de la naturaleza.
—Y siempre hay que elegir, ¿verdad? Me refiero a que tienes que estar siempre dudando entre una cosa u otra, ¿no? Nada está claro, como dicen en las novelas, porque ¿cuándo se está enamorado? ¿Cómo lo sabemos?
—Eso se sabe.
—Serás tú, que has vivido mucho.
Flores negó con la cabeza. Luego, se encogió de hombros.
—Debe de ser cuando crees que aún te quedan muchas cosas que hacer con esa persona. Cuando aún no le has dicho todo lo que le tenías que decir. Cuando te da la impresión de que aún no le has hecho el amor suficientemente. Cuando la otra persona es al mismo tiempo un secreto y un libro abierto. Cuando la echas de menos.
—Vamos a pedir unas copas —dijo Carmela.