30

—Está muy débil —afirmó Carmela—. Él se cree que ya está curado, pero es mentira. Además, aún no está en activo, está de baja.

Ruiz vestía una bata que parecía de seda y estaba sentado en un sofá que se encontraba en el rincón del enorme salón de su casa. La cristalera daba a un comedor pequeño, y desde las ventanas se veía el jardín comunal de la urbanización. El salón estaba decorado con gusto. Parecía el de un ejecutivo que invitara mucho a su jefe a cenar.

Solana intervino:

—No lo puedo creer. ¿Y qué explicaciones te ha dado Poveda?

—Ninguna —contestó Ruiz—. Que se suspende la operación. Nada más.

—Hay que encontrar a Flores. —Carmela parecía angustiada—. Flores nunca falta a las citas de encuentro. Nunca.

—Quizá se ha enterado de que la operación se ha suspendido y está por ahí tomando copas, ¿no? Es lo más probable.

—Tú no conoces a Flores —insistió Carmela, y se dirigió a Solana—: ¿Tú crees que Manuel anda por ahí de copas?

Solana negó con la cabeza.

—El gitano es gilipollas. Nunca se iría de copas en medio de un servicio. Además, tiene a Sousa entre ceja y ceja.

—Bueno, ¿qué podemos hacer? —inquirió Ruiz—, decídmelo vosotros porque yo no lo sé. ¿Adónde vamos?

Carmela miró a Solana y Solana le devolvió la mirada. Ruiz continuó hablando:

—¿Por dónde empezamos? Lo de las comisarías está descartado, algo es algo. Podemos empezar a llamar a los hospitales.

—Te lo estás tomando a cachondeo, Ruiz —respondió Carmela.

—¿Cachondeo? ¿Yo? Nada de eso. Me levantáis a las dos de la mañana para decirme que vuestro jefe no está en el hotel ni ha ido a la cita que teníais con él y queréis que no me lo tome a cachondeo. Y encima os acabo de decir que el servicio se ha suspendido.

—Bueno —dijo Solana—. A lo mejor el gitano se ha ido por ahí… Si se ha suspendido el servicio, a lo mejor creía que nosotros lo sabíamos. Vete tú a saber.

Carmela se puso en pie. En ese momento entró en el salón la mujer de Ruiz llevando una bandeja con un servicio de café. Era una mujer alta y hermosa de unos treinta y cinco años, de facciones anchas y sanas. Parecía una campesina. Avanzó por el salón, pero se detuvo cuando vio a Carmela de pie.

—¿Os marcháis? —preguntó—. ¿No tomáis café?

—Gracias —contestó Carmela, y se dirigió a Ruiz—: ¿Dónde puedo encontrar a ese coronel Ramos?

—¿A un jefe del CESID? ¿Tú estás loca? Ramos puede estar ahora en Madrid o en Sebastopol o aquí mismo, en Málaga. Pero no lo sabría nadie y menos yo. Cálmate, Carmela, me parece que estás exagerando. Flores no parece un niño indefenso.

La mujer de Ruiz dejó la bandeja sobre la mesa y le apretó el brazo a Carmela, sonriéndole de esa forma especial con que las mujeres de más edad transmiten su sabiduría a las jóvenes.

—Te llamas Carmela, ¿no? Anda, siéntate y tómate el café. Hablaremos despacio. —Carmela dudó unos instantes—. Anda, venga… Lo arreglaremos enseguida.

Carmela se sentó otra vez en el sillón, sintiéndose ridícula con el traje de noche.

—¿Leche? —preguntó la mujer de Ruiz, tendiéndole una taza.

—Así está bien, gracias —contestó Carmela—. Tampoco tomo azúcar.

—Cuando estuve destinado en Valladolid —rememoró Ruiz—, uno de mis compañeros se cayó a un pozo. ¿Te acuerdas, Marta?

—Sí —asintió ella, al tiempo que le tendía otra taza a Solana—. Estuvo cuarenta y ocho horas metido en un pozo. ¿Cómo se llamaba?

—Reverte —contestó Ruiz—. Jacinto Reverte, y lo estuvimos buscando por todas partes. Creíamos que se había largado…, bueno, con alguna tía. —Intentó sonreír—. Nos volvimos locos.

