26
El avión, blanco y verde, un Jet 447 con tres turbohélices, descendió en el aeropuerto de Málaga con suavidad y rodó hasta situarse en las cercanías del aeroclub. Se llamaba Ciudad de La Meca y en el fuselaje y en la cola tenía impresos el escudo y los colores de la casa real de Bromein. Un Rolls-Royce negro y bruñido aguardaba en la pista de aterrizaje. La visita de su alteza el príncipe Abdul Nissan era privada, de modo que al pie de la escalerilla del avión solamente se encontraban el director del aeropuerto, un representante de la Oficina de Protocolo del Ministerio de Asuntos Exteriores y un nutrido grupo de guardaespaldas.
La puerta delantera del avión se abrió y un hombre con gafas negras escudriñó a izquierda y derecha. Cuatro hombres vestidos de forma similar a él y de ademanes seguros y rápidos descendieron unos pasos y esperaron a que su alteza real pusiera un pie en el primer escalón. Abdul Nissan descendió y estrechó las manos que se tendieron hacia él. Caminó con paso seguro hacia el coche. Alguien le abrió la puerta. Se volvió y otra vez estrechó las mismas manos.
Vestía una larga chilaba blanca. Debajo, se distinguían unos pantalones de excelente tela inglesa. Abdul se metió en el coche. Dos guardaespaldas y un sujeto delgado y oscuro se metieron dentro también. El coche comenzó a rodar despacio rumbo a una puerta que comunicaba con el aeroclub.
Los empleados del avión y del aeropuerto comenzaron a bajar las maletas de su alteza por la trampilla de la bodega. Las maletas iban siendo colocadas directamente en una furgoneta pequeña de color rojo. Ramos contó veintisiete maletas de distintos tamaños.
Flores entró en la habitación de su hotel y la encontró vacía. Los armarios estaban abiertos y faltaban la maleta de Julia y todas sus cosas. Sobre la cama había una hoja de papel escrita. Flores se abalanzó sobre ella. Escuchó una voz ronca proveniente de la terraza.
—Dice que elijas, gitano. O la Policía o ella. Tiene gracia.
La figura corpulenta de Damboronea se recortó en la puerta de la terraza. Tenía un arma en la mano, pero no apuntaba a Flores. La tenía como si fuera algo natural, como un guante. Flores cogió la nota. Ponía exactamente lo que le había dicho el guardia civil.
—Problemas con la parienta, ¿eh? —Movió la cabeza—. Jodido, muy jodido, sí, señor. Yo soy soltero, es mejor.
—Fuera —ordenó Flores—. Abre la puerta y márchate antes de que me enfade. Me estáis enfadando todos vosotros.
Damboronea chascó la lengua.
—Te enfadas por nada, gitano —dijo, y movió la pistola—. Yo de ti estaría contento. Hoy te han pasado dos cosas importantes… Mejor, tres. Tres cosas importantes. —Sonrió—. Te han perdonado la vida, te ha dejado tu mujer y alguien ha decidido que no te interroguemos. —Volvió a mover la cabeza—. Y encima estás cabreado. No te entiendo.
—He dicho que fuera —repitió Flores—. A la calle.
Damboronea abandonó la terraza y entró en la habitación.
—Estaba cogiendo frío. Para que luego digan de Málaga. A la caída de la tarde ya hace frío. Refresca bastante.
Avanzó hacia Flores. Éste no se movió. Continuó sin apuntarle con la pistola.
—El jefe quiere verte. Te manda recado.
—¿El jefe? ¿Qué jefe?
—El coronel Ramos.
—Muy bien, recibido el mensaje. Dile que se vaya a la mierda.
Otra vez chascó la lengua.
—De casta le viene al galgo. A los gitanos termina por tirarles la raza. ¿No puedes ser mejor hablado? —Colocó la pistola en dirección a la cabeza de Flores—. El coronel me ha dicho que vengas. Ya sabes cómo somos los guardias civiles cuando recibimos una orden, gitano.
—No vuelvas a llamarme gitano, imbécil.
—Te puedo partir en dos de un sopapo, pero el coronel me ha dicho que no te haga nada. No me lo pongas difícil. Me llamo Damboronea. Brigada especialista Damboronea. Y tú te llamas Manuel Flores. ¿No es así?
Flores asintió.
—Las cazas al vuelo.
—Todos me llaman Flix.
—¿Flix?
—Llámame Flix y yo te llamaré Manolo.
—No quiero que me llames de ninguna manera. Quiero que desaparezcas ahora mismo. Voy a ir al aeropuerto, no creo que tenga tiempo de ver al coronel Ramos.
—Tu señora ya se ha marchado. Lo hemos comprobado. —Sonrió—. En el avión de las seis y veinte. Ya debe de estar llegando a Palma de Mallorca.
