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—Sólo puedo comer papillas o purés —dijo Carmela, y soltó una carcajada—. También zumos, pero eso son líquidos, claro.

Lucas la contempló en silencio, comprobando, otra vez, los estragos que Sousa había hecho en aquella cara. Bajó la cabeza y continuó comiendo. No era agradable verla moviendo las encías descarnadas.

—Menos mal que soy vegetariana —siguió Carmela—. Mi madre me prepara todo en la batidora. Me hace una pasta y yo me la tomo. He vuelto ahora a estar con mi madre, ¿sabes? Es como si nos hubiéramos hecho amigas. La veo como una amiga, no como una madre.

—O quizás ella se haya vuelto joven, Carmela. A lo mejor ha sido así. Vete tú a saber.

—Tú siempre con tus cosas, Lucas. —Carmela dejó de comer—. No quiero ir esta noche a la cena de Flores, Lucas. No quiero que me vea hecha un adefesio. No, no quiero que me vea así.

—Irás aunque tenga que arrastrarte. Tú verás lo que haces.

—No seas pesado, Lucas. No quiero ir. No puedo.

—Vendrás a la cena.

—¿Es que te gustan mis encías? —Carmela las mostró, abriendo la boca exageradamente—. ¿Te ponen cachondo? ¿Eh? ¿Y las cicatrices? ¿Tienen morbo?

Lucas bajó la cabeza otra vez y observó el plato de carne.

—Lo… lo siento, Lucas. —Alargó la mano por encima de la mesa y le acarició la mano. Se la apretó—. Estoy un poco borde. No sé qué me pasa.

—Anda, cómete ese revoltijo. —Lucas volvió a su plato.

—¿Me perdonas?

—Anda, tonta.

—¿Qué tal en la brigada? ¿Y Virginia?

—Moviendo el culo.

—No es mala chica. No, no lo es. Un poco…

—Es capaz de cualquier cosa con tal de conseguir lo que desea. Cualquier cosa.

—¿Tú crees que se acostó con Manuel, Lucas? ¿Crees que…?

—No lo sé —le respondió Lucas rápidamente—. Y eso no debe importarte. Virginia nunca le ha importado gran cosa a Manuel. ¿Es que tú no has ligado con nadie?

—No.

Lucas la miró con extrañeza. Ella negó con la cabeza.

—Una tontería, ¿verdad? —añadió—. Algunas veces lo he intentado…, pero no podía. Y como no me emborracho… Si me emborrachara, quizás. Aunque ahora… —Rio otra vez—. Ahora no ligaría ni con una escopeta.

—Vamos, Carmela, por Dios. No hace falta que seas tan negativa.

—¿Negativa? —Carmela dejó la cuchara sobre el mantel—. ¿Dices que negativa? Pero tú me has visto…, perdona, Lucas. Quiero decir la vagina. ¿Sabes cómo la tengo?… Me han dado dieciséis puntos. Está que parece una… Perdona, chico, pero tú eres el único con quien puedo hablar de estas cosas sin avergonzarme. Tengo que decírselo a alguien, si no, reviento. —Tomó la cuchara y volvió a comer. Lucas apartó el plato de comida.

—Qué buena chica eres, Carmela. —Ella asintió con la boca llena y los ojos chispeantes. Lucas continuó—: Te quiero mucho.

—Yo también. De verdad. Aunque algunas veces me pones nerviosa. Quiero decir que eres un hombre y muy guapo. Mortíferamente guapo, diría yo. Eres un guaperas, Lucas.

—Pero inofensivo.

—Mejor —dijo ella.

—Lo adivinaste desde el principio, ¿verdad? Siempre supiste cómo era yo, ¿no es cierto?

—Nunca me ha importado.

Lucas asintió.

—¿Te gusta el restaurante?

—Es precioso. Y debe de ser muy caro.

