28
Omar Hafsum, natural de Nador, Marruecos, estuvo de muchacho en los Regulares, en el labor 4, acantonado en Melilla. Entonces era joven y se sentía un hombre de suerte. Tenía dinero para sus gastos, una casa y parecía que el mundo le sonreía. Estar en el ejército era relativamente fácil y hasta bonito, si se sabían comprender ciertas cosas.
La mala racha de Omar Hafsum comenzó cuando una de las mulas que transportaban las ametralladoras le mordió el codo derecho. Según parece, el animal se volvió loco como resultado de unas fiebres y se salió de sus casillas. Omar Hafsum fue a la enfermería y le curaron el codo. Probablemente no se lo curaron como Dios manda, porque a los tres días se le había podrido el brazo. Tuvieron que amputárselo a la altura del hombro.
Le dieron una paga como mutilado y lo licenciaron. Y ahí empezaron las penalidades de Omar. Si hubiera acabado de sargento, incluso de cabo, la paga habría sido otra cosa. Pero la paga de un soldado raso no daba para vivir. En realidad no daba para nada. De modo que Omar se tuvo que buscar la vida. Vendía cadenas de oro alemán, relojes finos para señora y caballero y alfileres de corbata. Como la mercancía abultaba poco, Omar se la guardaba en los dos falsos bolsillos que tenía a lo largo de los pantalones, donde cabía todo.
Omar vivía en Puerto Banús. Se pasaba allí todo el día. No había nadie en el mundo que conociese mejor Puerto Banús. Gracias al clima suave y templado, Omar podía dormir en la playa, cuidando las tumbonas. Al llegar la hora de comer, Omar visitaba las cocinas de los restaurantes y siempre pillaba algo antes de que lo tiraran.
Desde que el yate Yamina estaba en el puerto, Omar iba todos los días a mirarlo. Se extasiaba viendo cómo subían a bordo terneras enteras, cajas de bebidas y comida de todas clases, frutas y otras mil maravillas que él no sabía calibrar. Intentó hablar con los empleados del barco, pero no lo entendían. Él hablaba el cherja, el dialecto de las montañas del Rif, y los del barco lo hacían en árabe beduino. Pero el caso era que, aunque no lo entendían, le daban de comer. Comía como un príncipe. A la hora que fuese, siempre había comida para Omar.
De ese modo fue haciéndose popular entre los guardianes que vigilaban la cubierta y los servidores que salían y entraban del barco para hacer recados. Y de una cosa se va a la otra. Hablando de cosas sin importancia, entendiéndose a duras penas, Omar empezó a saber muchas cosas del barco.
Las terrazas de las cafeterías estaban llenas de turistas y mirones y Omar les intentaba vender cadenitas y relojes.
—Bonito, oro alemán… —decía—. Bonito, bueno y barato… ¿Un reloj, caballero? Traído de Canarias.
También sabía hacer la oferta en inglés, francés y alemán.
Omar vio al comisario sentado en una de las cafeterías, acompañado de otro hombre muy moreno, delgado, que parecía gitano. El comisario vestía con la misma elegancia de siempre. Omar se acercó y le mostró las cadenitas.
—¿Cuánto? —preguntó Ruiz.
Omar sonrió. Bajó la voz:
—Hoy día bueno para todos —dijo.
El comisario sacó la cartera y extrajo de ella tres billetes de mil pesetas. A Omar se le encendieron los ojos.
—Elige una, Omar. La que mis te guste.
Omar le entregó la que tenía la cruz más grande. El comisario se la guardó en el bolsillo y Omar apretó los billetes hasta que desaparecieron en sus manos. Saludó y se marchó.
Flores dijo:
—Está allí seguro. Dentro del barco y con documentación falsa.
—Puede ser. —Ruiz miraba el yate, que se estaba iluminando.
—Hay que entrar ahí, Ruiz.
—El problema no es entrar. El problema es registrarlo. Abdul me ha invitado a visitar su yate montones de veces, incluso permitió que lo visitaran los niños de un colegio. Montó una fiesta para ellos con refrescos y globos. Suponte que conseguimos entrar, y luego ¿qué? No podemos decirle a Abdul que nos deje mirar por los rincones. Si hay algo que tiene rincones, es un barco. Olvídate de eso, Flores.
—Sousa está ahí.
—Estás obsesionado con Sousa, ¿no? —Miró el reloj—. Omar me ha dado un mensaje, vamos a ver qué es lo que tiene.
Ruiz se dio cuenta de que Flores miraba otra vez su reloj.
—Te has quedado con mi reloj, Flores. No haces más que mirarlo.
—Es un Rolex, ¿no?
—Sí, un Rolex. ¿Es que nunca has visto uno?
—Nunca en la muñeca de un policía.
Ruiz soltó una carcajada. Dos mujeres que se sentaban al lado se ahuecaron el pelo con la mano y balancearon las piernas.
—Los policías de la costa nos llevamos muchas astillas. —Se puso en pie—. Vamos a ver lo que nos dice Omar.
