38
Bernardo conocía los síntomas: el temblor del cuerpo, la sequedad de la boca, el agarrotamiento de los músculos. Eso era al principio, después vendrían los dolores, la angustia terrible, la sensación de que se escapa la vida, el miedo a morir, los gritos.
Bernardo entró al bar Atenas con las manos apretadas bajo la cazadora y paseó la mirada por los parroquianos y el camarero, un sujeto de largos bigotes caídos sobre la boca. Había perdido la heroína que le habían dado para vender y ahora nadie le quería surtir. Si quería heroína, tendría que comprarla. Ya no era un camello fiable. Se dirigió al camarero de los bigotes intentando que no se le notara el temblor del cuerpo.
—¿Has visto a la Toñi, Carlitos? —preguntó.
Carlitos negó con la cabeza. Llevaba el suficiente tiempo en el barrio como para conocer los síntomas.
—¿Y el Murciano?
—En el billar —contestó—. Está echando unas partidas.
Bernardo atravesó el bar, subió unos escalones y entró a una habitación con el techo bajo, cubierta de humo. Tres hombres y una chica se inclinaban sobre una mesa de billar. En un banco corrido en la pared se sentaban varios mirones que bebían cerveza. Bernardo se acercó a un hombre moreno y fornido, ataviado con una cazadora de cuero negra. El sujeto llevaba un cigarrillo encendido en la comisura de los labios. El humo parecía no molestarle. Bernardo se situó a su lado. El sujeto terminó la jugada y se dedicó a entizar el taco, aparentando no haber visto a Bernardo. Al cabo de un rato le dijo:
—¿Qué pasa? ¿Qué vienes a hacer por aquí?
—¿Podemos hablar, Murciano?
—Habla.
—Aquí no.
—¿No? ¿Por qué?
—Murciano. —Bernardo titubeó. La angustia le paraba, apenas si podía hablar—. Por favor.
—Me estás molestando, Bernardo. Date el piro.
El Murciano preparó el taco y lo impulsó. La bola avanzó por el tapete, chocó con la otra y ésta se introdujo en la tronera. Uno de los mirones lanzó una exclamación de admiración. La chica le pasó la mano por la cazadora de cuero. El Murciano volvió a jugar y lanzó otra bola a la tronera. Luego repitió la jugada. Falló a la tercera. Bernardo se colocó delante. Abrió y cerró la boca sin poderla contener.
—Tengo que hablar contigo —balbuceó.
El Murciano torció el cuerpo con un gesto de fastidio y abandonó la mesa de billar. Bernardo lo siguió. Descendió los escalones y atravesó el bar hasta la puerta, la abrió. Señaló la calle con el dedo.
—Fuera —le dijo a Bernardo—. A la puta calle. No vuelvas a molestarme o lo sentirás.
—Murciano, por tu madre. —Bernardo sacó las manos de los bolsillos de la cazadora en actitud de súplica—. Tengo que darme un buco, dame una dosis, por tu madre. Me está entrando el mono.
—Y a mí, ¿qué?
—La necesito ahora, Murciano, por tu madre. Yo te la pagaré, pero dámela ahora.
—¿Ah, sí? ¿Que te la dé? —El Murciano continuaba con la puerta abierta—. Mira, Bernardo, has dejado que la madera te quitara las papelinas que te di para que las vendieras. Cuando me devuelvas lo que me debes, te volveré a dar. Mientras tanto, aire. Venga.
Lo empujó fuera del local. Bernardo trastabilló en medio de la acera.
—¿Y la Toñi? ¿Has visto a la Toñi? No está en ningún sitio.
—¿Y a mí qué cojones me importa la Toñi? ¡No te jode!
Cerró la puerta con fuerza.
Un frío helado le cubrió los huesos y Bernardo comenzó a tiritar y a gemir, como si le estuvieran clavando alfileres en las venas.
