15
Barrera era un hombre ancho y fuerte con unos hombros que parecían surgirle directamente de las orejas. Las patillas negras le llegaban hasta casi la boca y estaba tumbado en la mesa con la cabeza entre los gruesos brazos. Roncaba.
El camarero había recogido ya todas las mesas menos la que estaba ocupada por el Trompeta y sus dos amigos, y se volvió al escuchar los ronquidos. Eran gruñidos que recordaban a los animales de la selva. Constancio eructó.
—Qué bien he comido —dijo, y observó a Barrera—. Qué jodío, el Barrera, ya se ha dormido. Siempre se duerme.
Nico dejó de hurgarse la boca con el palillo. Contempló con atención lo que había extraído de una muela y continuó hurgándose.
—Siempre se dormía el jodío del Barrera. En las guardias se dormía de pie, con el mosquetón y con los ojos abiertos. —Nico movió la cabeza con admiración—. Roncaba con los ojos abiertos y nadie sabía si estaba de cachondeo o se había dormido de verdad.
Constancio no hablaba nunca, pero se había bebido dos botellas de tinto él solo y en esos casos se le disparaba la lengua.
—En las imaginarias también se dormía. ¿Te acuerdas, Trompeta?
—Yo nunca he hecho imaginarias.
Constancio volvió a eructar. Debía haber comido más despacio, saboreando mejor, pero no todos los días lo invitaban a uno a comer.
—No jodas, Trompeta. ¿Nunca has hecho imaginarias?
—Lo que yo te diga.
—Pues calabozo sí que nos chupamos.
—Eso es otra cosa.
—¿Has visto al Jabibi, Trompeta?
—No seas gilipollas, Constancio. Al Jabibi se lo cargaron en Algeciras. Le metieron una puñalá.
—Sí, es verdad. Ahora me acuerdo.
Nico tiró el palillo al suelo y chascó la lengua y se desperezó, estirando los brazos y las piernas a la vez. Se llevó la mano a la boca y produjo un ruido estridente, imitación del sonido de una trompeta militar. Barrera continuó roncando.
—A éste no hay quien lo despierte —dijo Constancio.
—¿Hace otros cafelitos? —preguntó Nico—. Cafelitos con copa. Dabuti.
—¿Queda manteca? —Nico se encogió de hombros. Constancio continuó—: El capitán ha dejado dos mil duros. ¿Tú crees que nos lo hemos gastado todo? Hemos papeao como curas.
—Todavía debe de quedar. ¡Eh! —llamó al camarero, que estaba barriendo el local—. ¡Ven para acá!
El camarero se acercó con la escoba.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó.
—Tráenos cafelitos y copas y… espera un momento, y puros. De los buenos.
—¡Coño, sí! ¡Puritos! —exclamó Constancio.
El camarero se quedó mirando a los tres hombres.
—Ya está cerrado, Trompeta. Tenéis que daros el piro.
Nico se quedó mirándolo. Se echó hacia atrás en la silla y lo señaló con el dedo. Entrecerró los ojillos.
—Te pego una puñalá que te arranco las pelotas, maricón —dijo—. ¿Quieres verlo? Por mi madre que lo vas a ver.
El camarero saltó hacia atrás y abrió la boca para responder, pero la cerró de golpe al distinguir el centelleo en los ojos de Nico.
—No hace falta que te pongas así, Trompeta. No son cosas mías, a ver si me comprendes, es que…
—Los cafelitos —insistió Nico—. Y deprisa. Tráete una botella de coñac, del caro… Y los puros.
—Vale, Trompeta. Ahora mismito. —El camarero se marchó.
Constancio empujó a Barrera.
—Tú, venga… Tú… Despierta de una puta vez.
Barrera resopló y continuó roncando.
—¡Atenta compañía…! ¡Arch! —exclamó Nico.
Barrera levantó la cabeza de golpe.
—¡Eh! —exclamó—. ¡Qué pasa!
