36
La panadería aún permanecía abierta y cualquiera del barrio lo sabía. No hacía falta que se viera la luz encendida o la puerta abierta. Bastaba con tocar el timbre y aguardar a que doña Antonia bajara de su casa y despachara.
Carmela bajaba por la calle sumida en sus pensamientos, caminaba despacio, las manos metidas en los bolsillos del tabardo. Era finales de noviembre y hacía frío. Un frío extraño que no tenía nada que ver con la estación del año. En otoño casi nunca suele hacer frío en Madrid.
La calle Jesús y María bajaba hasta la plaza de Lavapiés y Carmela conocía el camino de memoria. Sabía que iba a encontrarse a su madre despierta y la panadería abierta, quizá con alguna vecina de cháchara. Esa seguridad de encontrar siempre a su madre le daba ánimos, la impulsaba a refugiarse en ella. La alegraba.
Había estado casi todo el día en su apartamento, sentada frente al televisor, sin ver lo que salía en la pantallita, inmóvil como una estatua, sin parar de pensar. Nunca, que recordara ella, había pensado tanto como entonces. No eran pensamientos buenos ni edificantes. Habían sido pensamientos negros. El banco no le daría el préstamo para arreglarse la boca y hacerse la cirugía estética en la cara. Eso lo tenía bastante claro. Iba a tener que aguantarse con esa cara el resto de sus días. Aprendería a dejar la dentadura postiza en el vasito de agua, en la mesita de noche. También tendría que aprender a no reírse demasiado. A no ser ya una chica bonita.
Casi de forma automática apretó el timbre de la panadería y aguardó el ruido que haría su madre al abrir la puerta de arriba, encender la luz y bajar los escalones hasta la tienda. Qué enorme seguridad le producía todo eso.
—¿Quién es? —escuchó a su madre.
—Un poquito de pan, por caridad —contestó Carmela.
La puerta se abrió y apareció su madre envuelta en la misma bata que le había conocido siempre. La razón por la cual su madre llevaba esa bata y no otra era un secreto que se le escapaba a Carmela. Era una bata azul descolorida, gastada por el uso y que se adaptaba a las formas de su madre como un guante. Doña Antonia la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué haces a estas horas? —preguntó.
—Me he quedado sin pan —respondió Carmela.
—Anda, pasa, pasa… ¿Por qué no me has llamado por teléfono?
Carmela penetró al olor de pan, a la habitación donde había pasado la mayor parte de su infancia. Al único sitio donde se sentía segura y protegida. Se arrebujó en el tabardo y contempló las estanterías con los restos de pan del día anterior, las bolsas de bollitos, los tarros de mermelada, los pasteles industriales, las pastas caseras.
—¿Has cenado, hija?
Carmela negó con la cabeza.
—Ven que te preparo algo. Anda, sube.
Con su madre no tenía que disimular, le daba lo mismo que le viera las encías descamadas, las cicatrices en la cara. Los destrozos en sus partes íntimas aún no se había atrevido a enseñárselos, ni siquiera había hablado de eso.
Algunas veces pensaba en un hombre sin cara ni aspecto físico concreto que retrocedía, horrorizado, al contemplar en lo que se había convertido su vagina. Nunca tendría un hombre, pensaba. Nadie se enamoraría de ella. Dudaba, incluso, de que pudiera volver a hacer el amor. Ni siquiera se le pasaba por la cabeza tener a Flores. Eso era algo absolutamente descartable. Flores jamás se enamoraría de una chica como ella. Estaba aprendiendo a vivir con un nuevo cuerpo.
—Siéntate en el sillón, anda —le dijo la madre.
Ella se sentó sin quitarse el tabardo, las manos juntas apretadas al estómago.
—¿Qué quieres cenar? —Carmela se encogió de hombros—. ¿Leche calentita y magdalenas? Las acabo de hacer, ¿eh, qué te parece?
—Sí —contestó Carmela—, unas magdalenas.
