39

Esperanza abrió el folleto de la empresa constructora y lo extendió sobre la mesa camilla del comedor. Era un bonito folleto en colores donde los apartamentos se veían rodeados de palmeras frente al mar azul. Los niños ya se habían acostado y reinaba silencio en la casa. Esperanza se volvió a su marido.

—Qué raro me parece que estés en casa a estas horas —le dijo a Solana, y le sonrió.

—Ahora tenemos menos curro en la oficina. Desde que no está el gitano, parece que entran menos casos. —Se encogió de hombros.

—Y no vas a jugar esas partidas con los amigos.

—Sí, eso también. —Miró el folleto—. ¿Cuál has elegido? —¿Y tú?

—El que tú digas.

—¿Te figuras? Nosotros en la playa. Un mes entero bañándonos.

—¿Y sabes qué es lo mejor? Cuando no estemos allí, lo podremos alquilar. La propia empresa se encarga de alquilarlos. Podemos ir pagando las letras con lo que saquemos del alquiler. Y después, cuando ya esté pagado, es una renta que nos va a ir entrando y…

—Sí —lo interrumpió su mujer—. Dentro de cinco años. Nada más que cinco años. Si en vez de haber sacado los tres cuartos de millón en la ruleta hubieras conseguido los cuatro kilos que cuesta el bungalow… Bueno, sería mejor, ¿no?

—Los tuve en mis manos —exclamó Solana—, los tenía allí, eran míos. Pero tuve una racha de mala suerte.

—No te preocupes. —Su mujer le acarició el brazo—. Y vamos a elegir nuestro bungalow… Soy tan feliz, Roberto… Siempre he soñado con tener una casita en la playa. Pero si hubieras tenido más suerte…

—¿Te he despertado? —le preguntó Lucas a Flores por teléfono—, ¿estabas durmiendo?… Sé que tienes el turno de noche… ¡Ah, claro!… Sigues sin pegar ojo. ¿Tú cuándo duermes?… No, no te llamo para nada especial, pero me gustaría verte, sí, verte… No es más que eso… ¿Estás bien? ¿Qué tal te encuentras?… ¿Que cómo sé yo que estás en el turno de noche? —Lucas rompió a reír—. Ya se te ha olvidado que soy poli, ¿verdad?… No, en serio, me lo ha dicho Poveda… Sí, Poveda.

Lucas asintió en silencio, escuchando la voz de Flores al otro lado del hilo. Para llamar por teléfono había entrado al antiguo despacho de Flores en el Grupo Especial. El despacho estaba ahora vacío, aún con dos cajas de cartón con los objetos personales de Flores sin recoger.

—Hemos pensado darte una cena… No, no puedes decir que no… No tienes excusa. Llamaré a Carmela, iremos todos… Ya sé que tienes el turno de noche, nosotros lo prepararemos todo, tú no tendrás que preocuparte por nada… ¿De acuerdo?

Lucas escuchó, tamborileando con los dedos en la superficie de la mesa que fue de Flores. A través de la cristalera veía a Virginia caminando entre las mesas, hablando con unos y otros. Escuchó la risa de Loren.

—La semana que viene, de acuerdo… Cuídate.

Lucas colgó y se quedó unos instantes en silencio, apoyado a medias en la mesa, limpia de papeles. Pensó que había un tiempo para todo, para cada cosa, incluso para ponerse triste y pensar que las cosas nunca serían como antes. Que el tiempo no vuelve atrás.

—Ella no quiere dinero, recuérdelo —dijo el abogado, y alisó el documento con una mano grande y peluda.

—No voy a firmar —contestó Flores—. Me da lo mismo lo que diga. Quiero hablar antes con ella. ¿Por qué no se lo mete en la cabeza? No voy a firmar ese jodido papel.

El abogado lo miró unos instantes.

—¿Sabe usted lo que yo haría?

—No me interesa lo que usted haga o deje de hacer.

—Le pondría una demanda y le jodería vivo. Esto que tiene aquí —golpeó el papel con el dedo— es una oportunidad única. Usted firma el divorcio y deja que la justicia continúe su curso. No hace falta que llame a nadie. ¿No se da cuenta? Ella no quiere hablar con usted.