Constancio soltó una carcajada.
—¡Venga, tú, macho! ¡Que es para hoy!
—¡Me cago en la…! —Barrera miró a izquierda y derecha. Tenía saliva en la comisura de la boca—. Se ha ido todo el mundo.
—Qué espabilao que eres, Barrera —dijo Nico—. A ver si te despiertas, que tenemos que hablar de negocios.
—Que nos vamos a hacer ricos, Barrera —indicó Constancio.
Barrera sonrió y se pasó la mano por la boca llena de saliva apelmazada. Bostezó.
—Dile al capitán que lo tengo todo listo, Constancio. —Volvió a bostezar—. Todo limpito, para pasar revista. Qué jodío el capitán, ¿eh? Tiene cabeza, ¿eh? —Asintió—. Ya lo creo.
—Más cabeza vamos a tener nosotros, Barrera —manifestó Nico, y gritó en dirección al camarero, que se distinguía en el mostrador—. ¡A ver esos cafés! ¡Que no me tenga yo que levantar!
—¡Ya van! —contestó el camarero.
—Y los puritos —indicó Constancio.
—¡Tráete los puros! —volvió a gritarle al camarero—. ¡Y el coñac! ¡Me cago en mi madre como me tenga que levantar!
El camarero adelantó la cabeza.
—¡Ya va, ya va! —chilló.
—Ahora a ver si hablamos en serio. —Nico le dio un codazo a Constancio y éste le sonrió—. Verás lo que se le ha ocurrido aquí al Trompeta.
—Es evidente —dijo Ventura, y se llevó un dedo a la cara— que los chantajistas conocían la empresa, sus productos y lo que fabricaban… Sobre todo, la conocían por dentro. Sabían dónde se encontraban los potitos, en qué parte del almacén. Una línea de investigación debe incluir a los ex empleados de la empresa, gente resentida y con motivos para urdir el chantaje.
—Con motivos y con sida —apuntó Flores.
Ventura se rascó la cabeza.
—¿Realmente crees que han infectado de verdad los potitos? ¿Que han inyectado sangre de un enfermo de sida?
—¿Y por qué no? —continuó Flores—. No podemos descartarlo.
—Perfecto, no podemos descartarlo… Muy bien, otra línea de investigación incluiría a los empleados de la empresa. Quizás uno de ellos tenga el sida… Bien, otra línea de investigación, que está cubriendo Marchena, está centrada en el mismo Cárcer. Y se está adelantando mucho. Ya sabemos que sobre él pesa la sospecha de que se queda con fondos de la compañía. Un grupo numeroso de accionistas ha pedido una revisión contable de su gestión en los últimos cuatro años. La empresa que hace la auditoría se llama Finalcontrol, S. L. y han permitido que Marchena esté con ellos, revisando los libros.
—El tiempo es nuestro principal enemigo —dijo Flores—. Si la llamada la va a hacer mañana temprano, no tendremos tiempo.
—¿Qué te ha dicho Ripoll? —le preguntó Ventura a Lucas.
Lucas continuó con la mirada fija en la pared del reservado del restaurante. Muriel le dio un codazo y Lucas se sobresaltó.
—¿Eh? —exclamó Lucas.
—Te está hablando Ventura —le dijo Muriel.
—Te pregunto que qué te ha dicho Ripoll —repitió Ventura.
—¿Ripoll? —Lucas sonrió—, el CESID tiene un rastreador ultrasensible de llamadas… Está haciendo gestiones para que nos lo deje. Esta tarde me lo confirmará. —Miró el reloj y exclamó—: Es ya bastante tarde.
—¿Están incluidas las copas? —preguntó Loren—. ¿O no lo están?
—Nos ha jodido —manifestó Pacheco—. ¿No estamos trabajando? Pues entonces que nos las paguen.
—Están incluidos la comida y una bebida y el postre o café. Pero nada de copas —respondió Ventura—. Los excesos van a vuestra cuenta.
