37
El inspector jefe Molina era bajito, fornido y se estaba quedando calvo. Quizá por esa razón se dejaba barba, que estaba ya veteada de cabellos blancos. Tenía que utilizar gafas para ver de cerca, pero apenas las utilizaba, a no ser en la intimidad. Tenía cuarenta y seis años cumplidos y nunca sería comisario. Molina era el jefe del nuevo Grupo de Noche.
Entró en la sala de denuncias media hora antes del comienzo de su jornada de trabajo y paseó la mirada por los asistentes. Todas las salas de denuncias de todas las comisarías del mundo se parecen. Puede cambiar la decoración o la forma, pero en todas ellas hay el mismo olor que producen el miedo, la desolación y la incertidumbre. El olor de la desgracia.
La sala de la comisaría de Centro acababa de ser remodelada y, sin embargo, ya tenía esa pátina de desgaste y suciedad que muy pronto adquieren esas dependencias policiales. Molina sabía todo eso y aún le asombraba descubrir nuevas facetas del sufrimiento humano. La sala estaba rodeada por sillas fijadas a la pared. Sentadas en ellas había una prostituta veterana, la Juanita, con signos visibles de haber recibido una paliza, dos mendigos profesionales, un hombre de edad mediana y un muchacho de unos catorce años. Los mendigos tenían un aspecto decoroso y hasta presentable. Uno de ellos era bajito, rechoncho y vestía dos jerséis bajo el abrigo, que casi arrastraba por el suelo. El otro mendigo era muy alto y delgado y estaba peinando al bajito con mucho cuidado y ceremonia. Molina se acercó a ellos.
—¿Vienen a hacer alguna denuncia? —preguntó.
—Sí, señor —contestó el alto, y continuó peinando a su compañero—. Otra vez nos han querido matar.
—¿Quién? ¿Quién los ha querido matar? ¿Cómo ha sido eso?
El alto dejó el peine en el aire y observó a Molina como sí no pudiera creer que hubiera alguien en el mundo que aún no conociera su caso.
—Han vuelto otra vez —dijo muy serio—. Con sus pistolas de rayos. Esta noche los hemos visto. ¿Verdad, Cuqui?
El bajito asintió moviendo mucho la cabeza.
—Con pistolas de rayos —añadió—. Yo los he visto.
—Y yo también —dijo el alto.
—Ya —dijo Molina—. Comprendo. Pistolas de rayos. O sea, marcianos.
—Venusianos —intervino el alto—. No son marcianos, sino venusianos. Vienen de Venus, ¿sabe?
—Esa estrella tan alta. —El bajito señaló el techo con un dedo gordezuelo, de uñas sucias—. De ahí vienen.
—Y vienen justo a matarlos. ¿No es así? Hacen todo ese viaje sólo para matarlos.
—Ya están aquí, entre nosotros. —Otra vez el peine quedó en el aire, encima de la cabeza del bajito—. Lo que pasa es que nadie lo sabe, sólo nosotros. Por eso nos quieren matar. Nosotros sabemos muchas cosas. Sabemos mucho.
—Muy bien. —Molina le palmeó el hombro al del peine—. Yo los atenderé dentro de un ratito. No hace falta que molesten en la inspección de guardia. —Bajó la voz—. Ellos no entienden nada.
Los ojos se les iluminaron a los dos mendigos.
—¿Y nos mandará un policía a que nos proteja?
—Puede ser —remachó Molina—. Puede ser.
Se volvió a la prostituta.
—Tápate un poco, Juanita. ¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha sacudido?
La aludida suspiró ruidosamente y se cerró la chaquetilla sobre la blusa negra transparente y rota. Se cruzó de piernas y apretó los brazos contra el pecho.
—¿Romualdo? ¿Ha sido Romualdo?
Juanita torció la cara.
—Sí, ese cabrón, Molina. Me ha estado sacudiendo estopa hasta que ha querido. El hijo de mala madre.
—Denúncialo, Juanita. Di lo que hay detrás de ese negocio de chatarra que tiene y nosotros te ayudaremos.
—Vosotros no ayudáis ni a un ahogado a que no manche el suelo, Molina, no me jodas. Tú no sabes cómo se las gasta el Romualdo.
—Yo sé a lo que se dedica el Romualdo y tú también. Denúncialo y te protegeremos. ¿Vale?
—Olvídame, Molina.
