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El sujeto tenía el cabello largo, apelmazado por la grasa, la barba hirsuta hasta el pecho y le faltaban todos los dientes delanteros. Era flaco, con los ojos grandes y desorbitados, y el aliento le hedía a ratas muertas.

Lo llamaban el Profeta y solía pasearse con una gabardina a la salida de los colegios de chicas. Entonces se abría la gabardina y sonreía. Se había cortado los pantalones a la altura de los muslos y se los ataba a la cintura con cuerdas. Lo que mostraba parecía no gustarle a nadie. Cuando no hacía eso, se paseaba por las Ramblas anunciando que él era un enviado de Dios para probar la virtud de la gente. Y lo había probado y comprobado. Todo el mundo era un cabrón. El azufre y el fuego vendrían para todos.

Una vez siguió a Rosario Valle calle Gran Vía arriba, abriéndose y cerrándose la gabardina, sin saber que ella era la mujer de un policía y que precisamente esa noche había quedado con su marido en la esquina de su casa. Fue uno de los días de mala suerte para el Profeta. Pepe Castro, el marido de Rosario Valle, lo molió a palos allí mismo y lo condujo a la comisaría más cercana a empujones. Allí lo curaron y lo encerraron en una celda toda la noche. A la mañana siguiente lo dejaron marchar sin ningún cargo, pero con el apercibimiento de que si lo volvían a ver haciendo eso, llamarían a Pepe Castro.

La racha de mala suerte del Profeta no acabó ahí. Se puso a gritar que iba a matar a Pepe Castro y a su señora, que era una provocona, que había sido ella la que le había pedido que le enseñara sus partes. El Profeta se llevó un par de bofetadas más que le atizó el inspector de guardia, que quizás era demasiado joven e impulsivo, pero que tenía buena memoria. Y cuando asesinaron a Rosario Valle de un tiro en el entrecejo el inspector de guardia se acordó del Profeta.

Por eso iba esposado en la parte de atrás de un automóvil «Z» con ventanillas ahumadas que corría hacia la Jefatura de Via Laietana. Y, quizá también por eso, lo estaba interrogando el inspector jefe Rosell, responsable del Grupo de Homicidios de la Brigada de la Policía Judicial.

Rosell tenía treinta y ocho años y era grande y pesado, moreno y con el cabello negro levemente rizado. Tenía un pecho ancho y poderoso como un caballo percherón y el estómago abultado. Le sacudió un puñetazo en el estómago al Profeta y éste se dobló en dos, gimiendo.

—¡No vuelvas a decirme estupideces, cabrón! ¿Me has oído? —Lo agarró del pelo y le levantó la cabeza—. ¡Dime que lo has oído!

—Sí…, sí, señor… Lo he oído.

—Escúchame bien, Profeta… Te repito que te vieron en la escalera de esa mujer, te vieron, Profeta. No me tomes el pelo. Vieron a un hombre alto con una gabardina. Te vieron a ti, Profeta, a ti. —Le empujó el pecho con el dedo—. De manera que tengamos la fiesta en paz y dime de una vez que la mataste tú, Profeta.

—¿Yo, señor inspector, yo? Yo no he matado a nadie, ¡por mi madre!

—¡Tú no has tenido madre, cabrón!

El puñetazo lo alcanzó en el oído. El Profeta chilló de dolor y empezó a llorar, encogido. Rosell se acercó.

—Profeta, dime que la mataste. No seas tonto. ¿No ves que te han reconocido? Qué ganas tienes de pasarlo mal.

Rosell sacó un pitillo y se lo ofreció. El Profeta continuó llorando, sin atreverse a mirar a Rosell. Éste le colocó el cigarrillo en la boca y se lo prendió. El Profeta dejó de llorar.

—¿Ves, hombre?, si hasta podemos ser amigos. Yo no quiero sacudirte, Profeta. A mí no me gusta eso. —Rosell suspiró—. Mira, si quieres, hablamos como amigos. Te diré lo que voy a hacer. Si me cuentas lo que le hiciste a Rosario, yo le digo al juez que te has entregado por propia voluntad, que te has arrepentido y has venido a nosotros. ¿Y sabes lo que significa eso, Profeta? Significa un eximente, la mitad de la condena.

