32
El ballet se llamaba The Dancer Sisters y estaba formado por seis mujeres. Dos eran sevillanas, otra era madrileña, dos inglesas y una turca, natural de un pueblecito cercano a Estambul, pero educada en Alemania, en las fábricas de coches. Además de las mujeres, viajaba con el ballet el productor, que era al mismo tiempo coreógrafo, y dos ayudantes encargados de las luces y los efectos especiales y de cargar y descargar. El ballet tenía a gala una gran versatilidad. Lo mismo servía para un número de cancán que para una ópera moderna con mucho cuero y látigo. Pero su número especial —gran éxito en Alemania— se llamaba Noche del desierto, y consistía en la danza del vientre, fundamentalmente, aunque había también otras cosas.
The Dancer Sisters habían sido contratadas por dos millones de pesetas para actuar durante la fiesta del yate Yamina. El acompañamiento musical lo efectuaría un grupo local llamado Los Aurora, especializado en canciones musulmanas. El grupo estaba compuesto por dos antiguos profesores del Conservatorio de Málaga, un tunecino y dos marroquíes. Cobraban un millón de pesetas, bebida y comida aparte.
Los Aurora llevaban tocando desde las nueve de la noche, ataviados con disfraces que ellos mismos denominaban «trajes árabes». Tocaban una hora seguida y descansaban quince minutos. Después, volvían a empezar. Mientras tanto, por riguroso turno, las seis mujeres del ballet salían a bailar descalzas y semidesnudas en un pequeño escenario situado en la toldilla de popa.
A las diez y media de la noche habían llegado casi todos los invitados, y pululaban por cubierta, charlando y agitando vasos en los que había líquidos de todos los colores. Abdul, de esmoquin blanco y pajarita roja, repartía apretones de manos y saludos. A su lado había siempre dos hombres altos y silenciosos vestidos de oscuro.
Desde el muelle, el Yamina era una verbena. Alrededor del barco se había formado un compacto grupo de mirones y curiosos que señalaban con el dedo cuando podían atisbar el perfil de una de las bailarinas o a los camareros que llevaban y traían bandejas desde las cocinas. La suave música andalusí se podía escuchar en todo Puerto Banús.
El jeep de la Guardia Civil se mantenía a prudente distancia de la pasarela de entrada al barco, adornada con guirnaldas y flanqueada por otros dos hombres, también vestidos de oscuro, que revisaban cuidadosamente las invitaciones. Cada vez que un coche se detenía frente a la pasarela, los mirones trataban de adivinar de quién se trataba. Si era uno de ésos que salen algunas veces en la prensa del corazón, se daban codazos. Una vez prorrumpieron en aplausos al reconocer a un popular actor que solía veranear en Marbella.
Damboronea abrió la puerta del coche y dejó que entrara el coronel Khalid. Luego volvió al asiento delantero. El motor estaba en marcha. Ramos se mantuvo en silencio mientras el coche salía de Puerto Banús y se dirigía a la Nacional 340. Ninguno de los dos hombres parecía querer hablar.
—Bien —dijo finalmente Ramos—. Todo está arreglado. Hemos encontrado otro intermediario. Se llama Arturo Meneses. Aquí está su tarjeta. —Ramos se la entregó a Khalid y éste se la guardó en el bolsillo de la chaqueta sin mirarla—. Es el propietario de una empresa de productos cárnicos en Asunción, Paraguay. Aunque en realidad, es el hombre de paja de Montero Buendía, ministro de Defensa. Ellos comprarán nuestras armas y se las entregarán a ustedes. Están dispuestos a convertirse en intermediarios.
—Paraguay está muy lejos —contestó Khalid.
—Las armas irán directamente a los puertos que ustedes indiquen. No habrá problemas. —Ramos hizo una pausa. Las urbanizaciones de apartamentos se sucedían unas al lado de las otras. Continuó—: Escuche, Khalid, mi país quiere seguir vendiéndole armas.
—Estábamos acostumbrados a Abdul Nissan. Es árabe, habla nuestra lengua. Hasta ahora las transacciones se han hecho sin problemas. Empezar ahora con otro intermediario representa molestias.
—Abdul Nissan no ha cumplido nuestro pacto.
Khalid volvió la cabeza rápidamente y fijó la mirada en el coronel Ramos.
