25

Marchena levantó la cabeza de la fotocopia que tenía sobre la mesa del comedor de su casa. Eran seis páginas y correspondían al informe que había realizado Luján cuando asesinaron al Sacristán. Marchena observó a Puente, que le sonreía.

—Está muy claro —dijo Marchena—. Lo modificó para encubrir a su padre. Quizá para evitar la orden de busca y captura. Gilipollas de gitano.

Puente colocó sobre la mesa la vieja agenda del Sacristán.

—Mira esto ahora. Su padre aparece en esta página. El Sacristán era tan tonto que lo apuntaba todo. Puso en la agenda que el padre del gitano había abierto las puertas de la iglesia, así lo anotó Luján en su informe, antes de que el gitano lo falsificara.

Marchena lo leyó rápidamente.

—Idiota —manifestó—. ¿Cómo ha podido pringarse con esto? Lo creía más listo. Ha falsificado un documento oficial y ha entorpecido una labor policial. No está mal.

—Un típico caso de amor filial. —Puente recogió la agenda y se la guardó—. ¿Qué te parece?

—¿Que qué me parece?… Si le enseñas eso a Poveda, el gitano está listo, eso es lo que me parece. ¿Y tú? ¿Por qué me enseñas todo esto, Puente?

Puente se sentó en una de las sillas que había alrededor de la mesa y cruzó los brazos. Miró fijamente a Marchena.

—¿Conoces a Virginia? —Marchena asintió—. Va a entregarle a Ventura una solicitud para entrar en el Grupo Especial. —Hizo una pausa—. Tú puedes ser el próximo jefe del grupo.

—Entiendo. —Marchena sonrió—. Eres un cabrón, Puente. Quieres hacerle un favor de cama a Virginia, ¿no?

—También te lo hago a ti. Con eso puedes joder al gitano para siempre.

—Veremos —contestó Marchena, y bostezó—. Ya veremos.

El comisario Ruiz era uno de esos hombres a los que las mujeres califican inmediatamente de guapos. No atractivo o con gracia o muy mono. Nada de eso. No había mujer, soltera o casada, joven o vieja, que no calificara al comisario Ruiz de guapo. Tenía el rostro ancho y de forma triangular, los labios carnosos y la barbilla perfecta. La nariz parecía sacada de una medalla romana. Medía más de metro ochenta y parecía fuerte. Todos decían que en el cine podía haber ganado un pastón. Tenía cuarenta y seis años y no los aparentaba.

Mandaba una comisaría recién creada, con jurisdicción en la Costa del Sol, y atribuciones de pequeña Brigada Regional. En realidad era una unidad de apoyo dedicada fundamentalmente al cuidado de las personalidades que visitaban Marbella. Ruiz se encontraba en la habitación de Flores en el hostal.

—La matrícula corresponde a un coche robado, Flores. —Ruiz observó a Julia, que continuaba hipando, sentada en la cama—. ¿Necesitas algo? ¿Un médico?

Flores también observó a su mujer.

—Creo que podré manejar la situación. Gracias de todos modos.

—Ya he avisado a tu brigada. —Ruiz se miró los pies, calzados con zapatos que costaban diez mil pesetas—. Jodido asunto, Flores. Ese Peñalva era del CESID. Ya sabes cómo son esos tíos. Bien, si recuerdas algo más, ya sabes…, algún detalle… Me llamas, ¿de acuerdo?

—Un momento. ¿Qué estás queriendo decirme? ¿Que no te he dicho todo lo que sé? —Ruiz lo miró fijamente, sin bajar la vista—. ¿Es eso? ¿Estás queriendo insinuar que me callo cosas?

—Sólo quiero decir lo que digo. Si te acuerdas de algo más, me llamas. Ya sabes mi teléfono.

Ruiz dio media vuelta y salió del cuarto. Flores se quitó la chaquetilla del chándal, oscurecida por el sudor, y la arrojó al suelo con fuerza.

—¿Julia? —llamó a su mujer—. ¿Puedes callarte, por favor? Ya ha pasado todo.