El Profeta daba furiosas pitadas al cigarrillo. Rosell continuó:

—Es que estamos un poco alterados, ¿sabes, Profeta? Es mejor que no nos saques de quicio. Yo sé que tú eres buen chaval. —Le dio unos golpecitos en la cara y el hombre se aplastó aún más contra el cristal de la ventanilla—. Tuviste un pronto y te cargaste a esa mujer. ¿Dónde conseguiste la pistola, Profeta?

—Yo no tengo pistola —dijo.

—Vamos, Profeta, no empecemos otra vez. Mira que yo tengo muy poca paciencia. Robaste la pistola, ¿verdad?, ¿o te la dio alguien? Dime dónde la tienes, hombre.

—Yo no he matado a nadie, señor inspector. Se lo juro por la gloria de mi madre querida. Se lo juro por Dios Todopoderoso. Por la Virgen Santísima. Yo no he matado a nadie.

Rosell le alcanzó otra vez en la boca del estómago con un gancho corto que pareció elevarlo y después volcarlo hacia delante. El Profeta abrió exageradamente la boca y comenzó a vomitar ruidosamente sobre el asiento y su propia ropa. Era un vómito verduzco y pastoso, lleno de grumos. Rosell reculó rápidamente con asco. El Profeta seguía dando furiosas arcadas que le hacían convulsionarse. El conductor del «Z» se dio la vuelta y le tendió un pañuelo a Rosell. Le tocaría a él limpiar el vómito.

—Tome, inspector —dijo.

Rosell le tiró el pañuelo al Profeta.

—Esto no hay quien lo aguante. Qué pestazo —dijo Rosell—. Qué asco de tío, coño.

Flores, Lucas y Carmela se presentaron ante Marín, el jefe superior de Policía de Barcelona. Éste hizo llamar al comisario jefe de la Brigada de la Policía Judicial y a su segundo. Los dos hombres saludaron con afecto a los miembros de la Brigada Central.

El comisario jefe de la Brigada de la Policía Judicial se llamaba Valcárcel y era un hombre pequeño y ancho, con acento andaluz, cabello blanco ralo y un bigote negro que parecía un cepillo de la ropa. Su segundo, De Tomás, en cambio, era alto y delgado, de cara muy pálida y manos suaves.

Los cinco bajaron al primer piso, donde estaba la brigada, dijeron unas cuantas frases de bienvenida y regresaron a sus ocupaciones. Flores se dio cuenta de que apenas si había cambiado la brigada en los casi cuatro años que faltaba de allí. Habían pintado la planta, arreglado el suelo y había nuevos grupos, como el de Delincuencia Juvenil y el de Robos en Domicilios, que antes no existían.

Flores se detuvo ante la puerta del Grupo Antiatraco. Se escuchaban ruido de máquinas de escribir y rumor de voces. En sus tiempos habían llegado a ser quince inspectores, divididos en tres subgrupos, cada uno con un subjefe de grupo que en realidad actuaba como un verdadero jefe, con total autonomía. El responsable de los tres grupos había sido el comisario Galiana, un policía de la vieja escuela que conocía a los atracadores de Barcelona con nombres y apellidos. Flores recordaba con gusto a aquel hombre. Le había enseñado mucho y fue muy paciente con él. Jamás mencionó en su presencia la palabra «gitano». Ahora estaba destinado en La Coruña, al frente de la Jefatura de Policía.

—Aquí estuviste, ¿no? —le dijo Carmela—. Antiatraco.

Flores asintió.

—Cinco años. Luego pasé a Estupefacientes, con Lóriga, tres años. Marchena y Pacheco también estuvieron conmigo en Antiatraco. Qué tiempos. Yo era más joven que tú, Carmela. Entonces acabábamos la academia con veintiún años o veintidós.

—Ni que seas un anciano.

—Fue mi primer destino. Hace catorce años. Cómo pasa el tiempo.

