13
Solana se levantó de la silla con una botella de champán en las manos.
—¡Eh! —gritó—. ¡A ver si os calláis, chorizos!
Nadie le hizo caso. Excepto Flores y Marchena estaban todos los compañeros del Grupo Especial. Y todos parecían muy animados hablando entre sí.
—¡Silencio, chorizos! —volvió a gritar.
—¡Te voy a sacudir, Robert Redford! —Pacheco lo increpó—. ¡Te voy a dar en los morros como sigas tan malhablado, coño!
Victoria le dio un codazo a Pacheco y le habló en voz baja:
—No grites, por favor, Pepe.
Solana continuó:
—Ésta es la segunda fiesta que organizamos en honor del muerto de hambre ése. —Señaló a Pacheco, que arrugó la cara—. La primera fue por no haberla palmado cuando le disparó Pies de Plomo. Lo que no sabía ese desgraciado es que Pacheco tiene más conchas que un galápago y que no lo mata nadie. —Se quedó en silencio y las conversaciones fueron cesando. Solana continuó en un tono de voz más bajo—: Nos alegramos mucho todos de tenerlo otra vez con nosotros.
—¡Muy bien, Castelar! —gritó Loren, y fue secundado por un coro de risas.
—¡Iros a hacer puñetas! —exclamó Solana.
—Bueno, ¿vas a abrir la botella o no? —preguntó Carmela—. ¿Por qué no dejas de enrollarte tanto, tío?
—Pandilla de ordinarios. No se ha hecho la miel para la boca del asno. No tenéis sensibilidad. —Solana abrió la botella y escanció champán en todas las copas. Permaneció en pie—. ¡Un momento! —volvió a gritar—. ¿Podéis esperar un momento? Brindemos… Por su excelencia, ilustrísima y reverendísima señoría, el juez del Juzgado 28, don Tadeo Garzón Piera, que ha tenido a bien desestimar y archivar la acusación vertida contra aquí nuestro compañero don José Pacheco, inspector de primera clase del Cuerpo Nacional de Policía, adscrito a la Brigada Central…
—¡Corta ya! —exclamó Pacheco.
—¡Un momento que termino! —continuó Solana—. Brindo entonces por su señoría el juez que ha decidido que nuestro amigo Pacheco nunca, y escuchad bien, nunca le sacudió a aquel cabronazo de traficante que era Prada. Levanto mi copa por eso. —Solana bebió y hubo voces disconformes con el brindis.
Victoria le habló a Pacheco en voz baja:
—¿Por qué no bebes? Es tu fiesta, Pepe. ¿Te ocurre algo?
Pacheco negó con la cabeza, sonrió tristemente y bebió un sorbo de champán.
—No me pasa nada —contestó Pacheco.
—La rehabilitación te ha puesto aún más fuerte que antes, estás hasta guapo… —Ella sonrió—. El juez ha sobreseído tu causa, la Policía te ha retirado el expediente, te han pagado los atrasos y aún estás triste. No lo entiendo.
—No estoy triste, es que yo soy así. En las fiestas siempre me pongo así.
Victoria lo observó con atención, retirándose un poco de la silla y alzando las cejas.
—¿Sí? ¿Estás seguro? ¿No te pasa nada?
—Claro —contestó él—. No me pasa nada, Victoria.
Carmela se sentaba frente a ellos y adelantó su copa para brindar con Pacheco.
—Por ti —le dijo Carmela—. No por ningún juez. Sólo por ti.
Pacheco chocó su copa con la de Carmela.
—Gracias, bonita —contestó.
Carmela chocó luego su copa con la de Victoria.
—Tú has tenido mucho que ver en su recuperación. El amor hace milagros.
Victoria sonrió.
—Entonces, por el amor.
—Dejaos de decir tonterías —manifestó Pacheco.
—¿El amor es una tontería? —Victoria parecía divertirse—. ¿No me digas?
—No me líes —refunfuñó Pacheco—. Estoy dispuesto a brindar por cualquier cosa.
Marchena entró en el reservado del restaurante con una sonrisa en la boca.
