42
El camarero se llamaba Félix y llevaba tres meses en El Rey del Bocadillo, Tenía veintidós años y ése era el único trabajo con posibilidades que había conseguido después de dos años en el paro. Aún no era fijo, pero sospechaba que su jefe, el dueño de El Rey del Bocadillo, estaba contento con él. Trabajaba más de las ocho horas estipuladas y nunca abría la boca para protestar. Era un muchacho alto y espigado, de aspecto serio, que solamente hablaba cuando le preguntaban. Colocó la bandeja en el lugar del mostrador dedicado a los camareros y le dijo al señor Florián, el dueño:
—Tres solos, dos de Magno, una de anís y un faria.
El señor Florián era un hombre flaco y esmirriado, de nariz aguileña y ojos hundidos. El Rey del Bocadillo empezaba a funcionar a partir de las diez de la noche, cuando los noctívagos comenzaban a salir de sus casas. Mientras tanto, el negocio se mantenía a base de clientes esporádicos que entraban al bar por casualidad. El señor Florián comenzó a manipular la cafetera.
El bar permanecía vacío y tranquilo, excepto la mesa del fondo, ocupada por dos policías uniformados y otro de paisano, que gastaba un complicado peinado estilo Elvis Presley, y otra mesa con dos chicas y un muchacho muy jóvenes.
—Les dices que las copas son a cuenta de la casa —le dijo el dueño al camarero—. Esos policías nunca habían venido, ¿no?
—No, señor Florián. Nunca los había visto.
—Trátalos bien. Sé educado con ellos. Y les preguntas si desean tomar alguna cosa más.
—Sí, señor Florián. Se lo diré.
La mujer y la cuñada del señor Florián estaban en la cocina partiendo barritas de pan y preparando los bocadillos. Había noches en las que El Rey del Bocadillo vendía más de ciento cincuenta de esos panecillos.
—Diles si quieren bocadillos. Están recién hechos, les dices eso.
—Sí, señor Florián. Se lo diré.
Félix colocó las tres tazas de café en la bandeja y aguardó a que el señor Florián terminara de colocar las copas con las bebidas y el faria. Cuando hubo terminado, Félix cogió la bandeja y se dirigió directamente al rincón. Se dio cuenta de que los tres policías dejaron de hablar inmediatamente. Tenían las cabezas muy juntas y parecían excitados, haciendo ademanes con las manos. Félix dejó el pedido sobre la mesa y Godoy mordió el faria y lo prendió.
—Las copas son de parte de la casa —dijo Félix—. ¿Desean alguna cosa más, señores? ¿Algún bocadillo?
—Ya te avisaremos —le dijo Lolo haciéndole un gesto con la mano para que se alejara.
Félix se retiró pensando que ahora se pondría a fregar vasos o platos para que el jefe se diera cuenta de que a él no le asustaba el trabajo.
—Eso es muy jodido —continuó Valentín—. Muy peligroso. Laínez no es gilipollas. No, señor.
—Tampoco nosotros —añadió Lolo.
—Mira, Valentín. ¿A qué hora se marcha el comisario?
—No tiene hora fija, a las seis, a las siete… Algunas veces se queda hasta tarde. Según.
—Cuando se vaya, iremos a verte —dijo Godoy—. Y tú firmarás la salida de Bernardo en el libro. Nada más tienes que hacer eso.
Los tres hombres removieron el café y se lo bebieron de golpe. Godoy arrojó volutas de humo al techo.
—No me gusta —insistió Valentín—. Eso no se lo traga nadie.
—¿No? —intervino Lolo—. No me jodas.
—Verás —continuó Godoy—. La cosa es muy fácil. El chico se ablanda y decide derrotarse. Nos quiere contar dónde ha enterrado un cargamento de caballo. Nosotros vamos con él, el chico parece amansado y tranquilo. Le quitamos las esposas y nos indica el sitio. Lolo y yo nos ponemos a cavar la tierra y el chico sale corriendo y se las pira. Nosotros no podemos hacer nada. Él es joven y ágil y nosotros, unos carrozas a los que les falta el fuelle. Eso será lo que diremos en el informe. Tú quedas fuera, Valentín.
—Sí; tú, nada —añadió Lolo.
Valentín se removió inquieto en la silla. Bebió un sorbo de anís.
—¿Y si aparece el cuerpo? ¿Eh? ¿Y si se descubre el cadáver? Mira lo que ocurrió con esa Toñi.
