18

El guardia de la puerta le dijo a Flores:

—Buenas noches… Hace frío, ¿eh? —Y se frotó las manos.

Era un guardia alto y con el rostro picado de antiguo acné juvenil. Escupió en el suelo y añadió:

—Una partida de maricones. —Señaló con la mano el interior del Pájaro Azul—. No vea usted cómo se lo tenían montado.

—¿Y Arturo? Me dijo que me esperaría en la puerta.

—Está dentro —contestó el uniformado—. Parece que la maricona del mostrador se ha puesto histérica y el inspector ha tenido que entrar.

En el Pájaro Azul había varias mesas por los suelos. Cuatro o cinco parroquianos estaban en un rincón con los ojos abiertos como platos y diversas expresiones en sus rostros. Un policía de paisano los estaba cacheando y tomando la filiación. El hombre del pelo tintado de color caoba se encontraba llorando, sentado en una silla. Lo rodeaban dos uniformados, Arturo y otro inspector al que Flores no conocía.

Arturo parecía intentar consolar al camarero del cabello caoba.

—¿Por qué me tiene que pegar? ¿Eh, por qué? ¡Yo no le he hecho nada! ¡No le he hecho nada, por mi madre!

—Cálmese, por favor. Ya ha pasado todo, le he dicho que se calme… Mantenga la compostura… —le decía Arturo, inclinado sobre él en actitud paternal, aunque parecía su hijo o su hermano pequeño.

El camarero continuaba llorando.

—¿Que no me has hecho nada? ¡Será maricona! —El guardia hizo un gesto con la mano, de amenaza—. ¿Para qué has mentado a mi madre, eh? ¡A mi madre no la menta nadie, maricona! ¡Y menos tú! ¡Te voy a partir la cara!

—Bueno, Clavijo —le ordenó Arturo—. Ya está bien. Haga usted el favor de calmarse también.

—Pero ¿ha visto usted, inspector? —respondió el uniformado—. ¡Le daba así…! —Levantó la mano otra vez.

—¡He dicho que basta! —gritó Arturo.

El policía de uniforme bajó la mano y se la metió en el bolsillo. Tenía el rostro congestionado por la ira. El camarero dejó de lloriquear como por ensalmo. Arturo se dirigió a él y parecía enfadado.

—Si vuelve a dirigirse a un agente de la autoridad faltándole al respeto, lo proceso por injurias. ¿Se ha enterado? —Se volvió al uniformado—. Y usted, Clavijo, vaya a la puerta y sustituya a Lozano.

El policía se marchó en silencio y entonces Arturo se dio cuenta de la presencia de Flores. Le hizo un gesto alzando las cejas. Parecía cansado y tenso. Se acercó a él y lo tomó del hombro, retirándose unos metros.

—¿Llevas mucho tiempo? —le preguntó.

—No, acabo de llegar —respondió Flores.

—Perdona que te haya hecho levantar de la cama, chico. Lo siento de verdad, pero es importante.

—Da igual —asintió Flores—. No me había acostado todavía. —Paseó la mirada por el Pájaro Azul—. ¿Has pillado por fin a ese Gallifa?

—¿A Gallifa? No, Gallifa no estaba hoy… o se me ha escapado de las manos sin darme cuenta.

Flores notó que Arturo estaba pensando en otra cosa, algo que le preocupaba.

—Tú me has llamado a mí a las tres de la madrugada para algo, ¿no Arturo? Para algo importante. ¿Me equivoco?

Arturo se pasó la mano por la frente y sonrió con timidez. Flores pensó que aquel policía le recordaba a alguien, pero en aquel momento no supo a quién. De todas formas sentía por él una simpatía instintiva.

—No, no te equivocas, Flores… —Titubeó—. Arriba hay un gimnasio, un gimnasio normal, pero durante el día. Por la noche se convierte en un prostíbulo masculino. A partir de las doce de la noche, los clientes del Pájaro Azul suben con los amiguitos que les ha proporcionado Gallifa… Utilizan el jacuzzi, la sauna… Las cabinas del vestuario se convierten en reservados… Es un gimnasio de lujo, ¿sabes? Y…

«Dímelo ya —pensó Flores—. ¿Qué te impide decírmelo? ¿Por qué esos titubeos?».