Flores arrugó el papel y lo tiró sobre la cama.
—Aparta la pistola. Me pones nervioso.
Negó con la cabeza.
—No. Vas a intentar zafarte de mí. Entonces yo te sacudiré, habrá una pelea. Al final vendrás conmigo a ver al coronel y yo habré sudado. Me jode mucho sudar. He hecho el viaje muy rápido y no me he traído desodorante.
—¿Entonces?
—Dame tu palabra de honor de que vendrás conmigo por las buenas.
Flores lo miró fijamente y el brigada sonrió.
—He adivinado lo que querías hacerme, ¿verdad?
—Tienes mi palabra.
El corpulento brigada se guardó la pistola y se dirigió hacia la puerta. La abrió.
—Vámonos —dijo.
Poveda dio un paso dentro. Llevaba su Astra del nueve corto en la mano, sin apuntar a nadie.
—Las puertas son muy delgadas. Creo que a ese viaje también voy a ir yo. ¿Alguna objeción?
—Tengo el coche en el aparcamiento del hotel —dijo el brigada.
Una de las chicas era delgada, rubia, de pechos grandes y boca despectiva. Se llamaba Rosario Pino y había hecho dos películas pornográficas en los años setenta. La otra era también rubia, más joven que la anterior y acababa de ser contratada por seis días en la mansión de Abdul Nissan. En el contrato ponía «secretaria», pero a nadie se le escapaba la verdadera misión que le correspondería realizar en el inmenso chalé de altas tapias. Se llamaba Pepa y era la hermana número trece de una familia de jornaleros de la zona de Cártama. Nadie supo nunca de dónde había sacado los ojos negros aterciopelados, el cabello dorado, el talle cimbreante y la boca jugosa, porque toda su familia, incluyendo el resto de sus hermanas, era gente corriente.
Las dos habían sido contratadas por una agencia de Marbella llamada Exclusivas Palacio, dedicada a varias actividades, algunas de ellas poco claras. La agencia se llevaba el cincuenta por ciento del contrato y el resto, más la comida y posibles propinas, era para las muchachas. Las dos estaban desnudas y bañaban a Abdul Nissan en un cuarto de baño de sesenta metros cuadrados con grifería de oro. Abdul Nissan descansaba en una bañera situada a ras de suelo, grande como una pequeña piscina, construida con mármol negro. Los lavabos y el suelo eran también de mármol de distintos colores. El conjunto hacía daño a los ojos, pero a Abdul Nissan le gustaba o, al menos, no decía nada. Las dos chicas, a ambos lados de la bañera empotrada, le pasaban una esponja por el cuerpo mientras su alteza Abdul Nissan cerraba los ojos y de vez en cuando deslizaba una mano hacia los pezones de cualquiera de las muchachas. El agua caliente era su debilidad. Y si encima le ponían sales y dos mujeres para que lo bañaran, el placer era total.
Abdul Nissan se encontraba absolutamente relajado cuando la puerta del cuarto de baño se abrió de golpe y entró el sujeto renegrido y delgado. Era el único que podía entrar y salir de las habitaciones sin pedir permiso. Se llamaba Abdelkader y era primo lejano de Abdul. Su trabajo consistía en ser jefe de Seguridad y su grado en el ejército de Bromein era el de comandante, segundo jefe del regimiento personal del sultán Abdalá Karim Nissan, hermano mayor de Abdul.
Abdelkader era oscuro como un negro y tan delgado que parecía desaparecer dentro de su traje hecho a medida por los mejores sastres ingleses. Sus ojos eran negros y penetrantes, y tan brillantes que se decía que podía ver en la oscuridad.
Abdul Nissan abrió los ojos. Hizo un gesto con la mano y las dos muchachas se apartaron de la bañera. Abdelkader ni siquiera las miró.
—¿Qué ocurre, Abdelkader? —preguntó Abdul en árabe.
El jefe de Seguridad habló sin moverse de la puerta. Respondió en la misma lengua, un dialecto áspero del desierto.
—Ramos está aquí —dijo.
—Ya lo sé —contestó Abdul, y se desperezó—. ¿Has llevado las maletas al barco?
—No.
—¿Por qué?
Abdelkader no respondió.
—¿Tienes miedo de Ramos? —Abrió la boca en una sonrisa—, ¿eh? ¿Te da miedo el coronel Ramos? ¿Ha venido Khalid?
—Sí.
—Muy bien. Perfecto. ¿Dónde está el problema?
—Sousa lleva tres días esperándote. Se impacienta. Le he dicho que todo está bien. Todo controlado, pero Ramos…
—No te preocupes por Ramos. Lleva las maletas al barco y ya está.