—Esta vez no aparecerá. —Godoy sonrió con el puro en la boca—. Desaparecerá del mapa. Te lo garantizo.
—Nadie se creerá que habéis dejado escapar a un camello de dieciocho años. Eso no se lo creerá nadie.
—Se lo tendrán que creer —insistió Godoy—. A lo mejor nos regaña Laínez, hasta puede que nos caiga una sanción. Pues muy bien.
Valentín emitió un largo suspiro.
—¿Y si Laínez se marcha tarde? Imagina que se queda hasta las diez.
Godoy se retrepó en la silla y miró fijamente a Valentín.
—No me jodas más, Valentín. Harás lo que te hemos dicho, porque si nos hundimos nosotros, te hundes tú también. Los tres estamos en el mismo barco. Cuando llega la hora de la verdad hay que responder, Valentín. Hasta ahora te has estado llevando unas propinas cojonudas, ¿verdad? Pues hay que dar la cara.
Valentín se mordió el labio inferior y se bebió de golpe lo que le quedaba en la copa. Bajó los ojos y se miró las manos, apoyadas sobre la mesa.
—Está bien, está bien… Cuando se vaya el comisario. Ya os avisaré.
Lolo le palmeó la espalda.
—No te cagues, Valentín, tío. Dentro de una semana nadie se acordará de ese camello de mierda.
Flores abrió la puerta y se encontró con Carmela.
—¿Puedo pasar? —preguntó ella.
Flores se apartó.
—Claro, entra, Carmela.
Llevaba un vestido largo con chaquetilla y una gabardina abierta. Estaba maquillada y peinada de peluquería. Se quitó la gabardina y observó el salón-comedor-cocina. Se volvió a Flores.
—Muy bonito, Manuel. Es… es pequeño pero…
—Es una mierda, Carmela.
Se llevó la mano a la boca y soltó una carcajada. Tenía la gabardina en la mano.
—¿Dónde la pongo? —Flores señaló una silla y Carmela la soltó allí. Dio unos pasos por la habitación—. Todos estos apartamentos amueblados son iguales. Parecen oficinas.
—Sí, es un poco frío. Lo que pasa es que no me puedo dedicar a buscar piso, ¿sabes? Siéntate donde puedas.
Carmela se sentó en un pequeño sofá estampado y apartó varias prendas sucias de Flores.
—No tengo nada que ofrecerte. Todavía no he comprado bebidas.
—Ya sabes que no bebo —contestó ella—. Siéntate, Manuel. No estés de pie, que me pones nerviosa.
Flores se sentó a su lado.
—¿Cómo estás? —Carmela se encogió de hombros—. He debido llamarte, pero… pero… —Hizo un gesto con la mano.
—No te preocupes. ¿Y tú? ¿Cómo estás? ¿Te va bien en la comisaría?
—Sí, normal.
—¿Te acostumbras?
—Bueno, no mucho, Carmela. Pero tú… ¿No te has arreglado los dientes?
—Empiezo la semana que viene. Y me voy a hacer la cirugía estética.
—¿Quieres café? Puedo prepararte café.
Carmela negó con la cabeza y sonrió sin mostrar las encías. Flores tenía el rostro macilento y crispado, sin afeitar. Parecía más delgado que nunca. Se le habían acentuado las arrugas del rostro.
¿Ése era Flores? ¿Ése era su Flores?
—Lucas me ha ordenado que venga a buscarte. Por si se te ocurre no venir a la cena.
Carmela notó cómo Flores sufría un estremecimiento involuntario.
—Es a las diez, ¿no?
—Sí, a las diez. —Carmela consultó su reloj. Balanceó la pierna.
Por ese hombre hubiera hecho cualquier cosa. Lo que le hubiese pedido. Hubiera sido su querida. Su amante. Lo que fuera. De pronto sintió que estaba con una persona diferente. Un desconocido. Que ése no podía ser Manuel Flores. Lo sentía distante. Lejano. Lo veía como un extraño que no tiene nada que decir. Un hombre gris viviendo en un apartamento gris, llevando una vida gris. Y por él había tardado dos horas en arreglarse, nerviosa como una colegiala. Había ido a la peluquería, a la manicura. Se había comprado un vestido carísimo. Ahora tenía ganas de marcharse de allí.
Dejó de balancear la pierna. El silencio de Flores era opaco y resbaladizo.