—Sousa —murmuró el coronel Khalid—. Ese perro de Sousa. Él ha sido quien lo ha estropeado todo. Ambicioso y sin escrúpulos. No quiero volver a verlo. ¿Lo entiende, coronel?
Ramos miró el reloj.
—Llegaremos a tiempo para el avión. Ahora no hay mucho tráfico.
—Me alegro de que hayan venido —dijo Abdul Nissan, y le tendió la mano a Carmela, que se la estrechó—. Está usted bellísima esta noche.
—Gracias, alteza —contestó Carmela.
Los dos guardaespaldas de Abdul Nissan parecían postes de cemento. Se limitaban a permanecer inmóviles y callados al lado de su señor.
—Ella no se perdería una cosa así, alteza —añadió Solana—. Se ha pasado todo el día pensando en la fiesta, —sonrió—. No tenemos muchas ocasiones de poder ver algo como esto. Qué bonito. Cuántos invitados.
—El barco es precioso —manifestó Carmela.
—Bailarinas. —Solana se arregló la pajarita del esmoquin—. Es la danza del vientre, ¿no?
El príncipe Abdul Nissan volvió la cabeza. La chica turca movía el estómago y las manos al ritmo de la música. Su estómago se veía plano y sedoso, incluso en la distancia, y los abalorios que le colgaban y que se movían al ritmo de la danza parecían desnudarla aún más.
—¿Me permitirá enseñarle el barco?
Abdul Nissan inclinó ligeramente la cabeza.
—¡Nada me gustaría más! —exclamó Carmela, y le lanzó una rápida mirada a Solana—: ¡Nunca he visto un barco como éste!
—Es igual que el Britania, el yate de la familia real inglesa. Construido en los mismos astilleros. —Con una sonrisa se dirigió a Solana—: Mi secretario le mostrará a usted las bailarinas. Se las presentará.
Abdul Nissan le guiñó el ojo. Solana le devolvió el guiño.
—¡Buena idea! —Observó de reojo a los dos postes de cemento.
—Permítame, señora. —Abdul Nissan le tendió el brazo y Carmela se colgó de él—. Empezaremos por aquí.
—Chao. —Carmela agitó la mano.
—No me tengas intranquilo, querida —dijo Solana.
—¿Qué puede pasarle? —añadió Abdul Nissan.
Uno de los postes de cemento siguió a Abdul Nissan y a Carmela, que se dirigieron hacia una escotilla. Descendieron por unos escalones de madera barnizados con un pasamanos que parecía de bronce reluciente.
El otro poste de cemento habló:
—Por aquí —dijo.
—¡Vaya! —exclamó Solana—. ¿Eres español? ¡Qué bien! ¿Adónde me llevas?
—A donde ha dicho el patrón. A las bailarinas.
—Buen chico tu patrón, ¿eh? Buen chaval, ¿verdad? ¿Dónde están esas bailarinas?
El poste de cemento echó a andar por la toldilla de popa, esquivando a los invitados y a los camareros. Pasaron por delante del escenario y continuaron a la izquierda. Abajo se divisaba la segunda toldilla, silenciosa y desierta, y el mar aceitoso de Puerto Banús. Las risas y las charlas de los invitados atronaban el ambiente. La orquesta continuaba con la música andalusí. Solana se fijó en los rostros de los músicos, crispados por el cansancio. La chica turca sudaba. Su piel se había convertido en un hormiguero, con los poros abiertos, por los que salía el sudor a raudales.
—¿Me vas a presentar a ésa? —preguntó Solana.
La sonrisa que se dibujó en el rostro ancho y macizo del guardaespaldas era en realidad un rictus. No contestó.
—Conozco a un tío de este barco. Está aquí y se llama Sousa. ¿Lo conoces?
El poste de cemento se volvió mientras continuaba empujando a los invitados. Hizo una mueca con la boca.
—¿Sousa?
—Sí, Sousa. Un tío alto, un poco calvo, ojos azules, fuerte él.
—No, no me suena. Por ahí. —Señaló otra escotilla.
—¿Ahí están las bailarinas?
—Sí, ahí están.
—Oye, un momento, chico, mira, yo no soy tonto, ¿eh? ¿Qué es eso de que ahí están las tías? A mí no me jodas.
El guardaespaldas se le pegó al costado. Solana sintió un bulto duro a la altura del hígado.