Caminó sin rumbo y sin sentido por la plaza del Dos de Mayo, contemplando cómo algunos camellos hacían tratos con clientes que acudían en coches. Era como tener hambre y mirar la cocina de un restaurante. Empezó a pensar en el caballo entrando en sus venas, y la angustia de no tenerlo le hizo boquear y gritar. Cruzó la plaza y entró en la calle Daoiz. Caminó pegado a la pared hasta la calle Monteleón. Allí se detuvo.
Un coche frenó unos metros más arriba y bajó una pareja. El hombre llevaba a la mujer de la mano. Los dos se cubrían con abrigo. Para Bernardo, llevar abrigo significaba tener dinero, ser de otra clase. La mujer se reía por algo que decía el hombre. Los dos se encaminaron a uno de los portales de la calle. El coche en doble fila quería decir que el hombre acompañaría a la mujer hasta su casa y luego volvería a marcharse.
Trató de evaluar la fuerza o la decisión del hombre. A esa distancia parecía un tipo corriente, de edad mediana. Bernardo apretó el mango de su navaja automática y trató de que el aire entrara en sus pulmones y se detuviera el movimiento de sus músculos.
El mejor momento sería cuando volviera al coche, al abrir la puerta. No tendría que pasar nadie, la calle debería estar solitaria.
El hombre besaba a la mujer, la abrazaba, y Bernardo sintió la falta de Toñi. ¿Dónde estaba Toñi? La había buscado por todas partes, había preguntado en todos los lugares donde solían ir. Nadie la había visto. De paso, había averiguado que la Policía también la estaba buscando. ¿La Policía? ¿Cómo podían ser tan cínicos, tan cabrones? La última vez que vio a Toñi se la llevaban en un coche patrulla, en un «Z» de esos pintados de azul. Esos coches nuevos.
No sabía los nombres de los dos policías que se la habían llevado, pero reconocería sus jetas en cuanto las viera. Si Toñi no estaba en el gobi, ¿dónde estaba? ¿En los juzgados? Tampoco. Había llamado al juzgado de guardia de la plaza de Castilla y allí no sabían de ninguna Toñi, de nadie que se llamase Antonia Cicerón Tordesillas, su novia, su chica. Volvió a apretar el mango de la navaja. Para hacer lo que pensaba hacer necesitaba un buco. Sin pincharse no podía moverse, hacer nada. Lo primero era conseguir dinero. Lo demás vendría rodado.
El hombre continuaba abrazando a la mujer y Bernardo maldijo por lo bajo. Apenas si podía tenerse en pie. Dos muchachos pasaron por la acera riéndose y lo miraron, él fingió que orinaba, la cabeza vuelta hacía la pared. Cuando los dos muchachos eran figuras negras en la distancia, se volvió. El hombre, en mitad de la calle, le hacía señas a la mujer con la mano. Le vio la ráfaga blanca de la dentadura.
Parecía fuerte y decidido y Bernardo sufrió un sobresalto. Tendría que pincharle, y eso significaba problemas. En ese estado, con el mono dentro, bullendo, no le importaba matar. Se sentía capaz de cualquier cosa. Pero lo único que quería era dinero. Si se lo daban, no tendría que pinchar, que matar a nadie.
Mediante un extraño mecanismo mental, Bernardo trasladó su problema a aquel sujeto que tardaba en despedirse. Él sería el culpable de lo que le ocurriese, no Bernardo. Tendría que entregarle el dinero sin rechistar ni hacer ningún gesto. En caso contrario, lo mataría. Y sería culpa suya.
El hombre se acercó al coche, metió la mano en el bolsillo y sacó la llave. La metió en la cerradura.
«¡Ahora!», pensó Bernardo, y corrió hacía él. La hoja de la navaja automática salió del mango al presionar el botón. El hombre se volvió cuando sintió los pasos del muchacho. La reacción era siempre la misma. Se paralizaban por la irrupción de lo inesperado, de la sorpresa. Bernardo le colocó la navaja en el cuello, apretándose a él, como si ahora se hubiesen cambiado los papeles y se hubiera convertido en la mujer de antes.
El hombre lo miró con ojos desencajados y se quedó rígido, yerto, retrocediendo hasta chocar con el coche.
—¡Dame todo lo que tengas, hijo de puta! ¡Dame todo lo que tengas!
