29
Ahora que sabía que Sousa estaba en el barco, Flores se sentía más tranquilo. Era como si hubiera resuelto un crucigrama complicado cuya clave fuera una palabra y detrás de ella vinieran todas las demás, hasta completar el pasatiempo. Ahora todo tenía sentido. Sousa era el correo de Abdul Nissan, el que recogía la droga y la transportaba a su destino, fuera éste el que fuese. Sousa siempre había sido un correo. Un correo importante, que manejaba grandes cantidades de droga, pero un simple correo. Debía de quedarse con algo de droga para su uso particular o para venderla por su cuenta y conseguir más dinero.
Por eso en El Burbujas Sousa no tenía mucha droga. En realidad nunca había sido un traficante en todo el sentido de la palabra. Su trabajo consistía en distribuir la droga de otros. Cerrarle El Burbujas no sirvió de nada. Ahí estaba otra vez Sousa haciendo el mismo trabajo que siempre.
Sin embargo, había algunas incógnitas. ¿Quién era el misterioso personaje del reloj al que había aludido Ramos? ¿Era un policía? ¿Quién? Ruiz tenía un Rolex de oro macizo. Había preguntado por el precio de uno de esos relojes esa misma tarde en una importante joyería de Puerto Banús. Costaban un millón de pesetas. Un policía jamás podría tener un reloj de ese precio. Era imposible. ¿Era Ruiz el hombre buscado por Peñalva? Eso era más raro aún. Si Peñalva hubiese descubierto a Ruiz, habría ido directamente contra él, no habría hecho un largo viaje para hablar con Flores, un simple policía que estaba reponiéndose de unas graves heridas. No. Eso no casaba. ¿Por qué Peñalva había hecho ese viaje tan largo? Sólo había una explicación: porque creía que Flores sabía el nombre del misterioso hombre del reloj. El cómplice de Sousa.
Flores se encontraba sentado en la misma cafetería donde había estado con Ruiz esa misma tarde. Desde allí se divisaba el Yamina iluminado, mucho más grande y majestuoso que el resto de los yates que se alineaban en el puerto. Ruiz le había prometido una invitación para la fiesta que se celebraría al día siguiente. Una fiesta que solía dar Abdul todas las veces que recalaba en Marbella. Después, Abdul y el Yamina partirían y no volverían a Marbella hasta el año próximo. Y también se irían Sousa y la heroína.
Un camarero se acercó a Flores y lo sacó de sus cavilaciones.
—¿Señor Flores?
—Sí —contestó Flores, sorprendido—. Soy yo. ¿Ocurre algo?
—Lo llaman por teléfono, señor Flores. —El camarero señaló hacia el interior de la cafetería.
Flores se levantó y caminó detrás del camarero. En la terraza charlaba un público abigarrado, formado fundamentalmente por extranjeros con ropas caras. La cafetería se llamaba Garden y estaba decorada como un pub inglés y una cabaña de pescadores. Había plantas y flores por todas partes, impregnando el aire de un olor dulzón e intenso. Flores atravesó el local hasta el fondo, donde el camarero se detuvo y le señaló unas escaleras. Un cartel en tres idiomas decía que se trataba de los servicios. Flores bajó las escaleras. Al fondo se veían dos teléfonos, pegados a la pared. A la izquierda, puertas con los rótulos «Ladies» y «Gentlemen». A la derecha, otra puerta: «Privado». Ninguno de los teléfonos estaba descolgado.
Flores se detuvo. Se echó mano a la sobaquera por instinto. No la llevaba. Desde que había salido del hospital no se había puesto la pistola. La había dejado en el hotel. Su cuerpo entero se tensó. Las pupilas se le dilataron. Se le erizó el cabello de la nuca. Por su cerebro pasó la palabra «trampa». Todo aquello duró segundos. Se volvió y entrevió fugazmente el rostro del camarero. Sintió que le explotaba un cohete en la cabeza. Un cohete que a su vez se fragmentaba en otros muchos.