—¡Buenas noches a todos! —exclamó.
—¿Qué tal las oposiciones? —preguntó Muriel—. ¿Has sacado el ejercicio?
Marchena asintió mientras se dirigía a la cabecera de la mesa, donde se encontraban Pacheco y Victoria. Le dio la mano a Pacheco.
—Enhorabuena, Pacheco —le dijo—. Me alegro mucho, de verdad.
—Gracias —contestó éste.
—¿Cuándo serás comisario? —preguntó Carmela.
—Faltan dos ejercicios —respondió Marchena, y volvió a sonreír—. Pero son los más fáciles.
—¿Puedo ya felicitarte, comisario?
—Todavía no. Trae mala suerte.
Solana le gritó:
—¡Aquí está tu copa! ¡Siéntate a mi lado, que te voy a hacer la pelota, macho!
Matías, el dueño del restaurante, entró en ese momento portando otras dos botellas de champán. Las colocó en la mesa.
—¡Esto es regalo de la casa! —exclamó, y le palmeó el hombro a Pacheco—. ¡No te emborraches, Pacheco! ¡Te estaré vigilando!
—Yo lo vigilo —respondió Victoria—, pierda cuidado.
Matías se retiró. Loren le dijo a Muriel:
—¿Estás decidido?
Éste asintió con fuerza.
—Sí, lo he pensado mucho. Estoy decidido.
—Pero en Villagarcía de Arosa volverías a la comisaría. Quiero decir que no tendrías complemento de destino, ni primas, ni…
—No me importa. Quiero irme a Galicia. Ya he hablado con Ventura y ha cursado la solicitud.
—Entonces va en serio.
Muriel sonrió.
—Sí, yo lo hago todo en serio.
Loren jugueteó con las migas de pan. Hacía bolitas y las apretaba y las arrojaba a la taza de café vacía. Levantó el rostro.
—Te echaremos de menos.
—Y yo también, Loren. Pero es mi tierra, ¿sabes? Además…
Loren aguardó a que terminara. Muriel tardó en responder.
—He dejado algunos asuntos pendientes…, una chica que está en un sanatorio y… —Se encogió de hombros—. Allí tengo una casa… Es un lugar muy bonito. Se ve la ría, puedo pescar.
—Pero volver ahora a una comisaría, no sé… Es un poco fuerte, ¿no?
—¿Por qué? Las comisarías son las unidades policiales más importantes, habría que… ¿Has leído el artículo que publiqué en la revista Policía Hoy? —Loren negó con la cabeza. Ni siquiera estaba suscrito—. Hago un estudio del papel de las comisarías y su reestructuración como unidades policiales completas, unidades básicas… —Se encogió de hombros.
Hablar con Muriel era eso. Esperar a que terminara las frases, adivinar lo que quería decir. Muriel no hablaba si antes no le dirigían la palabra. El bueno de Muriel.
Loren sintió una punzada de tristeza y lo achacó al vino que habían bebido y luego a la mezcla con champán. Quizás estuviera un poco borracho. No mucho. Sólo lo suficiente para entristecerse por la marcha de un compañero con el que había convivido dos años.
—¿Le has enseñado el artículo a Poveda?
—¿A Poveda? Yo no tengo que enseñarle nada a Poveda. Además, ése no es el primer artículo que escribo… Colaboro en la revista desde hace bastante tiempo.
—¿Y te pagan?
—Claro… Pagan pero poco.
Flores apareció en la puerta del reservado y fue recibido con silbidos y pullas.
—¡Buenas noches! —saludó Flores—. ¡Espero que me hayáis disculpado!
—¡No! —gritó Solana—. ¡Fuera los jefes!
Flores se dirigió a la cabecera de la mesa.
—Poveda y Ventura os envían saludos y se disculpan por no poder venir.
—¡Menos mal! —gritó Loren—. ¡Qué triste estoy!
Flores se detuvo frente a Pacheco.
—Levántate y dame un abrazo —dijo.
Pacheco se levantó, confuso, y abrazó a Flores. Se volvió a sentar, cabizbajo. Flores se encaminó hacia Solana, que le tendía una copa llena de champán. Victoria le habló a Pacheco en voz baja, pegando su boca a la oreja del hombre.