—Vas a venir conmigo, tú. Ahí abajo. ¿Vale?
Flores vio desaparecer a Solana y al guardaespaldas por la escotilla que comunicaba la cubierta con el interior del barco. Estaba apoyado en la barandilla, en el extremo de la popa, con un vaso de zumo de naranja en las manos. Se había puesto gafas negras y había utilizado la invitación que Abdul Nissan le había enviado a Ruiz.
—Entra ahí. —El guardaespaldas le señaló la puerta de un camarote.
La pistola era ahora visible. Parecía una Webley. Un arma de poco peso, pero muy efectiva.
Solana sonrió.
—Vamos a poner las cosas claras. —Fingió despreocupación—. Oye, déjate de tonterías. Soy policía, ¿sabes? Policía. Guárdate la pistolita y relájate. Mira, voy a enseñarte el carné.
Solana hizo intención de meter la mano en el bolsillo interior de la chaqueta. El guardaespaldas negó con la cabeza. Apoyó el caño de su arma en la mejilla de Solana, lo registró y sacó su arma de reglamento.
—Espera un momento, no puedes hacer eso. Te he dicho que soy policía.
—Me da igual lo que seas. Entra en ese camarote.
Lo empujó dentro y cerró la puerta. Era un camarote pequeño, pintado de gris, en el que había un catre y una mesita baja con una silla y una lámpara. Apoyada a la pared había una estantería vacía y en el otro lado, un armario empotrado. Se escuchaba en sordina el bullicio de la fiesta. Solana golpeó la puerta.
—¡Eh! ¡Abre! ¡Abre de una vez!
«Esto no me está ocurriendo a mí —pensó Solana—. Es imposible. Es absolutamente imposible».
—¿Qué me va a enseñar en ese camarote, alteza? —preguntó Carmela, y sonrió—. ¿Por qué no volvemos a la fiesta?
Habían atravesado un salón redondo decorado en tonos azul y dorado, con espesas alfombras en el suelo. Después, habían recorrido un pasillo enmoquetado y ahora estaban frente a la puerta de un camarote.
—Deme el bolso, por favor. —Abdul Nissan tendió la mano.
—¿El bolso? —Carmela fingió asombro—. No lo comprendo, alteza. ¿Para qué quiere mi bolso?
—Déjese de tonterías y entrégueme el bolso.
El guardaespaldas le arrancó el bolso, lo abrió y sacó un revólver Cadi con caño de cuatro pulgadas. Se lo entregó a Abdul Nissan. Éste lo sopesó y sonrió.
—Muy bien —dijo Carmela—. Soy policía, de la Brigada Central, Inspectora de segunda clase Carmela Muñoz, adscrita al Grupo Especial. Carné número 10 416J, Devuélvame el bolso con mí arma. Dentro está el carné. Le aviso que no tiene usted derecho a retener el arma de un policía de servicio.
—¿Policía? ¿Tú has oído algo?
El guardaespaldas negó con un gesto de la cabeza.
—¿Lo ve? Nadie sabe que aquí hay policías armados, contraviniendo todas las leyes internacionales. ¿Es que no sabe usted que este barco tiene inmunidad diplomática? ¿Que es territorio extranjero?
—Usted nos invitó, alteza. Estamos aquí por eso. ¿Lo recuerda?
El rostro de Abdul Nissan se alteró.
—¡Me han engañado! ¡Se hicieron pasar por…!
—¿Por quién, excelencia? Nunca nos preguntó si éramos policías. Si me lo llega a preguntar, se lo habría contado todo. —Carmela sonrió—. Se me han quitado las ganas de su fiesta. Deme el bolso, me marcharé ahora mismo.
—Usted se queda aquí. —Abdul Nissan empujó la puerta del camarote. Era mucho más lujoso que el que ocupaba Solana—. Ya veremos qué hago con usted.
—Si tiene dudas sobre mi identidad, llame al comisario Ruiz, él se lo aclarará todo.
—Yo no tengo dudas sobre usted, señorita —contestó Abdul Nissan.
Flores rechazó al camarero con un gesto y se dio la vuelta para divisar el mar. El agua reflejaba las luces de la fiesta, que parecían bailar en la superficie. A su lado, una pareja también se había apoyado en la barandilla. Ella era gorda, con un escote inmenso que brillaba ante los farolillos como si estuviera satinado, y el cabello negro, que le caía en cascada sobre los hombros. Su acompañante, de esmoquin, tenía ese aire borroso que poseen algunos maridos en determinadas fiestas.