Flores masculló algo, se quitó los pantalones y los calzoncillos y se dirigió al cuarto de baño. Julia continuó hipando y sollozando un poco más, mientras oía el ruido de la ducha. Cuando Flores salió, secándose con una toalla, ya se había calmado. Su rostro, de ojos enrojecidos, estaba aún bañado por las lágrimas.

—¿Quieres ducharte? Anda, dúchate y pediremos el desayuno… Aunque ya es mejor pedir la comida. ¿Prefieres que pidamos la comida?

—No.

—No ¿qué? ¿A ducharte, a desayunar o a comer?

Julia se puso en pie y avanzó hacia su marido. Flores comenzó a vestirse.

—No a todo. No, no y no.

Se encaró con él. Sus ojos ahora no reflejaban odio ni furia ni miedo, sino una fría determinación.

—No… No quiero vivir así. Se acabó. Es así de sencillo.

—Julia, lo entiendo, de verdad. Dúchate, comamos y hablaremos. El asesino no iba a por nosotros, no nos ha hecho nada. —Flores terminó de vestirse y añadió, ensimismado—: Y eso es lo jodido, eso es lo que se está preguntando todo el mundo. ¿Por qué no nos ha matado a nosotros?

—¿Y tú lo dices tan tranquilo? —Julia comenzó otra vez a alterarse—. ¡Dios mío! ¡Acaban de matar a un hombre a nuestro lado y estás tan tranquilo! ¡Lo único que se te ocurre decir es que te extraña que no nos mataran a nosotros!

Flores intentó coger a su mujer de los hombros, pero ella se zafó con brusquedad.

—¡Suéltame! ¡No quiero que me toques!

Flores gritó:

—¡Cálmate de una vez! ¿Quieres? ¡Cálmate!

Julia ahora sí cerró la boca. Sus ojos despedían chispas.

—No lo pongas más difícil, ¿quieres? Estoy en un buen lío, ese tío del CESID había venido desde Madrid para verme… Sólo para verme… Dijo no sé qué de unas fotografías.

—No me importan esas fotografías, no me importa el CESID o lo que quiera que sea eso… No quiero estar con un hombre que mata…, un hombre relacionado con la muerte. Quiero una vida normal… ¿Te enteras?

—Julia, ¿otra vez? Creía que…

—¡Déjame hablar! —chilló—. Déjame terminar… No quiero vivir de esta manera… No…, no quiero… Y ésta será la última vez que te lo diga.

El timbre del teléfono rasgó el aire de la habitación como si lo hubiera hecho un relámpago. Flores y Julia se quedaron inmóviles, sin moverse, mirándose el uno al otro. Julia rompió la situación caminando hacia el cuarto de baño.

—Serán tus amigos —dijo.

Flores descolgó el teléfono.

Cristina estaba apoyada en la mesita baja donde se encontraba el teléfono.

—¡Papá, papaíto! —gritó—. ¿Cómo estás? ¿Estás ya bueno?… ¿Sí?… ¡Qué bien!… ¿Cuándo vas a venir?… ¿Cómo vamos a ir al colegio si es fiesta? ¡Qué cosas dices, papaíto!… Yo muy bien y Pili también… Pili tiene novio. —Soltó una risotada—. Pero no le digas que te lo he dicho yo…

Isabel se asomó al balcón y frunció la boca. Llevaba bañador y el rostro cubierto de crema blanca, lo que le confería un extraño aspecto. Sostenía un periódico en la mano.

—Cristina —llamó, pero la niña no le hizo caso— ¡Cristina!

La niña se volvió y le hizo un gesto de interrogación. Isabel caminó por el salón hasta donde se encontraba su sobrina.

—Cristina, te he dicho que no llames a tu padre. Hemos quedado en tres veces a la semana, ¿no es así? Entonces ¿por qué lo llamas cuando te da la gana?

—Es tía Isabel, papaíto… —Soltó una risotada—. Tiene la cara llena de merengue…

—Dame el teléfono inmediatamente.

Cristina se revolvió, volviéndose de espaldas.

—¡No!… ¡Déjame tranquila!

—¡He dicho que me des el teléfono! ¡Niña, dame el teléfono!

—¡Gilipollas!

—¿Eh?… ¡No vuelvas a…! ¡Te he dicho que no digas palabrotas! ¡Dame el teléfono!

