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El gorrión movió las alas trabajosamente y se deslizó sobre el camastro de abajo, donde estaba Chaves mirando a la puerta. Luego, le picoteó las manos grandes y fuertes y se quedó quieto. Estaba acostumbrado al calor que despedían aquellas manos.

Había dos literas en la estrecha celda, ocupada por tres hombres además de Chaves. Ahora estaban en los patios y Chaves escuchaba el sordo rumor de las voces provenientes de aquellos pequeños rectángulos de cemento a los que casi nunca daba el sol.

En la cárcel se aprende a distinguir los ruidos, a clasificar los sonidos y los olores. La cárcel es como una enorme caja de resonancia que jamás está en silencio, ni siquiera durante la noche. Aprender sobre lo que uno escucha es una garantía de supervivencia.

El pajarillo se agitó y movió las alas. Chaves llevaba inmóvil, frente a la puerta, más de tres horas. De pronto agudizó el oído. Escuchó pasos rítmicos, pasos seguros, las pisadas de un funcionario.

Los pasos se fueron acercando al corredor donde estaba su celda. El corazón comenzó a latirle más fuerte.

La puerta se abrió después de un largo preámbulo de ruidos de cerrojos. Un funcionario se asomó.

—Chaves —dijo.

Chaves se puso de pie. Sobre la cama descansaba una pequeña bolsa de deportes de color azul desvaído. El pajarillo agitó aún más las alas.

Chaves lo miró fijamente y aguantó la respiración.

—Ha llegado la comunicación del juzgado, Chaves. —El funcionario sonrió. Era consciente de la turbación del hombre, de la angustia por conocer el resultado—. Acabamos de recibir el télex.

Chaves aguardó.

El funcionario volvió a mirarle. Chaves llevaba puesta la gabardina y tenía la bolsa preparada. ¿Acaso ya lo sabía?

—Te han dado la condicional, Chaves. —Se apartó de la puerta y la mantuvo abierta. Chaves no se movió del sitio—. ¿Qué haces, Chaves? ¿Es que no has oído?

Chaves contempló al gorrión, que se debatía entre sus manos ahuecadas. De pronto, con un movimiento de sus dedos, le aplastó la cabeza. Apenas fue un chasquido.

Tiró el cuerpo sin vida del pajarillo sobre el jergón, cogió la bolsa de deportes y se dirigió a la puerta sin una mirada atrás.

Era domingo.

La hija mayor de Flores llevaba un biquini de color blanco y había dejado una cesta de mimbre trenzado junto a ella, al lado de la mesita del teléfono. Estaba hablando con su padre.

Cristina, su hermana pequeña, vestía una camiseta negra de mangas cortas encima de su bañador, y se impacientaba.

—Papá, me he sacado un nueve en Matemáticas y en Historia —decía Pili—. La profesora de ballet me ha dicho que me va a pasar al curso superior.

—Ahora me toca a mí. —Cristina pateó el suelo—. Venga, ya está bien.

Pili apartó el auricular.

—Estate quieta, idiota. —Volvió a hablar con su padre—. Ahora vamos a ir a la playa con mamá y con tía Isabel, vamos a comer allí… Ya sé bucear, papá… Buceo muy bien.

Julia pasó por el salón en dirección a la cocina llevando una sombrilla playera y otra cesta de mimbre.

—Niñas, no os peleéis. Una detrás de la otra.

Cristina le arrebató el teléfono a su hermana y la empujó. Ella se resistió.

—¡Déjame, idiota! ¡Déjame! ¡Te he dicho que me dejes!

Cristina consiguió el auricular.

—¡Papá, papaíto, te quiero mucho!… ¿Cuándo vas a venir?

Pili gritó en dirección a la cocina:

—¡Mamá, Cristina me ha quitado el teléfono!

