5

Montse era una mujer alta, caderona, muy morena y con un cutis terso y de aspecto sedoso. Iba camino de convertirse en una mujer gorda, pero parecía no darse cuenta y vestía como una jovencita.

Llevaba a Flores del brazo, paseando por el interior de la tienda de muebles que ocupaba un local diáfano que abarcaba dos manzanas del barrio de Gracia. La tienda estaba dividida en zonas, cada una de ellas dedicada a una parte de la casa: cuarto de los niños, dormitorios principales, cocinas, cuartos de baño, comedores, todo de distintos estilos y precios. Lucas se aburría con un vaso en la mano observando con mucha atención unas estanterías de viruta prensada, recubiertas de planchas de madera. En realidad, Lucas estaba absorto en sus propios pensamientos, ajeno a cualquier cosa que lo rodease.

Flores y Montse pasaron por su lado.

—… deben de estar hechas unas mujercitas, ¿verdad? De Cristina no me acuerdo mucho, era tan pequeña… Me acuerdo mucho más de Pili…, era tan… tan coqueta, tan lista… ¿Y Julia?

Flores decidió no decirle nada de Palma de Mallorca.

—Ha vuelto a trabajar en lo suyo, de profesora… Está muy bien. Te manda recuerdos —mintió—. Siempre dice que te va a escribir.

Montse se detuvo y retrocedió unos pasos.

—Tú estás guapísimo, Manuel. No has engordado ni un gramo.

—Eso es lo que tú te crees.

Lo volvió a tomar del brazo y siguieron paseando por la tienda.

—Nosotros nos hemos puesto como vacas. Tengo que adelgazar, estoy fatal.

—Estás igual que siempre, Montse, La chica más guapa del barrio.

Ella rio, tenía la misma risa que Rosell, como si los años de matrimonio los hubieran entremezclado hasta el punto de confundirlos. Le apretó con fuerza el brazo.

—Te adoro —le dijo.

Rosell le mostraba a Carmela los sofás cama. Se apretaba un botón y el sofá se convertía en una cama para dos. Muy práctico. Típico para casas pequeñas.

—Aquí me traigo a mis ligues. —Soltó una de sus risas—. No, es broma, menuda es la Montse. ¿Cuántos años tienes, chata?

«Chata», pensó Carmela.

—Veinticinco.

—Estás buenísima. Ya te lo he dicho, ¿no?

Carmela bebió un sorbito de su vaso de whisky. Se fijó en el de Rosell, ya llevaba dos.

—¿De verdad no estás liada con el gitano?

Carmela sonrió. Se lo había preguntado ya dos veces, Rosell le puso una mano caliente y grande en la espalda, un poco más arriba de la cintura.

—El gitano es un jodío ligón. Tenías tú que haberlo visto aquí en Barcelona. —La miró—. Yo tenía tu edad y el gitano…, espera…, el gitano tiene tres años menos que yo, me parece. ¡Qué tiempos!

—Erais muy amigos, ¿verdad?

—Sí. —Pareció súbitamente entristecido, como si un velo le hubiese cubierto la cara—. Éramos muy amigos.

—Sí, porque Manuel no aguanta que nadie lo llame gitano. Hasta ahora sólo te lo he oído decir a ti delante de él.

—¿Que no lo aguanta? ¡Coño, pero si es gitano! Yo he conocido a su padre, Rogelio Flores, un mangante, y he estado en su casa en el barrio de La Mina. Él es de allí, de ese barrio. ¿Es que a vosotros os dice que no es gitano?

—No, no es eso. Es que no le gusta que lo llamen gitano. —Carmela sonrió sin ganas—. Rosell, las manos van al pan, ya está bien.

Rosell apartó la mano rápidamente.

—¡Coño, así no se puede ligar! —Rio con fuerza, pero Carmela no lo secundó—. ¡Cuando ya estaba preparado!

La pistola era una automática Colt Commander del 45 que Chaves había desarmado sobre la mesa de su habitación. Estaba limpiando las piezas una a una con mucho cuidado, utilizando una pequeña brocha impregnada en aceite. Las piezas iban a parar a un paño de terciopelo situado a su izquierda. Sus manos hacían el trabajo con rapidez y eficacia. Cuando todas las piezas estuvieron aceitadas, las fue secando con un trapo limpio y colocándolas sobre otro paño de terciopelo. Chaves montó la pistola en un tiempo récord. Cuando la hubo montado se la acercó al oído y accionó el gatillo dos veces. Luego metió las balas en el cargador y lo introdujo en la culata, montando el arma con un chasquido. Puso el seguro y atornilló el silenciador. Dobló y recogió los paños de terciopelo, limpió la mesa de restos de aceite y se lavó las manos en el lavabo. No silbaba, ni cantaba por lo bajo ni lo distraía nada. Luego se puso la gabardina, se metió la pistola en el bolsillo y salió a la calle.