—Bueno, tú quédate aquí que yo te lo preparo todo. Quédate aquí tranquilita y te traigo la leche y las magdalenas.
Carmela asintió.
—Oye, te ha estado llamando un hombre. Te ha llamado tres veces. Dice que se llama Brea, el abogado Brea. Quiere hablar contigo. No me habías dicho nada de ningún amigo abogado, Carmela. ¿Quién es?
—Nadie, un amigo, mamá.
—Ha dejado un número de teléfono. Dice que es el de su oficina. Oye, no tendrás algún problema, ¿no?
—No, no tengo ningún problema. Es un amigo, mamá.
—Bueno, te traeré las magdalenas y la leche. Debes dejar el apartamento y venirte a vivir conmigo. Te ahorrarías bastante dinero. Es absurdo que pagues por una casa teniendo ésta, Carmela. Aquí podemos vivir las dos muy bien. Hay sitio de sobra.
—Sí, lo voy a hacer. Voy a dejar el apartamento.
—¡Ah, muy bien, Carmela! ¡Muy bien! —Doña Antonia le palmeó el hombro con fuerza—. ¡Qué alegría me das!
Doña Antonia dio media vuelta y desapareció tras la puerta que comunicaba con la cocina. Carmela observó la televisión encendida sin sonido, la madeja de lana que acababa de dejar su madre sobre el otro sillón, los cuadros baratos en las paredes, el aparador. El mundo de su infancia. El mundo que había intentado olvidar ingresando en la Policía, alquilando aquel apartamento. Las lágrimas se le apelotonaron en los ojos y comenzaron a fluir mejillas abajo, hacia el cuello. Sus hombros se agitaron.
—Rufino Heredia Sánchez —dijo Godoy, tendiéndole a Valentín un carné de identidad sucio y roto por los extremos—, es un camello de mierda, lo hemos pescado en Chueca. —Godoy tiró sobre la mesa dos bolsitas de papel de aluminio—. Llevaba esto encima.
Valentín las abrió con cuidado. Dentro había caballo, como dos pellizcos de polvo blanco sucio.
—No hay ni medio gramo… Un cuarto de gramo. ¿Y esto es lo que me traéis?
Godoy se encogió de hombros.
—Eso es lo que tenía.
—Pues dejadlo, leche. Mira que os lo tengo dicho. Con esto no se puede hacer nada. Esto es perder el tiempo, con esto ningún juez mete tráfico… Las dos papelinas son para su uso personal. Mira, Godoy, ¿para qué haces esto? ¿Para darme trabajo? No me jodas más, Godoy.
—Enciérralo un par de días, para que se joda. Quítalo de la circulación. —Godoy se llevó la mano a la gorra—. ¿No tenemos que limpiar el distrito? Eso fue lo que nos dijo el comisario, ¿verdad?
—Píratelas, Godoy.
Godoy abrió la puerta y se marchó. Valentín le arrojó el carné de identidad a Flores y éste lo cogió al vuelo.
—Compruébalo, anda. A lo mejor tiene un busca y captura. —Suspiró—. No entiendo a este Godoy. Es un veterano y me trae a un consumidor con dos papelinas.
—Lo llaman Pajarito —intervino Marcial—. Y es distribuidor de droga en Chueca. Lo conoce todo el mundo. La verdad es que no entiendo por qué lo ha detenido Godoy sin nada más fuerte que dos papelinas.
—Anda, llama a la Central —le ordenó Valentín a Flores.
—Sí —contestó éste—. Ahora mismo.
Empezó a marcar.
—¿Es normal esto? —continuó Flores—. Si vinieran aquí todos los que tienen dos papelinas, estaríamos aviados.
Valentín hizo una mueca de desagrado con la boca.
—Al menos servirá para aumentar la estadística. El año pasado nos cayó un premio en metálico, ¿no, Marcial? —El aludido sonrió—. Más de tres mil ochocientos detenidos en un año. Todo un récord. Si sigues con nosotros, a ti también te caerá algo, Flores. Este año vamos a superar los cuatro mil. Eh, ¿qué te parece?