Arturo cerró la boca con fuerza. Flores aguardó. Los ojos de Arturo eran límpidos, pero velados por algunas sombras.

—Hemos pillado a uno de tus hombres en uno de los reservados del gimnasio —dijo, y su voz sonó firme.

El cuerpo desnudo de Lina Nápoles parecía una escultura de mármol macizo. Un cuerpo ancho y fuerte a punto de convertirse en gordo, pero aún sin grasa superflua. Frente al espejo del camerino se quitaba las enormes pestañas postizas y el rímel de los ojos.

—Tú me dirás lo que quieras, Antonio —le estaba diciendo a Cárcer, que fumaba un cigarrillo sentado en el pequeño sofá—. Pero a mí ese poli me da mala espina. —Se volvió—. ¿Me estás escuchando?

—Sí —respondió Cárcer—. Te escucho.

—Pues contéstame, coño. Si no parece que estoy hablando sola… Te decía que no me gusta nada ese tío… Además, parece gitano.

—Es gitano.

Lina Nápoles se volvió. Sus enormes pechos de grandes pezones rojos se mantenían enhiestos sin necesidad de ninguna ayuda.

—¿Qué? —exclamó.

—Lo que has oído. Es gitano, gitano puro y el jefe del Grupo Especial de la Brigada Central.

—¡No fastidies, Antonio! ¡No te quedes conmigo! —Sus ojos negros se clavaron en Cárcer, que comenzó a balancear la pierna—. ¿Cómo va a ser gitano? —habló más tranquila—. Si es gitano, no es policía.

—Pues es las dos cosas. Gitano y madero. Ya lo ves.

Lina Nápoles regresó a su labor ante el espejo.

—Ese tío me da mala espina. Un gitano metido a poli es peligroso, te lo digo yo. —Terminó de desmaquillarse y se contempló en el espejo—. Es muy jodido.

—No hay nada que temer —dijo Cárcer—. Es un poli más. Todos son iguales.

Lina Nápoles se sujetó los pechos con las manos y se los contempló en el espejo.

—¿Dónde me vas a llevar?

—Mañana es un día jodido y estoy muerto, Lina.

—Una copita al Bocaccio, ¿eh? Y después nos vamos a casa.

—Estoy muy cansado, Lina. No sabes el día que he tenido. No veas tú a los polis fisgando en la fábrica. Estoy agotado.

—Bueno pues vete tú para casa. Yo me voy a tomar una copita.

Cárcer suspiró.

—Está bien. Sólo una copita, ¿eh? Nada más que una. De verdad que estoy muy cansado.

—¿No puedes dormir? —le susurró Ros a Marisa.

Ella negó con la cabeza. Ros se abrazó a ella.

—Intenta dormir, por favor. Mañana va a ser un día duro. Relájate y duérmete, cariño.

—Tengo miedo. Tengo mucho miedo.

Ros la apretó aún más. Estaba fría y con el cuerpo cubierto de una fina película de sudor.

—No, no te preocupes. No hay por qué tener miedo. Todo va a salir bien, ya lo verás. —Sonrió en la oscuridad—. ¿Es que no confías en mí?

Ella asintió con fuerza y Ros le pasó la mano por el rostro, antaño bello y lleno de vida. Un rostro hecho para sonreír y emocionarse por cualquier cosa. Lo que tocó ahora era una máscara de huesos.

Notó que lloraba y se incorporó en la cama, apoyándose en el codo.

—¿Qué te ocurre, cariño? ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

—Tengo miedo —susurró ella con voz ronca—. Voy a morirme.

—No —contestó él, y movió la cabeza con fuerza—. No te vas a morir, tú no vas a morirte. Mañana estaremos en la clínica en Suiza… y te curarás. Todo volverá a ser como siempre, Marisa, cariño… Será mejor, porque seremos ricos.