—Carmela, yo tengo bastante dinero… Espera, no digas nada… Me tocó en la herencia bastante, además de la casa. A mi hermano también. Espera, no digas nada, escúchame. Lo tengo todo en bonos del Estado, ya ves lo conservador que soy. Y no sé qué hacer con él. Tengo suficiente con los intereses anuales… Quiero prestarte todo lo que necesites para eso… esos arreglos y…

La cuchara se quedó a mitad de camino entre el puré de verduras y la boca de Carmela. Lucas continuó:

—… bueno, di me lo que necesitas y te lo daré.

—Lucas, ¿estás… estás hablando en serio?

—¿Cuánto es? ¿Dos millones? ¿Más?

La puerta de la casa estaba entornada. Al otro lado había un vestíbulo con un espejo de marco dorado y un paragüero de fantasía. Más allá se veía una ventana y un trozo de sofá descolorido. Una tenue luz bañaba la habitación, proveniente de alguna ventana.

—¡Pajarito! —llamó Flores.

No obtuvo respuesta. Pasó dentro y caminó en silencio hasta la otra habitación. Tampoco había nadie. Era un cuarto grande y destartalado que servía como cocina, comedor y salón. Sobre la mesa había restos de una comida dejada precipitadamente. Flores atravesó el cuarto y empujó una puerta. El dormitorio era pequeño y olía a rancio. La cama estaba sin hacer. Nunca se había ventilado. Volvió sobre sus pasos hasta el vestíbulo. No había cuarto de baño en aquella casa. Había uno comunal en el descansillo de la escalera. Abrió la puerta y al otro lado se encontró con dos hombres jóvenes que lo miraban en silencio. Eran gitanos. Uno vestía un traje demasiado ajustado, comprado en unas rebajas. Tenía el cabello largo y negro, peinado con mucha brillantina. El otro era más bajo que el anterior y gastaba cazadora de cuero negro. Ése era el que empuñaba una navaja. Ninguno hizo ningún gesto.

—Soy policía —dijo Flores sin mover las manos—. De Centro. ¿Dónde está Pajarito?

Los dos hombres intercambiaron una mirada. Flores sacó su placa y la mostró.

—La puerta estaba abierta. ¿Dónde está Pajarito?

—No sabemos na —contestó el del traje negando con la cabeza—. Nosotros oímos ruidos y vinimos a ver lo que pasaba.

Flores salió de la casa y los dos hombres retrocedieron unos pasos. Parecían tensos, pero no acobardados.

—Guarda esa navaja —dijo Flores—. He dicho que la guardes.

El del traje le hizo una seña a su compañero y éste cerró la navaja y se la guardó en el bolsillo de atrás.

—¿Tú eres Flores? ¿El niño de Rogelio? —preguntó entonces el de la cazadora de cuero—. ¿El pestañí?

—Sí, Manuel Flores. ¿Conoces a mi padre? Mira, déjate de misterios y de tonterías. Estoy buscando a Pajarito.

—Se lo han llevado —intervino el del traje.

—¿Dónde? ¿Quién se lo ha llevado?

—Los Jorowisch lo querían rajar. Tenía una quimera con ellos, según me han dicho. Pajarito se ha ido con unos parientes. Eso dicen.

El del traje metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y la sacó blandiendo un sobre.

—Esto es para ti —dijo, y se lo tendió a Flores—. Es de Rogelio.

Flores cogió la carta. La letra era de su padre. Una letra balbuceante y picuda. Se la guardó.

—Decidle a Pajarito que me llame. Quiero hablar con él.

—Si lo endiquelamos —manifestó el que llevaba cazadora.

