40
El Santito era un hombre un poco más bajo de lo normal, con los cabellos peinados con mucha agua, vestido con ropas arrugadas pero limpias. Tenía un rostro alargado y beatífico, de sonrisa santurrona. Se acercó, caminando a saltos, hasta un coche que acababa de aparcar frente a la iglesia, y abrió la puerta y se apartó. En su cara apareció una mueca que parecía un corte en un flan. Del coche descendieron dos viejecitas muy atildadas que saludaron al Santito como si se tratara de algún viejo amigo. El Santito las llevó del brazo hasta la puerta, charlando con ellas. Cuando llegaron, una de las viejas abrió el bolso y le entregó un billete al mendigo, que se deshizo en reverencias.
Flores se acercó.
—¿Santito?
—Mande usted.
La sonrisa volvió a aparecer en su cara meliflua. Tardó unos cuantos segundos en descubrir un policía en Flores. Pareció encogerse dentro de sus ropas, dando aún más aspecto de fragilidad y desamparo.
—Quiero hablar contigo. Vamos a algún sitio. Te invito a tomar café.
Titubeó durante unos instantes.
—Eh…, verá usted, señor inspector… Es que ahora, a misa de ocho, me vienen muchas dientas, ¿sabe usted?… No puedo dejar el cangri.
—Al cangri no le pasará nada si te vienes conmigo, Santito. No te voy a entretener nada. ¿O prefieres que hablemos aquí?
—No, aquí no, señor inspector —dijo con rapidez—. No quiero que me vean con… —Dejó la palabra en suspenso.
—A la iglesia no le pasará nada si te vienes a tomar un cafelito, Santito. Vámonos.
—¿Es usted del gobi, señor inspector?
—Sí, de Centro.
—¿Nuevo, verdad, señor inspector?
Flores lo tomó del codo.
—Andando, Santito. Vamos a por ese cafelito.
Los dos caminaron por la calle Desengaño, hacia un bar llamado Hamburgo. El mendigo se volvió varias veces al oír cómo aparcaban los coches en la puerta de la iglesia. Su rostro adquirió una expresión sombría.
—¿Sabe usted la manteca que voy a perder, señor inspector? —Suspiró con pena—. Ése es uno de los mejores cangris de Madrid, tan bueno como San Ginés… Me ha costado mucho trabajo tenerlo, señor inspector.
El bar Hamburgo era alargado y sombrío, con un gran mostrador de madera que parecía pesado y sucio. En uno de sus extremos había una mujer delgada y con las medias rotas, bebiendo una taza de café. Flores condujo al Santito al otro extremo. No hablaron hasta que llegó el camarero y pidieron los cafés. El Santito añadió al pedido dos bollitos para matar el gusanillo.
—Santito —le dijo Flores—, te voy a entretener muy poco. Vas a poder volver enseguida al cangri a trabajar. ¿Me entiendes? Pero antes te voy a preguntar un par de cosas y tú me vas a contestar sin rodeos ni tonterías.
Los ojos del Santito descendieron al suelo y pareció achicarse aún más, como un reflejo de camuflaje.
—Diga usted, señor inspector. Yo estoy aquí para servirle.
Empezó a devorar los bollitos azucarados.
—Voy a preguntarte sobre Godoy.
—¿El pequeño o el mayor?
—Sobre los dos.
—El señor Molina, el mayor, es muy buena persona, un caballero. Siempre que me ve, me da algo.
Flores metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó un billete de mil pesetas. El Santito lo agarró y lo hizo desaparecer en algún lugar de su pecho.
—¿El negocio es del hermano pequeño o de los dos, Santito? —Silencio. El mendigo engulló el primer bollito y agarró el otro. Flores continuó—: Y no me digas que no sabes qué te estoy preguntando.
—Del pequeño —contestó con un hilo de voz—. Y de ese compañero suyo… El señor Lolo.
—Molina, el mayor, el de las barbas, no tiene nada que ver, ¿no es así? Y ten cuidado con lo que me dices.
—Todo el barrio sabe a lo que se dedican Godoy el pequeño y Lolo, señor inspector. Eso lo sabe todo el mundo. ¿Es esto lo único que me quería preguntar?
—Sí, esto era lo único.
—Claro, usted es nuevo.
—Tú lo has dicho. Soy nuevo.
Flores se bebió el café. En ese momento entraron en el bar cuatro hombres muy bien vestidos, acompañados de un grupo de mujeres silenciosas. Los hombres pidieron sus consumiciones al camarero con acento sudamericano.
—Se lo quitan todo a esos pobres drogadictos —añadió el Santito—. Todito se lo quitan si no les dan lo que ellos quieren. Todo se lo gastan en golferías, señor inspector.