—Es una locura. Tú sabes que no voy a curarme… No… Nadie se cura del sida. Nadie…

Ros se incorporó y encendió la luz. El rostro de la mujer estaba desencajado, con los ojos aún más hundidos en las cuencas, la piel, húmeda por el sudor, tirante sobre la armazón de huesos. Ros tomó un pañuelo y comenzó a enjugarle las mejillas, la comisura de la boca, el cuello. Marisa lloraba arrugando el rostro, las manos crispadas sobre las sábanas.

—Tú no vas a morirte, ¿me oyes? —La sacudió por los hombros—. No digas eso. Tú no te vas a morir.

—Me estoy muriendo —gimió ella—. ¿Es que no te das cuenta? Me estoy muriendo. No siento los pies, ni las piernas… Me cuesta trabajo respirar.

Ros saltó de la cama y prendió la autoclave.

—Voy aaa… a ponerte una dosis… Te hará dormir.

—Cada día estoy peor. No llegaré a Suiza… No… No llegaré.

—Calla —le ordenó él—. No hables, nooo… te fatigues, cariño.

Ros preparó con habilidad y precisión una dosis de heroína, calentándola y disolviéndola en agua destilada. Entonces escuchó la gritería y las risas que provenían de abajo, de la tienda, y se detuvo un momento. El reloj de la mesilla de noche marcaba las tres y media de la madrugada.

«Han debido de descubrir las botellas de vino dulce —pensó Ros, y desenchufó la autoclave—. Espero que no descubran que tengo aquí heroína. Espero que ese mierda de Constancio no lo haya dicho».

Sacó la jeringuilla con unas pinzas y accionó el émbolo para expulsar los restos de agua. Se escuchó otra vez un ruido abajo, como si alguien se hubiese caído, y un coro de risas groseras.

—Te sentirás mejor —dijo Ros—. Ya verás.

Marisa castañeteaba los dientes.

—Sí —manifestó—. Sí, por favor… Deprisa.

Ros absorbió la heroína y tomó un trozo de algodón que impregnó en alcohol. Marisa se estaba colocando el torniquete en el brazo derecho. Ros se dio cuenta de que apenas se lo podía apretar.

—Espera —le indicó—. Yo lo haré.

Dejó la jeringuilla cargada sobre la mesita de noche y apretó la cinta elástica hasta que comenzaron a notarse las venas azules a través de la delgada piel. Marisa abrió y cerró la boca con ansia y movió la cabeza a izquierda y derecha en la almohada. Comenzó a gemir débilmente cuando Ros le empezó a introducir la aguja en la vena.

El gimnasio estaba lleno de policías con aspecto de acabarse de levantar de la cama. Unos cuantos estaban tomando la filiación a tres jovenzuelos de mirada huidiza. Otros permanecían en pie, preguntándose probablemente por qué los habían llamado a ellos, precisamente a ellos, para ese servicio y a esas horas.

Era un gimnasio elegante, limpio, de aparatos cromados y coloridos que parecían demasiado nuevos y sin usar. Los aparatos y las mancuernas se encontraban en una gran sala con demasiados espejos en las paredes, de la que partían pasillos hacia lugares tales como Zona de Aguas, Squash, Cabinas de Masaje, Rayos UVA, Salas de Recuperación. Arturo condujo a Flores por uno de esos pasillos, jalonado de pequeños cuartos, silenciosos y de puertas cerradas con llave.

Flores detuvo a Arturo con un gesto.

—Espera un momento —le dijo—. ¿No puede ser un error? Es fácil equivocarse en estos casos.

Arturo tardó en responder. Primero negó con la cabeza, después habló.

—No —dijo—. Lo pillamos con un chaval… Lo llaman el Ebanista y está fichado como chapero… Es un profesional, Manuel… —Titubeó—. Lo pescamos en la cama… El chaval tiene dieciséis años. Esto… lo conocemos en el grupo, ¿sabes? Lo llaman el Ebanista porque se cepilla a todo el mundo.

Flores observó la puerta cerrada.

Sobre ella había un cartel de letras negras sobre fondo blanco. Ponía: «Masajes».