Omar estaba sentado en una tumbona mirando al mar y a los últimos bañistas. Ya era casi de noche y la arena empezaba a enfriarse. Ahora comenzaba la noche en Puerto Banús, el día y la tarde no eran más que un ensayo para lo que vendría después. Ruiz se sentó al lado de Omar y Flores se quedó de pie. Ruiz le devolvió la cadenita.
—Toma, véndesela a otro.
Omar se la guardó en el forro del pantalón.
—Tengo cosas, comisario. Grandes, muy grandes.
—Pues venga, suéltalas.
Omar señaló las luces del puerto.
—Mañana gran fiesta en Yamina. Fiesta muy grande. Muchas mujeres, bebidas, comida… Mucha comida. —Omar sonrió. Después de las fiestas en los barcos era cuando mejor comía—. Barco limpio y reluciente, todo muy limpio.
—Sí, muy bien, Omar. ¿Y qué más?
Omar hizo una pausa. Se sentía importante. Estaban pendientes de sus palabras el señor comisario y su amigo.
—Lo sé seguro.
—¿El qué? ¡Por Dios bendito, Omar, dime de una vez qué sabes!
—Hay un cristiano en el barco… Hombre que no puede salir a cubierta…, hombre escondido —dijo y volvió a sonreír.
El coronel Khalid se encontró con el coronel Ramos en el grill del Marbella Club. Khalid permanecía sentado dándole vueltas a una taza de té sin tocar, aparentemente mirando a la piscina iluminada y a los bañistas. Ahmed se sentaba dos mesas más allá. Ramos fue directo al grano.
—Se acabó, Khalid. Alguien no ha cumplido sus promesas. —Ramos pasó la mano por la superficie de la mesa—. Éste será el último envío.
—¿Y Abdul? —preguntó Khalid—. ¿Lo sabe?
—Prefiero hablar contigo.
Khalid asintió.
—Yo no tengo nada que ver. Yo sólo quiero las armas.
—Y yo quiero venderlas.
—Sin heroína, Abdul no vende armas.
—He recibido órdenes. A Abdul no se le puede tocar. Por eso te lo digo a ti.
—Buscaré las armas en otro sitio. —Khalid volvió el rostro y se enfrentó a Ramos—. Me da igual dónde, pero tú sabes que las encontraré. El mundo está lleno de vendedores de armas.
—Pero yo quiero que las armas sean de mi país. —Ramos apartó la mano de la mesa—. Eres un buen cliente, Khalid.
Khalid permaneció en silencio. Ramos observó a Ahmed. Había otros dos hombres más, diseminados entre los que se sentaban al borde de la piscina. Quizás otros en la puerta.
—Si yo te buscara otro intermediario, ¿mandarías a la mierda a Abdul?
—Sólo quiero las armas —insistió Khalid—. Abdul es peor que un perro.
—Yo te lo buscaré.
—¿Tú? Ése no es tu trabajo. ¿Por qué lo haces?
—La heroína se queda en España, Khalid. Abdul la distribuye aquí. La está distribuyendo desde el año pasado. —Los ojos de Khalid centellearon unos instantes. Ramos continuó—: Y ése no fue el trato. ¿Lo recuerdas?
—La heroína es un regalo de Alá, como el petróleo. Con la heroína ahorro dinero a la revolución y el dinero que ahorro sirve para otras cosas…, escuelas para los niños, medicinas, hospitales. El mundo occidental me da asco, está podrido. La corrupción es tan grande que me dan ganas de vomitar. Si ese polvillo blanco sigue costando más que el oro, lo seguiré empleando para comprar armas. Sí no es aquí, será en otro lugar.
—Te buscaré otro intermediario.
—Bien, búscalo. Otra cosa… ¿Son tuyos esos hombres que rondan el barco y la casa de Abdul?
Ramos titubeó unos segundos.
—No.
—Me alegro. Yo también tengo un servicio de información. Y no me gusta que anden detrás de mí. —Khalid se puso en pie. Ahmed hizo lo mismo—. Busca otro intermediario. Es cosa tuya. Cuando lo tengas, prescindiré de Abdul. Si no es así, seguiré comprándole armas a Abdul.
Ramos contestó sin moverse de su sitio.
—Te buscaré el intermediario.
Khalid se marchó. Una chica alta dio un gritito y saltó del trampolín a la piscina iluminada. Un par de hombres maduros aplaudieron y la jalearon.
Damboronea se acercó al coronel Ramos y se sentó donde antes había estado Khalid.
—¿Ha aceptado?
—Sí. —Ramos parecía pensativo. Dijo—: Algunas veces me doy asco, Flix.
—Es por la patria, mi coronel.
—¿Patria? No digas eso, todavía me da más asco. ¿Y sabes una cosa? Lo siento por Flores…, no es mal chico.
—Khalid lo matará si lo coge, ¿no es verdad, mi coronel?
Ramos no contestó.