—Cojonudo —añadió Pacheco—. A los etarras les pagan estancias en el extranjero con todos los gastos pagados. Y nosotros nos tenemos que pagar las copas. Cojonudo.
—Cuidan de nuestra salud —remachó Loren—. Pues yo voy a pedir una copita. Estoy hasta el gorro de preguntarle a la gente a la que han echado de esa jodida empresa. Todos la odian. Todos tienen motivos para chantajearlos.
—Es asombroso —terció Carmela—. La cantidad de hombres y mujeres a los que han echado sin motivo ninguno. Padres de familia cobrando el paro y sin posibilidades de volver a trabajar.
Pacheco gritó llamando la atención al camarero. Cuando éste acudió, Pacheco le pidió un whisky sin hielo ni agua y les preguntó a los demás si querían algo. Sólo respondió Loren, que deseaba coñac.
—Creía que habías dejado de beber —le dijo Flores a Pacheco.
—Cuando necesite un padre, ya te llamaré, Manuel. ¿Vale?
—Vaya —dijo Carmela—. Cómo está el patio.
—¿Es que no me voy a poder beber la copa tranquilo? ¿Quiénes sois vosotros, coño? ¿De la liga antialcohólica?
El camarero aguardaba con el bloc de pedidos en la mano.
—A mí otro coñac —pidió Solana.
—Dos coñacs y un whisky sin agua ni hielo. ¿Qué marca de coñac prefieren los señores? —preguntó el camarero.
—Del más caro —respondió Solana.
El camarero asintió y se marchó. Ventura miró la hora.
—Tenéis quince minutos para tomarlo. —Se dirigió a Solana—: ¿Cuándo me vas a pasar el informe?
—Cuando sepa algo —respondió éste—. Tengo un confite muy bueno que trafica un poquillo con caballo y que tiene el sida. A lo mejor sabe algo. —Se encogió de hombros—. Casi todos los yonquis tienen el anticuerpo.
—Anoche estuve estudiando el vídeo —siguió Ventura—. Y tengo…, no sé…, una teoría sobre ese chantajista… Es tartamudo y un hombre acostumbrado a mandar, un jefe, alguien que tiene o ha tenido poder… Es también un resentido, un hombre lleno de odio…
Ventura hizo una pausa y sacó un cuaderno pequeño del bolsillo de su chaqueta y lo consultó.
—… un psicópata que piensa que nadie le ha tenido en cuenta hasta ahora, en su verdadera valía, y que, por lo tanto, siente que la sociedad le debe algo…
—Ése es Pacheco —terció Solana—. ¿Eres tú el chantajista, tío?
—¿A que te doy en los morros? —le contestó Pacheco—. ¿Quieres verlo?
—Venga, un poco de seriedad —añadió Ventura, y continuó—: He calculado su estatura en relación a la mesa del almacén donde estaban los potitos y por la posición de las manos… Mide alrededor de un metro setenta y cinco, yo diría que casi exactamente, centímetro más o menos…
Carmela había sacado una pequeña agenda y se había puesto a apuntar el retrato robot que había elaborado Ventura. El camarero llevó las bebidas y las repartió entre los presentes. Pacheco acarició su vaso y miró a Flores. Se encogió de hombros.
—Manuel, perdona, tío. Estoy un poquillo nervioso.
Flores movió la cabeza quitándole importancia. Marchena se puso en pie.
—Bueno, lo siento, estamos muy bien todos aquí, pero yo me voy a trabajar. Que lo paséis bien.
Empezó a caminar hacia la puerta y Flores lo llamó.
—Espera un momento —le dijo, y caminó hacia él—. Me gustaría hablar contigo luego. Esta noche. ¿Podrás?
Marchena lo miró con ironía.
—¿Asuntos de trabajo o particulares?
—Es privado.
—Lo siento, pero no puedo perder tiempo. Me estoy examinando.
—No te llevará mucho. Menos de cinco minutos.