—Barcelona ha sido la mejor escuela de Policía del país —dijo Lucas—. Me refiero en investigación criminal. Me hubiera gustado que me destinasen aquí.

—No pierdas las esperanzas. Igual te vemos aquí de comisario. Vaya chulada.

Lucas suspiró.

—No me voy a presentar a las oposiciones, ¿para qué? Suponte que me las saque. ¿Adónde me iban a destinar? A lo mejor a una comisaría perdida en Canarias. Vaya usted a saber. Estoy mejor en la Brigada Central. La verdad es que me jode que Marchena se las saque, porque estoy seguro de que se las va a sacar.

—Qué raro es Marchena, ¿verdad? —dijo Carmela—. ¿Era ya así cuando estaba aquí contigo, Manuel?

Flores asintió. Seguía pensando en el primer día en que el joven policía Flores se presentó al comisario Galiana, vestido de punta en blanco, bien peinado y con los nervios a flor de piel. Galiana era entonces un hombre de unos cuarenta años, muy viejo para Flores, prematuramente calvo y con una mirada inmóvil que parecía taladrar a la gente, pasar a través de la ropa y descubrir sus más recónditos pensamientos. Flores era el primero en su promoción, había conseguido las máximas notas. Después de saludarlo, Galiana le dijo:

—Bueno, muchacho, ahora vas a empezar a ser policía. Si aguantas, serás un buen policía, si te gusta la calle y no te hieren ni te matan ni te entra miedo, llegarás a serlo, con el tiempo.

Flores, de pie, las manos cruzadas, asintió.

—Yo no te daré consejos, muchacho. No sé darlos. Sólo te diré lo que he aprendido en casi veinte años en la pringue, que son las normas que rigen en este grupo. Primero, aquí no se pega a nadie, ¿entendido? Aquí no quiero chulos, ni matones. Hay una Constitución y un Código Penal, ésos son los libros que te tienes que aprender. Segundo, en mi grupo no quiero listillos, a los listillos los mando a tomar por el culo. Éste es un trabajo en equipo, sin supermanes, aquí nadie es supermán. Tercero, a un policía le es muy fácil untarse de mierda, estamos a diario en contacto con la mierda. Pronto te darás cuenta de que hay tanta mierda que te podrías ahogar en ella, por lo tanto, no huelas a mierda. Si descubro que trincas dinero o haces favores indebidos, te machaco. Entiende bien esto, muchacho, no irás a Asuntos Internos, no. A mí esos soplagaitas me la traen floja. Yo mismo te daré una paliza, tendrás que andar con muletas el resto de tu vida. ¿Lo has entendido?

—Sí, señor —contestó Flores.

—Y cuarto —continuó el comisario Galiana—, tendrás tus turnos de trabajo como todo el mundo, pero los atracadores no tienen horario fijo, de manera que a cualquier hora del día o de la noche estarás dispuesto para el servicio. Y no hay disculpas. Esto es todo.

—Entendido —contestó Flores.

—¡Ah!, y otra cosa. Quítate esa ropa de pijo. Te vas a joder el traje. Tráete ropa cómoda y barata, que no te dé miedo tirarte al suelo o que se te rompa. El traje te lo guardas para los domingos para ir a pasear con tu novia. Te he asignado el grupo de Rosell. Es ése de ahí, tiene casi tu edad, pero es un tío muy bueno.

—Sí, señor.

—Me llamas comisario Galiana, nada de señor. Eso para la mili. ¿De acuerdo?

—Sí…, sí, comisario.

Entonces, Galiana sonrió.

—Bienvenido al Grupo Antiatraco, Flores —le dijo como despedida.

Flores empujó la puerta de la sala del Grupo de Homicidios y pasó dentro. Lucas y Carmela entraron también. La habitación tenía cinco metros por cuatro y estaba abarrotada de mesas y armarios ficheros de color verde. En una de las paredes había un mapa de Barcelona, en el que había clavadas banderitas rojas. Al lado del mapa había un tablero con fotografías de personas desaparecidas o buscadas, órdenes de Jefatura y trozos de teletipos.