—¿Sabe ese del médico, alteza? —dijo Solana.
Abdul no contestó. Carmela sintió que el príncipe le restregaba la pierna con su pie. No era un roce agradable. La suela del zapato la arañaba. Ella bebió más champán y Abdul hizo lo mismo, levantando la copa y lanzándole otra de esas miradas que algunos hombres definen como profundas y capaces de derretir a una mujer. Solana prosiguió:
—Es un tipo que va al médico, ¿no? Se sienta y le dice: Doctor, odio a mi padre, odio a mi madre, odio a todo el mundo. ¿Se da cuenta, alteza? ¡Odia a todo el mundo!
El zapato le estaba llegando al muslo. Estaba segura de que se lo estaría manchando de la porquería que hubiese pisado. Cerró las piernas y las apartó. Abdul Nissan se incorporó en la silla y sonrió.
—¿Le apetece más champán? —le preguntó.
—¿Por qué no te vas a jugar a la ruleta, querido? —le dijo Carmela a Solana—. A ti lo que te gusta es jugar.
—Espera a que termine el chiste —insistió Solana—. ¿Lo sabe usted, alteza?
Abdul Nissan frunció su gordezuela boca.
—Bueno, pues le dice eso de que odia a su padre, a su madre y a todo el mundo y va el médico y le contesta: ¿Odio?, ¿odio? Yo soy el médico del oído, imbécil. Del oído.
Solana se agitó por la risa, inclinándose hacia delante y hacia atrás. Abdul Nissan agarró un puñado de fichas y se lo tendió.
—¿Querría usted jugar por mí? —le dijo.
A Solana se le acabó la risa.
—¿Yo por usted? ¿Qué quiere decir? —Tendió la mano y cogió las fichas y se le formó un nudo en la garganta—. ¿Me dejas, querida?
Carmela alzó los hombros.
—Juegue —dijo Abdul con voz suave—. Ande y pruebe suerte.
—Pida más champán —dijo Carmela, y soltó una risita—: Nunca he estado con un príncipe.
Solana se puso en pie sujetando las fichas con fuerza.
—Si gano, iremos a medias, ¿eh?
—Por supuesto, por supuesto. —Hizo un gesto con la mano.
Solana pasó al lado de los guardaespaldas y les sonrió. Ninguno hizo el más mínimo movimiento. Parecían dibujados al carboncillo sobre los amplios sofás de terciopelo. Seguía habiendo tres hombres y los tres bebían agua sin gas.
Mientras caminaba, Solana miró el importe de las fichas. El corazón dejó de latirle en el pecho. Con lo que tenía allí podía comprarse un coche de ensueño, último modelo, y pagarlo a tocateja. También podría dar la entrada de un apartamento en la playa. El sueño de Esperanza, su mujer. De lo que siempre hablaban cuando se ponían a soñar con que alguna vez les tocaría la lotería.
Llegó a la mesa de la ruleta con el cuerpo cubierto de sudor. ¿Y si perdía? Los sueños se irían con ese dinero. Pero ¿si no perdía? ¿Si se forraba? A lo mejor, aquella noche era su noche. Se volvió y contempló a Carmela, que se sujetaba la barbilla con una mano. Abdul Nissan tenía la otra entre las suyas y la acariciaba. Solana los saludó y Carmela y Abdul Nissan le devolvieron el saludo. Solana volvió a observar las posturas en la ruleta. A esa hora se apostaba fuerte, muy fuerte. Podía perderse mucho de golpe. También ganar. Podía salir de allí millonario. Pero también sin dinero. Sin apartamento en la playa. Sin coche. Otra vez sin nada. Con el miserable sueldo que le daban en la brigada.
Volvió la cabeza. Abdul Nissan le besaba la mano a Carmela. Ese imbécil creía que él era un consentidor. Tuvo un ramalazo de odio y deseó volver a la mesa y tirarle los millones que le había regalado a la cara y luego partírsela. Pero Carmela no era su mujer. Suspiró tranquilo. Se había quitado un peso de encima.