—¿Eh?… No, no se lo he quitado, papaíto, es que llevaba ya mucho tiempo y nos vamos a ir a la playa ahora… Te he mandado una postal, papaíto, y un regalo… Sí, sí, lo he hecho yo sola… En el colegio, sí… Papá, papaíto, una amiga mía me va a regalar un perrito y… Un perrito de verdad, papaíto, y mamá no quiere… Es grande, papá, un perrito grande pero muy bueno, se llama Tigre. Dile a mamá que me deje, anda, díselo.

Julia apareció a su lado y tendió la mano en dirección al teléfono.

—Anda, Cristina, despídete de papá. Mándale un beso y ya está. Que luego las cuentas de teléfono son espantosas.

—¡Un besito, papaíto, un besito!… ¡Mamá quiere hablar contigo!

—No grites tanto, Cristina. Papá te escucha perfectamente.

Cristina comenzó a besar el teléfono.

Flores fumaba un cigarrillo tumbado en el sofá del salón de su casa mientras hablaba por teléfono. La puerta abierta de la terraza dejaba pasar un tibio sol, sucio y que no calentaba lo suficiente.

Flores se incorporó en el sofá.

—¿Julia?… Sí, estoy bien… Todo va bien, sin novedad… Parece que vais a la playa, ¿no?… Qué envidia… Aquí hace sol, pero no hace un día de playa. —Flores rio—. ¿Todos estáis bien?… Creo que Pili ha sacado muy buenas notas, ¿verdad?… Sí, es muy estudiosa, me alegro… Oye, ¿y ese perro que Cristina…? Bueno, mujer, está muy ilusionada, ya sabes cómo es ella… Y tú ¿cómo estás?… Te echo de menos en mi cama. —Flores sonrió—. Te necesito conmigo, a mi lado. Quiero estar con vosotras tres, mis chicas… Me aburro aquí… Escucha, ya lo dejo, sí, ya sé que tenéis que ir a la playa, sí, y que las cuentas de teléfono… Intentaré ir el fin de semana que viene, aunque sea sólo un día, te avisaré. —Bajó la voz—. Te quiero mucho, ¿lo sabes? —Sonrió otra vez—. Me gusta oírtelo decir.

Colgó y se desperezó en el sofá. Observó el cielo.

Tenía un largo domingo por delante.

Chaves acompañó al hombre por el pasillo del hostal y aguardó a que abriera la puerta. Pasó dentro de la habitación, que era luminosa y clara con un balcón que daba a la calle, cubierto con cortinas color salmón.

Además de la cama y el armario, había una mesa redonda con una luz y una silla. Otra puerta comunicaba con el cuarto de baño.

—¿Le gusta? —le preguntó el hombre.

—Sí. ¿Tiene teléfono?

—Allí. —El hombre señaló la mesita de noche—. Para llamar marque el cero y yo le pondré línea. ¿Se va a quedar mucho tiempo?

Era un hombre de unos cuarenta años, un poco barrigón y con gafas. Parecía estar sonriendo siempre.

—Cuatro días, tal vez cinco. Quizás una semana. No lo sé.

—Perfecto, muy bien. Si necesita algo, llámeme. Estaré abajo, ya sabe. Marque el cero. —Sonrió.

Se marchó y Chaves dejó la bolsa sobre la cama y se quitó la gabardina. Luego abrió la bolsa y sacó un retrato enmarcado de una mujer de ojos grandes, rubia, que miraba sin sonreír.

Chaves estuvo mirando el retrato un tiempo mientras murmuraba palabras sueltas.

Luego lo dejó sobre la mesita de noche y se dispuso al trabajo. Lo primero que tenía que hacer era recuperar la pistola en la estación de trenes de Sants.

Solana encontró al amigo de su cuñado en el bar del club de tenis. Era un sujeto pequeño, de cabellos muy peinados y cuerpo menudo y fuerte. Estaba bronceado como si acabara de volver de la playa. Vestía polo blanco, pantalones cortos del mismo color y zapatillas de tenis, especiales.

