22
—¿Se pondrá bien, señorita?
Rogelio sonrió y Carmela le devolvió la sonrisa. Lucas estaba también allí, de pie, tras la cama en la habitación del hospital. Los compañeros de la brigada habían ido pasando de uno en uno, de dos en dos, y en grupo, y bromeaban, sabiendo que Flores no se iba a morir. Hacían ese tipo de bromas ruidosas, que eran también un suspiro de alivio.
—Sí, no se preocupe usted. Tiene rotas unas cuantas costillas y…
—No se morirá —terminó Lucas.
Rogelio miró a su hijo.
—De niño era como de goma, ¿sabe usted, señorita? Se caía desde los tejados y rebotaba. Nunca se hacía na, pero…
Carmela se acercó a Rogelio y le palmeó el hombro. Aquel hombre le recordaba a Flores con treinta años más.
—No se preocupe usted. Ya se lo hemos dicho. Se pondrá bien. Ahora está así porque le han inyectado calmantes, pero se pondrá bien.
—Claro —dijo Rogelio Flores—, claro. —Se pasó la mano por la boca—. A mí nunca me han dao un tiro. Me han pegao, me han… —se calló de pronto, aunque continuó a los pocos instantes—, pero nunca me han pegao un tiro. —Negó con la cabeza—. Nunca me han pegao un buchante. Debe de doler mucho.
—No debemos hablar alto, si se enteran los médicos, nos echan a todos, ¿verdad, Lucas? —dijo Carmela.
Lucas pareció despertar de un sueño. Estaba pensando que había matado a un hombre. Le había destrozado la nuca a tiros. Un hombre que antes vivía y respiraba y que ahora estaba en el depósito de cadáveres en la parte trasera de la Facultad de Medicina. Un hombre corriente como él y como Flores, como cualquiera. Y ahora estaba muerto. No tenía vida. Él se la había quitado.
—Sí, nos echan —contestó Lucas.
—Lucas —dijo Carmela—. Vamos, Lucas, deja ya de pensar en eso. ¿Vale?
—No estaba pensando en eso —respondió Lucas.
—Bueno —dijo Rogelio—, me parece que…
La puerta de la habitación se abrió de golpe y apareció Julia acompañada de una enfermera. La mujer de Flores tenía el rostro demacrado y brillante, como si se hubiera dado cera para satinar. Se quedó en el umbral con los ojos fijos en la cama. Rogelio avanzó hacia ella con el sombrero en la mano.
—Está muy bien, Julia. Los médicos le han puesto calmantes. —Señaló a Lucas y a Carmela—. Éstos son compañeros suyos. El niño está muy bien. Se encuentra bien.
Julia no contestó. Todos los presentes pudieron ver cómo sus lágrimas se deslizaban mejillas abajo. Lloraba sin arrugar los ojos, sin contraer la cara, como si se hubieran abierto las esclusas de un embalse. Lucas inclinó la cabeza y salió de la habitación. La enfermera se echó a un lado. Rogelio se puso el sombrero y salió también.
—Por favor —dijo la enfermera, y miró a las dos mujeres—, procuren no molestarlo. Tiene que descansar, dormir mucho.
Dio media vuelta y cerró la puerta. Julia la volvió a abrir.
—Quiero estar a solas con él —dijo Julia.
—Sí —contestó Carmela—. Claro.
Pero no se movió.
—Quiero que sepas que… No sé si éste es el momento, pero quiero decirte que tu marido y yo, quiero decir que él y yo nunca…
Julia abrió más la puerta.
—Yo lo cuidaré. De ahora en adelante no me separaré de él. ¿Te enteras? Yo soy su mujer y yo lo voy a cuidar.
Carmela entonces levantó la cara y la miró con firmeza. No tuvo vergüenza de que se le notara todo el amor que sentía por Flores. Toda la pasión escondida que salió en ese momento de su mirada y que supo que la mujer entendería. Se le acabó la vergüenza en ese momento.
Salió de la habitación.