Un hombre de unos treinta años, con barba y pantalones vaqueros, escuchaba un casete y apuntaba de vez en cuando en un papel. Parecía ensimismado y apenas si levantó la cabeza cuando entraron Flores y los demás. En la mesa del fondo, que era un poco mayor que las otras, estaba sentado Pepe Castro con las manos sobre la mesa y la mirada perdida. Su rostro anguloso y pálido parecía desencajado, como si se hubiera disuelto y luego lo hubieran armado otra vez con rapidez. Flores se acercó y le tendió la mano. Castro se la estrechó con desgana.

—Lucas y Carmela. —Flores los señaló—. Vienen conmigo. ¿Qué tal te encuentras, Pepe?

El hombre se encogió de hombros y continuó ensimismado. Llevaba una corbata negra demasiado grande.

—La enterramos a las cuatro —dijo, y volvió a su mutismo.

El policía de las barbas apagó el magnetófono.

—¿Sois los de la Brigada Central? —preguntó.

—Sí —contestó Flores, y se acercó a él. Le tendió la mano—. Yo soy Flores y éstos son Lucas y Carmela.

El de las barbas le estrechó la mano a Flores, pero no hizo ningún gesto en dirección a los otros dos.

—Rosell no está. Me ha dicho que lo esperéis en La Casona. —Miró el reloj—. No creo que tarde mucho.

—¿Podemos ir echando un vistazo a los informes forenses? —preguntó Flores—. ¿Tenéis por ahí las diligencias?

—Mira —contestó el de las barbas—, sin el permiso de Rosell no puedo daros nada. Se lo pedís a él y ya está.

La Casona se había convertido en un bar-restaurante casi elegante. Habían ampliado el local, quitando tabiques y adornándolo. Los camareros llevaban uniforme y el mostrador parecía nuevo.

Flores se encontró a Alberto Terrón sentado solo en una de las mesas del fondo. También estaba esperando a Rosell. Terrón había cambiado mucho, estaba casi irreconocible. Antes había sido un muchacho espigado que no podía permanecer quieto, con un tupé negro que siempre se estaba peinando. Flores encontró a un hombre gordo, calvo, que respiraba con dificultad y que parecía no moverse nunca. Era comisario en una de las comisarías de Tarragona. Había estado con Flores en el Grupo Antiatraco.

Los tres se sentaron a la mesa con Terrón y pidieron bebidas. El tiempo fue pasando.

—… parece que nuestros jefes se han tomado en serio que maten a nuestras mujeres, Flores —estaba diciendo Terrón—. Han puesto bajo el mando de Rosell a veinte compañeros. Están peinando Barcelona… Bueno, ¿qué tal has encontrado tu antigua casa?… —Miró a Flores y luego a Carmela y a Lucas, que tomaban sus bebidas en silencio—. Esto no ha cambiado nada, está igual, Flores.

—Estamos más viejos, Terrón.

—¿Conociste a Tita? No, me parece que no. —Terrón se contestó a sí mismo y sonrió con tristeza— Estábamos separados, llevábamos seis años separados. —Torció la boca—. Dios, cómo me ha jodido que se la cargaran, Flores… No puedes figurarte cómo la echo de menos. Tiene gracia, ¿eh? Seis años separados y… —Se le saltaron las lágrimas. Se echó hacia atrás en la silla y se sonó los mocos con fuerza—. Un tiro entre las cejas… ¿Quién habrá sido el hijo de la…? Ella no se metía con nadie, Flores… No sé cómo…

Respiró hondo varias veces y se calmó. Carmela comenzó a mirarse los zapatos planos que se había comprado con las dietas que le había entregado Ventura.

—Lo cogeremos —añadió Terrón.

—¿Has visto las diligencias? —preguntó Flores.

—Lo lleva todo Rosell. Tú ya sabes cómo es. ¿Has visto a Castro? Está por aquí. ¿Y a Valcárcel? —Flores asintió—. Castro está de jefe de los municipales en Badalona. Se presentó conmigo a las oposiciones a comisario, pero lo suspendieron. De jefe de los municipales está de maravilla, gana casi el doble que yo.