—Siempre hay alguna explicación sencilla. —La esposa del comisario Ruiz volvió a tocarle el brazo a Carmela—. No te preocupes.

Rashid se llamaba en realidad Chausqi Messari y había nacido en Hebrón, en Palestina. Su pueblo y otros muchos de todo el valle pertenecían a Israel, y gran parte de su familia, compuesta por multitud de tíos, primos y abuelos, habitaba aún en los territorios ocupados. Rashid era, en ese sentido, un privilegiado. Era un joven de ojos oscuros y cabellos negros que se había casado con una española muy parecida físicamente a las mujeres de su tierra. Ganaba mucho dinero como camarero en el Garden, y el doble en propinas. Rashid se dirigía en su idioma a los clientes árabes y su origen palestino movía la generosidad y las carteras.

A cambio de su plácida existencia en una tierra extranjera de clima benigno, Rashid tenía que efectuar algunos servicios al país que le había conseguido un pasaporte. No eran servicios muy difíciles ni complicados. Lo único que tenía que hacer era aguzar el oído y escuchar las conversaciones de los clientes. Rashid hablaba y entendía el español, el inglés, el francés y tres dialectos árabes, además del árabe clásico que estudió en la escuela de su pueblo. De vez en cuando, Ahmed le entregaba unas cuantas fotografías de lo que él llamaba «agentes del Mossad», el servicio secreto israelí, y Rashid las memorizaba y en caso de que los viera en su establecimiento, debía comunicárselo a Ahmed.

Aquello le servía para mantener viva la llama de la revolución islámica y la vuelta a la patria ocupada. Sus días y sus noches eran plácidos y felices y casi monótonos. Solamente cuando llegaba a puerto el yate Yamina tenía que intensificar la vigilancia y mostrarse ojo avizor hacia los enemigos del pueblo árabe.

Rashid sudaba copiosamente mientras servía copas exóticas a los clientes, que charlaban y reían diseminados en las mesas. En ese momento dos hombres de Ahmed se estaban llevando al policía español. No le parecía que fuera un enemigo de la revolución árabe, ni un payaso del imperialismo estadounidense. Estuvo vigilando el yate, sí, pero nada más. ¿Por qué tenían que llevárselo? ¿Había algo detrás de todo eso o eran figuraciones suyas?

Y para colmo, ese hombre alto y grande que siempre andaba junto a otro más bajito y con barbas, llevaba toda la noche bebiendo y mirándolo como si supiera todo lo que había ocurrido. Y él no quería que lo expulsaran de España. No le gustaba dejar a su mujer, ni a su trabajo. El hombre se acercó a él caminando desde el mostrador.

—¿Qué tal, Rashid, majo? —le preguntó dándole una palmadita en la espalda—. ¿Cómo andamos?

—Bien —contestó el palestino.

Rashid intentó continuar con su trabajo, pero el hombre alto y fuerte lo sujetó del codo. No lo hizo con fuerza. En el mostrador continuaba el otro, su compañero de las barbas.

—No tan deprisa, Rashid. Quiero hablar contigo.

—¿Conmigo? Yo soy camarero… ¿Por qué quieres hablar conmigo?

—Porque tú eres buen chico y no vas a querer meterte en un lío. Por eso y porque me da a mí la gana.

Rashid corrigió su primer pensamiento. Ese hombre no estaba borracho. Quizás un poco bebido. Y lo más grave: lo sabía todo. El sudor se le enfrió en el cuerpo.

Sousa bostezó tumbado en el sillón frente al aparato de vídeo. En la pantalla se movían las figuritas de colores sobre un fondo formado por un castillo medieval que ardía en llamas. Al príncipe Abdul Nissan le gustaban mucho las películas de espadachines. Las tenía prácticamente todas. Alrededor de seiscientas cintas de vídeo, clasificadas por año y compañía cinematográfica. Sousa ya estaba cansado de ver películas.

Se levantó del mullido sillón y caminó hasta las dos maletas que se encontraban en un rincón del camarote. Abrió una de ellas y contempló otra vez las bolsitas de heroína apiladas unas encima de otras. Las palpó, sosteniéndolas en el aire, viendo el polvo grumoso y blanco deslizarse arriba y abajo. Cada una de esas bolsitas de ciento cincuenta gramos costaría un mínimo de doscientos mil dólares, quizá más. Calculó de nuevo mentalmente las veces que se podían cortar y las ganancias que le iban a reportar.