Poveda recibió la llamada del director general de la Policía en su casa a las doce cuarenta y cinco de la noche, cuando estaba a punto de irse a la cama. Entró a su despacho y cerró la puerta.
—Dígame, director… Lo escucho… Sí, sí, pero es una operación que ya está en marcha, director… Sí, sí, por supuesto… No, no, no es del Grupo Especial. La levantó…, quiero decir, la descubrió la sección de Estupefacientes de la brigada… Sí, la del comisario Prieto… Como estaba implicado Sousa… Está bien, director, supuestamente implicado Sousa, decidí que fuera el Grupo Especial el que… Sí, el Grupo Especial. Fue el que pescó a Sousa con el tema de la prostitución infantil en el club El Burbujas… Hará un año, sí, director, sí… No, no, el inspector Flores está de baja aún, sí… Ayuda, eso es… Ya sabe cómo son esas cosas. —Poveda escuchó con atención mientras su rostro se ensombrecía por momentos—. De acuerdo —dijo con tono monocorde.
Colgó. Se quedó pensativo. Las arrugas de su boca se curvaron aún más hacia abajo. Estuvo así unos instantes. Luego tomó el teléfono y marcó un número.
—Póngame con la habitación de Manuel Flores. Es la 73. ¿No está? Dígale que llame a Poveda en cuanto llegue. No importa la hora. ¿Lo ha tomado bien?… Gracias.
Colgó y volvió a marcar. Esta vez le respondieron al momento.
—¿Ruiz? Aquí Poveda… Sí, sí pasan cosas, no creas que me apetece llamar a la gente a estas horas… ¿Sabes dónde está Flores?… Ya… ¿Y los demás?… Ya, entiendo… No, no, se suspende la operación. ¡Porque lo ha dicho el director general! Me acaba de llamar el director general, la operación se para… Lo de la heroína es una gilipollez, según parece. La muerte de ese Peñalva también. O sea, que todos somos gilipollas… —Se pasó la mano por la cabeza—. Hay veces que pienso enviar todo a la mierda… Sí, sí, perdona por los gritos… Avisa a Flores y que me llame. Adiós, buenas noches.
Colgó despacio. En su cabeza se formó una idea: ¿por qué se paraba la operación? ¿Quién tenía tanto poder como para decidirlo?
Damboronea caminó por el paseo, frente al parque, una de las pocas cosas que se conservaban aún de la primitiva Marbella, pueblecito de pescadores treinta años atrás. Sorteó algunos automóviles aparcados y se dirigió a un coche negro y grande, situado en segunda fila. El brigada abrió la puerta del conductor y pasó dentro.
—¿Está? —preguntó Ramos.
—No, no está —contestó Damboronea—. En el hotel no saben nada desde después de comer. Y ha recibido dos llamadas. Una de Madrid, de su jefe, Poveda, y otra de aquí, de Ruiz.
El brigada se quedó inmóvil con las manos al volante.
—Hablaremos mañana con él. Debe de estar en una discoteca cualquiera.
—¿Flores? No lo creo.
—De todas formas, ya lo veremos mañana.
—Me caía bien ese policía —dijo Damboronea—. Sí, me caía bien.
—No hables en pasado —respondió Ramos—. Y vámonos de una vez.
Carmela se sentía sucia. Maloliente. Usada. Pringosa. Le dolía la cabeza, tenía el estómago revuelto del champán y mal sabor de boca. Quería vomitar y no podía. Condujo el coche en dirección al centro de Marbella, torció a la izquierda y subió por una calle empinada. Subió el coche alquilado a la acera y aparcó.