—¿Y Sousa?
—Que espere… —Se volvió a las mujeres y habló en español—: Seguid, hijas.
Abdelkader dio media vuelta y salió del cuarto de baño.
Ramos removió la tierra oscura con el pie y dirigió la mirada hacia las luces de Málaga, que titilaban alrededor de la bahía. Hasta él llegaba la brisa marina: un aire fresco y cargado de sal que se confundía con otros olores a huerta y tierra mojada. Aspiró con fruición.
—Ésta es la situación —dijo—. Y entonces alguien mata a Peñalva. Lo asesina a plena luz del día.
—¿Abdul Nissan? —preguntó Flores.
—No lo creo, no tiene sentido.
—¿Y la heroína? —preguntó Poveda—. ¿Abdul Nissan distribuye heroína en la Costa del Sol? Me cuesta trabajo creerlo.
—A mí también —contestó rápidamente Ramos—. De eso, lo único que sabemos es lo que dice el informe que nos ha enviado Prieto. Pero parece que no hay duda. Heroína y de la mejor calidad.
Flores tamborileó sobre el morro del coche de Ramos.
—Otra vez Sousa —dijo—. Otra vez aparece su nombre.
—Quizás era lo que iba a decirte Peñalva. Supo que tú habías detenido a Sousa y vino a Málaga a contártelo —refirió Ramos.
—No funciona —añadió Poveda—. Sousa estaba identificado en la fotografía. Quien no estaba identificado era el hombre del reloj. Peñalva pensaba que Flores podía conocer al hombre del reloj y por eso vino aquí y por eso lo mataron. —Poveda se dirigió a Ramos—: ¿Conocéis al séquito de Abdul Nissan? El hombre del reloj puede ser uno de ellos.
—Sí, puede ser un miembro del séquito de Abdul, pero entonces ¿por qué se esconde? No tiene ningún sentido.
—Alguien que se esconde, alguien que no quiere ser visto. Un invitado de Abdul Nissan —repitió Flores.
—Un policía —dijo Ramos.
Poveda lo miró fijamente y Flores dejó de tamborilear sobre la carrocería. Hubo unos instantes de silencio. Ramos prosiguió:
—Era lo que había descubierto Peñalva. El hombre del reloj es un policía.
Flores volvió la cara hacia las luces de Málaga, que se divisaban en el horizonte. Julia estaría ahora llegando a su casa de Palma de Mallorca o quizás estuviese aún dentro del avión. ¿Qué les diría a sus hijas? ¿Que se iba a separar de él? ¿Que su padre no quería dejar la Policía?
—Eso tiene más sentido —dijo Flores—. Quizá Peñalva pensaba que yo podía saber algo. Por eso me trajo las fotografías.
Ramos lo interrogó con la mirada y Flores negó con la cabeza despacio.
—No sé quién puede ser.
—¿Un amigo de Sousa? ¿Conocemos a los amigos de Sousa? —preguntó Poveda—. Yo creo que ahí está la clave.
—Yo también creo eso —apostilló Ramos.
—Investigamos a todos los que solían ir a un club llamado El Burbujas, cuando Sousa tenía allí un picadero de menores, pero fue muy difícil. A ese club iba mucha gente, era un club de moda.
—¿Por qué sabía Peñalva que el del reloj era un poli? —inquirió Poveda—. ¿Te lo dijo?
—No lo sé. Peñalva era muy suyo en sus investigaciones. A lo mejor fue el chivatazo de un confidente, pero no lo llegamos a comprobar. No nos dio tiempo.
—A lo mejor estaba equivocado —insistió Poveda—. Los confites dicen muchas tonterías.
Ramos se encogió de hombros.
—Estamos en un callejón sin salida. Y yo tengo las manos atadas. He recibido órdenes de no molestar a Abdul Nissan. Es una cuestión de Estado. Abdul Nissan es un importante intermediario en la compra de armas y las armas son muy importantes. Entran muchas divisas por las armas.
—Pero a nosotros no nos han dicho nada de eso —dijo Poveda—. Nosotros somos la Policía.
—Os daré el dossier de Abdul Nissan —respondió Ramos—. Os daré todo lo que necesitéis. —Hizo una pausa—. Encontrad al que ha matado a Peñalva.
El jardín olía a azahar. El ruido del riego por aspersión creaba un contrapunto rítmico con el rumor del tráfico en la lejana autopista. El aire puro transmitía los más lejanos sonidos como en una caja de resonancia.
Sousa vestía un traje ligero y caminaba por el césped sintiendo cómo la hierba le mojaba los zapatos y los bajos de los pantalones. Abdul Nissan iba a su lado, cubierto por una chilaba de algodón blanco tejido a mano. Se sentía relajado y lleno de fuerza después del masaje que le habían dado las dos chicas.