—Te seguirá sacudiendo. Y nosotros no podremos hacer nada. Cuéntanos lo que hace con los coches usados y no te volverá a poner la mano encima, Juanita.
La mujer se puso en pie.
—¿Adónde vas? —exclamó Molina.
—Me abro, Molina.
—Está bien. Me parece que ya se te ha olvidado la paliza que te ha dado. Pero recuerda que si necesitas ayuda, aquí me tienes.
—Adiós, Molinita.
La mujer taconeó hasta la puerta y Molina la siguió con la mirada. Entonces se dio cuenta de que el hombre de edad mediana estaba llorando. Tenía la cabeza agachada sobre el pecho y sus hombros se movían a espasmos. El muchacho que estaba a su lado parecía avergonzado y humillado. Había descubierto que su padre era un cobarde y lo despreciaba con toda su alma. La idea que tendría de lo que era un hombre valiente la habría aprendido viendo películas de Rambo, y ahora su padre lo asqueaba. Quizá le hicieran falta más años para descubrir lo que era el verdadero valor. Quizá lo descubriera o quizá no. Hay gente que se muere con una idea equivocada de lo que es la valentía. Molina se acercó a ellos.
—¿Señor? —Le tocó el hombro—. ¿Quiere venir por aquí?
El hombre levantó la cara. Tendría la misma o parecida edad que Molina, pero parecía más viejo, más ajado. Con el sufrimiento plasmado en cada una de las arrugas de su rostro. Molina lo ayudó a levantarse y se dirigió al chico:
—Quédate aquí un momento, ¿quieres? Enseguida volverá. ¿Es tu padre? —El chico asintió en silencio—. Volverá enseguida.
Lo tomó del brazo y caminaron hacia la puerta de la inspección de guardia. Habían entrado dos hombres con aspecto de trabajadores y se quedaron mirándolo, moviendo la cabeza.
—Estoy… estoy en la ruina —dijo el hombre—. Me… me han arruinado.
Molina se detuvo antes de entrar en la inspección de guardia. El hombre continuó hablando:
—Tengo un restaurante…, el Guadiana, ¿sabe?
Molina asintió.
—Lo inauguramos anteayer… —El hombre tuvo un sobresalto y Molina pensó que iba a reanudar el llanto, pero continuó—: Tenía el dinero de los dos últimos plazos en la caja… y… los clientes… Estaba lleno, ¿sabe, usted? Lleno… y…
—Cálmese, por favor. Hará la denuncia a los inspectores que están dentro. Yo no puedo ayudarlo.
—Me… me lo quitaron todo, todo… Los dos plazos…, robaron a todos los clientes… Me insultaron delante de mi hijo, se rieron de mí…
—¿Sabe quiénes eran?
—Eran cuatro…, iban con chándal y llevaban escopetas recortadas.
—De acuerdo, ahora cálmese, por favor. Pasaremos dentro y se lo contará todo al inspector de guardia.
Molina empujó la puerta y se colocó a un lado para que pasara el dueño del restaurante.
La inspección de guardia estaba dividida por un mostrador alto. A un lado se colocaban los denunciantes y al otro, los policías que reseñaban las denuncias. Había dos personas apoyadas en el mostrador. Una de ellas era un hombre gordo y calvo, con el rostro congestionado, y la otra era una viejecita tocada con un gorro de lana rosa. Flores atendía al sujeto gordo y un policía uniformado, a la viejecita.
—Buenas tardes —saludó Molina—. ¿Cómo va eso?
Flores y el uniformado contestaron al saludo de Molina.
—Ahora muy tranquilos —añadió el uniformado—. Pero verás dentro de un rato. Bueno, señora, ¿qué más?
—Ya está, hijo. Tiene usted que decirle que no riegue las plantas cuando yo tiendo la ropa. Me la pone perdidita de barro. ¿Se lo dirá?
—Si podemos, sí, señora, se lo diremos.
—¿Y no la pueden asustar un poco? ¿Hacer como que la detienen?
—Ya veremos, señora. Usted dígale que ha venido a la comisaría a poner una denuncia. Eso siempre surte efecto. Hala, señora, buenas tardes.
Flores sacó el papel de la máquina de escribir y se lo tendió al hombre para que lo firmara. Éste sacó un bolígrafo y estampó su firma donde Flores le indicó.
—Bien —dijo Flores—. Ahora espere a que lo llamemos nosotros.
—¿Cuándo? ¿Hasta cuándo voy a tener que esperar?
—Enseguida, señor —contestó Flores.
