3
Eran las diez treinta de la mañana y Poveda se paseaba por su despacho con el aspecto de haber pasado una mala noche. Se sentaban en el sofá del rincón Luján y Flores. Flores tenía delante un télex recién recibido de la Jefatura de Barcelona. Llamaron a la puerta y Rosi asomó la cabeza.
—¿Comisario?
—Pasa, Rosi, pasa.
Rosi entró con una bandeja y un servicio de café que colocó sobre la mesita del sofá.
—Buenos días —saludó Rosi.
—Hola, Rosi —contestó Flores, que continuaba enfrascado en la lectura del télex.
—Cada día estás más guapa —le dijo Luján.
—Ya, seguro —contestó ella, y se volvió a Poveda—: ¿Le paso las citas de hoy, comisario?
—¿Eh? —Poveda parecía distraído.
—Las citas de hoy. Si se las paso.
—Sí, sí… Dentro de un rato, gracias, Rosi.
Rosi se marchó. Flores removió el café y comenzó a bebérselo. Lo mismo hizo Luján. Poveda los observó.
—¿Podéis beberos eso?
—¿Qué le pasa a esto? —se extrañó Luján—. Es café, ¿no?
Flores levantó la cabeza.
—Está muy bueno. —Continuó con la lectura.
Poveda se acercó, cogió su taza, le echó azúcar, lo removió y lo observó. Dio un sorbo. Hizo una mueca de desagrado.
—No hay quien se lo beba. No sé cómo os lo podéis beber. —Dejó la taza sobre la bandeja.
Luján se encogió de hombros.
—A mí me parece muy bueno. Mejor que el que me prepara mi mujer.
—El de mi casa es mejor —respondió Poveda, y se calló de repente, observando a Flores.
Flores levantó la cabeza y apartó el télex.
—¿Qué te parece? —le preguntó Poveda.
—Conozco a Rosell, el jefe del Grupo de Homicidios. —Señaló el télex—. Estuvimos juntos en Atracos. —Observó a Poveda—. Con toda franqueza, no sé por qué me has enseñado esto. Han matado a la mujer de un policía… Pero la Jefatura de Barcelona lo puede llevar ella solita. No creo que sea asunto de la brigada.
Flores se quedó pensativo. Terrón, el marido de la mujer asesinada, había sido su compañero en el Grupo Antiatraco. Lo recordaba perfectamente.
Luján rompió el silencio.
—Rosell es muy bueno —dijo—. Competente… Muy extrovertido, diría yo…, muy cachondo, pero es uno de los mejores policías de Homicidios que he conocido.
—Han matado a la mujer de un compañero —manifestó Poveda con cierta acritud—. Y el robo no ha sido la causa…, tampoco la han violado.
—¿Terrorismo? —apuntó Flores.
—Puede ser… Pero Terrón no se dedicaba a eso. Ganó las oposiciones a comisario hará unos tres años. Está en Tarragona… La pareja estaba separada, divorciada. El terrorismo no está descartado, de momento.
—Los terroristas suelen anunciar sus acciones. Es una especie de publicidad, ¿no? —apuntó Luján—. Parece que aún no han dicho nada.
—Es todavía muy pronto —señaló Poveda—. La asesinaron ayer.
—¿Y qué quieres? —preguntó Flores—. ¿Quieres que la brigada vaya de apoyo a Barcelona? No me parece sensato, Poveda… No.
—¿Sensato? —Poveda empezaba a enfadarse—. ¿Sensato? Algunas veces me asombran tus deducciones, Flores. ¿Para qué te crees que te he llamado? ¿Para tomar café?
—Barcelona no es Cuenca, Poveda. En Barcelona hay un dispositivo policial tan importante como el de Madrid. No creo que haga falta que vayamos. Te lo digo con franqueza.
—Estoy de acuerdo con Flores —intervino Luján.
—Tal para cual —dijo Poveda—. Si no mandamos a nadie, luego dicen que no les hacemos ni puto caso.
—Tú no conoces a Rosell, yo sí —siguió Flores—. A Rosell no le va a gustar nada que vayamos de Madrid a decirle cómo tiene que hacer las cosas.
—Eso es —añadió Luján—. Va a haber muchos piques. —Suspiró—. Además, tengo el trabajo amontonado en mi mesa.