—¿Seguro? Pues dígale que no firmaré nada hasta que ella me llame por teléfono. Me parece que me estoy explicando muy bien, ¿no?

—Muy bien, pero sepa que le aconsejaré a mi cliente que lo denuncie. Y espero que ella acepte.

—Me está cansando. Es usted un poco pesado.

El abogado comenzó a guardar en una cartera de cuero los documentos que había extendido por la mesa. Era un hombre grande y de aspecto flemático con grandes manos que no parecían pertenecerle. Se quedó mirando a Flores.

—¿Es que cree que va a volver con ella? ¿Cree que la va a convencer? ¿De verdad cree eso? Es usted mucho más ingenuo de lo que yo pensaba. Todas estas demoras para lo único que van a servir es para que yo vaya aumentando mi minuta. Y al final lo pagará usted, Flores. Está usted tirando piedras sobre su propio tejado.

—Deme el nuevo teléfono de mi esposa —dijo Flores—. No puedo divorciarme sin antes hablar con ella.

—No estoy autorizado a dárselo. ¿Comprende? Además aquí no estamos hablando de teléfonos, estamos hablando de firmar o no una demanda de divorcio de mutuo acuerdo. Pero si usted quiere, actuaremos por las malas.

—Quiero poder tener a mis hijas. Eso es todo. Quiero hablar con mi mujer. Ese papel de mierda lo firmaré después.

—Pasaré por alto su lenguaje, francamente incorrecto, señor Flores. Y en cuanto a la pretensión de tener a sus hijas, es una locura. Usted lleva una vida un tanto irregular. —Paseó la mirada por el minúsculo salón del apartamento—. Éste no es lugar para dos niñas, dos jovencitas educadas como son sus hijas. Le sugiero que contrate a un letrado, señor Flores.

—No me hace falta ningún abogado. Sólo necesito hablar con Julia, todavía es mi mujer.

—Ella no quiere. Está muy claro. ¿Por qué no lo acepta de una vez?

—Iré a Palma de Mallorca.

—Y lo denunciaremos en el juzgado, señor Flores. Inténtelo. Verá qué contento se pondrá el juez con la posibilidad de sancionar a un policía violento.

—Fuera —dijo Flores—. Márchese de una vez antes de que pierda la paciencia. Largo de aquí, ahora mismo, abogado.

El abogado se puso en pie.

—Tendrá noticias nuestras —dijo.

—A la mierda —contestó Flores.

Bernardo se observó en el escaparate de la cafetería Nebraska, en la Gran Vía, y se pasó la mano por los cabellos mojados. Con la cazadora abrochada y afeitado no tenía mala pinta, podía dar el pego. Dio un paso atrás y se volvió a contemplar en la vidriera. Metió las manos en el bolsillo roto de la cazadora y palpó la navaja, prendida en el cinturón del pantalón. Trató de no volver a pensar en Toñi, de asimilar que estaba muerta. Que la habían matado. Que ya no la volvería a ver. Que no existía. La rabia le hizo abrir y cerrar la boca, como si le faltara el aire, y apretar la mano que empuñaba el mango de la navaja.

Él sabía quién había matado a Toñi.

En el despacho del Grupo de Noche, Molina abrió uno de los cajones de su mesa y sacó una ficha policial que entregó a Flores.

—Se llama Bernardo Cañibano García, el novio de Toñi. Lo ha reconocido la familia.

Flores vio el rostro huesudo y bien formado de un muchacho de dieciocho años. En la ficha ponía que había sido detenido por sirlero. También era sospechoso de tráfico de estupefacientes.

—Lo conocen muy bien en la comisaría de los Cármenes, es una buena pieza. —Flores le devolvió la ficha a Molina, que la volvió a mirar y la guardó en el cajón de su mesa otra vez—. Lo han visto por el distrito.

—Muy bien —le dijo Flores—. ¿Qué crees que ha sido? ¿Una violación? ¿Una pelea entre camellos?

«¿Por qué está tan preocupado Molina? —pensó Flores—. ¿Qué es lo que le ocurre con esa Toñi?».