El hombre lanzó una mirada despectiva a Flores y luego la extendió a todos los presentes y a la habitación. Salió pisando fuerte. Molina condujo al dueño del restaurante frente a Flores.
—Otra vez la banda del chándal —le dijo—. ¿Tú eres Flores? Me llamo Molina. Soy el jefe del nuevo grupo.
—Ya lo sé —contestó Flores—. Del Grupo de Noche.
Molina le sonrió.
—El turno comienza a las diez. A esa hora nos reunimos, no llegues tarde, que no me gusta. El comisario me ha dicho que te pruebe durante unos días.
A Flores se le iluminaron los ojos, pero fue durante unos instantes y nadie lo notó. Metió una nueva hoja en el carro de la máquina de escribir y se dispuso a tomar declaración al dueño del restaurante.
A Ventura le habría gustado que las cenas en su casa fueran diferentes. Le habría gustado charlar con su hijo Juanjo y con Carmina, su mujer. El tema le daba lo mismo. El caso era hablar, intercambiar pareceres de cualquier cosa. Sin embargo, Carmina ponía la televisión y tenían que cenar en silencio viendo lo que ocurría en la pantalla.
—¿Qué tal en el instituto, Juanjo? —preguntó Ventura—. ¿Cómo van las clases?
Su hijo se encogió de hombros y continuó mirando la televisión.
—¿Cuándo tenéis los parciales? —volvió a preguntar.
—La semana que viene —contestó Juanjo.
Ventura se dirigió a Carmina.
—El COU es un curso muy difícil… El umbral de la universidad… Muy difícil y muy importante, sí.
—Calla. —Carmina le hizo un gesto con la mano.
Ventura se volvió a su hijo.
—Está bien eso de que hayas elegido Letras, hijo… Es muy bonito. Puedes ser profesor…, catedrático. En fin, que está muy bien.
Su hijo ni siquiera le contestó. Estaba mirando el anuncio de un coche utilitario que presentaban como especial para jóvenes. Ése era el coche con el que soñaba Juanjo. No era caro y funcionaba muy bien. En realidad a él le hubiese gustado un BMW o un Jaguar, eso sí que eran coches, pero era realista. No podía decirle a su padre que le comprara uno de esos coches tan caros. Su padre ganaba una miseria de subjefe de la Brigada Central; sin embargo, uno de esos coches sí podían permitírselo. Siempre que lo compraran a plazos. Se volvió y le sonrió a su padre. Sabía cuál era su punto flaco.
—¿Te gustaría que yo fuese profesor de Literatura, por ejemplo? —le preguntó.
La sonrisa de Ventura le iluminó el rostro.
—¿Que si me gustaría? No lo sabes tú bien. Pero tú debes estudiar lo que tú quieras, debes elegir la carrera por la cual sientas vocación. No te equivoques en eso, hijo. Es muy importante.
El rollo de todos los días. Ahora le diría que él siempre quiso ser policía y que tuvo la suerte de tener un padre comprensivo. Juanjo continuó con la cena, pero contestó:
—Me gusta mucho la literatura… Y la enseñanza. Creo que cuando termine el COU me matricularé en Literatura.
Su hijo, profesor de Literatura. Quizá catedrático. Un catedrático joven y moderno. Inteligente, un profesor que da conferencias, que escribe en los periódicos, en las revistas.
—¿Has oído, Carmina? Parece que Juanjo ya se ha decidido. Quiere estudiar Literatura.
Carmina torció la cabeza y miró a su marido con lástima.
—Yo siempre quise ser policía —dijo Ventura—. Desde que era pequeño. Y el abuelo nunca se opuso. Me dijo que estudiara lo que yo quisiera. Echo mucho de menos al abuelo. —Miró a su hijo—. Me hubiera gustado que lo hubieses conocido más.
Juanjo miró a su padre con atención, como si bebiera sus palabras. En realidad estaba pensando que en cuanto sacara el COU y le pidiera el coche a su padre, sería suyo. Sólo tenía que seguirle el rollo. No era difícil.
—Me acuerdo del abuelo —dijo Juanjo.
—¿Sí? —dijo su padre—. ¿De verdad? ¿Te acuerdas de él? Pero eras muy pequeño.
—Me acuerdo de sus bigotes blancos, del bastón… De que me daba terrones de azúcar y me hacía cosquillas en la oreja.
Ventura dejó de comer y se quedó pensativo. Sonrió en silencio.