—Bueno, no estás muy hablador, ¿verdad?
—Lo siento, Carmela. Me parece que no.
—En realidad he venido a decirte una cosa. Quería que lo supieras. Lo he pensado mucho, quiero decir que no es una decisión repentina ni nada de eso. —Carmela aguardó. Flores la miraba sin decir nada. Ella continuó—: Voy a dejar la Policía, Manuel…, definitivamente. Ventura me ha dicho que puedo acogerme a una especie de retiro…, una especie de jubilación anticipada… Es por mis heridas, ¿sabes? Me darán el ciento por ciento del sueldo.
Flores la miró a los ojos y luego apartó la vista. Estaba sentado, inclinado hacia delante, con las manos apretadas. Carmela esperaba que le dijera algo. Que le diera ánimos o la zarandeara. Que le dijera que lo que había pensado era una tontería. Esperaba cualquier cosa. Pero Flores no dijo nada. Se quedó en silencio.
—Bueno, pues eso —continuó Carmela—, que lo voy a dejar.
Flores asintió, la mirada perdida.
—A lo mejor me pongo a estudiar magisterio… No lo sé… También me apetece mucho eso de entrenadora deportiva. No tengo malas marcas, ¿sabes? —De pronto, se puso en pie—. Bueno. Me voy a marchar… A las diez en el restaurante, ¿eh? Que no se te olvide. —Le hizo un gesto con el dedo.
Flores la acompañó hasta la puerta y le entregó la gabardina. Cerró cuando ella aún no había cogido el ascensor.
Solana le dijo a Loren:
—¿Y esto es un restaurante, tío?
—Sí, claro que es un restaurante… Se puede oír música y comer, si quieres.
—No me jodas, Loren. Esto es un club de jazz.
—Bueno, sí, es un club de jazz, pero se puede cenar. Nos han preparado una cena cojonuda. Todas aquellas mesas son para nosotros.
Loren señaló cuatro mesas seguidas, cubiertas con un mantel blanco con ocho servicios.
—O sea, que vamos a cenar escuchando la monserga de la orquesta, ¿no? Eres la hostia, Loren.
—¿Monserga? No fastidies, Solana. Y no es una orquesta, es…, bueno, es un grupo de jazz y bastante bueno. Han actuado en…
—¿Por qué estás tan nervioso? ¿Qué coño te pasa?
—¿Quién? ¿Yo nervioso? ¿Yo?
—Anda, vamos a tomar una copa. Estos todavía van a tardar en venir.
Fueron al mostrador y pidieron cervezas. Se las sirvió una chica espigada y altiva, con el cabello rubio recogido en una coleta. Tenía un cuello magnífico y unos labios gruesos y muy rojos de forma natural. En el mostrador había también otra camarera, morena y con el cabello lacio, que continuamente se lo quitaba a manotazos de los ojos.
Solana se volvió y observó el local. Apenas si había cuatro o cinco mesas ocupadas por parejas o grupos de gente de alrededor de treinta años. Algunos llevaban el cabello largo y vestían de forma descuidada.
El local no era muy grande y estaba decorado como un café antiguo, con veladores de mármol y sillas pintadas de negro. De las paredes colgaban carteles de exposiciones de pintura y fotografías de viejos músicos de jazz.
—Nunca había venido aquí —dijo Solana—. ¿Vienen tías?
—Bastantes… Bueno, nos han hecho rebaja en la cena. Nos va a salir bastante bien de precio.
—Te estaba preguntando si vienen tías por aquí.
—Sí, sí que vienen. A punta de pala.
—En vaya antro nos has metido, Loren.
La puerta del local se abrió y Pacheco y su hermana Mercedes asomaron la cabeza y miraron a izquierda y derecha. Loren agitó la mano, llamándolos.
—¡Eh! —gritó—. ¡Aquí!
Los dos se acercaron. Pacheco con ese aire un tanto huidizo y casi furtivo. Mercedes estrechó la mano de Solana con fuerza.
—Me alegro de volver a verte.
—Hola —contestó Solana.
Loren la saludó también.
—Bueno —dijo Loren—. ¿Qué, os gusta el local?
Pacheco se encogió de hombros.
—Nos van a dar de cenar cojonudo —añadió Loren—. Y nos van a hacer rebaja.
—Nos van a dar pipas y altramuces… y panchitos —dijo Solana.
