23

El coche era grande y negro, majestuoso, y rodaba sin ruido por la autopista. Era un auto blindado perteneciente al parque móvil del Ministerio de Defensa. Lo conducía el brigada de la Guardia Civil Joseba Damboronea, un sujeto alto, de nariz grande y muy corpulento. A su lado, permanecía silencioso otro guardia civil. Éste tenía una tupida barba negra, el grado de sargento y era de menor tamaño que su compañero. Se llamaba Galíndez, y con la tez morena y la frente ligeramente abultada parecía árabe. Ambos vestían de paisano y estaban adscritos a la tercera sección del CESID como especialistas, eufemismo que encerraba la realización de trabajos de diversos tipos. El automóvil tenía una mampara a prueba de balas que se cerraba herméticamente. Las conversaciones que tenían lugar en el amplio asiento trasero no se podían escuchar delante. El cristal, el mullido asiento anatómico y el tenue olor a cuero convertían la parte trasera del coche en una especie de saloncito cómodo que el ronroneo del coche acentuaba.

El comisario retirado Blas Calzada, antiguo jefe de la Brigada de Investigación Político Social y actual asesor del ministro del Interior, tenía entre las manos un mazo de fotografías que iba mirando con mucho cuidado. Algunas de las fotografías estaban totalmente borrosas. Otras, por el contrario, se veían nítidas y con toda claridad. En casi todas se veía a un sujeto sonriente, un hombre de unos cuarenta y cinco años, alto, un poco grueso, con barbita recortada y ataviado con la ropa tradicional árabe.

Se llamaba Abdul Nissan y era hermano del sultán de Bromein, un pequeño país del golfo Pérsico, grande por su petróleo y por sus inversiones inmobiliarias y financieras en medio mundo. El príncipe Abdul Nissan era una especie de embajador volante de su país.

Calzada le tendió el mazo de fotografías al hombre que se sentaba a su lado. Éste era de cuerpo menudo pero fuerte, atezado por el sol o por las lámparas ultravioletas, de cabello corto blanco y vestido con el uniforme de coronel de Estado Mayor del ejército español. Se llamaba Antonio Ramos y estaba adscrito a la tercera sección del CESID, la encargada de los servicios de contraespionaje. El coronel Ramos era el responsable de los países árabes.

—¿Esto es lo único que tenéis? —preguntó el Viejo—. ¿Sólo esto?

—No —contestó Ramos, y cruzó las piernas. El ruido del motor era un ronroneo apenas perceptible—. Pero confirman las investigaciones de la Brigada Central que tú ya conoces.

—¿Del Grupo Especial?

—No sabía que la Brigada Central tenía un grupo con ese nombre. ¿A qué se dedican? ¿A información?

—No. Es una especie de grupo comodín de actuación inmediata. Lo lleva un antiguo discípulo mío. Manuel Flores.

—¿Flores? Nunca he oído hablar de él. El informe nos lo ha enviado el jefe, el comisario Poveda. Los conozco a él y a su segundo, Ventura. Pero lo firma el comisario Prieto. Creo que es el que lleva la sección de Estupefacientes. No lo conozco.

—Prieto, sí. Él es el jefe, es comisario. No conozco ese informe. ¿Es seguro? Quiero decir, ¿te fías de él?

—Confirma los nuestros.

—Especulaciones —manifestó el Viejo—. ¿No te parece?

—No, de ninguna manera. —El coronel descruzó las piernas—. Hemos detectado una anormal afluencia de heroína cada vez que el príncipe Nissan visita Málaga. Hace tiempo que lo hemos comprobado. Se trata de una heroína de gran calidad. Se la llama white horse, en el argot de los traficantes. Al parecer, la mayor parte de esa heroína no se queda en España, viaja a Francia y de allí a Alemania y a Centro Europa. Esto también ha sido confirmado por la Interpol. No son especulaciones.

—Hasta ahora no me has dicho nada acerca de un policía español. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

—El hombre del reloj —añadió el coronel, y le sonrió.

El Viejo se adelantó en el asiento.

—¿Qué quieres decir?

El coronel Ramos sacó otra vez el mazo de fotografías y eligió una que tendió al Viejo. Abdul Nissan salía de un coche oficial y miraba, sonriente, hacia una edificación de color blanco. El príncipe árabe se encontraba rodeado de hombres, presumiblemente guardaespaldas.

—¿Ves esta casa?