Estaba recostado en un sofá de cuero con una copa en la mano que parecía martini y se levantó cuando vio a Solana.

—¿Señor Berrocal? —saludó Solana y tendiéndole la mano.

El aludido se la estrechó con fuerza.

—Solana, ¿verdad? El cuñado de Fernando, ¿eh? Llámame de tú, llámame Felipe. Siéntate, hombre, siéntate.

Solana se sentó.

—¿Tomas algo? Claro. ¿Un martini? Aquí los preparan muy bien.

Sin esperar respuesta de Solana chascó los dedos y un camarero se acercó raudo. Pidió dos martinis más.

—De modo que tú eres el poli, ¿eh? Fernando me ha hablado de ti, ya lo creo. Brigada Central, ¿no?

—Sí, en el Grupo Especial.

—Coño, eso está muy bien. Nada menos que la élite, ¿eh? Los mejores.

—No tanto —contestó Solana.

—Venga, hombre. —Le dio una palmada en la rodilla—. No hay que ser modesto. A propósito, ¿juegas al tenis?

—No.

—Lástima, se descarga agresividad, ¿sabes? Tonifica los músculos. Yo recomiendo siempre a mis hombres que jueguen al tenis. —Rompió a reír sin razón aparente.

—Fernando me dijo que dabas trabajo a policías en tu empresa de seguridad.

—Tú lo has dicho, y por eso estamos aquí. Te gusta ir al grano, ¿eh, verdad? A mí también. Se nota que eres policía, un buen policía, estoy seguro. ¿Condecorado?

—Sí —contestó Solana—. Tres veces y sesenta felicitaciones.

—Coño, mejor. Mejor que mejor.

—Todavía no estoy decidido, quiero escuchar antes tu oferta.

—Por supuesto, por supuesto. Me gusta tratar contigo, este…

—Roberto, Roberto Solana.

—Eso es, Roberto. Te decía que me has caído bien, hombre. Yo creo que haremos cosas juntos, muchas cosas. Ya lo verás. —Se acercó a Solana, hedía a agua de colonia—. El problema es que no os pagan un carajo. ¿Tú crees que se puede vivir con ciento setenta y cinco, ciento ochenta billetes? ¿Con doscientos? Eso es una miseria, hombre. Unos tíos que os jugáis la vida, que curráis siempre. ¿Eh? ¿Qué me dices?

—Pues que es jodido.

—¡Pues claro, hombre! ¡Claro que es jodido!

El camarero dejó sobre la mesa los dos martinis y se retiró sin hacer ruido. El empresario cogió uno, se lo tendió a Solana. Levantó el suyo y brindó.

—Por nosotros. Por los negocios.

—Por nosotros —le contestó Solana, y bebió un trago.

—Humm, no está mal. Pero los he tomado mejores aquí. Bueno, Roberto, ¿qué horas tienes libres?

—¿Horas libres?

—Sí, hombre. ¿Qué horario has pensado que puedes dedicarme? ¿Por las mañanas? ¿Tardes? ¿Fines de semana? ¿Vacaciones?

Solana miró fijamente al sujeto vestido de tenista.

—Vamos a ver si nos entendemos, Felipe. Fernando, mi cuñado, o sea, el hermano de mi mujer, me ha dicho que necesitas policías en tu empresa de seguridad. Mejor dicho, ex policías, porque yo quiero dejar el Cuerpo. Puedes darme trabajo, ¿sí o no?

—Es mejor que seas policía, no ex policía, Roberto. Ahí está el detalle.

Solana se bebió el martini de un trago y dirigió una mirada distraída al local. Se estaba llenando de gente que iba a tomar el aperitivo. Gente guapa. Gente que hablaba en susurros. Mujeres hermosas.

—Explícate, Felipe.

—Contrato a policías para trabajos de escolta. Eso es. ¿No te lo había dicho Fernando? —Solana no dijo nada—. Y prefieren a policías auténticos, no a ex policías. El mundo está lleno de ex policías.