—Trae un poquito de leche —le ordenó Fernando a Mercedes, y Pacheco encendió un cigarrillo.
Fernando era un hombre alto y sin barriga, corpulento y bien vestido. Tenía la parte superior de la cabeza, sin pelo y se la intentaba tapar peinándose en plan cortinilla con mucho fijador. A Pacheco no le gustó el tono autoritario de su voz. Mercedes se levantó de la mesa y fue hacia la cocina.
—Me gusta el café con un poquito de leche —explicó Fernando.
—A mí no —dijo Pacheco.
—He traído unos puritos —dijo Fernando sacando dos Montecristos del número cinco. Le ofreció uno a Pacheco—. ¿Hace?
Pacheco se encogió de hombros y lo cogió, apagando el cigarrillo en el cenicero. Llegó Mercedes con la jarrita de leche y vertió un poco en la taza de Fernando.
—Así que eres policía, ¿no? Me lo ha dicho tu hermana, de la Brigada Central.
—Del Grupo Especial —matizó Mercedes—. Es un grupo de élite.
—¿Como los geos?
—Algo así —añadió Mercedes.
Fernando asintió en silencio y mordió el puro. Pacheco lo cortó con la uña, lo chupó y lo prendió con una cerilla.
—Es mejor calentarlo antes un poco —dijo Femando—. Así. —Aplicó una cerilla al puro y le dio vueltas—. Saben mejor.
Pacheco dio una pitada al puro y arrojó una nube de humo al techo de la habitación.
—Bueno —dijo Mercedes—. Ya tengo la maleta preparada. Podemos irnos cuando quieras.
—¿Sólo una maleta? —preguntó Fernando.
—Sí, sólo una maleta. Yo no tengo mucha ropa.
—Algún sábado o domingo podrás venir a comer a casa, Pepe. Los domingos yo hago paella. Todos los domingos. Me sale de maravilla. Soy el as de las paellas. Ya verás cuando la pruebes. No es por presumir, pero las paellas que yo hago no tienen nada que envidiar a las de los restaurantes más empingorotados. —Fernando alargó la mano y le agarró el hombro a Mercedes—. ¿Tienes una copa de algo? Tráeme una copa, anda.
Mercedes volvió a levantarse y caminó hacia la cocina. Se detuvo en la puerta.
—Sólo tenemos coñac. ¿Quieres?
—¿Qué coñac?
Mercedes se encogió de hombros y miró a su hermano.
—Magno —contestó Pacheco.
—No me gusta —dijo Fernando—. El mejor es el coñac catalán. La gente es que no entiende. Mira que lo tengo dicho. Y no digamos el coñac francés… Napoleón, Carlos Martel… Canela fina. Vale un poquito más, pero merece la pena. Mi lema es —guiñó un ojo— siempre lo mejor. —Se dirigió a Mercedes—: Siéntate aquí a mi lado, deja el coñac… La imprenta me va muy bien. ¿Sabes cuánto gané el año pasado? No digo lo que he declarado a Hacienda —soltó una risotada—, lo que he ganado de verdad… —Pacheco no contestó—. Diez kilos, diez milloncetes. ¿Qué te parece, Pepe? Diez kilitos.
—Bueno, pues está muy bien. Diez kilos ya es dinero, sí.
—Tengo siete operarios y dos aprendices y cada vez entra más curro. El secreto de un negocio son los gastos superfluos. Si el país se llevara como yo llevo la imprenta, andaríamos de otra manera. Es lo que yo digo, el país es como una empresa y hay que arrimar el hombro, currar.
Aparte de Molina, componían el nuevo Grupo de Noche un policía muy joven con gafas y aspecto de estudiante de Geografía, llamado Roda, y otro, de la misma edad que Molina, al que decían Abuelo. Éste tenía el cabello blanco y espeso y el rostro apacible e inmóvil de los policías veteranos que han visto ya demasiadas cosas.
Roda se había sentado en una de las sillas y los demás permanecían en pie, escuchando a Molina. Después de las presentaciones y saludos, habían aceptado a Flores como si llevase con ellos desde el primer día. Molina había repartido unas fotografías y todos las estaban mirando.
—Se llama Antonia Cicerón Tordesillas y tiene dieciséis años, es yonqui. Miradla bien, ¿la habéis visto?
El Abuelo devolvió la fotografía sin decir nada.
—No —dijo Roda—. ¿Tenemos que buscarla?