—Abdul actúa siempre a lo grande —le habló la mujer.
—Sí —contestó Flores—. Él es así, tira el dinero por la borda.
—Le gusta mucho España —dijo el hombre, y la mujer emitió un largo suspiro—. A todos éstos les encanta España… El sol, el clima… Aquí es que se vive diferente, ¿verdad?
Flores asintió en silencio y se dio la vuelta, encarando la fiesta. La bailarina turca había dejado de danzar y ahora lo hacía otra. El grupo musical continuaba tocando. Solana no había aparecido todavía, ni tampoco Carmela. ¿Qué andarían haciendo?
—Somos más hospitalarios —afirmó la mujer, y miró a Flores—. ¿Es usted árabe?
—Casi —contestó Flores—. Disculpen.
Caminó en paralelo a la barandilla hacia la toldilla de popa, hasta que se detuvo al lado de las dos banderas, que se mostraban lacias por la falta de viento: una era la española y la otra la del sultanato de Bromein. El guardaespaldas de abajo continuaba en su sitio, sin moverse. Quizá después, con las borracheras y el relajo, pudiese entrar al yate.
Echó de menos su arma de reglamento. Se encontraba desnudo sin ella.
Sousa abrió la boca y soltó una carcajada. Sus ojos azules y fríos no se rieron. Estaba disfrutando con la sorpresa de Carmela.
—Estaba aburrido en mi camarote —le dijo—. Y he venido a verte… ¿Te sorprende?
Carmela había estado sentada en el lujoso diván y se puso en pie cuando entró Sousa. No le extrañó verlo con un arma en la mano. Una pequeña automática de cachas nacaradas que empuñaba con la mano derecha. En la izquierda portaba una maleta que parecía pesada.
—En realidad vengo a despedirme de ti. ¿Dónde está el gitano?
Carmela se encogió de hombros y Sousa dio un paso hacia ella.
—¿Está aquí el gitano? —repitió.
—No —contestó Carmela—. No está aquí. Está de baja, reponiéndose de unas heridas.
—Qué mal mientes, Carmela… Porque eres Carmela, ¿verdad?
Sousa le pasó la mano por el cabello negro. Carmela apartó la cabeza.
—No me pongas las manos encima, cerdo.
Sousa volvió a soltar una corta risa. Sus ojos seguían diciendo lo contrario. Repentinamente, golpeó la cara de Carmela con la pistola. Carmela se tambaleó, en la mejilla izquierda se le había formado una marca roja. Sonsa le colocó la pistola en el cuello, debajo de la oreja.
—Voy a marcharme ahora —dijo Sousa—. Voy a salir de este barco de mierda, pero antes te dejaré un recuerdo para el gitano. Me habéis jodido ya demasiado.
Sousa empujó a Carmela, que cayó sobre el diván boca abajo. Le puso una rodilla en la espalda y apretó con todo su peso. Carmela intentó revolverse, pero Sousa pesaba más de lo que ella podía aguantar.
—¡Estás loco! —gritó—. ¡Soy policía! ¿Es que no te enteras? ¡Suéltame de una vez! ¡Suéltame!
Carmela pudo darse la vuelta, pero se encontró con Sousa sentado sobre ella, los ojos brillantes y una expresión maligna en ellos. La pistola se le clavó en la garganta. Sousa comenzó a golpearla con fuerza en el rostro. Eran golpes medidos, certeros. Los labios se le rompieron a la vez que chasqueaban sus dientes, que saltaban. Comenzó a sentir el salobre gusto de la sangre que la estaba ahogando. Sousa jadeada cada vez más, golpeándola con fuerza.
Cuando se cansó, se puso en pie. Carmela gimió débilmente sin moverse del sofá. La cara se le había amoratado y le salía sangre por la nariz y la boca, que parecían masas tumefactas de carne revuelta. Sousa le arrancó el vestido de noche a tirones. Carmela no se movió. Había perdido el conocimiento, pero eso Sousa no lo supo. Después continuó con la diminuta ropa interior. Contempló el cuerpo desnudo de la mujer y se dio un respiro para recuperar el aliento. El cuerpo de Carmela era macizo, duro y torneado, de muslos anchos y fuertes, el vientre plano y marcado por los músculos. El pelo del pubis era negro y muy rizado.