—Policías. No ex policías. Comprendo.

—Muy bien —continuó el sujeto—. ¿Ya te has bebido el martini? Veo que sí. ¿Quieres otro? —Solana negó con la cabeza—. Les damos escolta en su casa, cuando salen a cenar o a una fiesta, cuando van a hacer un negocio. También cuando van al extranjero. Viste mucho llevar policías auténticos, nada de gorilas bastos o ex policías, ya te lo he dicho. El salario es diez mil a la hora. Ahora piensa un poco, diez papeles por una hora de curro. ¿Qué dices?

—Es ilegal —dijo Solana—. Los polis no podemos trabajar en empresas privadas. Lo que me has propuesto es ilegal, Felipe.

—Vamos, vamos, Roberto. ¿Qué es eso de legal o ilegal? Tú te puedes forrar, espera que diga que tengo a un miembro del Grupo Especial de la Brigada Central. Todos van a querer que seas su escolta.

Solana se puso de pie. El empresario hizo lo mismo, de un salto.

—No era eso lo que yo había pensado.

—Espera un momento. No tomes aún una determinación. Puedo darte quince papeles por hora trabajada. Quince papeles libres de impuestos. Piénsalo.

Felipe Berrocal metió la mano en el bolsillo de su pantaloncito blanco y sacó una tarjeta que tendió a Solana. Éste la leyó. Ponía: «Felipe Berrocal. Presidente del Consejo de Administración. Segurintza, S.A.» y una dirección y un teléfono.

Solana se la guardó en el bolsillo.

—Oye, Roberto, por qué no te quedas a comer conmigo, ¿eh? Aquí se come bastante bien. Anda, quédate a comer y seguimos charlando.

—No, hoy toca folleto.

—¿Eh?

Solana agitó la mano y salió del bar.

El cartel de la puerta estaba desgastado y sucio. El fondo había sido blanco y las letras, negras, pero ahora fondo y letras se contundían. En el cartel ponía: «Drake Investigaciones» y, debajo, «Detective privado». La puerta dejaba mucho que desear.

Chaves tocó el timbre y la puerta se abrió con un chasquido. La empujó y pasó a un pequeño vestíbulo que comunicaba con un despacho. En el despacho había un hombre haciéndole señas con la mano. Chaves cerró la puerta a su espalda, atravesó el vestíbulo y entró al despacho.

El hombre sentado tras la mesa tenía alrededor de cuarenta y cinco años, pero aparentaba más. Era gordo, grasiento y con el rostro ancho picado de viruelas. Sus ojos se movían sin cesar arriba y abajo, como si temiera que alguien no esperado apareciera de sopetón.

—Siéntate, siéntate, Chaves. —Le señaló una silla y Chaves se sentó. Aún llevaba la gabardina puesta—. ¿Así que lo has conseguido? Bueno, bueno… Estarás contento, ¿no, Chaves?

—Ocho años en el trullo no es para estar contento, Drake.

—Podías haberte tirado dieciocho. Eso hubiera sido peor. Pero ya estás en la calle. ¿Qué te parece Barcelona? Ha cambiado mucho, ¿no? Es otra cosa…, más ciudad, más cabrona también… En fin.

Se recostó en el asiento y trató de sonreír. El ex presidiario no movió un músculo.

—Chaves, Chaves, Chaves… Qué trabajo me has dado… Sí, señor… Me has dado un trabajo del copón.

—¿Tienes las direcciones que faltan?

—Mírame, Chaves. ¿Parezco tonto? No, no soy tonto. De tonto sólo tengo la cara, si acaso. —Rompió a reír—. Si no tuviera las direcciones, ¿te habría llamado? ¿Tú crees que yo me habría molestado en decírtelo? Por supuesto que las tengo, todas… No falta ninguna.

Chaves se removió en su asiento.

—Esto está igual.