—Husmearemos por ahí, a ver si está. Hay cuatro mil chicas en toda España que han desaparecido. Al parecer, ésta vivía con otro yonqui, un chaval llamado Bernardo. La familia de la chica ha puesto la denuncia por abandono de hogar. Dicen que vivían en Malasaña. Deben de ser nuevos en el barrio, porque nadie los conoce.
—¿Cuántas denuncias de desaparecidos tenemos en estos momentos? —preguntó Flores.
—Con ésta, catorce. Hay catorce familias que creen que sus hijos pululan por Malasaña en esas comunas de drogadictos. —Molina suspiró—. No todo eso es verdad, pero tenemos que echar un vistazo.
Flores pensó que Molina se preocupaba demasiado por la chica de la fotografía, pero no expresó sus pensamientos. Por otra parte, la chica era guapa, pizpireta y de ojos amables. Quizás estuviera ahora viviendo la gran experiencia de su vida.
—¿Y ese Bernardo? —insistió Flores—. ¿Sabemos quién es?
—Son informaciones de la familia. No tienen fotos de él. Hay seis Bernardos fichados como camellos y drogadictos. Cuando la familia de la chica vea las fotos, sabremos quién es. Parece ser que lo vieron una vez con ella. Bueno —Molina prosiguió—, tenemos también lo de la banda del chándal, se está acercando al barrio y hay que estar alerta. Son cuatro sujetos de alrededor de treinta años y visten con chándal y llevan bolsas de deporte. Parecen chicos que vuelvan del gimnasio, pero están desvalijando restaurantes. Ya llevan cinco y van armados, son peligrosos. Vamos a movilizar a los confites y a echar un vistazo a todo individuo que lleve chándal. ¿De acuerdo?
El Abuelo tomó la palabra.
—¿Y la metadona?
—Ah, sí, lo de la metadona. —Molina se dirigió a Flores—: Hay una farmacia en la zona que se dedica a vender metadona bajo cuerda. De hecho está traficando con esa sustancia. He consultado al comisario y se le puede aplicar el cargo de tráfico de estupefacientes. Tú, Abuelo, llévate a Roda y te metes con eso. Pero no dejes de estar atento a los del chándal y a esa Toñi… Por cierto, la llaman Toñi… Tú te vendrás conmigo, Flores. Es el privilegio de los nuevos. ¿Alguna pregunta?
—Sí —dijo el Abuelo—. ¿Hay cita previa?
—Si no aviso por el transmisor, a la una en Chaplin. Procurad estar allí. ¿De acuerdo?
—Muy bien —dijo el Abuelo, y se puso en pie.
Caminó hasta la puerta, seguido por Roda. Al llegar a la altura de Flores le dio unos golpecitos en el brazo.
—Bienvenido al grupo, muchacho.
Brea le abrió la puerta a Carmela y se echó a un lado para que pasara. Vestía un polo color burdeos y un pantalón de pana, probablemente hecho a medida. Carmela pasó a un vestíbulo espacioso cubierto por una moqueta de fibra vegetal. Las paredes eran blancas y había en ellas cuadros modernos que parecían de firmas conocidas. También había varias vitrinas con estatuillas antiguas y recuerdos de viajes. Sonaba música suave.
—Pasa, pasa, Carmela, por favor. Adelante.
Brea hizo ademán de quitarle el abrigo, pero Carmela se lo quitó ella misma y se lo entregó.
—Puedes quitarte los zapatos si quieres. —Carmela le miró los pies. Llevaba una especie de pantuflas de lana—. La moqueta es muy relajante. Es de sisal.
Carmela se quitó los zapatos y se quedó en medías.
—Pasa, te traeré unas pantuflas como las mías. Por aquí. —Señaló un pasillo atestado de libros que se alineaban en una librería de madera clara sin barnizar—. ¿Te ha costado trabajo dar con mi casa?
—No, ha sido fácil —contestó Carmela.
Pensó: «Eres el cabrón que me ha estado llamando todo este tiempo por teléfono, diciéndome obscenidades, y ahora me invitas a tu casa. Por lo menos tienes cojones, Brea».
Carmela lo siguió por el pasillo, que desembocaba en un enorme salón de al menos ochenta metros. El salón estaba dividido en varios ambientes por muebles antiguos bajos, pequeñas estanterías y bargueños que parecían de anticuario. La mezcla entre muebles antiguos y modernos era exquisita y no desentonaba. Al fondo había una mesa redonda con servicio para dos personas y un candelabro en el centro. Cuatro grandes ventanales, cubiertos por cortinas de encajes, daban al salón un aire íntimo y recoleto. Muy confortable. Brea condujo a Carmela hacía un sofá de colores crema y verde claro y la hizo sentar.