Sousa miró el reloj. Sonrió. El recuerdo que le dejaría sería imborrable, imperecedero.
La salita estaba decorada como una pequeña biblioteca inglesa, incluida chimenea de imitación y estanterías de caoba con libros muy bien encuadernados. En uno de los rincones había una mesa de despacho limpia y reluciente, sin un papel encima. En el otro rincón, un sofá Chester y dos sillones dibujaban la forma del barco, acoplándose a las curvas. En una mesita baja descansaba un juego de té. El aroma a menta inundaba la habitación. La música de la fiesta era un ruido lejano, tamizado por las paredes acolchadas.
Abdelkader fijó sus ojos relucientes en Abdul Nissan.
—Y eso es lo que me ha dicho —dijo en el áspero dialecto de su pueblo—. Palabra por palabra. Y Khalid no bromea.
El rostro gordezuelo y de mejillas afeitadas con esmero de Abdul Nissan sufrió una transformación. Algún músculo del rostro comenzó a moverse sin control y la cara se le agitó.
—Sousa —murmuró.
—Te ha engañado —añadió Abdelkader, y su rostro alargado y seco pareció escupir las palabras—. Ese cerdo ha estado jugando contigo, enriqueciéndose a tu costa.
—No puedo creer que Sousa me haya hecho esto. Yo siempre lo he considerado un fiel servidor. No lo comprendo. Y Khalid me ha traicionado.
—No es cosa de Khalid, sino de los españoles. Te acusan de haber matado al capitán Peñalva.
Abdul Nissan saltó de su asiento.
—¡Yo no he matado a nadie!
—Obviamente, Abdul, pero los españoles creen que hemos sido nosotros. Ese capitán Peñalva fue el que descubrió que Sousa traficaba con tu heroína. Es lógico que crean que tú has dado la orden de matarlo.
—Ahora se explica la presencia de todos esos policías de…
—La Brigada Central… Sí, ahora se explica. Y hemos estado a punto de cometer un error terrible. —El militar se mordió el labio inferior—. Espero que todo esto no llegue a tu hermano el sultán, Abdul. Te quitaría la credencial diplomática.
—Dejaremos salir ahora mismo a esos policías —dijo Abdul—. Y de paso presentaré una nota de protesta en el Ministerio de Asuntos Exteriores en Madrid.
—Es mejor no airear esto, Abdul. Déjalos libres y ya está. Lo mismo hice yo con el policía que me trajo Ahmed. Los dejaremos libres.
—¿Dónde está Sousa? —preguntó Abdul—. ¿Se ha ido ya?
Flores se afianzó la botella en el bolsillo de la chaqueta y se aflojó la corbata. Continuó caminando sin ruido por el enmoquetado pasillo. No se escuchaba ningún ruido, excepto el que hacían los invitados que bailaban la Conga de Jalisco, acompañados del grupo musical.
El pasillo terminaba en una ele y continuaba más allá. Debía de encontrarse en la zona de la tripulación. Era un pasillo flanqueado de puertas, todas iguales, de las que no surgía ningún ruido.
Al doblar el recodo vio a un sujeto muy alto, grande, apoyado en la puerta de un camarote. El hombre se enderezó. Flores le hizo un gesto amistoso con la mano.
—¡Eh! —le dijo—, ¿ha visto a una chica con un vestido rosa? ¿Una chica rubia?
El sujeto dio unos pasos en dirección a él. No hacía nada por parecer amenazador, ya lo era sin ningún esfuerzo. Flores sonreía.
—No, aquí no hay ninguna chica. Vuelva a la fiesta.
Flores le lanzó los dedos índice y corazón a los ojos. El sujeto chilló y se tapó la cara con las manos. Luego le sacudió una patada en la entrepierna. El guardaespaldas se encogió y cayó de rodillas con la boca abierta, sin articular palabra. Agarró la botella con ambas manos y le golpeó la cabeza una sola vez. Quedó tendido. Empezó a registrarlo.