Flores asintió en silencio. Estaba pensando en otra cosa. De pronto, dijo:
—Y tú viste cómo se llevaban a una chica en el coche patrulla, ¿no?
—Yo no sé el nombre, señor inspector. Yo vi a la chica que subía en el rodante. Nada más. Pero se lo dije al señor Molina, al mayor. Es muy amigo mío.
—Ahora vas a ser amigo mío, Santito.
—Y yo encantado, señor inspector. Yo a servirle a usted en lo que quiera. Yo me entero de todo en la puerta del cangri, ¿sabe usted? Pero otro día no se dirija a mí como lo ha hecho hoy. Otro día nada más pase usted por la puerta de la iglesia y yo voy detrás.
Los hombres de acento sudamericano hablaban a voces y se reían. Empezaron a llegar otros parroquianos. Casi todos eran mujeres con aspecto cansado, los rostros pálidos y desencajados, después de una larga noche atendiendo a clientes en las pensiones de los alrededores.
—¿Desde cuándo hacen eso Molina el pequeño y Lolo?
—Llámelo usted Godoy, señor inspector. En el barrio todos lo llamamos Godoy… —Se quedó pensativo—. Desde siempre, señor inspector. Siempre ha hecho lo mismo. Si un camello quiere ponerse en el barrio, tiene que pagarle a Godoy.
—¿Qué hora es? —le preguntó Godoy a la mujer.
Ésta tardó en responder. Estaba desnuda, tirada sobre la cama, las sábanas cubriéndole las rodillas. Tenía el rostro triangular y medio oriental de las indias del altiplano.
—Y media —contestó.
—¿Dónde está Lolo?
La mujer se encogió de hombros. Godoy la empujó y la sacó de la cama.
—Llámalo, nos vamos. Venga, que es para hoy.
La mujer se puso en pie y buscó en el suelo una bata azul que se puso en silencio. La habitación tenía una bañera a ras del suelo y las paredes pintadas de azul. El suelo era de losetas también azules. Lo único que no era azul era la ropa de cama. La mujer salió y Godoy se puso el uniforme y se pasó la mano por la barbilla áspera sin afeitar. Lolo entró en la habitación sin llamar.
—¿Nos vamos? —preguntó.
—Se nos ha hecho tarde —contestó Godoy—. Vámonos de una vez.
Lolo bostezó.
—Joder, qué sueño tengo. —Godoy lo agarró del brazo y lo empujó hacia la puerta.
Pasaron a una habitación donde había una piscina de agua caliente, rodeada de tumbonas y butacas de mimbre. Al fondo había un bar cerrado y puertas que comunicaban, con habitaciones semejantes a la que había dejado Godoy. El ambiente era húmedo y opresivo.
Los dos policías caminaron hacia la salida, abrieron la puerta y contemplaron el cielo plomizo de la mañana.
—¿Qué has averiguado? —preguntó Godoy.
—Es gitano de verdad y ha sido jefe del Grupo Especial en la Brigada Central. Parece que lo botaron por algo que hizo. Dicen que es un tío raro. Fíjate tú, gitano en la Brigada Central.
Godoy apretó la boca. Cruzaron la calle y llegaron hasta el coche patrulla, aparcado en la acera.
—Un cabrón que quiere hacer méritos, ¿no? —dijo Godoy.
—Eso parece. —Volvió a bostezar.
—¡Deja de abrir la boca! —gritó Godoy—. ¡Me pones enfermo!
—¡Qué coño te pasa a ti ahora! —contestó su compañero.
Entraron al coche. Godoy puso el motor en marcha, pero se quedó inmóvil, las manos asiendo el volante con fuerza.
—Ese tío puede joder la marrana —dijo Godoy—. Estoy seguro de que quiere hacer méritos con el comisario.
—A nosotros no nos pueden hacer nada. —Lolo se volvió a Godoy—. Te pasaste con la Toñi, te lo dije. No debiste darle aquella hostia.
—¡Cállate! —gritó, y luego se tranquilizó—. Fue un accidente. Yo no quise matarla. Tropezó y se desnucó contra aquella piedra. La zorra de mierda.
—Con que le hubiésemos echado el polvo era suficiente, pero tú…
Lolo dejó la frase en suspenso.
—Estamos los dos en esto, Lolo. Tú y yo. No trates de quitarte el mochuelo de encima, ¿eh? Los dos estuvimos con ella, los dos nos la tiramos.
—Era una yonqui, una mierda. ¿Por qué preocuparnos por eso? Tú mismo lo has dicho, fue un accidente. Qué más da una zorra más o menos.