Flores asintió.
—Aquí Centro —dijo—. Miradme a Rufino Heredia Sánchez, Pajarito… Sí, es su peta habitual… Espero… Nada, quizá tráfico… Eso está por ver todavía.
En la calle de la Luna habían proliferado los establecimientos para comidas y bebidas desde que se trasladó allí la comisaría de Centro, que antes se encontraba en la calle de San Roque. Los apartamentos que se alquilaban en esa calle tenían un suplemento por la presencia próxima de la comisaría. Aquello revalorizaba. Se suponía que una comisaría disminuía los riesgos de asaltos y robos.
Flores solía comer en el restaurante La Ciudad de Zamora, casi enfrente de la comisaría. Era un lugar limpio y agradable, y, como ocurría en casi todos los lugares próximos a dependencias policiales, hacían sustanciosas rebajas a los policías. Flores comía solo, escuchando lo que hablaban en la mesa de al lado, ocupada por Lolo, Godoy y otros dos uniformados más.
—¿Cuántos habéis hecho hoy? —estaba diciendo uno de los uniformados—. ¿Los moros ésos son vuestros?
—Sí —contestó Godoy, y le dio un codazo a su compañero—. Son de Lolo. Los ha cogido él.
—No jodas —contestó el aludido—. Los hemos cogido los dos.
—Os van a llamar los cazadores de moros.
—No sé qué ha pasado, pero esta semana lleváis ocho.
—Nueve —dijo Godoy—. Con los tres de hoy hacen nueve.
—Nueve moros —añadió el otro—. No está mal.
—¿No dicen los de la Asociación de Vecinos que los camellos se cachondean de nosotros? ¿Eh, no lo dicen? Pues venga, a detener camellos.
—Ésos entran por una puerta y salen por la otra. No llevan nada encima. Como si fueran tontos.
Godoy se encogió de hombros.
—A mí me da lo mismo. Para mí son camellos, ¿no? Pues ya está, los detenemos y santas pascuas.
Flores acabó el segundo plato y encendió un cigarrillo. Los cuatro uniformados continuaban riéndose y comentando su trabajo. Los moros a los que habían capturado los había reseñado él. Había llamado a la Central pidiendo la filiación de todos ellos. Podían ser camellos, quizá lo fueran, pero ninguno de ellos tenía encima droga cuando lo detuvieron. Al menos droga suficiente para ser considerados traficantes.
Se abrió la puerta del restaurante y entraron más policías. Uno de ellos se acercó a la mesa donde comían Godoy y Lolo y le palmeó a este último la espalda.
—¡Muy bueno lo vuestro, tíos! —exclamó—. Acabo de ver al Pajarito en la jaula, que se joda ese jodido gitano.
—Siéntate a comer con nosotros —manifestó Godoy.
Flores se acordaba de Pajarito. Quizá si sólo hubiesen dicho Rufino Heredia, no habría caído. Pajarito era el hijo o el sobrino, no recordaba bien, del Tío de los Pájaros, y de ese apodo sí se acordaba. Todos los niños del barrio de la Mina, en Barcelona, sabían quién era el Tío de los Pájaros. Era un viejo grande y gordo, de grandes bigotes blancos, que se dedicaba a vender pájaros. Vivía en una chabola en la parte alta del terraplén y había construido decenas de jaulas con alambres en las que metía los pájaros. Él compraba cualquier clase de pájaro que los chavales del barrio cazaban y luego los revendía. Unas veces para que fueran fritos en los bares de los alrededores y otras como adorno y compañía. Pagaba mejor los jilgueros y canarios, con destino a los que deseaban animalitos cantores.
El caso es que no recordaba a ningún hijo de ese viejo gordo de grandes bigotes que vendía pájaros en su lejana infancia.