El postre consistía en una enorme fuente de soufflé de vainilla con helado. Lucas se disculpó con un gesto y Carmela hizo lo mismo. Flores tomó un poco. El salón parecía una continuación de la tienda. Era grande, lleno de muebles grandes y recargados, demasiado bien puestos y limpios. No parecían los muebles de un hogar, ni siquiera los de una casa habitada. Daban la sensación de haber sido puestos allí un momento antes de la cena.

Rosell abrió la segunda botella de cava y lo escanció en las copas. Montse se las fue entregando a los presentes.

—La de veces que le he dicho a Montse que tenía que ir a Madrid a correrme una juerga con el gitano… Pero ya ves, por unas cosas o por otras…, el coñazo de Jefatura… ¿A que siempre te lo decía, Montse?

—Sí —contestó ella, y se dirigió a Flores—: ¿Quieres un poco más, Manuel?

—No, gracias. Con esto me sobra, gracias, está muy bueno.

—¿Y tú, Carmela? ¿Un poquito? ¿De verdad que no quieres?

—Nunca tomo postre. —Carmela sonrió—. Son manías.

—Y así está de buena. —Rosell rio.

Lucas se adelantó:

—Tomaré una pizquita.

—Oye, si no quieres, no tomes, no te obligamos, macho —le dijo Rosell—. Lo guardamos en la nevera y mañana me lo como yo… Bueno, ¿por qué brindamos? —Rosell levantó su copa. Los demás lo secundaron.

—Por los viejos tiempos —dijo Montse—. Cuando éramos jóvenes.

Rosell vació su copa y se sirvió otra.

—Coño, tampoco somos tan carrozas. Digo yo. Somos jóvenes. Aún me queda mucho carrete. A mí por lo menos —dijo Rosell.

—¿Qué tal es ser una mujer policía? —le preguntó Montse a Carmela—. Me lo he preguntado muchas veces.

—Somos bastantes —dijo Carmela—. Más de cien, y de la escala básica, más.

—En Jefatura tenemos seis tías —terció Rosell—. Dos están pasables, tres son un callo. —Le guiñó un ojo a Lucas y éste sonrió—. Y hay otra que es un bombón…, la Carmina, vaya nena.

—Debe de ser… curioso —siguió Montse—. El trabajo policial es tan…

—Como cualquier otro —contestó Carmela—. Hay mujeres periodistas, juezas, empresarias. Nos hemos metido en el terreno de los hombres y…

—Y fiscalas —interrumpió Rosell—. Hay fiscalas a punta de pala…, aquí en Barcelona.

—… los hombres están un poco estupefactos, diría yo, pero ya se les pasará. Todavía no hay ninguna mujer jefe de grupo, ni comisaria, pero todo se andará.

—Mentira —dijo Rosell—. Eso es mentira, en Barcelona…

—Sí, tienes razón —dijo Carmela—. En Barcelona se ha creado un grupo para las violaciones llevado por mujeres, todas mujeres, inspectoras todas.

—¿Ves? Es esa Carmina que he dicho yo antes… Un bombón de tía…

Rosell sirvió más cava, esta vez derramándolo por la mesa.

—¡Alegría! ¡Alegría! —les gritó—. ¡Venga, que parecéis muermos!

Lucas bebió un sorbito de su copa.

—Aquí no volváis a hablar de rollos de trabajo. Estás muy callado, gitano. ¿Qué te pasa?

—Nada, Ricardo.

—¿Quieres más soufflé, Manuel? —Montse le señaló la fuente.

—No, gracias. Ya está bien.

—Coño, no coméis ni bebéis nada. ¿Qué os pasa? —Miró a Lucas—. ¿Estás enfermo?

—¿Yo? —Lucas sonrió—. No fastidies. Ya no me cabe ni un palillo.

—¿Y tú? —se dirigió a Carmela—. ¿Es que quieres guardar la línea?

—Has dado en el clavo —contestó ella.