El Viejo asintió. Ya había visto antes esa fotografía sin encontrar nada de particular.

—Se trata del palacio que Abdul tiene en Marbella. Seguro que no distingues lo que hay en las ventanas, ¿verdad?

—No, no se ve nada. ¿Qué hay?

—A simple vista no se ve nada, quizás unas manchas si te fijas bien y tienes buena vista. Pero con un espectrógrafo de aumento sí. La hemos aumentado diez mil veces y allí había dos personas. Dos personas que aguardaban al príncipe Abdul Nissan. Dos amigos del príncipe, podríamos decir.

—No lo puedo creer —manifestó el Viejo—. De ciencia ficción.

—¿Verdad? Eso es lo que a mí me pareció. No tenemos aquí uno de esos espectrógrafos o como se llamen. Hemos enviado la foto a Tel-Aviv y nos han hecho el trabajo nuestros amigos. —¿Tienes esa foto? Déjame verla.

—No, mi querido amigo, no la tengo. Está trabajando con ella uno de mis hombres, el capitán Peñalva. Ha reconocido a uno de ellos.

—¿Y quién es? ¿Un policía? No me tengas sobre ascuas, Ramos. Sí tienes que decirme algo, dímelo de una vez o cállate.

—El tipo al que ha reconocido se llama Luis Sousa Fedosky, brasileño de origen polaco, nacionalizado español.

—Sé quién es Sousa —contestó el Viejo—. Es increíble.

—Todo esto es increíble, amigo mío. ¿Quieres que continúe?

—Sigue.

—Sousa tiene antecedentes por corrupción de menores y tráfico de estupefacientes… Estuvo implicado en un asunto de un burdel de menores hará un año, fue sobreseída su causa por falta de pruebas… También estaba implicado el diplomático Ricardo Prada Palacín, que resultó muerto por sobredosis o asesinado por Sousa, nunca se supo. ¿Recuerdas el caso?

—Perfectamente. Lo levantó la Brigada Central, en concreto el Grupo Especial que te he mencionado antes.

—¿Ah, sí? Vaya, bien, y a este Sousa lo encontramos ahora de huésped del príncipe Abdul Nissan. ¿No te parece curioso?

—¿Y el otro? Dijiste que había otro hombre, Ramos. ¿Quién era?

—No lo sabemos. Es al que llamamos el hombre del reloj. Sousa le tapa la cara. Sin embargo se le ve el reloj perfectamente.

—¿El reloj? ¿Te estás riendo de mí, Ramos?

—De ninguna manera, Calzada. El capitán Peñalva cree que se puede identificar el reloj. Es un Rolex de oro macizo, muy caro. También hemos detectado en Marbella a un policía que posee un Rolex de oro.

—Ruiz —suspiró el Viejo—. El comisario Ruiz, de Escoltas.

—Exacto, y añadido a la comisaría de Marbella. Ruiz tiene acceso a Abdul Nissan y a los potentados árabes.

—Un reloj no es una prueba muy concluyente en un juicio, Ramos.

El coronel sonrió.

—Nosotros no somos un tribunal, Calzada.

«Es la misma voz», pensó Carmela. La voz que llevaba seis meses llamándola por teléfono y burlándose de ella, injuriándola, chillándole obscenidades. Y la voz ahora era reconocible, pausada. Era la voz del abogado Brea, que hablaba con ella invitándola a cenar.

—Algo tranquilo —estaba diciéndole el abogado a través del teléfono—. Prefiero los restaurantes pequeños y cómodos. ¿Y tú?

Silencio en la línea.

«Se ha atrevido a llamarme, a invitarme a cenar», pensó Carmela.

—¿Sigues ahí?

—Sí —contestó Carmela—. Aquí estoy.

—Disculpa, quizá me estoy pasando llamándote de tú. Pensarás que soy un atrevido…

«Atrevido —pensó Carmela—. Cerdo asqueroso».

—… pero hay que ser un poco atrevido para llamar a una chica policía tan guapa como tú. ¿Te importa que nos tuteemos? Creí entender cuando nos vimos que no te importaba, pero si te importa, volveré al usted…

—No, no. Llámame de tú, por favor.

«Tengo ganas de retorcerte las tripas. De matarte, cabrón».

—… entonces muy bien. ¿Qué opinas sobre el restaurante? Si prefieres cualquier otro, dímelo, por favor. ¿Estás de acuerdo?