—Escúchame, Flores, mi vida privada es mía. Sólo mía y tú no eres mi amigo, eres mi jefe. Por ahora… ¿Me he explicado bien?
Cárcer se despertó en la cama sudoroso y con mal sabor de boca. Se dio la vuelta, todavía soñoliento, y contempló el pelo negro y el bulto de las caderas de Lina, que dormía de espaldas, roncando suavemente. Cárcer le pasó la mano por la grupa, palpándola. El reloj, que no se había quitado de la muñeca, le hizo dar un respingo y sentarse en la cama.
—Lina —llamó y la empujó—. Lina, me tengo que marchar.
La mujer gruñó algo ininteligible y continuó emitiendo los suaves ronquidos. Cárcer saltó de la cama y se dirigió al cuarto de baño. Desnudo parecía un enorme y gordo mono peludo. Sin el traje cortado a medida, sin la camisa a juego ni la corbata ni los zapatos demasiado abrillantados no era un espectáculo que mereciera la pena verse.
Cárcer fue al retrete y luego tiró de la cadena. Después se duchó con rapidez y salió del baño, secándose con una toalla negra que había costado doce mil pesetas en una boutique.
El cuarto de baño y el dormitorio parecían arrancados de una de esas revistas que muestran casas de gente rica y famosa. Más bien parecía un hotel de cinco estrellas. La cama era grande y espesa y había sido diseñada por un japonés.
La mujer a la que Cárcer había intentado despertar inútilmente yacía apenas cubierta por una sábana color salmón claro. Su cabello negro se desparramaba sobre su cara, tapándola a medias, y la sábana resaltaba un cuerpo ancho y generoso de mujer del campo que ha heredado, además de un cuerpo de estatua, una singular astucia para tratar con determinados hombres.
La ropa de Cárcer estaba cuidadosamente doblada sobre una silla y se la fue poniendo con presteza. Comprobó que llevaba la cartera y el reloj y abandonó el dormitorio sin volver a mirar a la mujer. Cuando se escuchó el ruido de la puerta, la mujer se enderezó en la cama y suspiró con un gesto de fastidio. Tenía el rostro triangular y hermoso, de labios abultados y ojos grandes y negros.
El hombre le preguntó a Flores:
—Oiga, ¿esto qué tiene que ver con el robo?
Flores consultaba su ficha médica. Allí ponía que tenía un comienzo de artritis reumatoide en las dos rodillas. Era un sujeto de unos cincuenta años que trabajaba en el departamento de contabilidad.
—Es una comprobación de rutina —contestó Muriel—. Ya puede usted marcharse. Diga usted al siguiente que pase, por favor.
El contable lo miró con desazón. Él esperaba un interrogatorio en toda línea, como había visto en la televisión. Él sabía mucho sobre los chanchullos que se hacían con la seguridad social, los falsos contratos y las nóminas falsificadas.
Se puso en pie y abandonó el cuarto arrastrando sus zapatos. No tendría demasiadas cosas que contar a la gente de su departamento ni a su mujer cuando volviera a casa.
—Éste es uno de los que más falta por baja de enfermedad —dijo Flores—. Ocho veces en lo que va de año.
—La siguiente también —señaló Muriel—. Lo que más tienen es agotamiento nervioso… Se llama Antonia Giménez.
Como si hubiera sido una señal, la cabeza de una mujer de unos cuarenta años, se asomó a la puerta. Llevaba la bata blanca de los empleados de las cintas transportadoras.
—¿Dan ustedes su permiso? —preguntó la mujer.
La pastelería permanecía a oscuras, cerrada. Los cierres metálicos echados. Ningún cartel que anunciara la razón del cierre. Los dos niños miraron el rótulo de la puerta por si había habido algún error. Seguía siendo el mismo rótulo: Pastelería Ros. Los niños se miraron con pesar. La pastelería más próxima caía muy lejos de su casa y su madre les prohibía entretenerse a la salida del colegio. Tendrían que volverse sin sus bambas de nata. Estaban aprendiendo lo que eran las frustraciones. Lo que los mayores decían que era la vida.