Montse le dijo a Flores:

—¿Te acuerdas de cuando cenábamos en el Amaya, al final de las Ramblas? Contábamos el dinero entre los cuatro y decidíamos qué cenar según el dinero que tuviésemos…

—Los cuatro éramos el gitano, Montse, Julia y yo —dijo Rosell—. Luego nos íbamos a bailar, bueno, lo de bailar es un decir, porque el gitano no tiene ni idea de bailar. Era yo siempre el que bailaba con las dos, con Julia y con Montse. —Volvió a reír y vertió más cava en su copa—. Siempre pensé que estos dos —señaló a Montse y a Flores— estaban liados… Tú le gustabas, gitano, pero yo te la quité… Se casó conmigo.

—Él se casó con Julia, Ricardo —dijo Montse—. No digas ton…

—Siempre creí que me poníais los cuernos, gitano. Con ese aire timidillo que te gastabas, las matabas a la chita callando. ¿Me has puesto los cuernos con el gitano, Montse? Di la verdad, a mí no me importa.

Se produjo un silencio espeso, Lucas dijo:

—Me he estado fijando en lo bien decorada que está la casa, ¿la has decorado tú, Montse?

—Sí, ella —interrumpió Rosell—. Con los sobrantes de la tienda… Nos ha salido tirada, a un tercio de su valor. Díselo tú, Montse. A mí no me creen.

—Nos ha salido muy barata —contestó Montse.

—Vamos a abrir otra en Gerona el mes que viene. Una boutique del mueble fino. —Rompió a reír y miró a Carmela—. Una boutique es como una tienda normal, pero para gilipollas, la adornas un poco, pones los muebles al doble, dices que son de diseño exclusivo y te los quitan de las manos… Ah, y pones a dos tías macizas de dependientas… Dos tías macizas y un maricón. Negocio seguro.

—¿Sí? —preguntó Lucas.

—Hay que espabilarse. Como si se pudiera vivir con la mierda de sueldo que nos dan. Vosotros los de la Brigada Central tenéis pluses, dietas, vuestros chollos, pero los demás… Acabo de firmar una contrata para amueblar las nuevas comisarías… ¿Cómo voy a hacer las oposiciones a comisario? ¿Para qué? ¿Para que me manden a Sebastopol? No jodamos. Aquí estoy mejor. En Barcelona. Además, sólo entran de comisario los enchufados, si no tienes padrinos, la cagas.

—¿Café? —preguntó Montse.

—No me interrumpas, tú —dijo Rosell—. Ahora nos vamos, tomamos cafelito y copas y nos corremos una juerga, ¿eh? Os voy a enseñar lo que es Barcelona, madrileños, que no tenéis ni idea. Vamos a tirar la casa por la ventana.

—Yo paso —dijo Carmela—. Gracias, pero me voy a ir a dormir.

—Pero ¿qué dices, chica? ¿Estás bien de la cabeza?

—Hago café en un momento —dijo Montse.

—Tú te sientas —le ordenó Rosell. Montse se sentó—. Si te quieres quedar, te quedas, aquí no obligamos a nadie, ¿verdad, gitano? El gitano y yo y quien se quiera venir nos vamos a ir a corrernos una juerguecita, ¿eh, gitano? Como en los viejos tiempos. —Se dirigió a Carmela—: Y tú te vienes con nosotros.

Flores encendió un cigarrillo.

—Bueno —dijo Lucas—. Para mí es muy tarde.

—Para mí también —dijo Flores—. Mañana tenemos mucho trabajo. Todavía no hemos visto nada. ¿A qué hora tienes las reuniones, Ricardo?

—Reuniones, reuniones… Ahora nos vamos a ir de juerga, gitano.

Flores se puso en pie.

—No, nos marchamos al hotel.

Lucas y Carmela lo secundaron. Rosell se quedó en su sitio.

—Eh, pero ¿qué hacéis? ¿Estáis locos? Yo voy a pagar la juerga… No vais a tener que pagar nada… Venga, hombre.

—Gracias por todo. —Flores besó a Montse, que también se había puesto en pie. Se dirigió a Rosell—: Nos vemos mañana.

Lucas y Carmela se despidieron también.

—Me he alegrado mucho de volver a verte, Manuel —dijo Montse.

—Yo también —contestó Flores—. Hasta mañana —le dijo a Rosell.

Éste continuaba sentado.

—Pero ¿dónde vais?… ¡Esperad un momento!

Montse los acompañó hasta la puerta.