Isabel le arrancó el teléfono de las manos.

—¡Estaba hablando yo, boba!

—¡Tú hablarás cuando te toque! ¡Y ya discutiremos eso tú y yo! —Isabel se puso al teléfono—. Soy Isabel, Manuel. ¿Puedes decirle a mi hermana que se ponga, por favor? —Hizo una pausa—. ¿Qué tal te encuentras? Ah, ¿magnífico?… Sí, me esperaré.

Cristina, a su lado, le sacó la lengua y se marchó corriendo al jardín.

Julia, en bata, hablaba por teléfono:

—¿Cómo están las niñas?… Sí, esto es maravilloso y Manuel se repone muy rápidamente.

Flores se asomó a la pequeña terraza. Volviendo la cabeza veía el castillo de Gibralfaro y más adelante podía sentir y oler la presencia del mar, aunque lo ocultaban los edificios de pisos que habían construido sobre los solares de los antiguos chalés. Escuchaba frases sueltas de la conversación de Julia con su hermana, mientras en su cabeza se iban agolpando las imágenes del hombre del chándal corriendo hacia el coche que le esperaba, el cuerpo de Peñalva tirado en el suelo con dos disparos en el corazón. Volvió a entrar en la habitación.

—… sí, soy muy feliz, Isabel… Es… es como una luna de miel. —Julia cruzó una mirada con Flores—. Calculo que en dos días o tres estaremos en Palma. —Volvió a mirar a Flores—. Él tendrá que hacer unas gestiones en Madrid. Sí, sí…, va a pedir la baja en la Policía… Creo que sí… —Otra mirada—. Eso espero… Dales un besito a las niñas y no las regañes tanto.

Julia colgó.

—¿Ya has decidido por mí? —preguntó Flores—. ¿De manera que voy a dejar la Policía? ¿No es eso?

—Esa decisión la tienes que tomar tú. Yo, de momento, ya he tomado la mía. Me marcho a Palma. Si quieres venir conmigo, te vienes.

—No me gustan los ultimátums, Julia.

—Manuel, esto es precisamente un ultimátum. Nunca lo he tenido tan claro como ahora. No quiero que me vuelva a pasar lo que me ha ocurrido hoy. Además… —Se le quebró la voz—. Han estado a punto de matarte… Y yo no puedo vivir con esa intranquilidad encima. No puedo, ya no puedo más. Lo siento, Manuel.

—Julia, me estás poniendo entre la espada y la pared. No es justo.

—Te estoy poniendo entre la Policía y tu familia. Elige.

—Todo esto es ridículo. Hemos vivido así doce años y el mundo está lleno de policías con familia. No somos incompatibles, Julia.

—Yo sí.

Flores fue a contestar. Llamaron a la puerta.

—Abre —contestó Julia ciñéndose la bata—. Después seguiremos hablando, si quieres. Pero te aviso que no voy a apearme del burro. Vas a tener que elegir.

Flores abrió la puerta de golpe. Damboronea y Galíndez dieron un paso dentro de la habitación. Los dos pasearon sus miradas por el cuarto. Los dos empuñaban unos carnés parecidos a los de la Policía. A Flores no le hizo falta oírlos hablar.

—¿Manuel Flores? —dijo Galíndez sin dejar de mirar la habitación—. ¿Inspector Manuel Flores?

—Soy yo —contestó—. ¿Quiénes son ustedes y qué quieren?

—Información de la Guardia Civil —contestó Damboronea—. Tiene que acompañarnos.

Flores los abarcó con la mirada. Los dos hombres guardaron los carnés. No les había dicho que pasaran, pero ya estaban dentro. Su presencia convertía la habitación en un lugar diferente. Flores notó cómo Julia se ajustaba la bata al cuerpo, sintiendo las miradas heladas de los dos hombres.

—Por favor —dijo el bajito.

—Rutina —añadió el otro—. Comprobaciones.

—No tardaremos mucho. —El bajito se permitió una sonrisa dirigida a Julia—. La señorita puede estar tranquila.

—No es una señorita —contestó Flores con acritud—. Es mi mujer.

El más alto sonrió también.