Las bromas y las risotadas continuaron en la mesa de al lado y Flores pidió la cuenta y salió del restaurante. La mejor manera de saber de Rufino Heredia, alias «Pajarito», era ir a verlo a la celda. Flores cruzó la calle y entró en la comisaría.
Mercedes apartó el plato de la mesa y encendió un cigarrillo mentolado. Su hermano le preguntó:
—¿Desde cuándo fumas, Mercedes?
—Desde ayer —contestó ella—. Quiero hablar contigo, Pepe.
Pacheco la observó. Parecía cambiada. Estaba más delgada. El rostro más marcado, ojeras.
—¿Qué te ocurre? ¿Es que no te gusta que venga ahora a comer a casa? —Se encogió de hombros—. Siempre me decías que nunca venía a comer contigo. ¿Te falta dinero?
—Para un poco. Déjame que te lo diga. Mira, está muy bien que vengas a comer a casa, me gusta. Ya lo sabes, no es eso.
Se quedó en silencio.
—¿Qué te pasa? —repitió él.
—Verás…, hay un tío… Un hombre. —Pacheco aguardó—. Se llama Fernando. Fernando Plasencia… Tiene una imprenta, a lo mejor la has visto. Es la imprenta ésa que está ahí a la vuelta. Imprenta La Moderna. ¿Sabes ya lo que te digo?
¿Imprenta La Moderna? Pacheco trató de recordar. Sí, había una imprenta a la vuelta de la esquina, algunas veces pasaba por la puerta y oía el ruido de las máquinas. No era una imprenta grande. Seis o siete empleados y el dueño. ¿Se llamaba Fernando? Trató de recordar, no pudo. ¿Era alto, bajo, gordo?
—Me parece que no he visto nunca a ese Fernando. ¿Qué pasa con él?
—¿Sabes cuántos años tengo, Pepe?
—¿Cuántos años? Cuatro más que yo…, o sea…
—Treinta y cinco.
—Bueno, sí, treinta y cinco, ¿y qué?
—Que Fernando me ha dicho que me vaya a vivir con él. Es buena persona, muy trabajador. La imprenta le va muy bien…
No es que sea rico, pero va tirando. Necesita a alguien que le lleve los asuntos de la imprenta, ya sabes, una especie de secretaria. Y yo le he dicho que sí.
—¿Te vas a casar con él? ¿Es eso?
—¿Casarme? Yo no te he dicho nada de casarme. Fernando todavía no se ha divorciado… Anda con el papeleo, tiene tres hijos, ya sabes. Los tres viven con él.
Pacheco comenzó a hacer bolitas con las migas de pan.
—¿Y no te vas a casar con él?
—A mí eso me da lo mismo. —Se encogió de hombros—. A mi edad no es fácil tener un hombre, Pepe. Vosotros los tíos lo tenéis más fácil.
¿Más fácil? Pacheco estuvo a punto de reírse, de soltar una carcajada.
—¿Entonces? ¿Qué quieres decirme? ¿Que te vas a ir con él?
—Bueno, eso es lo que trato de decirte. Vendré por aquí de vez en cuando. Aquí seguiré teniendo mi habitación, nos veremos todos los días. Quiero que conozcas a Fernando. Lo he invitado a cenar esta noche.
—O sea, que te vas con un tío. Te vas a su casa.
—Me da trabajo. Trabajo con contrato. Un curro legal.
—Ya… ¿Qué tenemos de postre, Mercedes?
—Manzanas —contestó ella.
—Yo sí me acuerdo de usted, señor Flores. Ya lo creo —dijo Pajarito.
Estaba apoyado en la pared, al lado del jergón, y fumaba el cigarrillo que le había dado Flores. El huésped de la celda vecina se quejaba con voz monocorde y cansina, llamando a su madre.
—Pues yo de ti no, Pajarito.
El aludido alzó los hombros.
—Yo no sabía que estaba usted aquí, en este gobi, señor Flores. No sabía nada.