—Un restaurante pequeño, bueno. De acuerdo, está bien.

—¿Cuándo te parece? ¿Hoy?

—Este viernes.

—Muy bien. Este viernes. ¿No te parece extraño? Un abogado y una policía, ¿eh? Aunque los dos somos profesionales, por así decirlo. De todos modos me alegro mucho de haberte conocido… De otra manera…

«¿Y si no es? ¿Y si me estoy equivocando? Pero esa voz. Esa voz parece la misma».

—… en aquel bar en la calle Postas. ¿Te estoy entreteniendo? Dímelo y cuelgo al momento.

«Educado, muy educado. Un degenerado con mucha educación».

—No, bueno, es temprano…, quiero decir que todavía no han terminado de llegar los compañeros.

«Pero todo esto tú lo sabes porque me has estado llamando mes tras mes. Tú sabes a qué hora me debes llamar».

—Gracias, Carmela. Te parecerá una tontería romántica, pero he pensado mucho en ti, ¿sabes? No me atrevía a llamarte. Quedamos en vernos, es cierto… Dijimos que nos teníamos que ver, pero se dicen tantas cosas en los encuentros casuales… He dudado mucho al llamarte, pensaba…, en fin, pensaba que no te ibas a acordar de mí…

«Sí, sí que me acuerdo de ti, cerdo. Claro que me acuerdo».

—… y luego que ibas a darme cualquier pretexto… En realidad, todavía estoy sorprendido…

—Yo también.

—¿Eh? ¿Qué quieres decir? Te refieres a que…

Carmela lo interrumpió.

—Me refiero a que no suelo salir con desconocidos. Es eso.

—Bueno, no somos desconocidos del todo. Nos vimos en el bar de la calle Postas. ¿Recuerdas?

—Sí, me acuerdo. Nos encontramos por pura casualidad.

—Yo diría que una bonita casualidad.

—Brea, voy a tener que colgar. Tenemos una reunión en este momento.

—Sí, por supuesto, claro. Entonces ¿el viernes?

—El viernes.

—Te llamaré.

Carmela colgó y se encontró con la mirada de Lucas, que la interrogaba.

—No estoy segura —dijo—. Parece el que me ha estado llamando todos estos meses, pero…

—Sí es el mismo, demuestra bastante sangre fría —dijo Lucas—. Y nervios de acero.

Loren se acercó y le palmeó el hombro a Lucas.

—¿Qué se siente de jefe de grupo, Lucas? ¿Se te ha subido el cargo a la cabeza?

Solana dijo desde su mesa:

—Jefe en funciones, tíos.

—Venga, vamos a reunimos de una vez —añadió Lucas.

El coche oficial del Ministerio de Defensa traspasó el portón de la fábrica de armas y aparcó. Un hombre alto y delgado con los ojos saltones y el uniforme de general de división avanzó por el patio desde las dependencias principales de la fábrica. Ramos se puso en posición de firmes. El escolta y el chófer, aunque vestían de paisano, se cuadraron también.

—Coronel… —saludó el general.

—A sus órdenes, mi general.

—Abdul nos está esperando. Ha madrugado.

—¿Conoce al comisario Calzada, mi general?

El Viejo se adelantó y le tendió la mano. El general se la estrechó con fuerza.

—El general Asensio —presentó Ramos—. Le he hablado de él, mi general.

—Y siempre bien, tengo que reconocer. —Sus ojos saltones se fijaron en el Viejo—. ¿Quieren acompañarme? No debemos hacer esperar a su alteza.

Abdul parecía más gordo que en las fotografías, más suave y blando. Vestía un traje cruzado de lana inglesa y acariciaba un cetme. El despacho del director de la fábrica de armas tenía un saloncito anejo, decorado en tonos oscuros muy sobrios. El general Asensio, el coronel Ramos y el Viejo estaban sentados alrededor de una gran mesa ovalada de caoba. El director de la fábrica de armas era un hombre enjuto y risueño, muy alto y prematuramente calvo. Observaba cómo el príncipe Abdul manejaba el fusil.

—Muy hermoso —manifestó el príncipe—. De poco peso. —Se volvió al director—. Las mejores cualidades de las mujeres.

El director rio abiertamente, nadie lo secundó.

—Y más fieles que las mujeres —añadió el director—. Puede ser utilizado como ametralladora y tiro a tiro. Es mejor que el M-16 americano y más barato.