—¿Me vas a decir ahora qué te ocurre?
—Siempre te he dicho que no le sacudí a Prada, ¿verdad? Te lo he estado diciendo siempre, ¿no?
—Dos bofetadas, me dijiste. Y eso fue lo que yo alegué ante el juez. Dos bofetadas dadas por un hombre insultado y vilipendiado que, además, llevaba varios días sin dormir. Eso sin contar que Prada resultó ser heroinómano y traficante y, por lo tanto, muy dudosa su denuncia. Pero de eso ha pasado mucho tiempo. ¿Por qué lo sacas a relucir ahora?
Pacheco bajó la cabeza y se observó las manos, que había colocado bajo la mesa. Estuvo un rato así, en silencio. Victoria se acercó más a él. Pacheco habló en susurros.
—No le di dos hostias, como dije a todo el mundo.
Victoria aguardó. Flores levantó la voz:
—Se trata del asunto más importante que haya entrado nunca a la brigada y lo vamos a llevar nosotros, el Grupo Especial. Poveda nos quiere ver dentro de diez minutos.
Hubo más pitidos y gritos de «¡No, no, nada de eso!». Flores continuó, ahora serio:
—El caso lo llevará Ventura. —Miró el reloj—. Lo siento mucho, pero nos esperan dentro de diez minutos.
—Le sacudí una paliza. Lo machaqué a palos —dijo Pacheco, continuando con los susurros, la cabeza inclinada sobre el pecho—. Golpes que no dejan marcas. Le estuve sacudiendo hasta que me cansé.
Miró a Victoria y lo que vio en el rostro de la abogada no le gustó. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos y apretaba los labios.
—Me mentiste —dijo ella.
—Le mentí a todo el mundo —siguió él.
—Me has mentido —repitió ella—. Me has estado mintiendo todo este tiempo.
—Eso es. Te he mentido —remachó Pacheco.
Todos se levantaron menos Pacheco y Victoria, que continuaron uno al lado del otro, como si secretearan confidencias de enamorados. Solana se acercó a Carmela por atrás.
—¿Te has fijado en Lucas? —le susurró.
—No —contestó Carmela—. ¿Qué le ocurre?
—Ha ligado. Fíjate bien.
Carmela lo observó. Parecía el Lucas de siempre.
—Eres un obseso, Robert Redford.
—No, fíjate, tía. Cada vez está más ojeroso y distraído. Como ido, ¿no es ése un síntoma?
Carmela le dio un empujón.
El jefe del laboratorio central de la Policía se llamaba Cuéllar y era un hombre alto y huesudo que se balanceaba al andar como si estuviera en un barco y el barco, en medio de una tempestad. Tenía el rostro cetrino y la nariz larga y afilada. Golpeó la puerta del despacho de Poveda y aguardó a que le contestaran. Abrió Solana y se echó a un lado para que pasara.
El Grupo Especial de la brigada, además del propio Poveda y Ventura, se encontraba reunido en el despacho en torno al aparato de televisión. Sobre la mesa del despacho, Cuéllar observó dos tarritos de comida para niños y un walkie talkie. Cuéllar era muy tímido, de modo que se puso a mirar a todos lados, sin saber qué hacer.
—Siéntate, vamos a poner el vídeo otra vez —le dijo Poveda, y accionó el mando a distancia.
Cuéllar se quedó de pie. No había sitio material donde sentarse, excepto en el suelo. Se produjo un silencio religioso. En la pantalla del televisor apareció una pila de tarritos de comida para niños. A izquierda y derecha, más pilas de tarritos de cristal. Hasta el techo. Se trataba de un almacén. La voz se empezó a escuchar:
—¿Lo reconoce? Es su almacén, señor Cárcer. ¿Ve los asquerosos productos que fabrica?… Sólo con explicarle a la opinión pública cómo los hace, lo arruinaría, Cárcer. ¿Me explico?