—No queremos estropearle las vacaciones —manifestó—. No tardaremos más de quince minutos.

Poveda caminó por el pasillo seguido del coronel Ramos. Llevaba una chaqueta demasiado gruesa para el clima de Málaga y una gabardina bajo el brazo. En Madrid llovía y en Málaga hacía sol. Le picaba el cuello de la camisa.

—Aunque me lo digas sesenta veces, no lo voy a entender, Ramos —estaba diciendo Poveda—. ¿Qué tiene que ver Flores con tu servicio? Eso lo primero, y lo segundo…

Ramos lo detuvo, cogiéndolo del hombro. El pasillo desembocaba en una oficina del Gobierno Civil. Se oía el teclear de una máquina de escribir. Ramos llevaba un liviano traje de hilo, pero aun así parecía militar y, además, coronel de los Servicios de Información.

—Eso es lo que quiero averiguar, Poveda. Precisamente eso. Peñalva es… —se corrigió— era el mejor hombre del departamento. Era muy listo, Poveda, no era ningún aprendiz… Y ha caído en una trampa para niños. ¿A qué vino a Málaga, Poveda? ¿A qué?

La habitación era un despacho corriente en el que habían bajado las persianas y corrido las cortinas. Con la luz encendida el calor empezó a convertirse en agobiante. Flores permanecía sentado en una silla, frente a una mesa gris de formica. Galíndez se encontraba sentado tras la mesa, al otro lado. Damboronea se dedicaba a pasear por la habitación. Galíndez barajó las fotografías.

—¿Son éstas? ¿Las reconoce?

—Ya le he dicho que no me enseñó ninguna fotografía. Sólo me dijo que quería que yo las viese y que iba a entretenerme poco —contestó Flores—. Oiga, estoy cansado de interrogar a gente, soy policía. Creo que ya se lo he dicho. Conmigo no tiene que emplear esos métodos. ¿Por qué no terminamos de una vez? Todo esto es perder el tiempo.

Galíndez continuó, imperturbable:

—¿Y no se figura lo que le quería decir?

—Ya le he dicho que no.

Damboronea dejó de pasear, deteniéndose detrás de Flores.

—Empecemos otra vez —dijo—. Cuéntanos cómo fue todo.

—Esto es ridículo —dijo Flores y volvió la cabeza. El guardia civil le miraba fijamente.

—Cuéntalo otra vez.

—Estaba corriendo con mi mujer…

—Por el paseo marítimo… —apuntó el bajito.

—Sí, por el paseo marítimo. Lo hacemos todos los días y casi a la misma hora…

—¿Qué quiere decir casi? —intervino Damboronea.

—Casi quiere decir que algunos días es a las siete de la mañana y otros, a las siete y media, según.

—Continúa.

—Aproximadamente a las nueve…

—¿Llevabas dos horas corriendo? —intervino otra vez Damboronea—. ¿Dos horas?

—Hora y media —dijo Flores—. Hoy empezamos a las siete y media.

—Corre usted mucho —dijo el bajito—. Una hora y media corriendo es mucho. Es usted un atleta, ¿no?

—De joven podía correr más. Podía estar hasta una mañana entera corriendo sin parar.

—¿Cuándo era eso? ¿Cuando eras gitano? —preguntó Damboronea.

Flores se volvió lentamente.

—Sigo siendo gitano.

—Eso se nota —volvió a hablar Damboronea—. Se te nota mucho.

—¿Sí? —preguntó Flores—. ¿En qué?

—Continúe —manifestó el bajito—. ¿A qué hora había quedado citado con Peñalva?

Flores suspiró.

—Esos trucos estoy cansado de hacerlos en los interrogatorios —dijo—. Yo no estaba citado con el capitán Peñalva. Vino a verme por su cuenta, fue una decisión suya. ¿Contento? ¿Quiere que continúe?

—Sí, siga.

—Aproximadamente a las nueve me detuve, nos detuvimos unos metros antes del restaurante Antonio Martín y…

—¿Por qué precisamente allí?

—No fue premeditado. Me paré para tomarme el pulso. Ahora me canso más que antes… Bien, me detuve, nos detuvimos y comencé a tomarme el pulso. Nos sentamos en el banco que hay al lado e intentamos acompasar la respiración…

—¿Viste algo? ¿Algún coche? ¿Al asesino? ¿Algo anormal?