—Muy bien. Pero debemos andarnos con cuidado.
Godoy torció el volante y sacó el coche. Puso la sirena y se saltó el semáforo en rojo.
Bernardo permanecía sentado en el jergón de la celda, mirando la pared de enfrente con los ojos fijos y dilatados. Tiritaba con las manos metidas en los bolsillos de la cazadora. En la celda de al lado, dos marroquíes hablaban en su lengua insultándose el uno al otro. Un policía les chistaba desde la puerta.
—¿Te han llevado a la casa de socorro? —le preguntó Flores.
El muchacho apenas pudo fijar la vista. Movía los labios, como si salmodiara.
—Estás con un mono muy fuerte —siguió Flores—. ¿No has querido ir a la casa de socorro? ¿Te ha visto el médico?
Nada. Silencio.
—Dentro de poco no vas a poder aguantar, chico. ¿Por qué no me hablas?
—¿Me trae un pico? —preguntó el chico—. Tráigame un pico y le cuento lo que quiera. Quién mató a Napoleón, si quiere.
—Sólo quiero saber quién mató a Toñi. —Flores se sentó a su lado. El chico despedía ese penetrante olor agrio y desagradable que sueltan los drogadictos cuando sudan—. Si te fijas bien, no tienes nada… No vas a comerte ningún marrón. Aún no he hecho la denuncia.
El chico se volvió con rapidez, miró a Flores y luego volvió a observar la pared.
—Tráigame un pico. Ustedes pueden. Tráigame un pico… Y si no quiere, un poco de caballo para que lo esnife.
—Creo que te estoy hablando por las buenas, Bernardo. Si fueras un poco más listo, te darías cuenta de que te conviene hablar conmigo. Te acabo de decir que aún no he puesto la denuncia por agresión a la autoridad. ¿Sabes cuánto te puedes comer con esa acusación?
Bernardo se encogió de hombros.
—Me da igual.
—No vas a poder pasar el mono y tú lo sabes. Dentro de unas cuantas horas estarás en el suelo gritando y subiéndote por las paredes.
—Alguien me traerá un pico.
—¿Quién? ¿Godoy? ¿Él te va a traer un pico? ¿Eh? ¡Contesta! —Flores lo zarandeó. El chico intentó zafarse de sus manos—. ¿Te ha prometido un pico?
—Déjeme en paz, madero de mierda. Todos ustedes son iguales. Déjeme en paz o llamo a un abogado. Tengo derecho a un abogado. Si me coacciona, pondré una denuncia.
—Tú pon la denuncia, que yo pondré la mía. ¿Es que eres tonto? ¿Qué te ha prometido Godoy si callas, eh? Dímelo. ¿Te ha prometido caballo?
—Déjeme tranquilo.
Flores se puso en pie y paseó por la celda. En uno de los rincones había manchas de orines recientes.
—Estamos investigando el asesinato de tu novia, Bernardo. Y queremos pescar a quien lo hizo, no importa quién sea. ¿Me entiendes? Pero tú tienes que colaborar. Hace falta que declares que viste a Godoy llevarse a tu novia en el coche patrulla, que se quedaron con el caballo que os cogieron. Decláralo ante el juez y yo no pondré la denuncia por agresión a la autoridad. Sé de sobra que no ibas a por mí. ¿Es que no me crees?
Bernardo esbozó una sonrisa. La tiritona lo estremecía de arriba abajo. Se le estaban agarrotando los músculos. Había peligro de que no pudiera respirar. De que muriera por la contracción de la tráquea.
—Vete a la mierda con eso, madero. ¿Me vas a hacer creer que tú eres un hada buena? Olvídame, que no es mi santo. Vosotros no enchironáis a los vuestros, no me jodas.
Flores se acercó a Bernardo.
—Si uno de los nuestros, como tú dices, ha asesinado a Toñi, lo pagará. De eso puedes estar seguro, Bernardo. Pero tienes que ayudar. Contárselo al juez.
—Tráeme un pico y te cuento lo que quieras.
—Cómo puedes ser tan imbécil.
—Un poco de caballo. Para esnifar. Nadie se dará cuenta.
—Yo no tengo caballo.
—¿No?
—¿Godoy te ha prometido caballo? ¿Eh? Dime, ¿te ha prometido caballo para que cierres el pico?
—¿Godoy?
—Sí, Godoy.
—No, no ha sido Godoy.
—¿Quién ha sido, entonces?
—El de las barbas. Ese bajito y fuerte. Me ha dicho que me traerá caballo, pero está tardando mucho.
La puerta de la celda se abrió y un policía uniformado se asomó.