—Por eso no vas a ir tú —le señaló Poveda—. Irá Flores con dos más. Un par de días o tres.
—¿Yo? —Flores se señaló con el dedo—. ¿Yo…? Escúchame un momento, Poveda… ¿Sabes el trabajo que tenemos?
Luján pareció relajarse y respiró tranquilo.
—¿Puedo tomar otra taza de café? Está buenísimo.
—¡Dejaos de cachondeo! —gritó Poveda—. ¡El café es una mierda! ¡Y tú, Flores, ve preparándote! —Bajó la voz—. Habla con Ventura para lo de los billetes y las dietas…, todo eso.
—No sé para qué me pides opinión —Flores estaba molesto— si luego no me vas a hacer caso.
—Luján no irá, puede haber piques. En eso tenéis razón —manifestó Poveda dando a entender que no había escuchado a Flores—. Es uno de esos casos que gustan a la prensa.
Flores tenía frente a él a Marchena y a Lucas cuando sonó el teléfono de su despacho. Lo descolgó y escuchó la voz de Virginia. Sonaba muy débil y muy lejana.
—¿Puedo verte hoy, por favor? Quisiera hablar contigo.
Flores miró a Lucas y a Marchena y se preguntó si podrían adivinar con quién hablaba.
—Bien. ¿Dónde?
—¿En tu casa?
Silencio.
—¿Puede ser en tu casa, por favor?
—Está bien. A las tres.
Colgó y se dirigió a Marchena.
—Bueno, ¿dónde estábamos?
—No quiero ir a Barcelona —respondió Marchena—. Estábamos en eso.
—¿Por qué, Marchena? ¿Se puede saber?
—Te podría decir que porque continúo con el asunto de Portugal o cualquier otra cosa. —Se encogió de hombros—. Pero yo prefiero decirte la verdad. No me apetece hacer un viaje contigo. Eso es todo. Y si intentas obligarme, será peor.
—Te he elegido porque conoces muy bien Barcelona y porque…
—¿Porque soy un buen policía?
—Es difícil hablar contigo, Marchena.
—Te queda poco. Los exámenes a comisario son dentro de cuatro meses, si no los aplazan.
—¿Te vas a presentar? —preguntó Lucas.
—¿Tú qué crees, Luquitas?
Lucas puso mala cara.
Carmela hablaba por teléfono, alterada.
—Oye, cerdo, deja de jadear, hijo de puta… Sé que estás ahí y me escuchas, deja que te diga una cosa… Soy policía, cabrón, y puedo saber desde dónde me llamas… Te pegaré un tiro en la barriga.
Carmela colgó el teléfono.
—¿Otra vez? —le preguntó Muriel—. ¿Por qué no llamas a Comunicaciones?
—Ya lo he hecho —afirmó Carmela—, el cabrito llama desde cabinas telefónicas, no hay manera de localizarlo.
En la mesa de enfrente, Solana le mostraba a Loren un folleto de tapas marrones. El folleto se llamaba «Técnicas sexuales modernas», Loren miraba las ilustraciones.
—Je, je, je… Vaya dibujos.
—Es acojonante —manifestó Solana—. Es un estudio científico sobre…
—¿Joder?
—Bueno, más que eso. El tema no se limita a…
Loren lo miró.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué quieres decir, tío?
—No te vendría mal echar un vistazo. Es una cosa científica.
—¿El joder es científico?
Solana le arrancó el folleto de las manos.
—Trae para acá. No se ha hecho la miel para la boca del asno.
—Déjamelo, deja que mire los dibujos.
—Nada, hay que leerlo. Con los dibujos sólo no vale. No sirve para nada.
—A mí no me hace falta ningún folleto.
—¿No? Qué chorizo eres. Seguro que entras a matar sin haber toreado antes, y lo importante es el toreo, macho. El toreo. —Hizo un gesto con la mano—. Analfabeto.
Lucas y Marchena salieron del despacho de Flores. Lucas se acercó a Carmela.
—¿Te apetece venirte a Barcelona?
—¿Yo? —Carmela se señaló—. ¿Qué asunto?
—El asesinato de la mujer de un policía. ¿Es que no lees los periódicos?