La noche de otoño era olorosa y tranquila, sin ruidos. Después de la turbamulta del casino agradeció el silencio de las callejas encaladas y adornadas como para salir en una postal turística. Caminó por otras calles empinadas hasta que desembocó en la plaza de los Naranjos. El olor a azahar le llenó los pulmones. Se detuvo unos instantes y contempló los restaurantes al aire libre, ya cerrados, y las terrazas de las cafeterías. Un hombre lanzó unos quejidos de flamenco en el otro extremo de la plaza y le contestaron unas risas.
Fue consciente de que la miraban con atención, vestida como estaba con un traje de noche. Se quitó los zapatos de tacón y caminó descalza hasta la terraza donde la aguardaba Solana. Éste se había quitado la chaqueta del esmoquin y estaba bebiendo de un vaso largo con las piernas extendidas sobre una silla. Carmela se sentó a su lado y emitió un largo suspiro. Solana ni la miró. Tomó el vaso y volvió a beber.
—¿Qué tal te ha ido? —le preguntó—. ¿Todo bien?
—Ese asqueroso quería sobarme allí, delante de sus guardaespaldas y de todo el mundo. Qué asco de tío —contestó Carmela.
Un camarero se acercó con cara de sueño y Carmela pidió una manzanilla.
—No vuelvo a beber —añadió.
Metió la mano en el bolso y sacó una tarjeta grande con el escudo de Bromein grabado y escrita en árabe. La agitó en el aire.
—¿Qué es eso?
—Una invitación personal de su alteza para que vayamos mañana a su fiesta. Manuel se va a alegrar. —Suspiró otra vez—. Aunque no sé si voy a tener fuerzas para volver a hablar con ese asqueroso. Y tú, ¿qué tal?
—¿Yo? —Se volvió—. Mírame la cara. ¿A que parezco gilipollas? ¿Eh? Dime, ¿a que tengo cara de panoli?
—Lo has perdido todo, ¿no? ¿Es eso?
—Todo. —¿Todo?
—Absolutamente todo.
—Coño, Robert Redford, ahí había un mogollón de fichas. ¿Cómo has podido perderlo todo?
—Pues ya ves… He tenido en las manos el apartamento de la playa. La alegría que le podía haber dado a Esperanza… Podía haber tenido un apartamento y aún nos sobraría dinero para comprar una lavadora nueva… —Solana enumeró con los dedos—. Un vídeo, un sofá… ¡Yo qué sé!… Era un pastón, Carmelita… Un pastón.
Volvió a sumirse en el silencio. El camarero trajo la manzanilla y la colocó sobre la mesa.
—Doscientas cincuenta —dijo.
Carmela sacó el dinero del bolso.
—¡Qué barbaridad! ¡Doscientas cincuenta! —Le entregó una moneda de cincuenta y dos de cien que el camarero se metió en el bolsillo.
—Aquí se paga el sitio, señora —contestó, y se marchó.
—Pues no veas tú por lo que me ha salido el whisky —intervino Solana—. Mil pelas, o sea, por el precio de una botella te dan un vasito. Así es como se hace rica la gente y lo demás son tonterías. Mil pelas.
—Tenía ganas de verte, Robert Redford. —Le apretó el brazo—. Me he sentido muy mal sola allí, con ese cerdo.
—Vaya papelito he hecho yo, ¿eh? Qué vergüenza. Marido consentidor. —Hizo una mueca despectiva con la boca—. Un cabrón contento de que su mujer se liara con ese desgraciado. Y encima lo pierdo todo.
—Lo has hecho muy bien. —Carmela disolvió el azúcar en la manzanilla, la removió y comenzó a bebérsela a pequeños sorbitos—. Me he reído mucho con tus chistes. —Miró el reloj—. Y gracias por esperarme… Manuel tenía sueño, ¿verdad?
—El gitano no ha venido todavía.
Carmela se puso tensa.
—Eh, espera un momento. ¿Qué has dicho?
—Coño, que el gitano no ha aparecido.
—¿Que no ha venido? —Se puso en pie.