Aquello le servía para combatir el tedio infinito que sentía encerrado en ese camarote. Cada vez que hacía un cálculo de dinero, tenía que corregirlo. Era imposible, siquiera por aproximación, saber a cuánto ascendería su parte en aquel cargamento. Él entregaría los treinta kilos, tal como había quedado. Cumpliría su palabra. Serían treinta kilos exactamente, pero no esos treinta kilos. Los cortaría antes. Los convertiría en ochenta kilos. Él se quedaría con cincuenta kilos de heroína con una pureza del treinta por ciento. Quizá del treinta y cinco. Sería suficiente. En el mercado minorista la heroína que consumían los yonquis alcanzaba una pureza media del once por ciento, incluso menos. Nadie notaría el cambio.

Volvió a cerrar la maleta. Cincuenta kilos de heroína representaban una cantidad tan grande de dinero que le hacía latir el corazón con fuerza. Haría la transacción, en Zúrich la semana próxima, de modo que tenía que calmarse, apaciguarse.

En el vídeo, sin sonido, unos hombres a caballo, vestidos con ropas multicolores, galopaban por un bosque frondoso perseguidos por otros ataviados de distinta manera.

«Trabajar con Abdul Nissan y los iraníes es seguro», pensó Sousa viendo cómo los perseguidos dejaban cada vez más atrás a los perseguidores. Nunca se darían cuenta de su trampa. Nunca.

La habitación del hotel estaba decorada con suaves tonos verdes. El papel que cubría las paredes era verde, lo mismo que la moqueta. La cama, grande y mullida, estaba situada frente al ventanal de la terraza, de modo que pudiese verse el azul del mar con sólo abrir las contraventanas.

Solana cogió la botella de champán que la dirección del hotel había dejado de regalo sobre el mueble de la televisión. Carmela se sentó en la cama y se quitó un zapato. Le había producido ampollas por el roce. Solana abrió la botella de champán con un apagado chasquido y llenó dos copas. Los dos bebieron en silencio.

—He quedado como una idiota, ¿no? —dijo Carmela—. El comisario Ruiz y su mujer me han tratado como si fuera una niña pequeña. Como a una adolescente histérica, ¿verdad?

—Es que se te nota mucho, Carmela.

—¿Que se me nota? ¿El qué?

—Que estás liada con el gitano. Eso es lo que se te nota.

—¿Yo? ¿Yo liada con Manuel? Pero ¿qué estás diciendo?

—Bueno, a ver si nos entendemos. A mí no me importa con quién estés tú liada, Carmela. Pero vamos, que no hace falta ser un lince para darse cuenta. Y Ruiz y su mujer se han dado cuenta.

Carmela se quitó despacio el otro zapato y se frotó los pies. Pensó en Flores, en la primera vez que lo había visto cuando fue destinada a la Brigada Central, al Grupo Especial. Él estaba en su despacho repasando las declaraciones que tenía que decir en un juicio y levantó la cara al entrar ella y le tendió la mano. Tenía curiosidad por conocer a ese policía gitano del que tanta gente hablaba. Y ahí estaba él, estrechándole la mano con calor, sonriéndole.

«Vaya, eres muy guapa —recordaba que le dijo—. Demasiado guapa. Me alegro de que estés con nosotros. Carmela, ¿no? ¿Eres Carmela?». «Sí —contestó ella, toda sonrisa—. Y no me llaméis Carmelita, ni Carmelilla, ni Carmen… si puede ser. Sólo Carmela». «Muy bien, pues sólo Carmela. ¿Ya conoces a los compañeros? ¿A Lucas?». «Sí, a todos, a Lucas también». «Él es el subjefe del grupo. Un tío muy listo. Un intelectual…, un estratega». Y rompió a reír. Recordaba que soltó una carcajada que le iluminó la cara. ¿Tanto se le notaba que lo quería?

Tiró el zapato al suelo.