—Algunas veces. ¿A quién han matado?
—Que te deje Manuel el télex. Salimos después de comer.
Solana le dio a Carmela en la cabeza con el folleto.
—¿Adónde? —preguntó—. ¿A Barcelona?
—Sí —contestó Lucas—. A Barcelona.
—Coño, ¿y por qué no voy yo? Unas cuantas dietitas no me vendrían mal.
—Estuviste hace muy poco en Burgos —manifestó Lucas.
—¿Has visto esto, Carmelita? —Solana le puso delante el folleto—. Soy un experto, un científico del sexo. Conmigo, placer garantizado o devolvemos el dinero.
—¿Qué es eso? —Lucas torció ahora la cabeza para leerlo.
Carmela lo hojeó.
—Técnicas sexuales modernas. —Levantó la cabeza—. ¿Tú lees esto?
Solana asintió.
—Y lo practico.
—Vaya —dijo Carmela—. ¿Y qué dice tu mujer?
—Ya empezáis con las guarradas. A las cinco en el aeropuerto, Carmela. Luego pásate por Ventura para que te dé las dietas —manifestó Lucas.
Lucas se marchó. Carmela seguía hojeando el folleto.
—¿Me invitas a unas cañas?
—Vale.
—Con lo de las dietas. —Miró por encima de su hombro—. Qué, ¿te gusta?
—Parece bueno.
—Cuando quieras lo practicamos. Fíjate qué postura y atiende a esa mano… Esa mano es fundamental.
Carmela le tiró el folleto sobre su mesa.
—Bueno, ya está bien, tío. Que te estás poniendo cachondo. Hala, déjame en paz.
—Pero bueno, qué estrecha eres, tía. Esto es una cosa médica, científica. Hay que tener una vida sexual sana, lo pone ahí. Hay que liberarse de las represiones. Eres más antigua que la emulsión Scott, tía.
Lucas habló desde su sitio.
—Dejaos ya de tanto folleto, esto parece un cabaré.
—Pues ¿no me llama estrecha el tío bobo éste? —Carmela le hizo a Solana un gesto con la mano—. Anda, corta y rema, que vienen los vikingos, tío.
—Dejadlo, ya —insistió Lucas—. Y tú, Solana, ¿no tenías que estar con los de la Brigada del Juego?
Solana miró el reloj.
—Entre que llego es la hora de comer. Iré después.
Loren terció en la conversación.
—¿Comemos juntos, Solana?
—No puedo. Voy a comer a casa —contestó.
—¿Has venido a decirme eso? —le preguntó Luján a Flores.
Estaban en el despacho de Luján, del Grupo de Homicidios, el despacho más pequeño de la brigada. Luján sostenía con unas pinzas una vaina de bala que miraba a través de una lupa. El cartucho lo habían encontrado cerca de un negro asesinado en la calle del Barco.
Luján iba a enviar el casquillo al laboratorio de balística que regentaba Riobó, pero, mientras tanto, le gustaba verificar sus propias hipótesis.
Luján dejó las pinzas con cuidado sobre un folio blanco.
—Me preocupa eso que le dijiste a Poveda de que podía haber sido un policía el asesino de esa mujer.
—De todas maneras es la obra de un profesional. Un tío frío que no viola ni roba y que sabe disparar muy bien. Un solo disparo.
—Entre las cejas.
—Ésa no tiene por qué ser la marca de un policía. Nosotros no somos pistoleros, Flores.
—Claro que no… Atiende un momento, puede que se trate de un loco, o de terroristas.
—¡Ojalá que no sea así! —suspiró Luján—. Para descubrir un asesinato hace falta un móvil, un motivo, y un loco no tiene motivos. Al menos, motivos aparentes. Los terroristas, ídem de ídem. Si descubrimos el móvil, descubrimos al culpable. Lo importante es el móvil.
Flores asintió en silencio.
—Oye, pero tú no has venido a escuchar una teoría sobre el asesinato. ¿Qué es lo que quieres?
Flores lo miró en silencio.
—Ya sé —continuó Luján—. Has venido a preguntarme por mi informe sobre el Sacristán. Quieres saber quién me lo ha pedido, ¿no?
—Sí, Luján.