Se llamaba Julio Catalán Garcés y, según la tarjeta que llevaba en la cartera, pertenecía a la empresa de seguridad Dorse, S. L., con sede en Marbella. En el bolsillo de la chaqueta llevaba el arma de reglamento de Solana y en una funda en la cintura, una automática Webley del calibre 7,65. En el bolsillo del pantalón había una única llave. Flores gritó:
—¡Solana!
Dio unos pasos por el pasillo, empuñando la Astra.
—¡Solana! —volvió a gritar.
Le respondieron unos golpes furiosos dados en la puerta donde había estado apoyado el matón.
—¡Abre! —escuchó la voz de Solana—. ¡Estoy aquí!
Flores metió la llave en la cerradura y abrió. Solana se abalanzó sobre él.
—¿Has visto a Carmela? —preguntó—. Se fue con Abdul. ¿La has visto?
—No está arriba —contestó Flores.
—Entonces vamos a buscarla.
Sousa abrió la puerta del camarote. El comandante Abdelkader Zuqor, jefe de Seguridad del príncipe Abdul Nissan, lo contemplaba con sus ojos negros e inmóviles. Sousa ocupó la puerta, como si le impidiera pasar.
—Me alegro de que no te hayas marchado aún, Sousa. Su alteza quiere verte.
—¿Sí? ¿Por qué? ¿Por qué quiere verme?
—La Policía anda buscándote, Sousa. Déjame pasar. —Alargó la mano para apartarlo—. ¿Qué has estado haciendo aquí?
Abdelkader sólo llegó a ver fugazmente el cuerpo tendido y desnudo de Carmela, cubierto de sangre. Fue lo último que vio en su vida. Sousa le apoyó la pistola en el corazón y apretó el gatillo. Abdelkader sufrió una sacudida eléctrica y abrió y cerró los ojos varias veces. Se deslizó al suelo y Sousa lo empujó dentro.
Carmela continuaba sin moverse, tendida en el diván. Su aspecto desmadejado era muy parecido al del cadáver del árabe. Sousa cogió el maletín y salió. Cerró con cuidado la puerta del camarote. Los cinco minutos que había pensado pasar con Carmela se habían convertido en mucho más tiempo. Pero había merecido la pena.
Ahora lo que tenía que hacer era marcharse.
Solana detuvo a un hombre con un extraño uniforme de criado y le mostró su placa.
—Policía —dijo—. Estoy buscando a Abdul Nissan, al príncipe Abdul Nissan. ¿Dónde está?
El criado sonrió y negó con la cabeza. Tenía un espeso bigote negro y señaló hacia el ruido de la fiesta.
—No, no está en la fiesta. ¿Sabe dónde está?
El criado dijo algunas palabras en árabe y se encogió de hombros. Solana lo apartó y continuó caminando a paso vivo, mirando a izquierda y derecha.
Flores escuchó el disparo de la pistola de Sousa y corrió hacia el ruido. Vio a Sousa, que se dirigía hacia una escalera situada al fondo del pasillo.
—¡Sousa! —gritó—. ¡Sousa!
Sousa se dio la vuelta y le disparó. El tiro rebotó en las planchas de acero del pasillo y Flores se tiró al suelo. Sousa comenzó a subir, Flores le disparó a sabiendas de que no lo iba a alcanzar, suponiendo que el ruido de los disparos alertaría a los hombres del príncipe.
Se levantó y corrió a la escalera. Llegó a la segunda toldilla, en el costado de estribor del barco. El aire de la noche le dio en la cara. Más arriba, los pocos invitados que quedaban se divertían bailando con las bailarinas, dando risotadas. Sousa subía por otras escaleras, hacia los restos de la fiesta.
—Déjese de tonterías, excelencia. ¿Dónde está Carmela?
Abdul Nissan le devolvió el carné profesional a Solana y sonrió.
—Tenía que estar seguro de que eran ustedes policías, ¿sabe? Yo debo tener cuidado. Y dígame, ¿a quién buscaban en mi barco?
Solana inclinó la cabeza y se acercó a Abdul Nissan, que continuaba sentado en el sofá.
—Mire, excelencia, alteza. No estamos buscando a nadie en particular. Dejemos esto y lléveme a donde esté Carmela. ¿Lo ha entendido?