A continuación, unas manos enguantadas desenroscaron la tapa de uno de los tarritos. Se vio con toda nitidez el rostro mofletudo del recién nacido sonriente y la marca: El Bebé Feliz. La mano enguantada sostenía una jeringuilla hipodérmica cargada de un líquido oscuro del color de la sangre. Introdujo unas gotas de ese líquido dentro del tarrito. Luego lo cerró. La cámara mostró nueve tarritos similares, colocados sobre una de las mesas del almacén. Al fondo se divisaban las torres de los envases de vidrio con el rostro repetido del bebé sonriente. La mano enguantada repitió la operación con otro tarrito, sólo que más rápido. Igual hizo con otro y otro. Al llegar al número cinco, se volvió a escuchar la voz. Era la misma voz, un poco ronca, que pronunciaba las palabras de corrido, sin apenas pausas.
—¿Ve lo que estoy haciendo, señor Cárcer? ¿Todavía no lo ha adivinado?… Estoy introduciendo sangre de un enfermo de sida en diez de sus porquerías para niños… Diez… Y cuando termine, las colocaré diseminadas por las estanterías… Ni usted ni nadie sabrá jamás dónde se encuentran… —Mientras se abrían y cerraban los tarritos, la voz seguía escuchándose—. Le daré cuarenta y ocho horas para que reúna cien millones de pesetas, en diamantes, Cárcer, que me entregará de la forma que yo estime necesaria… Se lo comunicaré mediante una llamada al walkie talkie que le entrego junto con el vídeo… Lo llamaré en cualquier momento… Sí avisa a la Policía o no hace lo que le ordeno, pasaré una nota a la prensa y su asqueroso negocio se hundirá… ¿Lo ha entendido, Cárcer?
El vídeo terminaba justo en el momento en que las últimas gotas de sangre caían en el último recipiente de comida para niños. Poveda cortó el vídeo y se dirigió a los presentes. Menos Cuéllar, todos habían visto el vídeo al menos dos veces. El silencio era espeso, masticable.
—Esto no se lo deben decir a nadie. Ni a sus familiares, ni amigos ni compañeros de la brigada… Nadie debe saber esto. Y quedan suspendidos permisos, vacaciones y bajas. —Se dirigió a Cuéllar, que no se había movido de su sitio—. Esto también lo incluye, Cuéllar.
El jefe del laboratorio policial asintió en silencio. Poveda continuó hablando:
—¿Qué opina de todo esto, Cuéllar? ¿Son suficientes unas gotitas de sangre para contaminar uno de esos botes?
Cuéllar carraspeó, movió las piernas y giró la cabeza varias veces a izquierda y derecha. Luego dijo:
—Si la sangre es de un enfermo de sida, esa comida es un veneno. El virus no resiste fuera del cuerpo humano, pero sí el resto de las enfermedades asociadas a él, como la hepatitis. La vía digestiva es la más rápida y efectiva para contraer cualquier infección. —Volvió a carraspear—. Es horrible.
—Muy bien, Cuéllar. Ya no lo molestaré más.
Cuéllar inclinó la cabeza y salió del despacho. Poveda se dirigió a su mesa y levantó uno de los tarritos de comida para niños. Lo miró, dándole vueltas. La etiqueta con el rostro sonrosado y alegre de El Bebé Feliz parecía saludarlo.
Flores salió del despacho de Poveda una hora después. Bajó en el ascensor junto a sus compañeros y se dirigió a su coche, aparcado frente al edificio de la brigada. La cafetería Géminis permanecía aún abierta e iluminada y dudó unos instantes si debía entrar y tomarse un café o no. Solana y Carmela habían entrado.
Una sombra se recostó en el capó de su coche. Era Lujan, el jefe del Grupo de Homicidios.
—No me he traído el coche —le dijo Luján—. ¿Puedes acercarme a la glorieta de Alonso Martínez?
—Puedo llevarte a tu casa —contestó Flores—. No tengo nada que hacer ahora. —Luján se acomodó en el asiento delantero—. Un poco tarde para trabajar, ¿no?
—Te estaba esperando —contestó Luján.
Flores condujo en silencio, esperando a que Luján le dijera la razón por la que le había estado esperando hasta tan tarde.