—No sé, en serio que no lo sé. Fue llevada a la Casa de Campo y estrangulada, el forense nos dirá si ha sido violada. Creemos que sí. —Hizo una pausa. La habitación vacía parecía ahora mucho más vacía. Añadió con tristeza—: El comisario quiere que nos encarguemos del caso… Me refiero a nosotros, al grupo.

—¿Por qué has querido que yo viera esa fotografía antes que los demás, Molina? Podías haber esperado a más tarde, ¿no?

Molina pareció confuso. Se pasó la mano por la barba.

—Puede que me haya pasado un poco contigo… La otra noche. —Sonrió y añadió—: Voy a averiguar qué ha pasado con esa chica, Flores. Lo voy a averiguar. Y quiero que tú me ayudes. Quiero que pongas toda la carne en el asador.

—Entonces dime la verdad, Molina. Tú sabes algo que yo no sé. Acabo de llegar a esta comisaría.

Molina caminó hacia la puerta y la cerró. Se volvió y observó a Flores como si lo calibrara. Se oía el ruido de máquinas de escribir y de pasos subiendo y bajando las escaleras. Molina se apoyó en la puerta.

—Empecé de policía nacional hace veintiséis años y mi primer destino fue la comisaría de Centro, cuando estaba en la calle de San Roque. Éramos dos amigos de la mili y mi hermano. —Avanzó por la estrecha habitación y se sentó sobre una de las mesas—. El Abuelo, mi… mi hermano y yo. Éramos unos chavales… Yo siempre quise ser del Cuerpo Superior y me puse a estudiar, el Abuelo y mi hermano también… Los tres queríamos ser inspectores. El único que aprobó las oposiciones fui yo. Ingresé en el límite de la edad, a los treinta años. Fui agente de Policía nueve años, Flores… Nueve años. Después, inspector.

Flores aguardó. Sacó un cigarrillo del paquete y le ofreció uno a Molina. Éste lo cogió, lo prendió con su encendedor y volvió a pasear por el cuarto.

—Ya ves la tira de años que llevo en la Policía… Me puedo jubilar, si quiero. Me he tirado mi puta vida aquí. —Abarcó la habitación con las manos—. En este distrito… Lo conozco de arriba abajo. Conozco a las putas que viven aquí, a los timadores, carteristas, macarras, camellos… Puedo hacerte una lista de todos los choros que van a cada bar de este distrito… Y el Abuelo lo sabe mejor que yo. —Flores continuó aguardando—. En las arcadas de los cines Luna duerme todas las noches un cangrilero… Suele pedir ahí, en la iglesia de San Ramiro. Se llama Teodoro y lo llaman el Santito. Un imbécil alcohólico que se cree santo o hace que se lo crean los demás… En el fondo es inofensivo, consigue alrededor de cuatro billetes todos los días… Cuatro billetes diarios con las limosnas. De vez en cuando se saca un sobresueldo vendiendo jeringuillas a los yonquis que no se atreven a ir a una farmacia o no tienen tiempo que perder… Bueno, pues el otro día el Santito me vino a ver, me dijo que había visto a una chica en un coche patrulla, en un «Z». Eran las siete y media de la mañana y él se despertaba entonces para alcanzar a los primeros fieles de la iglesia.

—En un «Z» —repitió Flores, y no fue una pregunta.

—Sí, en un «Z». En el coche patrulla de mí… de mi compañero de toda la vida. —Molina volvió a moverse por la habitación—. Naturalmente no se lo dije al comisario, el comisario no se lleva bien con… con él… Hubiera organizado un follón…

—¿Ese Santito es de fiar?

—¿El Santito?… Bueno, como todos. Pero lo llamé otra vez y se ratificó de todo lo que dijo. Te cuento esto para que te des cuenta de que no es un caso corriente, Flores. De esto tenemos que ocuparnos nosotros. No quiero que los de Homicidios metan las narices.

—¿Quién es ese amigo tuyo, Molina? ¿Quién se llevó a esa chica en el coche patrulla?

—Godoy —contestó Molina—. Mi hermano pequeño, José Luis Molina Godoy… Ése fue el que subió a una chica en el coche.

Bernardo apoyó las manos en el mostrador y miró a través del espejo el rostro de los policías que entraban en el restaurante. Ninguno era el que estaba buscando.