—Espera un momento —le dijo—. Voy a traerte las pantuflas. No tardaré nada.
—Gracias —contestó ella procurando que no se le vieran las encías descarnadas.
Se había puesto una buena capa de maquillaje en las cicatrices y se había peinado de forma que el cabello le tapara la línea en zigzag que le corría por la sien derecha. Aprovechó para mirar mejor el salón y la mesa con el servicio para dos.
«Qué lástima que seas el cabrón que me ha estado llamando, Brea —pensó Carmela, y se asombró de pensar eso—. ¿Qué me está pasando? ¿Es que me está gustando este tipo?».
Brea acudió a ella al trote corto desde una puerta que supuso comunicaba con el dormitorio.
—¿Qué? —exclamó—. ¿Te gusta mi refugio?
—Es muy bonito —contestó ella.
Brea se arrodilló a sus pies y le metió las pantuflas.
«Nunca me he encontrado un hombre así», consideró Carmela.
—Así estarás más cómoda. Ya lo verás.
—Gracias, eres muy amable.
—No, lo eres tú por venir a mi casa. —Se puso en pie—. ¿Quieres beber algo?
—Un jerez, por favor.
—Sí, ahora mismo.
«Me trata como a una reina —reflexionó—. Se dirige al mueble bar y me prepara una copa como si yo fuera la reina de Saba. Y parezco un monstruo con las cicatrices y la falta de dientes. A lo mejor no es él. A lo mejor me he estado confundiendo de voz. Hay personas con la misma voz. Se dan muchos casos así».
Brea le tendió la copa. Él se había servido otra. La levantó.
—Por nosotros —dijo y sonrió.
«Estás hasta hermoso —recapacitó Carmela—. Ahora hasta me pareces guapo. Qué amable».
—¿Has visto a esta chica, Blasco?
Molina le mostró la foto de Toñi al camarero del bar Las Tres Cruces de la calle del Barco. El camarero llevaba un palillo en la comisura de la boca y lo movió a izquierda y derecha.
—Verá…, todas ésas me parecen iguales, ¿comprende? Ves a una y te parece haber visto a todas.
—Ya. —Molina guardó la foto—. ¿Te dice algo el nombre de Bernardo? Es el novio de ésta.
—¿Bernardo? —El camarero hizo el gesto que mucha gente presupone que es de alta concentración: arrugó las cejas—. Pues no, no me suena. ¿Dice usted Bernardo?
Molina lo observó y puso mala cara.
—Déjate de tonterías. ¿Lo sabes o no? No me hagas perder tiempo.
—No, no lo sé.
Molina salió del establecimiento. En la calle lo aguardaba Flores, que contemplaba, distraído, cómo una prostituta intentaba camelar a un posible cliente, agarrándolo por la entrepierna. Molina y Flores caminaron calle arriba.
—¿Has conseguido algo? —preguntó Molina.
Flores negó con la cabeza.
—No, y no creo que así consigamos nada, Molina. Antes deberíamos saber los hábitos de la chica, los lugares que frecuenta o ha frecuentado… No sé, estamos dando palos de ciego.
—Continúa —dijo Molina sin dejar de caminar—. Sigue.
—Puede que la familia identifique a ese Bernardo, entonces tendremos más posibilidades.
—Tenemos toda la noche por delante.
—Perderemos el tiempo.
Molina se detuvo de pronto.
—¿Perderemos el tiempo? ¿Qué quieres decir?
—Molina, no podemos ir con una foto de bar en bar. La chica se puede enterar y largarse a otro sitio. ¿Lo comprendes? Tenemos que actuar desde otra base.
—Sabía que tarde o temprano te enfrentarías a mí. Por algo has sido jefe del Grupo Especial en la Brigada Central, ¿no? Ya me avisó el comisario.
—Te estás equivocando, Molina.
—¿Sí? Pues a mí me parece que no. Tu fama de chulo ha llegado hasta aquí, antes de que vinieras. Y veo que tenían razón.
—No voy a contestar a eso.
—Mejor, porque aquí se hace lo que yo digo. Yo soy el jefe de este grupo y si no te interesa, puerta, Flores. Aire y a otra cosa. ¿He sido claro?