—¡Sí! ¡Espera! —balbuceó el hombre, y Bernardo apretó.
El hombre se llevó la mano a la parte trasera del pantalón y Bernardo tendió su mano para seguirla hasta el recorrido que terminaba en el bolsillo. Bernardo sintió los billetes tropezando con sus dedos y los arrancó, dio un paso atrás. Los miró antes de volverse y echar a correr. Había bastantes.
Ahora era cuando solían reaccionar. El hombre lo persiguió, el rostro congestionado. Era mucho más fornido de lo que parecía, embutido en el abrigo. Probablemente se trataba de un trabajador, alguien acostumbrado a utilizar la fuerza física.
Bernardo se volvió, agitó la navaja ante las narices del hombre, se guardó el dinero en el bolsillo del pantalón y echó a correr hacia la plaza del Dos de Mayo.
—¡Cabrón! —gritó el hombre—. ¡Ven para acá! ¡Cabrón!
Bernardo, mientras corría, giró la cabeza y vio que lo seguía. Bastante de cerca. Ganando distancia, moviendo los brazos como lo hacen los que están acostumbrados a correr. Cuando desembocó en la plaza, se dio cuenta de que tenía que haber tirado por otro lugar. Allí siempre había gente y si el hombre se ponía a gritar, alguien intentaría cortarle el paso.
Se dirigió a la calle Ruiz y pasó como una exhalación entre varias parejas, que lo miraron con atención sin hacer nada. El hombre debía de estar gritando, porque oía ruidos detrás. Torció por Divino Maestro, hacia San Bernardo, con la boca abierta por el esfuerzo sobrehumano que estaba haciendo. El corazón parecía estallarle en el pecho. Al llegar a la esquina se volvió. No lo seguía nadie. Metió la mano en el bolsillo y sacó el puñado de billetes y los contó mientras jadeaba sin aliento. Había nueve mil pesetas. Suficientes para aquella noche y el día siguiente.
Cruzó el semáforo y se perdió entre otras calles.
La peor hora es las tres de la mañana, cuando el cuerpo acusa una noche de trabajo. Después de haberse reunido en el club Chaplin y de haber bebido unas cervezas y comentado las horas de patrulla, llegaba un tiempo bajo y aburrido, el tiempo del cansancio. Flores estaba hastiado.
El Abuelo y Roda se habían marchado en un «Z» hacia un robo en una casa próxima a la plaza de Chueca. Molina y Flores iban en otro coche en dirección a Montera. Después de una pelea entre prostitutas se había organizado un escándalo en la calle. Aún quedaban tres largas horas para el cambio de turno. Tres horas de atender llamadas de los «Z» que patrullaban el distrito, de preguntar por Toñi y de entrar y salir de bares y tugurios.
Al menos el Abuelo y Roda habían conseguido descubrir de qué farmacia salía la metadona que estaba inundando el barrio. Lo hacían contando con un médico del ambulatorio. Éste, después de que la farmacia expendiera la metadona a precios muy altos, se dedicaba a firmar recetas, como el que firma vales para que le den dinero. A Flores le extrañó que nadie se hubiera dado cuenta de la cantidad ingente de metadona que recetaba aquel médico. El caso fue que Roda se hizo pasar por un yonqui en apuros y compró cinco cápsulas sin receta ni otro requisito que enseñar antes el dinero. Todo se había hecho gracias a los confites del Abuelo, famoso en la comisaría porque conocía a todo el bajo mundo de Madrid.
Molina había dejado de hablar a Flores. Su relación se limitaba ahora a decirle dónde tenían que ir o qué tenían que hacer. Al llegar al comienzo de la calle Montera, Flores vio al Abuelo y a Roda en medio de un corro formado por varias prostitutas muy acaloradas y dos uniformados. Bajaron del coche.
—No pasa nada, ya está resuelto —les dijo el Abuelo—. Era una cosa sin importancia. Es muy tarde y estaban nerviosas.
Las mujeres observaban muy serias a los policías sin abrir la boca.