Leyó la carta en un bar de las cercanías. Decía así:

Querido hijo:

Espero que al recibo de ésta te encuentres bien de salud, yo bien, gracias a Dios. Me pongo a escribirte para decirte que la Irene está ya fuera de cuentas como le llaman a que va a parir de un momento a otro. Ya tengo avisada a la comadrona, que la ha visto y ha dicho que está muy bien, la Irene es fuerte y ancha y dice que no habrá problema ninguno. Yo estoy nervioso como un muchacho con su primer hijo, como cuando naciste tú, hijo, que parece que los hombres no aprendemos. Sigo yendo cada quince días a ver a los picoletos para que me firmen el papel y me he cambiado de casa porque los Jorowisch andan otra vez buscándome las cosquillas con el asunto aquel del Sacristán. Los Jorowisch son como lobos, hijo, y yo no quiero tener un disgusto con ellos. Al fin y al cabo son familia aunque eso no importe. Le he dado la carta al Pajarito, que te tienes que acordar de él, es buena persona y me tiene en aprecio. Te lo digo porque te he estado llamando algunas veces a tu despacho y nadie me daba señales de ti. Pensé que andabas de viaje por ahí, en cosas de tu trabajo. Que sepas que muy pronto vas a tener un hermanito. A lo mejor hasta lo tienes ya cuando leas esta carta. Un abrazo muy fuerte de tu padre que te quiere.

Rogelio Flores

Flores llegó a la puerta de la comisaría a las cuatro de la tarde y subió las estrechas escaleras hasta el primer piso. Empujó la puerta del cuarto del Grupo de Noche y asomó la cabeza. Estaba vacío. Oyó un ruido a su espalda y se volvió. Roda lo estaba contemplando.

—¿Has visto a Molina?

Negó con la cabeza. Parecía entristecido.

—No, no lo he visto. Oye, Flores, no nos conocemos mucho, pero… —Dejó la frase en suspenso—. Quiero decir que lo siento mucho, de verdad.

—Yo también. ¿Dónde puedo encontrar ahora a Molina?

—No lo sé, en serio. Molina nunca dice adónde va. ¿Vas a volver a la inspección de guardia?

—Sí, mañana. Valentín tampoco me quiere en Incidencias.

—Valentín… —empezó a decir, y cerró la boca.

Roda llevaba gafas y el cabello corto. Se pasó la mano por el pelo y se lo despeinó.

—¿Quieres que tomemos un café?

—No, gracias. Tengo mucho que hacer.

Flores bajó las escaleras y entró en la sala de guardia. Había en ella cuatro policías uniformados charlando y otro hombre sentado ante el radiotransmisor. Dejaron de hablar cuando entró.

—Hola —saludó Flores—. ¿Alguien sabe dónde puedo localizar a Molina?

—¿Molina? —dijo uno de ellos, un hombre recio y alto—. ¿El mayor o el otro?

Flores pareció dudarlo unos instantes.

—Molina el mayor. El jefe de mi grupo. Tengo que hablar con él y no tengo su dirección.

El que había hablado se volvió a un compañero.

—Vive en Fuenlabrada, ¿no?

—Sí, en Fuenlabrada —contestó el aludido.

—¿Tenéis el número de teléfono? —insistió Flores—. Es una emergencia.

El policía alto negó con la cabeza, sin dejar de observarlo. Sus compañeros reanudaron la conversación.

—Si lo veis, decidle que estoy buscándolo, ¿de acuerdo?

—Se lo diremos —respondió el alto—. Pierde cuidado.

Mercedes entró en el salón arrastrando la maleta y vio a su hermano sentado a la mesa con la mirada fija en el televisor apagado. A su lado tenía una copa vacía y una botella de coñac recién abierta.

—¿Pepe?

Pacheco tuvo un sobresalto y se puso en pie.

—¿Tú? —La señaló con el dedo—. Pero ¿qué haces aquí? ¿Y esa maleta?

Mercedes se encogió de hombros y atravesó el salón.

—Ya ves —respondió—. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí? ¿No has ido hoy a la oficina?

—He dicho que tenía que ir al médico. No aguanto a Lucas.

Mercedes entró en su habitación y Pacheco volvió a sentarse. Llenó la copa y bebió un sorbo. Su hermana salió de su cuarto y se sentó a su lado. Tenía profundas ojeras que silueteaban sus ojos con medias lunas oscuras.

—¿Y estás enfermo?

Pacheco negó con la cabeza.

—Ya, que estás hasta las narices de Lucas. Y te has tomado un día de vacaciones.