—Tú eras amigo de Zacarías Jorowisch, ¿no? Erais de la misma edad.
—Somos medio primos, señor Flores. Mi padre y Victorio Jorowisch eran primos segundos por parte de mi madre. Me parece.
—Ya…, de modo que trabajas para los Jorowisch, ¿verdad?
Torció la cara y continuó dándole pitadas al cigarrillo. El que se quejaba se calló de pronto.
—Yo no sabía que estaba usted aquí, se lo juro.
—¿Cuánto caballo te han cogido, Pajarito? Y no me mientas, que lo puedo saber.
—Bueno, verá usted, señor Flores… Veinte gramos…, bueno, casi veinticinco gramos. Mucho dinero, señor Flores, mucho parné. Hable usted con Godoy y ese Lolo para que entre usted en el reparto, señor Flores. Yo no sabía que estaba usted aquí.
—Claro, Pajarito. Ya hablaré con ellos. De manera que lo has repartido con ellos, ¿verdad?
—Lo he tenido que hacer, si no, me como el marrón de los veinticinco gramos. Un marrón por tráfico es demasiado, señor Flores.
—¿Y cuánto le has dado a cada uno de ellos?
—Lo que ellos me han dicho, señor Flores. Dos gramos a cada uno.
—Muy bien, dos gramos.
—Ya no le puedo dar nada a usted, señor Flores. Voy a tener que cortar demasiado el caballo y la gente se va a dar cuenta. La próxima vez se lo daré a usted. Prefiero hacer el trato con usted. —Sonrió—. Al fin y al cabo, usted es calé, señor Flores. Del mismo barrio que yo.
Valentín entró a la sala del Grupo de Incidencias y se encontró con Flores, que repasaba expedientes. Había abierto los cajones y estaba absorto, apuntando algo en un papel.
—¿Qué haces? —preguntó Valentín.
Se acercó despacio. Flores cerró los cajones y se guardó el papel.
—Este Godoy es un fiera, ¿no? No para de detener gente.
—Su especialidad son los moros, y los gitanos. —Valentín lo miró unos instantes—. Perdona, Flores… ¿Qué estabas haciendo?
—Comprobaba cuánto nos falta para ese premio en metálico. —Sonrió y se apoyó en el armario archivador—. Parece que ese Godoy se dedica a los camellos nada más, ¿no?
—Es un buen policía.
—No me cabe duda. Tiene casi un récord de detenciones en los últimos dos años. Sin embargo, los que él pesca nunca van a la cárcel, nunca llevan encima droga. Entran y salen de aquí como Pedro por su casa. Es curioso, ¿no?
Valentín era más bajo que Flores. Lo observó a través de las gafas y se pasó la mano por su complicado peinado. Sonrió.
—¿A qué viene esto? ¿Qué estás buscando?
—Ya te lo he dicho, nada.
—Voy a darte un consejo, Flores. Lolo y Godoy consiguen más detenciones que nadie y nosotros reseñamos más. Nos hacen falta muchos como Godoy y Lolo. Si todos fueran como ellos, tendríamos mejores premios en metálico. ¿Entiendes? El consejo es que no te metas en lo que no te importa, ¿comprendes? Yo soy aquí el jefe de grupo y tú, uno más… Me da lo mismo lo que hayas sido antes. Quiero que te lo metas en la cabeza. Estás bajo mis órdenes.
—Todo eso lo entiendo perfectamente, Valentín.
—Pues aplícate el cuento. Tú has venido aquí para currar, eres como los demás. Que no te lo tenga que volver a decir. Si te vuelvo a ver hurgando en los archivos, te sanciono.
—¿Vas a sancionarme por mirar los archivos? ¿Y qué vas a decirle al comisario?
—No me hace falta decirle nada. —Lo señaló con el dedo—. No te quiero en mi grupo. Fuera de aquí. Pide el traslado. Ahora mismo.