—¿Flores? —preguntó.
Flores se puso en pie.
—Soy yo.
—Lo llama el comisario.
Flores caminó hasta la puerta y el policía le dijo:
—No sabía que usted era Flores. —Era un muchacho rubio y de aspecto sano y fuerte—. Disculpe.
—No hay por qué. Soy nuevo aquí.
El policía metió la mano en la guerrera y sacó un papel con una dirección.
—Ha estado preguntando por usted un tal Pajarito. Decía que era muy urgente, que quería hablar con usted. Lo siento mucho, no sabía que había un inspector Flores aquí. Lo siento. —Flores cogió el papel—. Dijo que ésa era su dirección.
—Bueno, muchas gracias —añadió Flores—. Y ya sabe que hay un inspector Flores en esta comisaría.
—¿En qué grupo está usted?
—En el de Noche, con Molina… De momento.
Flores le hizo un gesto de despedida.
Laínez estaba sentado tras su mesa y Molina, en la silla que se encontraba al otro lado. Flores permanecía en pie.
—¿A cuántos camellos dices que has visto? —le preguntó el comisario.
—Anoche a tres y esta mañana a otro. En total, cuatro.
Laínez levantó un papel que sostuvo ante su cara.
—Ibraim Zhod, Carmen Rodrigo, Mohamed Zuqiri y Jaime Deogracias… ¿Son éstos? ¿Éstos son los que has visto?
—Sí, éstos son. Todavía no he hecho el informe. Entro a trabajar esta noche a las diez. —Flores miró a Molina, que no hizo ningún gesto—. Pensaba llevar los informes entonces.
—Ya, muy bien. —Laínez se retrepó en el sillón y observó a Flores detenidamente—. Tres de esos camellos te han denunciado por agresiones injustificadas. Han ido al juzgado de guardia y han hecho la denuncia esta misma mañana. El juez me acaba de llamar. ¿Qué dices a esto, Flores?
—¿Agresiones? Eso es una estupidez. Yo no les he puesto la mano encima a esos camellos.
Los ojos del comisario se encendieron.
—Muy bien, ¿y el Santito? ¿También lo has visto esta mañana?
—Sí, a las ocho. He estado con él de ocho a ocho y media. En la cafetería Hamburgo.
Molina se removió inquieto, pero no dijo nada.
—Muy bien, Flores. Lo reconoces, ¿no? Te pasaste con el Santito, ¿no? Le sacudiste. —Las mandíbulas de Laínez se apretaron.
—Conque es eso, ¿verdad? —Flores miró otra vez a Molina—: ¿Quién le ha dicho que yo le he sacudido al Santito?
—El mismo Santito. Ha estado en la casa de socorro y después lo han enviado al hospital. La mandíbula rota en dos sitios. Pero puedes estar tranquilo, no va a poner una denuncia contra ti. El Santito nos debe muchos favores y hace lo que nosotros le decimos. No dirá nada. —Laínez se echó hacia delante en la silla—. No voy a enfadarme, no voy a gritar, Flores. Voy a tratar de ver las cosas con objetividad. Pero dime, ¿qué clase de matón eres tú, eh? Habían corrido rumores de que eras un chulo, un poco chuleta, vamos…, pero nadie me había dicho que fueras un matón. ¿Qué ha pasado con el Santito y con esos camellos? Procura que tu respuesta me guste. Te escucho.
—A ninguno de ellos le he puesto las manos encima. —Flores miró otra vez a Molina, habló dirigiéndose a él—: Ése no es mi estilo.
Laínez dio un puñetazo en la mesa.
—¿Que no? —gritó—. ¿Que ése no es tu estilo? ¿Quieres decirme que todos se han puesto de acuerdo para joderte, Flores? —Flores no respondió. Laínez prosiguió—: Se acabó tu estancia en el Grupo de Noche, y si tu amiguito Poveda se cabrea, le dices que hable conmigo. Vas a volver a la inspección de guardia y te voy a imponer una sanción de una semana sin sueldo. —Flores fue a decir algo, pero Laínez lo atajó con la mano—: Aquí no quiero chulos, ni matones, ¿te enteras? La próxima queja que oiga de ti, te cae un expediente. Ahora largo de aquí.
Flores se quedó frente al comisario con el rostro crispado y los ojos inyectados en sangre. Molina se pasó la mano por la barba, evidentemente nervioso.
—¿A qué esperas? He dicho que largo de aquí. Y mañana a la inspección de guardia. Valentín tampoco te quiere en su grupo. Pero te aviso de que ése será tu único destino en esta comisaría mientras yo sea el jefe. Si oigo queja sobre ti, te irás a la puta calle.