—Lo hago porque es amigo tuyo —dijo Arturo—. Y yo estoy tan mal como tú, también es un compañero mío… Es mejor que lo cojas y te lo lleves lo antes posible. ¿De acuerdo?

Flores asintió. Arturo dio media vuelta y Flores lo vio marchar pasillo adelante hacia la sala central del gimnasio. Alguien dijo algo con voz estridente y recibió una respuesta más estridente aún. Hasta él llegaron todos los ruidos, voces, carraspeos, malos modos y palabras nerviosas y tensas que se producen en las redadas. Arturo le había dicho que habían pescado a doce clientes, ocupados todos con chaperos de edades comprendidas entre los quince y los veinticinco años.

La puerta de la habitación continuaba cerrada, muda. Flores alargó la mano y la empujó. La habitación estaba iluminada y tenía un aspecto recogido y aséptico. Mitad sala de espera de una clínica y mitad gabinete profesional. Pero no era nada de eso. Era un burdel. Un burdel de hombres. Lucas estaba de espaldas con las manos en los bolsillos. Se volvió deprisa. Su rostro era una amalgama de pasta gris, terrosa y flácida, como si acabara de ser hervida. Flores se mantuvo en silencio. Los dos se observaron unos instantes.

—No digas nada —habló Lucas, y titubeó—, por favor.

Flores continuó en silencio. Pensó en Lucas y ese chapero, desnudos en la cama de masajes, revolcándose, jadeando, sudorosos. Lucas esbozó una tímida sonrisa.

—Me lo estás diciendo todo con la mirada. Te doy asco, ¿verdad? Un asco muy grande. —Avanzó hacia Flores. Se detuvo cerca de él—. Si hubiera estado con una mujer, habría sido diferente, ¿no es cierto, Manuel? ¿No es cierto? No me mirarías con esa cara. No me despreciarías tanto.

—Tiene dieciséis años. Es menor de edad.

—¿Menor de edad? —Lucas casi gritó—. ¿El Ebanista menor de edad? ¡No sabes lo que dices!

—¡Cállate! —gritó Flores—. ¡Me das asco! ¡Te han pillado aquí con un chapero menor de edad y aún te atreves a defenderte!

—No sabía que era menor de edad. Te lo juro. —Bajó la voz—. Te doy mi palabra de honor de que me engañó. Me dijo que tenía diecinueve años. —Sonrió de forma triste—. Pero eso no importa, me figuro.

—No, no importa… A nadie le va a importar porque tú y yo nos vamos a ir de aquí. Nadie sabrá que te han pillado con un chapero… Ése será el privilegio de llevar placa, de ser policía.

—Manuel. —A Lucas le temblaron los labios—. No te pido que me comprendas, pero sí, al menos, que me respetes. Creo… creo que somos… que éramos amigos… Te vuelvo a… te digo que no sabía que el Ebanista tenía dieciséis años. Por Dios, Manuel, créeme.

—Ahora voy comprendiendo muchas cosas de ti. Tu interés por el Buga, por ejemplo… Y tantas otras cosas. He sido un ciego… Un imbécil.

—No aceptas tener un amigo… diferente, ¿verdad? —Sonrió otra vez y de nuevo fue una sonrisa triste—. Tú eres el único amigo… amigo de verdad que he tenido. No ahora…, sino siempre. Nunca he tenido ningún amigo, jamás… Nosotros no podemos tener amigos, dicen, sino amantes. Y eso es otra de las grandes mentiras que se dicen sobre nosotros.

—Cállate.

Lucas lo cogió de los hombros.

—Tienes que elegir, Manuel. Eres mi amigo, ¿sí o no? Flores se soltó con desprecio y retrocedió un paso. —Nunca podré confiar más en ti. Nunca…, y quiero que dejes el grupo, ¿me oyes? Quiero que te marches a otro lugar… Donde quieras… Haré un informe favorable de ti a Ventura… Pero quiero que te marches, no vuelvas más al grupo. Desde este momento quedas relegado de cualquier servicio.

—Bien, ya has elegido. —Su cara se convirtió en una máscara.