—No hay nada que temer, Abdul —dijo Sousa—. Nadie va a venir a tu casa ni a tu barco. —Sonrió—. Tu casa es territorio extranjero, aquí vive un embajador, y en cuanto a tu yate… —Hizo una pausa—. Es el yate real, el barco de tu hermano… también tiene inmunidad diplomática.
Abdul se detuvo.
—Eres un imbécil, Sousa, ¿lo sabías? —Lo miró a los ojos. Sousa le sostuvo la mirada—. Deja de discutir todo lo que yo digo, ¿de acuerdo? Si te digo que te vayas al yate y te encierres allí, tú irás al yate y te encerrarás. ¿Lo entiendes?
—Sí, pero…
—No hay ningún pero. Vas al yate y te metes en un camarote. No quiero que salgas ni a cubierta.
—Abdul, escúchame. Es absurdo el miedo que tienes a la Policía. La Policía no nos podrá hacer nada.
Abdul torció la cabeza hacia uno de los lados de su casa, iluminado por reflectores ocultos. De vez en cuando veía las sombras de los criados pasar entre las luces. Emitió un largo suspiro.
—¿Vas a irte o no?
—Sí, me iré cuando tú quieras. Revisaré la mercancía.
—Haz lo que quieras. Puedes ver la televisión o películas de vídeo. —Le colocó la mano en el hombro—. Pero no te dejes ver en cubierta. Yo no aviso nada más que una vez. Dile a Abdelkader que prepare un coche, te irás inmediatamente.
—¿Cuánto tiempo estaremos en Puerto Banús?
—¿Cuánto? No lo sé. Un día, dos…, quizá tres. —Aspiró el aire de la noche—. Me gusta Marbella, Sousa, me gusta… ¿Has visto qué olor? Me gustaría venir más a menudo a Marbella… En otoño es maravillosa, mejor que en verano. Hay tanta gente en verano… Pero los veranos son alegres, ¿verdad? Los veranos y la primavera. Tengo hambre. —Bostezó con ruido—. Tengo mucha hambre.
Sousa se quedó quieto mientras Abdul se encaminaba hacia la casa. Dos hombres que parecían haber estado entre las sombras le salieron al paso y lo acompañaron hasta la puerta. Se miró los zapatos. Los tenía completamente mojados.
Flores tomó otra vez el teléfono y marcó el número de Palma de Mallorca. Continuaba comunicando. Soltó el teléfono y abrió la puerta de la pequeña terraza. En el jardín del hostal un hombre soltó una carcajada y le respondió la risa cantarina de una mujer.
«Julia ha dejado el teléfono descolgado —pensó Flores—. No quiere que la llame».
Retrocedió y se sentó en la cama, mirando al armario. Luego se levantó y volvió a pasear. Volvió a escuchar las risas provenientes del jardín. Se dirigió al teléfono y lo descolgó.
—Buenas noches —dijo Flores—. ¿Puede reservarme un hotel en Marbella? Sí, en Marbella… Para ahora mismo… No, algo discreto, normalito… A ser posible en el centro… Gracias, muchas gracias.
Colgó. Era policía de nuevo.
Carmela regresó a la mesa. Brea la interrogó con la mirada. Llevaba un traje gris, cruzado, camisa celeste y corbata de seda en la que predominaban los tonos rojos.
—Lo siento —se disculpó Carmela—. Pero me voy a tener que marchar.
—¿Ahora? ¿En mitad de la cena?
—Sí, lo siento. Tengo que salir de viaje.
—¿De viaje? ¿Adónde? —Sonrió—. ¡Oh, lo siento! ¡No puedo preguntarle eso a una chica policía!
Carmela sonrió. «Pero ya te cogeré, cabrón de mierda», pensó.
—En otra ocasión, quizá —dijo.
—Por supuesto, Carmela. Ésta me la debes, ¿eh? ¿Cuándo?
—Cuando vuelva del viaje.
—¿Cuándo será eso?
—No lo sé. Tres o cuatro días, como mucho. Llámame a la oficina la semana que viene. Hacia el miércoles.
—Viajáis mucho, ¿verdad? Quiero decir, vosotros, los de la Brigada Central, ¿no?
Carmela se encogió de hombros y comenzó a recoger el paquete de tabaco y su encendedor. Lo guardó todo en el bolso y se puso en pie. Brea la secundó.
—Te he estropeado la noche. Espero que me sepas disculpar.
—No, no me la has estropeado. Ahora tengo un pretexto para llamarte otra vez. A la segunda será la vencida.
«No se corta —pensó Carmela—. ¿Es que piensa que soy tonta? ¿Que no he reconocido su voz?». Luego pensó: «Voy a joderte, tío».