El príncipe Abdul dejó el fusil sobre la mesa y sonrió ampliamente.

—Estoy seguro —manifestó.

—¿Quiere que le traigan café, alteza? —preguntó el director—. ¿Jerez?

—Su alteza no bebe alcohol —intervino el general Asensio.

—¡Oh, no! ¡Claro! —contestó Abdul—. Y no me apetece café, gracias. Me sube la tensión. —Miró el reloj—. ¿Esto es todo? Tengo un poco de prisa.

El director de la fábrica se mordió los labios y paseó una mirada por los presentes.

—Tenía pensado, alteza, hacerle unas demostraciones con el cetme. Los tiradores están dispuestos. Creo que…

—No hace falta. —Sonrió. Una sonrisa meliflua enmascarada entre la barbita finamente cortada—. Conozco de sobra este fusil.

—¿Y las pistolas? Quiero mostrarle…

—Ya ha oído a su alteza —cortó el general Asensio—. No hace falta. Su alteza tiene prisa. Haga traer el protocolo y que lo firme.

—La vida de un hombre de Estado es muy dura, general. Le agradezco su comprensión.

El general Asensio inclinó la cabeza, saludando.

—Bien… —titubeó el director—. Entonces…, con permiso.

Se dirigió a una mesita auxiliar y descolgó un teléfono.

—Dígale a Peñalva que traiga el protocolo… —Subió la voz—. ¡No! ¿He hablado claro? ¡He dicho el protocolo!

Colgó con fuerza y se volvió a Abdul Nissan. La sonrisa parecía tatuada en su rostro como una cicatriz.

—Perdone, alteza —dijo Ramos—. Pero me gustaría comentarle algo sumamente desagradable.

—No —cortó el general—. Nada de cosas desagradables ahora, Ramos.

El príncipe Abdul alzó las cejas y adoptó una expresión interrogadora en su rostro.

—¿Decía usted, coronel?

—No es nada importante. Quizás en otra ocasión. Cuando tenga usted tiempo, alteza.

—El coronel Ramos se refiere a los últimos incidentes en la frontera con su guardia personal, alteza.

—Creía que eso ya estaba arreglado.

—Está arreglado, alteza. —Ramos se apoyó en la mesa y sonrió—. Sólo quería decirle que antes nos avisara de cuántos hombres…, quiero decir, cuántos forman su guardia personal, nada más.

—¡Oh! ¿No es nada más que eso? Le prometo, coronel Ramos, que lo tendré en cuenta.

Llamaron a la puerta y el director gritó:

—¡Adelante!

Entró el capitán Peñalva con un portafolios de cuero repujado. Era un hombre de poco más de treinta años, alto y con cabello corto. Iba de uniforme. Dio unos pasos en la salita y se cuadró.

—Pase, pase, Peñalva. Su alteza tiene prisa.

—Con permiso —dijo—. Alteza, a sus órdenes, mi general…, coronel.

Puso frente a Abdul Nissan el portafolios, lo abrió y se retiró unos pasos. El Viejo se dio cuenta de que escrutaba al árabe. El director le señaló los lugares en donde debía firmar.

—Aquí y aquí, por favor, alteza. —Hizo una pausa mientras Abdul firmaba con rapidez—. Dentro de una semana estará listo el cargamento.

Abdul se puso en pie. El director recogió el portafolios y se lo entregó a Peñalva, que se lo colocó bajo el brazo. Los demás se pusieron también en pie.

—Llamaré a su coche —manifestó el director.

La sección tercera consistía en cuatro despachos, dos de ellos comunicados, en el ala izquierda del quinto piso del edificio del Ministerio de Defensa. El mobiliario de los despachos había sido renovado recientemente, de modo que aún olían a nuevo.

El coronel Ramos bebía café a sorbitos con la mirada perdida mientras el capitán Peñalva paseaba por la habitación. El despacho era estrecho y alargado, amueblado sin la pretensión de que resultara cómodo. Peñalva se detuvo y dijo:

—Es peligroso. Todo el mundo sabe a lo que se dedica Abdul… No es más que un vulgar intermediario.

—Un intermediario muy rico —contestó Ramos, aún con la mirada perdida.

—Es tan burdo… —Peñalva volvió a pasear y Ramos se encogió de hombros—. Lo que me fastidia es que finja de esa manera delante de nosotros, que lo conocemos tan bien.

—A Abdul eso le da lo mismo.