—Muy bien —dijo Molina, y se dirigió a los uniformados—: Que se marchen de aquí. No quiero ver a nadie en esta calle, por lo menos en lo que queda de noche.
El Abuelo cogió a Flores del brazo y lo apartó unos metros. Le habló en voz baja.
—No es mal chaval —le dijo—. Es de lo mejorcito que tenernos por aquí. No se lo tengas en cuenta.
—¿Te refieres a Molina? ¿Por qué crees que hemos discutido?
—Conozco a Molina. Y estaba muy contento de que vinieras a nuestro grupo. Y, míralo, está cabreado y tú también. Seguro que habéis discutido. ¿Me equivoco?
Flores sonrió.
—Bingo, Abuelo. Has acertado.
—Verás, yo también estoy preocupado con lo de esa Toñi, pero…
Flores lo interrumpió:
—Así no se busca a una chica fugada de su casa. A estas horas ya se debe de haber quitado de en medio.
—Déjame que te lo cuente todo. —El viejo policía comprobó que Molina continuaba hablando con Roda y los dos uniformados y prosiguió—: Hay algunas cosas raras con esa chica, Flores. Hay un testigo que dice haberla visto en un «Z» hace tres días. Y desde entonces no se sabe nada de ella.
—Comprendo —dijo Flores—. Esas cosas no se le cuentan a un recién llegado. Ahora lo entiendo. ¿Y quién iba en ese «Z»?
—Un tal Godoy.
Brea había apoyado la cabeza en el asiento del sofá, y su cuerpo permanecía extendido en la moqueta de fibra vegetal. Tenía una copa al alcance de la mano y había cerrado los ojos. Carmela se encontraba a unos metros, también en el suelo, con las piernas recogidas y medio tumbada, apoyada en el sofá. Sonaba una música suave y cadenciosa, la misma que no había dejado de emitir el tocadiscos estereofónico empotrado en la pared. Brea abrió los ojos.
—Por eso sé alemán —continuó—. Porque tuve una nurse alemana. La señorita Irene Fraulich. —Suspiró—. Ella me enseñó alemán y otras cosas.
Carmela le sonrió, tapándose la boca con la mano, bebió un trago y aguardó a que continuara.
—Yo veía cómo hacía el amor con mi padre, en el piso de arriba, incluso cuando estaba mi madre en casa. Yo los espiaba por la cerradura, los veía hacer el amor y gemir y decirse cosas. Mi padre y ella desnudos. —Le sonrió a Carmela de forma triste—. Eso me ha marcado para el resto de mi vida, supongo. Luego ella lo supo y una noche vino a mi cuarto y metió la mano debajo de las sábanas… Me dijo que no le dijera nada a mi madre, que yo ya era un hombrecito, que me lo haría a mí.
—¿Cuántos años tenías tú, Brea?
—Nueve años.
—Nueve —repitió Carmela.
—Aquella noche me estuvo tocando. Y lo estuvo haciendo casi todas las noches. Sobre todo, cuando mi padre y mi madre salían a fiestas o al cine o a los conciertos. Mis padres eran muy aficionados a la música. Ella me desnudaba y me obligaba a hacerle cosas con la boca, luego ella me las hacía a mí. Fue horrible. Casi siempre terminaba vomitando y ella se partía de risa… Irene Fraulich… Nunca se me olvidará.
—¿Hasta cuándo duró eso, Brea?
—No me llames Brea, por favor… Llámame Antonio, ¿podrás?
—Sí, sí puedo, Antonio.
Brea prosiguió:
—Duró un año entero, hasta que se enteró mi madre y se separaron. Mi padre y la nurse se fueron a vivir juntos. Mi madre murió cuando cumplí trece años y entonces me fui a vivir con mi padre y mi antigua nurse. —Otra sonrisa triste—. Mi padre me hizo la vida imposible, me echó las culpas de la separación, no amaba a Irene, nunca la amó. Aquella casa fue un infierno… Bueno, por eso sé alemán —terminó Brea.
Hubo un momento de silencio. Carmela pensó: «Es un buen hombre…, es tímido y atento, culto… No ha intentado meterme mano».