—Vi a lo lejos al hombre del chándal, pero no hice caso.

—¿Puede describirlo?

—Ya les he dicho que no. Lo vi de espaldas. Me tiré al suelo para proteger a mi mujer. Creo que medirá alrededor del metro ochenta, espaldas anchas, rápido corriendo, porque lo vi llegar de lejos, cabellos rubios muy cortos. Todo estaba milimetrado. Eran profesionales y muy buenos. Unos excelentes profesionales.

—¿Por qué cree que no los mataron a usted y a su mujer, Flores?

El bajito lo llamaba de usted, el grande, de tú.

—Ésa es la incógnita, ¿no? Eso es lo que están tratando de sonsacarme, ¿no es cierto? Ahora déjenme ver esas fotos y quizá les pueda decir algo.

—¿No las conoce? —preguntó otra vez el bajito—. ¿No tiene ni siquiera la más remota sospecha de lo que puede ser?

—Lo siento, pero ya me he cansado. Creía que estaba aquí para colaborar con ustedes y resulta que me están interrogando en toda regla. No voy a abrir más la boca. En este plan, sí quieren que siga, van a tener que llamar a un abogado de la Policía.

Flores se puso en pie.

—Siéntate, gitano —dijo Damboronea—. El que seas de la Brigada Central nos la trae floja. Se han cargado al capitán Peñalva, que era amigo nuestro. Siéntate o lo sentirás, nosotros decidiremos cuándo te tienes que marchar.

La puerta se abrió de golpe y entraron Poveda y Ramos. Los dos guardias civiles de Información se pusieron firmes. El bajito se levantó como una catapulta.

—¡A sus órdenes, mi coronel! —dijeron.

Poveda se acercó a Flores y le puso la mano en el hombro.

—¿Cómo te encuentras? —dijo—. ¿Cómo va todo?

—Bien —contestó Flores—. Sin novedad.

—Tienes buen aspecto. —Poveda le sonrió. Era una actitud extraña en Poveda—. Vaya trago, debió de morirse casi en tus brazos, ¿no?

—Casi —añadió Flores, y miró a Ramos.

Poveda lo presentó.

—Coronel Ramos, del CESID.

Los dos hombres se dieron la mano.

—Espérenme fuera, por favor. —Ramos se dirigió a los dos guardias civiles, que abandonaron el despacho. Subió las persianas y el sol inundó la estancia. Abrió la ventana—. Así está mejor. —Se volvió a Flores—. Siento lo ocurrido, inspector, espero que comprenda a mis hombres. El capitán Peñalva ha dejado muchos amigos.

—No se preocupe, coronel —contestó Flores—. Todavía no habían empezado a torturarme.

Ramos pasó por alto la alusión.

—Voy a hablarle con claridad, inspector Flores. He recibido órdenes de arriba para que detenga esto, me refiero al asunto de las fotografías… De manera que puede marcharse cuando guste.

—¿Qué es eso de las fotografías? —Flores dio un paso en dirección a Ramos, que lo miró con suspicacia—, Peñalva me habló de unas fotografías, pero no me enseñó nada.

—No le interesan —contestó Ramos con frialdad—. Continúe sus vacaciones.

—Tengo derecho a saber al menos de qué fotografías se trata.

—Flores —dijo Poveda.

—Usted no tiene derecho a nada, inspector. Esas fotografías pertenecen al Ministerio de Defensa. ¿Entendido?

—Ruiz nos está esperando —añadió Poveda—. ¿Nos disculpa, coronel? Vamos, Flores.

—Un momento, ¿no me van a decir de qué fotografías se trata? ¿Es que me pretenden tratar como un pelele?

—Usted ha puesto el adjetivo.

—¡También tengo otros adjetivos para usted y sus hombres, coronel!

—¡Flores! —gritó Poveda, y Flores se volvió, el rostro encendido de ira. Poveda bajó la voz—: Ruiz nos está esperando. Ya es muy tarde, pero igual nos dan de comer en algún sitio. Vamos de una vez.