Pacheco asintió. Bebió otro sorbo. Su hermana miró la botella. Faltaban cuatro dedos. El total de cuatro copas bien servidas.

—Te invito al cine esta noche —dijo Mercedes—. O a cenar. Lo que prefieras.

—Esta noche no puedo, Mercedes.

—Ya, la chica esa…, la abogada, ¿no? ¿Has quedado con ella?

Pacheco sufrió un sobresalto.

—¿Victoria? ¿Te refieres a Victoria? ¿Tú estás loca, Mercedes? Victoria hace más de dos meses que está en Lovaina haciendo un curso. Un curso de ésos… No sé de qué.

—Sí, perdona. Me lo habías dicho. No sé dónde tengo la cabeza… ¿Has quedado con alguien para esta noche?

—Le vamos a dar una cena al gitano. Vamos a ir todos… Bueno, todos no. Muriel está en Galicia y Marchena no ha sido invitado. Hemos quedado a las diez en un restaurante que conoce Loren… Yo digo que es una gilipollez ir a un restaurante que recomiende Loren, pero no me han hecho caso. También irá Carmela, que está de baja.

Mercedes miró el reloj.

—Podemos ir al cine a la sesión de las siete. ¿Eh? ¿Qué te parece? No salimos nunca.

—A la sesión de las siete. —Pacheco miró el reloj—. Bueno.

—Y podemos merendar —insistió Mercedes.

Pacheco volvió a beber y la habitación quedó sumida en el silencio. Un silencio espeso y húmedo como el fondo de un pozo. Se oía el rumor de una televisión encendida y fuera, en la calle, el ruido del tráfico. El vecino del piso de arriba arrastró los pies, probablemente calzado con zapatillas.

Mercedes rompió a llorar sin hacer ruido. Era sólo una agitación en los hombros y en el pecho y un brillo inusitado en los ojos. Pero las lágrimas le resbalaban por las mejillas en finos regueros. Pacheco se quedó mirándola. Él no podía hacer nada. También tenía ganas de llorar.

Pensó en ella cuando él era un niño y volvía a casa del colegio y allí estaba ella haciendo la comida con la casa limpia y cada cosa en su sitio. Él siempre encontraba comida y su ropa lavada y no era su madre quien hacía aquello. Era su hermana mayor. La misma que le compraba tela para hacerle pantalones, la misma que le remendaba la ropa. La que limpiaba los vómitos del borracho de su padre. La que aguantaba las enfermedades y la mala salud de la madre.

Era ella, su hermana Mercedes.

Y luego fue ella la que se ocupó de la madre cuando se tiró el último año de su vida en la cama. Ella. Mercedes. La misma que se había vuelto una mujer soltera de treinta y cinco años.

Pacheco le cogió la mano y se la besó. La mano era grande y áspera. Siempre había sido así. Apretó su cara a esa mano. Ella abrazó a su hermano. Ninguno de los dos se dio cuenta de que era la primera vez que se abrazaban. Las lágrimas mojaron la chaqueta de Pacheco.

—Iremos a merendar y luego al cine —dijo Pacheco—. Pero pagaré yo. Invita tu hermanito… Y después nos iremos a la cena del gitano.

Parecía que a los camellos se los había tragado la tierra. Ninguno estaba en sus lugares habituales de trabajo. Nadie sabía nada de ellos. Habían desaparecido. Se habían esfumado. Preguntó a otros camellos. Amenazó. Fue amable. Prometió cosas. Pero los camellos que lo habían denunciado por malos tratos no estaban.

Flores se encontraba otra vez en la plaza del Dos de Mayo con la esperanza de encontrarlos por casualidad. De pronto se sintió cansado, Empezó a mirar la fachada de la Oriental y la vio como una fotografía amarillenta y fija. Como una imagen congelada. El hastío lo invadió como una enfermedad súbita, paralizándole el cerebro, los miembros, secándole la boca. Dio la vuelta y atravesó la plaza en sentido contrario.

A esa hora habían salido los niños del colegio próximo y jugaban a darse carterazos. Se reían mucho.