Las calles por donde rodaban estaban casi vacías de tráfico. De vez en cuando pasaban automóviles raudos que a Flores se le antojaban llenos de juerguistas rumbo a salas de fiestas.
—Esta mañana Puente estuvo en mi despacho —dijo al fin Luján—. A eso de las diez.
Flores continuó sin decir nada. Aguardando.
—Me pidió otra vez el informe que hice cuando asesinaron al Sacristán.
Se volvió hacia Flores.
—Comprendo —contestó Flores, y pensó: «Marchena ha estado muy alegre hoy, muy campechano»—. ¿Y qué más?
—Sacó fotocopias.
—Fotocopias —repitió Flores.
—Sí, fotocopias. —Luján suspiró—. No tuve más remedio que darle el expediente.
Flores pensó: «Ya saben, entonces, que lo falsifiqué. ¿Qué utilidad puede reportarle eso a Puente? Todo eso ya lo sabía. ¿Por qué ha sacado fotocopias?».
—Era tu obligación, Luján.
—¿Qué te ocurre con Puente? —preguntó Luján—. Parecía muy excitado, yo diría que feliz.
—Nunca nos hemos entendido —contestó Flores.
—Sabía que tarde o temprano te descubrirían, Manuel. Cometiste un error imperdonable al falsificar mi informe. Eso era una bomba de relojería. Puente te odia desde el asunto aquél.
«¿Un error?», se preguntó Flores mientras conducía. Su padre estaba en libertad condicional y parecía haber cambiado por completo. Con un poco que se retrasara el juicio, y los juicios se retrasan mucho, incluso años, su padre no pisaría la cárcel.
—Lo sabrá Poveda —añadió Flores.
—Te sancionarán —continuó Luján—. Quizá te expulsen.
—Sí —dijo Flores—. Puede ser.
Marchena contempló a Solana, que se doblaba de risa en el otro extremo del mostrador de la cafetería Géminis. Carmela también se reía, llevándose la mano derecha a la boca. Ventura removió el café, al que había añadido unas gotas de coñac, y se lo bebió.
—Se me ha quitado el sueño —manifestó—. Y con este café aún voy a dormir menos.
—Yo puedo tomar todos los cafés que quiera y siempre duermo —dijo Marchena—. El café parece que no me afecta.
En la cafetería había también varios policías uniformados de la cercana comisaría, que charlaban mientras bebían. Algunos tomaban bocadillos. La cafetería estaba muy animada para la hora que era.
—A ti no te afecta nada —sugirió Ventura, y sonrió.
—Te equivocas —manifestó Marchena.
—No sé cómo puedes aguantar. Estás en medio de los exámenes. Me acuerdo de que yo acabé destrozado, jodido. Son muy duras las oposiciones a comisario.
Marchena se encogió de hombros.
—Sí, son duras —reconoció.
—No has debido aceptar el encargo de Poveda. Realmente no tienes tiempo para ponerte a investigar a Cárcer.
—He averiguado algo importante sobre ese tío —dijo Marchena.
A Ventura se le agrandaron los ojos.
—¿Qué? ¡Pero si has empezado esta mañana!
—No ha sido difícil. Después de comer me acerqué a la sede de Alimensana, S.A., ¿no? La empresa que fabrica esos potitos, El Bebé Feliz.
Ventura fijó la mirada en Marchena, atento a sus menores palabras.
—Sí, fuiste, ¿y qué? ¿Qué averiguaste?
—Un grupo de accionistas ha pedido una auditoría contable detallada de la gestión de Cárcer en los últimos cuatro años. Parece que el pájaro ha estado escamoteando fondos.
—¿Ha engañado a los accionistas? —Ventura no daba crédito a lo que escuchaba—. ¿Por qué no se lo has dicho a Poveda?
—Tú eres el que llevas las investigaciones, ¿no? Pues te lo digo a ti. Además, es la opinión de un grupo de accionistas. La empresa financiera que lleva a cabo la auditoría aún no ha terminado. No es mucho, pero es algo a lo que agarrarnos, ¿no, Ventura?