—¿Qué idea estáis manejando, Terrón? ¿Una venganza?

—Es lo más lógico, porque no son terroristas, aunque no se descarta esa posibilidad del todo. Tampoco ha habido violación, ni robo… Lo único que queda es una venganza, la obra de un loco.

—¿Qué hay de común en los asesinatos? —Lucas apoyó el vaso en la mesa y se adelantó.

—Sólo que son mujeres de policías —le contestó Terrón.

—¿Elegidas al azar? —siguió Lucas.

—Eso parece —dijo Terrón—. Porque lo único en común es que los dos estábamos destinados en Barcelona. Nunca coincidimos en ningún grupo.

—Tú estuviste en Antiatraco, Terrón.

—Sí, y después en la escolta del gobernador… —enumeró con los dedos, rememorando—, en Madrid con el subdirector de personal…, las oposiciones y a Tarragona, pero Castro…

—Castro no estaba en Antiatraco —terció Flores.

—No, estaba en la comisaría esa asquerosa que hay en las Ramblas.

—¿Todavía continúa esa comisaría? —preguntó Flores.

—Ahí sigue.

—Y antes ¿dónde estaba Castro? —preguntó Lucas.

—¿Castro? —Terrón se pasó la mano por la cara—. No me acuerdo, coño, pero seguro que no estaba en Antiatraco. Siempre andaba remoloneando por Antiatraco, ¿te acuerdas? —Flores asintió—. Pero no estaba con Galiana. A Galiana no le gustaba, vaya usted a saber por qué. Galiana era más raro que un perro verde.

—Azar —soltó Lucas.

En ese momento se escuchó un vozarrón desde la puerta.

—¡Gitano, me cago en mi alma, gitano!

Los cuatro se volvieron, lo mismo que todos los que estaban en la barra. Rosell estaba en la puerta y avanzaba con los brazos extendidos hacia la mesa. Abrazó a Flores con fuerza. Se separó y lo volvió a abrazar. Luego, Flores le presentó a Lucas y a Carmela. Después de las presentaciones, Rosell se dirigió a Carmela:

—Qué guapa eres, tú. ¿Estás liada con el gitano?

—Todavía no —rio Carmela.

—Entonces pide el traslado a Barcelona, a mi grupo. Aquí se está mejor que en Madrid. Hay demasiados jefes en Madrid. Vente a mi grupo.

—¿Hay buena paga? —preguntó Carmela—. ¿Astillas?

Rosell rio con fuerza, echándose hacia atrás, abriendo mucho la boca y mostrando unos dientes grandes y fuertes, como de caballo.

—Qué alegría me da verte, Manuel, gitano de mierda. —Lo señaló con el dedo—. Éste y yo éramos el terror de Barcelona. ¿Eh, gitano? Ya verás cuando te vea Montse. Te está esperando, porque os venís a cenar a casa ahora mismo, todos. Nos vamos a dar el banquetazo.

—Yo no —dijo Terrón.

—No fastidies, Terrón. Tienes que animarte, hombre. No te tiene que dar el muermo, hombre. Tú te vienes con nosotros.

Terrón se puso en pie.

—¿Qué ha pasado con ese Profeta? ¿Has sacado algo en claro?

Negó con la cabeza.

—Tiene coartada.

—¿Quién? —preguntó Flores—. Oye, Rosell, no hemos visto ni los informes forenses, no sabemos nada. Antes de cenar podemos echar un vistazo. Son las ocho.

—¡Olvídame, gitano! ¡Ya habrá tiempo mañana! —Le dio un golpecito en la cara—. Y no te insubordines, que sabes que te puedo.

—Rosell, uno de tus hombres no nos ha querido enseñar las diligencias, dijo que tenía órdenes tuyas. ¿Qué significa eso, hombre?

—Pero ¿es que quieres pescar tú solo a los asesinos? ¡No me jodas, Manuel! ¡Miradle, igual de chuleta que siempre!