Brea se incorporó ligeramente en el suelo.
—Desnúdate —dijo con voz ronca—. Quítate la ropa despacio, por favor, me gustaría verte, sólo verte. No te haré nada. ¿Lo harás?
Comenzó a jadear. Carmela replegó las piernas y un timbre comenzó a sonar en el interior de su cabeza. Esa voz…, esa voz ligeramente ronca.
Brea continuó:
—Me gustas desde que te vi por primera vez en el juicio de Sousa, ¿sabes? Desde entonces he estado pensando en ti, soñando contigo, sabiendo que tú me comprenderías, porque tú eres de los míos, tú me comprendes… A ti te gusta desnudarte delante de los hombres, ¿verdad? ¿A que te gusta? Dime que te gusta, dímelo.
Carmela se puso de rodillas, los ojos abiertos.
—Sí —dijo—. Me gusta hacerlo, me gusta desnudarme delante de los tíos, me gusta excitarlos, ponerlos a cien…
Brea dio un pequeño grito de satisfacción. Carmela prosiguió:
—Sabía que tú eras el que me llamabas por teléfono, lo sabía y he esperado este momento con todas mis fuerzas.
Carmela se desabrochó el primer botón de la blusa.
—¿Te gusta? ¿Te gustaba cuando te lo decía por teléfono?
—Sí —contestó Carmela con voz pastosa, y se puso en pie—, sí, sí, sí.
Brea rugió.
—Todos los días esperaba que fuera por la mañana, Carmela… Lo esperaba… Iba a los bares de la calle Postas y te llamaba por teléfono ¡y sabía que tú comprenderías! ¡Sí, lo sabía! —gritó.
Brea confundió el brillo de los ojos de Carmela. Ésta giró el cuerpo a la derecha y lanzó la pierna a la cara de Brea. Le gustó el sonido de los dientes al romperse. Brea salió disparado hacia atrás y Carmela se adelantó un paso.
—No va a servir que te denuncie, cabrón. Eres muy listo, pero no te vas a salir con la tuya, no te denunciaré, no. Te voy a machacar a palos.
Brea intentó ponerse en pie, pero la siguiente patada de Carmela se lo impidió, dándole en el antebrazo. Brea se desplomó de nuevo en el suelo.
—Me has llamado exactamente veintinueve veces, Y voy a darte veintinueve golpes, cerdo. Vas a acordarte de mí.
Y empezó la paliza.
El muchacho abrazó a la chica y la besó. Ella le devolvió el beso con los ojos cerrados. Los dos estaban en el asiento trasero del coche del padre del chico. Era un asiento cómodo y grande y estaba puesta la calefacción del coche. Entonces comenzaron a oír los gruñidos de los perros.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó la chica.
—Nada —contestó el chico, y quiso continuar besándola.
—Espera, están ahí los perros, alrededor del coche. Me da miedo.
—¿Miedo? —El chico sonrió—. Estamos dentro del coche. Los perros no nos pueden hacer nada.
—Tengo miedo —repitió la chica—. Parece que están mordiéndole a alguien. Me han dicho que en la Casa de Campo hay perros salvajes, de ésos que abandonan sus amos o se pierden.
La chica pegó la cara al cristal y vio a los perros alrededor de un matorral próximo. Parecían disputarse algo. Los ojos de los animales brillaban en la oscuridad.
—Ahí están. —Señaló con el dedo—. Míralos.
El chico suspiró, saltó al asiento delantero y encendió el motor. Los faros iluminaron a cuatro perros sucios que parecieron crisparse al sentir el foco de luz y que escaparon al oír el ruido. El chico abrió la puerta y salió. La chica lo siguió. El olor a corrompido los inundó de arriba abajo. La chica se tapó la nariz y comenzó a tener arcadas.
—Debe de haber un animal muerto —dijo el chico tapándose también la nariz, intentando que no se le notaran las ganas de vomitar.
Y entonces lo vio con toda claridad, entre el cono de luz de los faros del coche. En su huida, uno de los perros había soltado un zapato de mujer con carne dentro.
El chico vomitó dos veces.