Dentro de la pastelería, sin embargo, había una luz que no se podía ver desde fuera y que iluminaba un plano militar a escala, extendido sobre una mesa de borriquetas. Inclinados sobre ese mapa se encontraban cuatro hombres. Ros dijo:
—¿Os lo habéis aprendido de memoria? —Miró a cada uno de los presentes. Miró sus caras expectantes y serias y forzó otra vez la garganta para que las palabras le salieran seguidas, sin tartamudeos—. ¿Está claro, Barrera?
El aludido tragó saliva.
—Sí, mi capitán. Es muy fácil. Yo tengo que coger el walkie talkie y decir eso.
—Pero… a la hora exacta, cuando llegue el tren. Es… es muy importante la sincronización… Quiero decir… que cada cosa debe hacerse a su momento, sin fallos. ¿Lo has entendido, Barrera?
—Sí, mi capitán. Usted me da la señal y yo le doy al walkie talkie.
—¿Nico?
El mencionado hizo el gesto de llevarse la mano a la boca y sonrió:
—Chupao, capitán. Me sé el camino de memoria. Puedo hacerlo con los ojos cerrados.
—Es así co… como lo tienes que hacer, Nico. Con los ojos cerrados. Irás sin luces.
Nico volvió a sonreír.
—Si no confiara en nosotros, no nos habría llamado. Yo era el mejor conductor de nuestra bandera, ¿no, capitán?
Ros se dirigió a Constancio con la mirada. Parecía sumido en profundos pensamientos. En realidad tenía ardor de estómago y seguía aún medio borracho.
—¿Constancio?
—¿Eh?
Silencio. Nico le dio un codazo.
—Cojo el coche y me tiro para la glorieta de Atocha, para el paseo de las Delicias, mi capitán —dijo con precipitación.
Ros dobló el mapa con violencia.
—Lo repasaremos después más veces.
—No hace falta, capitán. Ya nos lo sabemos.
—Soy yo quien decide cuándo os lo sabéis o no. ¿Entendido?
—Y digo yo una cosa, mi capitán. —Nico volvió a sonreír—. ¿Cuándo nos dará usted el dinero? Porque hasta ahora sólo ha habido la invitación a comer, que le agradecemos mucho…, pero de pasta, nada. Perdone que hable tan claro, pero usted ya me conoce. No es por ofender, yo voy con usted a donde usted me diga, capitán.
—Mañana, la mi… mitad. Después del trabajo, el resto.
—¿Y doña Marisa? —preguntó Nico—. No la he visto. ¿Es que no está?
Constancio respondió:
—Todavía no ha vuelto del trabajo.
—Mi capitán, ¿puedo coger un pastel de ésos? —Barrera señaló el mostrador acristalado—. Se van a estropear.
Ros se encogió de hombros y Nico hizo su gesto favorito.
—¿Qué tiene este bar de especial? —preguntó Loren.
Paseó la mirada por el local. Era un bar corriente. Mostrador en forma de ele. Freiduría. Bocadillos. Tapas de cocina. Gente apoyada en el mostrador consumiendo cerveza y vinos. Ruido.
—A mí me gusta —dijo Carmela—. Y nos merecemos un descanso.
—Mira que traerme hasta la calle Postas —respondió Loren.
Los dos bebían cerveza. Carmela observaba el local. El teléfono público se encontraba en un rincón del establecimiento, al lado de una segunda puerta que daba a la calle de la Sal.
«El teléfono está apartado —pensó Carmela—. ¿Y si fuera éste el sitio que elige para llamarme? Ha utilizado cabinas telefónicas, pero desde hace tiempo, teléfonos públicos de bares, según me ha dicho Ripoll. A lo mejor es éste».
—¿En qué piensas? —le preguntó Loren.