—Esas armas las tiene ya vendidas a los iraníes por el triple de lo que le han costado. Y añade su comisión.

—Nuestra Constitución prohíbe vender armas a los países en guerra, Peñalva. La gente como Abdul Nissan es muy útil… Gracias a ellos nuestra industria de armamento consigue beneficios.

—Pero es peligroso —insistió Peñalva—. Abdul no se recata lo más mínimo, puede enterarse la prensa… Fíjate en los titulares… El Gobierno español vende armas a Irán.

—No me preocupa eso —dijo Ramos.

—¿No? Entonces ¿qué es lo que te preocupa? ¿La heroína? Tampoco eso es asunto nuestro. Todo el mundo sabe que Abdul recibe sus comisiones en heroína.

—Parte de esa heroína se distribuye aquí. —Ramos se bebió el café de golpe. Hizo una mueca, estaba frío—. Se está distribuyendo en España.

—Ya le hemos pasado la información a Estupefacientes. —Peñalva avanzó hacia la mesa de su jefe—. ¿Le has contado a Calzada el cuento?

—Sí.

—¿Se lo ha tragado?

—No lo sé. Es muy listo.

—Ramos, a ti te pasa algo. ¿Qué es? A mí no me engañas.

—¿Y si hubiésemos pinchado en carne? ¿Y si fuera verdad que hubiese un policía con Abdul? ¿Un policía español que le sirve para distribuir la droga?

—Es Sousa. Está claro.

—Además de Sousa. Sousa y un policía.

Peñalva se encogió de hombros.

—Tenemos muchas cosas en que pensar, Ramos. No nos metamos en camisa de once varas.

—Asensio conoce a Calzada. Me he dado cuenta esta mañana. Ha fingido no conocerlo, pero sé que mentía.

—No digas en voz alta que Asensio mentía. —Peñalva sonrió—. No es bueno para tu salud. Tampoco para la mía.

—Voy a hacerte caso… Voy a olvidarme de esa mierda de la heroína de Abdul… Eso es tarea de la Policía. —Ramos suspiró—. Como si tuviéramos poco trabajo.

En ese momento se abrió la puerta y entró Asensio, de uniforme, pero sin gorra. Ramos y Peñalva se pusieron en pie y se cuadraron.

—Vamos —dijo el general—. Descansad. Sois los únicos en el departamento que hacéis ademán de saludarme.

—¿Un café? Lo acabo de preparar —le sugirió Ramos.

—No. —Negó con la mano—. Llevo ya tres tazas en lo que va de mañana. ¿Qué os pareció Abdul?

—Las armas ya las tiene vendidas —respondió Peñalva—. El coronel Khalid lo verá en Marbella entre el viernes y el domingo.

—El bueno de Khalid —dijo Asensio en voz baja—. ¿Continúa de ayudante personal del ministro?

—Continúa —añadió Ramos.

—La industria de guerra ocupa a más de doce mil familias, Ramos. Quizá más… Familias que tienen que comer.

—Es comprensible, general —manifestó Ramos—. Muy comprensible.

—Por lo tanto quiero que no atosiguéis a Abdul con esas sospechas de la heroína.

—Pero mi general…

Asensio lo miró fijamente.

—Abandone esa línea, Ramos. No le va a conducir a ninguna parte. Abdul es un príncipe árabe en visita a España, nada más. Además, es muy influyente entre los palestinos.

—Entendido, mi general.

—La Brigada Central también va a dejarlo tranquilo.

—¿Incluso si es verdad que distribuye heroína en suelo español, mi general? —preguntó Peñalva.

—Capitán —habló Asensio—, usted tiene una prometedora carrera por delante. No la estropee. ¿De acuerdo? ¿Prefiere que le diga que es una orden?

Cuando Peñalva fue a la Brigada Central le dijeron que la sección de Estupefacientes se encontraba en un edificio cercano. Temió que por la tarde Prieto no estuviese allí, pero estaba. Lo recibió en un minúsculo despacho, que no era demasiado diferente al que él tenía en el Ministerio de Defensa.

Peñalva le enseñó las fotos y Prieto le dijo que a Sousa lo había trincado Flores un año atrás. Peñalva se acordó de Flores. Lo conoció cuando hizo el curso de Criminología y estuvo haciendo prácticas en la brigada, junto al comisario Ventura. Flores andaba por allí. Esperaba que se acordara de él.

Se le había ocurrido una locura.