La ficha que sostenía la chica era de medio millón. Se notaba que estaba borracha. La balanceó en la punta de los dedos, mirando el tablero de la ruleta. Solana le dio un codazo a Carmela. Ambos iban vestidos de noche. Solana con un esmoquin alquilado y Carmela con un vestido escotado, también de alquiler. La chica iba y venía desde la mesa de la ruleta a otra mesa del restaurante, donde estaba Abdul con otra chica. En la mesa de al lado se encontraban Abdelkader y dos guardaespaldas. Abdul bebía champán con un montón de fichas al lado y se las iba dando a las chicas, que se turnaban probando suerte en la ruleta.
—Es de medio kilo —susurró Solana—. Madre de mi vida. Ahora les está dando fichas de medio kilo.
Ellos estaban en una esquina de la mesa, de pie, abarcando la mayor parte de la sala.
—¡Veintitrés rojo! —gritó la chica—. ¡Yo tengo veintitrés años!
El crupier colocó la ficha en su casilla y continuó con la cantinela. Solana se aflojó la corbata. La ruleta comenzó a dar vueltas.
—Me va a dar algo —murmuró Solana—. A mí me da algo.
Carmela parecía pensativa, observando de reojo la mesa de Abdul. Se escuchó un murmullo de desaprobación. La bolita había caído en el seis negro. La chica pataleó.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Qué mala suerte!
—Tengo que tomarme algo —añadió Solana—. ¿Eh? ¿Adónde vas?
—Juega un poco —le indicó Carmela—. Pero sin pasarte. Recuerda lo que nos dijo Poveda.
Solana la cogió del codo.
—Pero ¿adónde vas? ¿Has visto a Sousa?
—Sousa no está aquí. No vendrá nunca aquí. Y suéltame el brazo. —Solana la soltó—. Ese Abdul no es más que un tío un poco gordo. Espérame.
Solana vio cómo se dirigía hacia el restaurante. La chica que había perdido medio millón de pesetas en un santiamén fue también en la misma dirección. La chica adelantó a Carmela. Solana pidió tres fichas de mil pesetas. Cuando alzó la cabeza, vio cómo la chica tropezaba con Carmela. La copa que llevaba Carmela se derramó sobre Abdul.
—¡Disculpe! —exclamó Carmela—. ¡Le ruego que me perdone!
Abdul se puso en pie con el rostro lívido. El champán le había caído sobre los muslos. Abdelkader y los otros dos guardaespaldas también se levantaron. Carmela cogió una servilleta y empezó a limpiarle el pantalón.
—¡Qué torpe he sido! ¡Cuánto lo siento!
Abdelkader se acercó con la intención de separar a Carmela. Abdul le hizo un gesto con la mano y Abdelkader volvió a su sitio. Carmela continuó limpiándole el champán. Las dos chicas miraron a la intrusa con furia. Una de ellas, la que le había tirado la copa, intentó quitarle la servilleta.
—Deja, guapa. La he tirado yo.
—¡Vete! —chilló Abdul—. ¡Iros las dos! ¡Fuera!
Les arrojó unas cuantas fichas.
—¡Iros a jugar! —Se volvió a Carmela, que había dejado de limpiarle el pantalón y parecía azorada—. No hace falta que me lo limpie, señorita.
—Bueno, le he… le he estropeado el pantalón.
—No importa. ¿Quiere sentarse conmigo?
Las dos chicas miraban la escena a prudente distancia.
—Bueno, no sé si…, quiero decir que…
—Por favor.
Carmela se sentó.
—¿Le apetece un poco de champán? —Carmela empezó a negar con la cabeza—. Vamos, señorita, le han tirado el suyo, es justo que le ofrezca un poco.
—Bueno, muchas gracias. Es usted muy amable.
Abdul hizo un gesto con la mano y apareció un camarero. Pidió champán.
—¿Cuál es su nombre, señorita?
—No soy señorita, soy señora, —Carmela sonrió—. Me llamo Carmela.
Le tendió la mano. Abdul se la besó.
—Abdul Nissan, príncipe Abdul Nissan.
—¿Es usted príncipe de verdad?
—Creo que sí… Perdone, ¿ha dicho usted que es casada? ¿Se encuentra su marido aquí?
Carmela emitió un largo suspiro.
—Está allí, en la ruleta. ¿Lo ve?
Solana levantó el brazo y agitó la mano.
—Es un imbécil. —Carmela sonrió—. Como un niño. Se gasta todo en el juego y a mí no me hace caso.
El rostro de Abdul resplandeció.
—Hay que ser imbécil para no hacerle caso a usted, señora.
—Qué amable es usted, Abdul. ¿Y es príncipe de verdad?
—De un bello país.
Carmela apoyó los codos en la mesa y se sostuvo la cara entre las manos.
—¿Sí? Por favor, cuénteme cómo es su país. Nunca he ido a ningún país árabe. ¿Usted cree que me gustaría?
—Ustedes las españolas son como las mujeres de mi tierra. Ardientes, de pelo negro…, ojos profundos… Usted podría pasar perfectamente por una mujer de mi tierra. —Carmela volvió a sonreír, sin moverse. Abdul continuó—: ¿Usted sabe que los árabes estuvimos aquí durante ocho siglos? —Carmela continuó sin abrir la boca. Sólo lo miraba y sonreía—. Conquistamos medio mundo…
Llegó el champán y Carmela se dispuso a seguir escuchando.