Frente al chalé adosado, en la calle, Chaves pensaba en la mujer rubia de la fotografía. La mujer rubia le sostenía la cabeza entre las manos y lo besaba con dulzura, despacio, como solía besarlo ella. Y empezaba la música, una música de fondo en el boliche de Arturo, en la Costanera, donde fueron la primera noche que salieron juntos. De la música no se acordaba. Sólo sabía que había música en sus sueños. La música lo acompañaba a cualquier lugar, ella y la música. Y Arturo al fondo, mirándolos y sonriendo y diciéndoles: «Che, Chaves, sos un suertudo. Esa mina».

A Arturo, su compadrito Arturo, lo mataron los montoneros en un atentado con bomba que le destrozó el local y lo dejó inservible. Se acabó el local, se acabó Arturo. No volvieron a la Costanera. Buscaron otros boliches, otra música. Otros países. Pero la música del boliche de Arturo quedó en la memoria. Allí fue donde se conocieron. Allí ella lo besó por primera vez.

Carmela se despertó a las siete y media de la mañana con el estómago pesado. Apartó las sábanas y descorrió las cortinas del balcón. Aún no había amanecido del todo y por las Ramblas andaba gente afanosa, rumbo a las entradas de los metros. Los que regresaban de las farras iban también al metro, pero caminando más despacio. Dos borrachos que marchaban abrazados se sentaron en un banco y se pusieron a discutir de algo sumamente importante, a juzgar por las voces. Carmela vio a una prostituta detenerse a hablar con el hombre del quiosco de periódicos. Le gustaban los quioscos de periódicos y revistas de las Ramblas. Allí había de todo. Toda clase de libros, revistas, postales… Le gustaban las Ramblas, no había una calle como ésa en ninguno de los sitios que conocía. Una calle llena de vida de día y de noche que enlazaba dos partes de la ciudad, uniéndolas y diferenciándolas.

Pensó en que le gustaría ser comisaria en Barcelona —¿se diría la comisario?—, en una comisaría grande e importante. La primera mujer que ganó las oposiciones a comisario. La más joven. Todas las mañanas los policías de la puerta se cuadrarían para saludarla. Sería amable con sus hombres, dura, pero no injusta. Tendría fama de no permitir lo más mínimo, pero también confraternizaría con los suyos. Como Flores.

¿Estaría casada la comisaria? ¿Cuántos años tendría? Treinta y cinco o treinta y seis, bastante vieja. Quizás estuviese ya casada, o no. ¿Qué importaba eso? ¿Tendría hijos? ¿Hijos? ¿De quién? Ése era el problema. ¿De Flores? ¿Se veía ella viviendo con Flores? ¿Casarse con un policía?

Como siempre que pensaba en Flores, Carmela sintió una punzada de desasosiego en algún lugar del estómago. Ahora la punzada se intensificó. Si se casaba con Flores, habría algunos problemas, como, por ejemplo, en qué lugar vivir. ¿Adónde los destinarían a él o a ella? Si ella era comisario, deberían vivir en Barcelona, pero ¿y él? ¿Sería también comisario? ¡Dios mío!, ¿por qué había siempre que andar eligiendo entre una cosa y otra? ¿No podía ser diferente? «No —concluyó—, no puede ser diferente».

—Vas a tener que elegir, Carmela —se dijo a sí misma, y soltó la cortina, que volvió a su posición de origen.

A continuación, hizo diez respiraciones abdominales, lanzando con fuerza su barriga plana y retrayéndola; después se puso cabeza abajo, apoyando los pies en la pared durante cinco minutos. Luego hizo varios movimientos de gimnasia: torsiones de cintura a izquierda y derecha, giros y estiramientos musculares. Después, cinco minutos de katas de karate. Cuando acabó sudaba con todos los poros abiertos. Habían pasado quince minutos. Tomó el teléfono y llamó al servicio de habitaciones.

—Zumo de naranja natural, nada de bote —ordenó—, manzanas frescas… Sí, manzanas normales… ¿No tiene?… Entonces ¿qué fruta tiene?… —Escuchó con atención—. Bueno, vale. Dentro de veinte minutos, sí, a las ocho y cuarto… Gracias.

Se metió en la ducha y se puso a cantar. Poco después, Lucas llamó furiosamente a la puerta. Carmela no lo escuchaba. Lucas siguió golpeando la puerta con fuerza. Carmela abrió envuelta en una toalla. Lucas se quedó de piedra.

—Perdona —dijo—. Creía que estabas durmiendo. —No, hijo. Me he levantado a las siete y media. —Carmela se miró de arriba abajo—. ¿Qué miras? No se me ve nada. Lucas habló al fin.

—Han asesinado a otra mujer —dijo.