El gordo hizo un gesto despectivo con la boca.

—La gente prefiere las agencias bonitas. Con moqueta, música ambiental, secretarias en minifalda. ¿Has oído tú que una secretaria en minifalda ayude en nuestra profesión? ¿La moqueta? —Agitó una mano como si espantara una avispa—. Gilipolleces. Bueno, ¿cómo estás tú?

Se encogió de hombros. El gordo continuó:

—Despedí a Durán y a Ruiz.

—Ya veo —dijo Chaves—. ¿Tienes las direcciones?

El gordo abrió uno de los cajones de la mesa y sacó una hoja mecanografiada. Chaves se arrojó sobre ella y la leyó.

—Los despedí hace cinco años. Lo único que hacían era intentar ligar con las clientas. Unos gilipollas. Los mandé a la calle.

Chaves levantó la cabeza del papel.

—¿Desde cuándo sabías esto?

Otra vez movió la mano.

—Hará un par de años.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Chaves, Chaves… Te dije algunas.

—¿Por qué? ¿Por qué no me diste toda la lista? Hace tres años que conseguí el tercer grado. Podía pasar el día entero en la ciudad. Me has estado goteando la información.

—Mira, Chaves, voy a hablarte con claridad. Ahí está todo lo que falta. No creas que ha sido fácil, no. Ha sido jodido. Ahí está todo. Tres de Barcelona, otra en Granada y la de Palma de Mallorca. En total, cinco. Todo. El problema era que he gastado mucho más dinero del que me diste. No te podía dar toda la información hasta que salieras del trullo. ¿Comprendes?

—Voy comprendiendo.

—Quería que salieras definitivamente y consiguieras el botín.

—¿Era eso?

—Sí, era eso. Tienes que pagarme un poco más por lo que hice, Chaves. Además, vas a ser rico.

El hombre de la gabardina se levantó súbitamente y empujó la mesa contra el gordo. Éste sujetaba en la mano izquierda un pequeño revólver niquelado que se disparó. El tiro se incrustó en el techo y el gordo cayó al suelo con la mesa encima. Empezó a gritar:

—¡Chaves! ¡Chaves! ¡Quítame esto de encima!

La mesa estaba sobre su grueso abdomen, aprisionándole también el brazo izquierdo, con el que sujetaba el revólver. Chaves lo miró desde arriba sin manifestar ninguna emoción. Dobló el papel mecanografiado en cuatro y se lo guardó en un bolsillo interior. El gordo siguió chillando.

Chaves le aplicó el pie en el cuello, con fuerza. El gordo intentó desembarazarse, moviendo el cuello y agarrándole la pierna. Chaves cargó todo su peso en el pie. La tráquea se rompió con un chasquido y el rostro del gordo pasó del púrpura al azul oscuro.

Chaves pensó que tenía que borrar las huellas que había dejado y fingir un robo. Ése era un mal barrio.

Solana se tendió en la cama exhausto.

—¡Jesús! —exclamó—. ¿Dónde has aprendido eso?

Esperanza le sonrió, feliz. Solana nunca la había visto con los labios tan rojos y los ojos tan brillantes. Se inclinó sobre él y lo besó. Tampoco lo había besado nunca de esa forma.

Ella se encogió de hombros.

—El folleto —dijo.

—Jesús —repitió atrayéndola hacia él.

Ella apoyó la cabeza en el hombro de su marido y le acarició el pecho lenta, cuidadosamente. Después bajó un poco más y jugueteó con el ombligo. Solana tuvo un leve estremecimiento. La mano continuó aún un poco más abajo.

—Ya está. —Esperanza sonrió—. Otra vez se ha puesto. ¿Ves?

—¿Cómo es posible? No puede ser…

—Calla —dijo ella—. Déjame a mí.

Fuera del dormitorio, en el pasillo, los dos hijos del matrimonio corrían jugando a los indios. Pero la televisión estaba puesta. Solana gritó.