Flores trató de apartar a los invitados. Sousa se volvió y lo apuntó con la pistola. Flores disparó al aire y se agachó. Los invitados a la fiesta no estaban tan borrachos como para no darse cuenta de lo que ocurría. Empezaron los gritos y las carreras. Dos guardaespaldas aparecieron a la derecha de Flores y sacaron sus armas. Habían salido de alguna parte y trataban de interceptar a Sousa.
—¡Policía! —gritó Flores entre el bullicio—. ¡Apártense!
Flores oyó los disparos. Empezaron a sucederse desde varios lugares a la vez. Sousa corría con dificultad, sin soltar la maleta y siguiendo la barandilla de la toldilla. Las luces le daban en la espalda y en la cabeza. Por un momento, Flores distinguió su cara sudorosa y crispada, y la mano que empuñaba la pequeña pistola automática.
De pronto, Sousa se detuvo como si hubiera encontrado una tela de araña de hilos invisibles que le impidiera seguir corriendo. La espalda se le llenó de puntos rojos y se dio la vuelta, apoyándose en la barandilla. La cara y el pecho comenzaron a estallarle en pequeños cráteres que parecieron abrirse con gran rapidez. Una mujer comenzó a gritar y Flores la apartó. Llegó hasta Sousa en el momento en que éste caía de rodillas, rodeado por los guardaespaldas de Abdul Nissan.
Flores mostró su placa.
—¡Soy policía! —dijo—. ¡Que nadie toque a este hombre! ¡Fuera todo el mundo!
Eran tres hombres. Los tres con ropas oscuras y con armas en la mano. Ninguno de los tres se movió, Flores se arrodilló al lado del cuerpo de Sousa. La maleta estaba agujereada y de los agujeros salía polvillo blanco.
Sousa no volvería a hablar ni a moverse ni a respirar. Estaba muerto. Flores se puso en pie y entonces vio a Solana, que se le acercaba corriendo. Detrás, distinguió el rostro gordezuelo y tenso de Abdul Nissan, que caminaba hacia el cuerpo de Sousa. Solana llegó hasta Flores jadeando.
—Carmela está en un camarote…, está muy mal. —Se mordió el labio inferior—. Ya he llamado a Ruiz y a una ambulancia.
Abdul Nissan se situó a unos metros de Sousa, como si temiera mancharse con la sangre que comenzaba a correr por la pulida superficie del yate.
—¿Qué hacía este delincuente en mi barco? —dijo Abdul Nissan, señalando a Sousa con el dedo—. ¿Quién es? ¿Qué ha ocurrido aquí?
Flores fue a contestar, pero en ese momento se oyeron varias sirenas: la de una ambulancia y las de los coches de la Policía. La gente se arremolinaba alrededor de Sousa, alargando las cabezas y emitiendo grititos y sollozos. Fuera, en el muelle, los curiosos también se apelotonaban alrededor del barco. La fiesta continuaba, de todas maneras.
Flores cerró la puerta a su espalda con cuidado, para no hacer ruido, y se dirigió al banco del pasillo donde estaban sentados Solana y Ruiz. Los dos se levantaron a la vez.
—¿Cómo está? —preguntó Solana—, ¿qué ha dicho el médico?
Flores bajó la cabeza antes de contestar.
—Sousa la violó con la pistola —dijo en un murmullo—. La ha destrozado por completo. —Se llevó la mano a la boca—. Los dientes delanteros…, la cara hecha papilla.
Ninguno de los tres hombres habló, ni se miraron, ni hicieron gesto alguno. Estaban los tres en el sucio pasillo de paredes desconchadas del hospital de Málaga, sin tener nada que decirse, nada que lamentar. Ruiz adelantó la mano izquierda y miró la hora. Sorprendió los ojos de Flores atentos otra vez a su Rolex.
—¿Cuándo te compraste ese reloj, Ruiz? —preguntó Flores.
Ruiz pareció sorprendido.
—¿Qué mierda te pasa con este reloj? ¿Quieres uno?
—¿Te lo has comprado tú? ¿O te lo han regalado?
—Un policía nunca se podría comprar un chisme como éste. Me lo regalaron los compañeros cuando me ascendieron a comisario. ¿A qué viene tanta curiosidad?
—Por nada. —Se volvió a Solana—. La van a intervenir quirúrgicamente. Tiene un shock muy fuerte.
Solana se sentó en el banquillo adosado a la pared.
—Por mucho que le arreglen la cara nunca volverá a ser guapa —dijo Flores—. Nunca.