—En este caso —respondió Carmela—. Es muy jodido.
Loren asintió.
—¿A qué sabrán esos potitos?
—No sé…, a potitos. No tengo ni idea.
—Nunca ha habido un caso como éste, no hay referencias, ni experiencia. Dice Ventura que sólo hay un caso conocido en el mundo. Ocurrió en Estados Unidos y hace dos años. Un tío que envenenaba productos farmacéuticos para divertirse, pero que no era un chantajista. ¿Tú crees que habrá inoculado sida de verdad? —Loren hizo un gesto de horror—. Vaya tela marinera.
—Marchena ha hundido el pico en ese Cárcer y bien hundido. Qué raro es el Marchena.
—Será comisario —respondió Loren—. Estoy seguro de que lleva preparando las oposiciones desde que ingresó en el Cuerpo, el jodido. ¿Qué miras tanto? —preguntó Loren—. ¿Esperas a alguien?
«A un sujeto con la voz muy especial. Una voz que no se me olvida», pensó Carmela, pero respondió:
—No. Miro por mirar. ¿Va otra caña?
Marchena se acercó a los dos jóvenes embebidos en los libros de contabilidad. Los dos llevaban ropa cara y de buen gusto. Uno de ellos gastaba gafitas redondas y el otro, barba, pero no lo convertía en un hombre maduro. Resaltaba sus pocos años.
El joven de las gafitas levantó la cabeza y terminó de hacer una operación con la calculadora de bolsillo.
—No puede preguntarnos cada hora si hemos encontrado algo —dijo sin que Marchena tuviera ocasión de abrir la boca—. Porque siempre estamos encontrando cosas.
—¿Qué les ha hecho ese Cárcer? —preguntó el de las barbas—. ¿Es un asesino o algo así?
Marchena sonrió abiertamente.
—¿Asesino? No, por supuesto… Ya se lo he dicho, sustracción de fondos, fuga de capitales…
—Oiga —dijo el de las gafitas—, nuestro trabajo es éste, somos asesores fiscales, hacemos inspecciones privadas… Y somos muy buenos. —Sonrió—. Lo hemos hecho muchas veces y con empresas muy diferentes y por razones también diferentes. Y puedo decirle que no hay ninguna empresa, fíjese bien, ninguna empresa que no engañe a Hacienda o a sus propios accionistas, que no actúe con dinero negro, que no engañe en las nóminas o en las contrataciones… ¿Qué es lo que busca exactamente con Cárcer? No podremos decirle nada sin permiso de un juez. Nuestra labor es confidencial.
—O con el permiso del grupo de accionistas que nos ha contratado, ¿comprende? —dijo el de la barba—. ¿Qué pretende encontrar aquí?
—Algo gordo —respondió Marchena.
Los dos jóvenes se miraron y reanudaron el trabajo. Marchena se asombró de la rapidez que demostraban. A él le gustaba trabajar así, fría, asépticamente. Con resultados. Esos dos muchachos podrían ser unos policías magníficos.
—Yo puedo darles una información confidencial que ustedes no saben.
El de barbas se cruzó de brazos.
—Y nosotros le daríamos otra información, también confidencial. ¿No es eso?
—Es un buen negocio para todos, ¿no? —manifestó Marchena.
—¿Cuál? —preguntó el de las gafitas.
—Es sobre el tipo que les trae los libros de Alimensana, S.A. Ese tal Riofrío. Los está engañando y tengo pruebas. ¿Quieren saberlas?
—Estoy agotado —dijo Muriel.
Flores consultó el reloj.
—Podemos hacer una criba. Vamos a desechar a los muy viejos y a los que han pedido bajas por catarros y gripes. Vamos a por los más gordos. Ganaremos tiempo.
—Pero, en realidad, ¿qué buscamos, Manuel? ¿Me lo puedes decir?
—No lo sé bien —indicó Flores—. Te lo juro que no lo sé bien. Es una intuición mía.