—No estoy liada con Manuel —dijo—. Pero porque él no quiere, ¿sabes? —Sonrió con tristeza—. Sólo porque él no quiere.

—Está casado —contestó Solana.

—¡Qué más da!

—Ya… Bueno… A nuestra salud.

Solana bebió. Carmela dejó la copa en la mesita de noche.

—Llevo ocho meses sin estar con un hombre. Ocho meses.

Solana le pellizcó la oreja.

—Eso debe de ser jodido, ¿no? Ocho meses, madre mía. Si no se fo… quiero decir, si no se hace el amor, salen granos, se puede uno poner enfermo. Entra estrés.

Carmela se puso de pie y comenzó a desabrocharse el vestido. Solana se tumbó en la cama.

—Manuel cree que soy una cualquiera. —Dejó de quitarse el vestido—. Piensa que ando todo el día con unos y con otros.

—El gitano es más antiguo que el vino con sifón.

—¿Qué haces aquí? —preguntó—. Anda, vete a tu habitación.

—Yo también estoy jodido, Carmela. Deja que me quede aquí contigo. De verdad, te juro que no te voy a poner las manos encima. Nos bebemos la botellita de champán y hablamos. Necesito estar con alguien…, no sé…, calor humano, esas cosas… Mira, ahora estoy muy bien con mi mujer, te lo juro. No es eso lo que busco. ¿De acuerdo?

Carmela volvió a colocarse el vestido. ¿Calor humano? Dios santo, si ella necesitaba que alguien la abrazara, que alguien la quisiera. Necesitaba desesperadamente sentir una piel humana contra la suya.

Solana alisó la colcha a su lado con la mano.

—Tiéndete a mi lado, Carmela, y hablemos. Estoy muy jodido.

Carmela titubeó.

—Venga. —Solana sonrió—. No te voy a meter mano, no te voy a hacer nada. Ven aquí conmigo.

—Gracias, Robert Redford, pero mejor te marchas, de verdad.

—No te voy a meter mano, mujer.

—Después de lo que me han metido mano hoy, me da igual. Pero no es eso…

—¿Qué es entonces?

—No lo sé, pero mejor te vas. Por favor… Vete a tu habitación.

Solana se incorporó en la cama y le tendió la mano, al tiempo que le sonreía.

—No seas estrecha, Carmela, por Dios, vamos, túmbate aquí conmigo.

Carmela pareció enfadarse, apretó la boca y los ojos le brillaron. Caminó hacia donde estaba Solana y lo empujó fuera de la cama.

—¡Fuera! ¡Vete!

Solana se puso en pie.

—¡Imbécil! —le gritó—. ¡Tú te lo pierdes!

—Márchate —le dijo, un poco más tranquila.

—Está bien, muy bien. —Se compuso la pajarita del esmoquin alquilado—. Lo que usted diga, señorita. No sé por qué te pones así… Lo único que yo quería…

Carmela pateó el suelo con fuerza.

—¡Por favor, vete de una vez!

—¡Vale, vale, vale! Está bien.

Solana caminó hasta la puerta y la abrió.

—Todo para el gitano, ¿verdad?

—Adiós —dijo ella, y sintió las lágrimas que le empezaban a subir desde el pecho hasta los ojos, como si treparan por empinadas escaleras—. Muérete, Robert Redford. Chao.

Solana cerró la puerta de un golpe y a Carmela las lágrimas se le detuvieron en algún lugar del pecho, formando una pelota.

Fuera, el mar continuaba golpeando la playa.

Damboronea aguardó a que el coronel saliera de la habitación. Mientras tanto, contempló distraídamente la decoración de la suite del Hotel Málaga Palacio, en Málaga. Había tardado media hora desde Marbella y, ahora, tardaría otra media hora en volver al mismo sitio, aunque esta vez con el coronel. Tenía que convencer al coronel para que fuera con él. En total pasaría una hora o un poco más. Demasiado tiempo.

Tamborileó con los dedos sobre un inútil mueble de madera ribeteado de cenefas doradas. Ramos entró en la salita abrochándose la bata. Tenía el pelo revuelto y los ojos hinchados, características de los sorprendidos en mitad del sueño. El brigada se puso firme.

—¿Qué ocurre, Damboronea? —preguntó.