—A mí me gusta mucho. —Mercedes paseó la vista por el local—. ¿Qué hay aquí? ¿Jazz?
—Sí —contestó Loren—. Aquí tocan los Modern Quartet… Bueno, hoy van a ser cinco.
—¿Por qué dices todo el rato «bueno»? —preguntó Solana—. Me estás poniendo de los nervios.
—Pues sí que es bonito —insistió Mercedes—. Nunca había venido a un sitio así.
—Bueno, ¿qué…? —Loren se frotó las manos—. Bueno, ¿qué queréis beber?
—Yo nada —contestó Mercedes, y miró a su hermano.
—Una caña —dijo Pacheco.
Loren pidió las bebidas y observó su reloj.
—¿Vendrá el gitano?
—¡Coño!, ¿cómo no va a venir? Es su fiesta, ¿no? Pues eso. Tendrá que venir.
Carmela y Lucas entraron en ese momento. Saludaron alzando la mano y se sentaron en las mesas reservadas. Loren empujó a Solana.
—Venga, vamos a sentarnos. Nos llevarán las cosas a la mesa.
Carmela se puso en pie cuando vio a Mercedes.
—¡Eh! ¡Hola, Mercedes! ¿Te acuerdas de mí? Soy Carmela.
—Sí —contestó Mercedes—. Claro que me acuerdo. ¿Cómo estás?
—Muy bien, me encuentro muy bien. ¿Y tú?
—¿No estabas…? Mi hermano me ha contado que…
—Ya estoy bien —cortó Carmela—. Oye, siéntate aquí, a mi lado. No me apetece estar rodeada de tanto tío… —Apartó una silla—. Aquí, aquí, anda, ven. Está muy bien el local, ¿verdad? Oye, llevas un vestido precioso, te favorece mucho.
—¿Sí? ¿De verdad? Pues me lo he hecho yo.
—¿En serio? ¿Tú? ¡Eres una artista! —Mercedes negó con la cabeza, con las mejillas rojas—. Déjame que te diga una cosa, si cosieras para la calle, te harías rica, te lo juro. En mi barrio hay una chica que hace eso y ya ha tenido que contratar a tres oficialas. Fíjate tú, tres más. No da abasto.
—¿Sí? No creas, algunas veces lo he pensado. La verdad es que me doy mucha maña cortando y me invento cosas. ¿Tú crees que yo podría ir a hablar con esa chica que dices? Para que me diga cómo se lo ha montado… No sé.
—¡Pues claro! —Carmela trasteó en el bolso y sacó su agenda y un bolígrafo—. Te doy mi teléfono y nos vemos mañana. Ahora no tengo nada que hacer. ¿Y tú?
—Yo tampoco. —Mercedes se encogió de hombros—. No trabajo.
—Pues me parece que como quieras dedicarte a coser, vas a tener más trabajo del que puedas aguantar. —Carmela escribió su número de teléfono y se lo entregó a Mercedes—. Mira, mañana me llamas y te vienes a casa, mi madre es panadera, ¿sabes? Te vienes y comemos las dos allí. —Mercedes fue a protestar, pero Carmela la atajó con un gesto de la mano—. Nada, nada, no hay excusa. Tú te vienes y comemos, así conoces a mi madre y luego nos vamos a ver a esa chica, se llama Laurita, es amiga mía del barrio, muy simpática… Ya verás. Seguro que te ayuda.
—No sabía que hablaras tanto —le dijo Solana a Loren—. Joder, pareces una ametralladora.
—¿Pedimos el vino ahora? —preguntó Loren—. ¿Lo pedimos? ¿Eh? ¿Un poquito de vino?
—Pide lo que te dé la gana —intervino Pacheco.
—¿Va a venir Virginia?
Lucas pareció saltar de su silla.
—¡No, por Dios! —exclamó.
Loren soltó una risa cascada y artificial. En ese momento, Flores apareció en la puerta. No se había cambiado de ropa y parecía sucio y ajado, sin afeitar y con una expresión sombría en los ojos. Se acercó a las mesas y saludó a todos. Como si hubiera sido una señal, el grupo de jazz subió al pequeño escenario y tras unos cuantos aplausos de cortesía, comenzó a tocar. Entonces, Solana se fijó en el cartel que habían colocado al lado de las mesas. No pudo dar crédito a lo que estaba leyendo. Loren aparecía entre los músicos.