Ahmed le metió los dedos pulgar e índice debajo de la mandíbula, en la zona cercana a la oreja, y Flores sintió una sacudida eléctrica y cayó de rodillas. Un dolor lacerante le sacudió toda la espina dorsal, partiendo de algún lugar del cerebro. Ahmed le volvió a hablar en árabe.
—No vuelvas a gritarme, perro. A mí no me grita nadie.
Con la mano izquierda le golpeó la sien. Fue un golpe seco y preciso y Flores movió la cabeza a izquierda y derecha y se desplomó sin sentido. Ahmed lo miró unos instantes y luego se acarició la barbilla. La puerta se abrió y el camarero asomó la cara.
—¿Ya has terminado? —preguntó en árabe.
—Casi —contestó Ahmed.
El camarero miró hacia atrás y respondió:
—Es policía, Ahmed… El carné dice que es policía.
—Un carné se lo puede hacer cualquiera. —Miró a Flores, tirado en el suelo.
—Escucha, Ahmed. ¿Has podido hablar con él? ¿Te ha dicho algo? —El camarero parecía nervioso—. ¿Por qué no hablas con el coronel?
—Estás loco. Llevas tanto tiempo aquí con los infieles que te has vuelto como ellos. Este perro tiene que morir.
Ahmed empujó al camarero y salió a un pasillo. El pasillo daba a una puerta que comunicaba con la trasera de la cafetería. Por allí se podía entrar y salir sin ser visto. El camarero sudaba copiosamente.
—Es… es policía —susurró.
—Es un enemigo de la revolución. Un enemigo de Alá. Es uno de los que ponen bombas en nuestras escuelas y matan a nuestros niños. —Los ojos de Ahmed se achicaron—. Los que echan napalm a nuestros combatientes. No, no…, es todavía peor que los que combaten en contra de nosotros… Es un perro pagado por ellos para espiarnos. Y el precio por espiarnos es la muerte… Que Alá sea contigo, Rashid.
El brigada Damboronea se bebió de golpe lo que le quedaba en el vaso y volvió el rostro a su compañero. Éste se manoseaba las barbas, contemplando la juventud y el descaro de algunas mujeres que se movían por la sala.
—¿Sabes qué es lo que me jode, tú? —dijo.
—¿El qué? —contestó el sargento Galíndez.
—Que se van a cargar al gitano. —Movió la cabeza—. Y eso me jode. Y ya van dos. Primero Peñalva y luego el gitano. No es justo —añadió Damboronea.
—A mí me caía muy bien el capitán. —Suspiró—. Un poco estirado, pero buena persona y muy listo. Es jodido eso de que te maten. —Se fijó en las facciones de su superior jerárquico, el brigada Damboronea—. ¿Y por qué tienen que matar a ese policía? Eso no lo entiendo, Flix.
—Todo tiene que seguir su curso. La heroína tiene que distribuirse, todo tiene que seguir como siempre. Y ese pobre imbécil no se ha dado cuenta y se lo van a cargar.
—El coronel no quiere que eso suceda.
—Y qué puede hacer el coronel, ¿eh? ¿Qué puede hacer? Ese gitano ha metido el hocico demasiado dentro.
—Conocía a Sousa de antes, según parece. Lo detuvo por corrupción de menores hará un año.
—Sí. Tenía a unas cuantas niñas de putas en El Burbujas.
—No te preocupes, Flix. Si el coronel no puede hacer nada, figúrate nosotros.
—Ya, pero es que me jode.
—Tranquilo. Mira qué tías hay por aquí. Canela fina.
—No tengo ganas de mirar tías.
—La política es así, Flix, ya lo sabes. Necesitamos mucho dinero, mucho… Las operaciones cuestan mucha pasta y no pueden salir en los presupuestos generales. Si no es Sousa, es otro, pero tiene que entrar dinero, dinero que no fiscalice nadie. Todos los servicios secretos del mundo lo hacen, Flix. Fíjate en la CIA.