—Otro café con leche —le pidió al camarero, y sonrió—. Por favor.

El camarero se volvió para cumplir el pedido y Bernardo continuó atisbando el local, paseando la mirada de mesa en mesa. Casi todas estaban ocupadas por policías uniformados y de paisano, que cenaban. Otros, de pie, aguardaban a que sus compañeros terminaran para sentarse y comer a su vez. Bernardo estaba en el mostrador rodeado de policías. Había policías por todos lados.

«Tengo que tardar más en tomarme el café —pensó Bernardo—. ¿Y si pidiera la cena? Quizá no venga hoy, pero entonces vendrá mañana. Me da lo mismo. Lo esperaré aquí hasta que venga».

Bernardo removió el azúcar despacio, levantó el vaso con el café con leche y bebió un sorbo. Se quedó rígido. Godoy y Lolo acababan de entrar al restaurante, acompañados por otros dos uniformados. Se mantuvo con el brazo levantado, siguiéndolos con la mirada. Bernardo escuchó bromear a Godoy. Cómo le reía las gracias al imbécil de su compañero.

Así no podría hacer nada. Tendría que esperar a que ese hijo de perra se sentara. Sentado sería más fácil. No tenía más que acercarse y darle un tajo en el cuello. Así de simple. De espaldas tendría más posibilidades. Todo consistiría en pegarse a él, agarrarlo de la barbilla y pasarle el baldeo por la yugular. Uno se desangra en ocho segundos. No se aguanta mucho tiempo con la vena yugular partida. Eso es más seguro que un tiro. De todas maneras la daba igual que estuviera de espaldas o no. De frente le entraría también. No le daría tiempo a reaccionar.

Bajó la mano con el vaso de café con leche y mantuvo baja la cabeza, contemplándose los zapatos. Se puso a pensar en Godoy echando sangre como un cerdo, levantándose de la silla con los ojos desorbitados, intentando frenar el caño de sangre, mareándose por momentos, terminando por desplomarse en el suelo.

No le importaba lo que pudiera ocurrirle a él después.

Flores apartó el plato de comida a medio empezar y se puso en pie. Estaba viendo cómo Bernardo se desplazaba del mostrador con las dos manos metidas en los bolsillos de la cazadora. El grupo formado por Godoy, su compañero y otros dos uniformados más había conseguido sentarse en una mesa libre. El hermano de Molina se encontraba de espaldas, riéndose a mandíbula batiente. Flores se acercó al mostrador. Se interpuso entre Bernardo y la mesa ocupada por Godoy.

—Buenas noches —le dijo Flores—. ¿Le importaría enseñarme la documentación, por favor?

Bernardo se volvió con rapidez. Sacó el brazo del bolsillo. Centelleó la navaja, que empezaba a trazar una curva dirigida a su cuello. Flores se echó hacia atrás, al tiempo que torcía la cabeza y lanzaba su pierna derecha en una patada frontal. Bernardo se dobló con un alarido, alcanzado en la entrepierna. Flores le sujetó la mano y se la retorció, consciente de que Godoy se había levantado de la mesa.

—¡Suelta! —gritó Flores—. ¡Suéltala!

Bernardo cayó de rodillas sin soltar la navaja. Godoy lo reconoció.

—¡Tú! —exclamó—. ¡Eres tú, cabrón!

La pesada bota de Godoy golpeó el pecho de Bernardo, que soltó la navaja y se desplomó en el suelo. Todos los policías del local se agruparon alrededor del chico.

—¡Cabrón! —chilló Godoy—. ¡Qué hacías con esa navaja! ¡Qué hacías!

Empezó a patearlo. Flores lo empujó.

—¡Fuera! ¡Apártate! —le gritó—. ¡Fuera todo el mundo, apartad!

Godoy se encaró con Flores.

—¿Quién coño eres tú? ¡Ese hijo de mala madre quería pincharme! ¡Voy a reventarlo!

—¡Quieto! —Flores lo volvió a empujar—. ¡Este chico va a venir conmigo a la comisaría! —Lo ayudó a levantarse.

Bernardo sangraba por la boca y la nariz. Apenas si podía moverse. Godoy habló tranquilo.

—Sé quién eres, gitano.