—Mira, Flores. Sabes que te aprecio…, de verdad. Si no, no te lo diría.
—Lo sé —contestó Flores.
—Por eso aplacé el informe y te lo dejé a ti antes de dárselo a Poveda o a Puente. Lo que hicieras con él no era asunto mío. De todas maneras, sé que lo falsificaste. Quitaste todas las referencias a tu padre. Pero eso no es asunto mío. ¿O sí? No lo sé. De todas maneras, ya está hecho.
—¿Te lo ha pedido alguien, además de Puente?
—¿El informe original? —Sí.
—Sólo Puente. Y se lo tuve que dar. Igual que si me lo pide otro cualquiera. —Señaló los archivos—. Ahí está, junto con otros mil y pico más de toda España.
—Era eso lo que quería saber.
—¿Tienes problemas? ¿Se ha enterado Poveda?
—No a las dos cosas. No tengo problemas y Poveda no se ha enterado.
—Suerte en Barcelona. Encuentra a ese hijo de puta —se despidió Luján.
La gente se agolpaba en los pequeños restaurantes de comida rápida y en las grandes e impersonales cafeterías de la plaza de Cataluña de Barcelona.
Chaves pasó junto a ellos y continuó andando hacia la Gran Vía. Torció al llegar al Hotel Ritz y siguió con su paso rítmico y seguro, con las manos metidas en los bolsillos de la gabardina, los hombros levemente encogidos. Caminaba a grandes zancadas y la gente que venía de frente se apartaba al verlo y lo dejaba pasar. De esa forma marchó alrededor de quince minutos, hasta que se detuvo frente a un número que correspondía al portal de una casa de siete pisos, construida en la década de los treinta. Ubicó con la mirada la terraza de un café, se dirigió a ella y se sentó. Le pidió café al camarero.
Media hora más tarde vio salir del portal a un hombre alto y desgarbado con un pitillo en la boca. Ese hombre era policía y se dirigía andando a la Jefatura, en Via Laietana. Chaves se levantó y pagó, cruzó la calle y se introdujo en el portal. Subió las escaleras, deteniéndose en el tercer piso. Llamó al timbre. La puerta se abrió a medías, trabada por una cadena de seguridad. La mitad de la cara de una mujer se asomó. Detrás de ella se escuchaba a un niño pequeño llorar.
—¿Qué desea? —preguntó la mujer.
Chaves sacó un sobre del bolsillo de la gabardina.
—Una carta para Rosario Vallejo.
—Vallejo no. Valle, Rosario Valle.
—Vallejo —dijo Chaves mirando el sobre, en el que no había nada escrito—. Lo siento, pero aquí pone Vallejo. ¿Es usted la esposa del inspector Castro?
—Sí —contestó la mujer. Se volvió hacia el interior de la casa y gritó—: ¡Cállate de una vez, niño! —Se dirigió a Chaves—: ¿De qué se trata?
—De la Mutualidad de la Policía. Pero aquí pone Vallejo.
—Ponen lo que les da la gana —dijo la mujer—. Calle, Vallejo, no sé lo que van a poner cualquier día.
La puerta se cerró unos instantes, se escuchó el ruido de la cadena al descorrerse y la puerta se abrió del todo. La mujer estaba despeinada y tenía puesto un delantal salpicado de agua. Era alta y delgada, con grandes ojeras de insomnio bajo los ojos. Se arregló el pelo con gesto automático y tendió la mano.
—A ver, deme la carta.
Chaves sacó la pistola con silenciador y le alojó una bala en el entrecejo. El disparo fue como un escupitajo. Chaves la sostuvo para que no se desplomara. Luego, la empujó dentro de la casa y cerró la puerta. Bajó los escalones y salió a la calle.
Virginia había envejecido diez años, el cabello parecía sin vida y los ojos sin luz ni brillo. Una arruga en la comisura de la boca le había curvado hacia abajo los labios. Permanecía sentada, con las piernas juntas y las manos recogidas en el regazo, en el sofá del salón de Flores. Mientras, éste metía ropa en una bolsa de viaje de color gris.
—Sólo me gustaría saber qué pretendía Carlos, Manuel. Sólo eso. No puedo vivir pensando que… que se había vuelto loco.
—¿Que qué pretendía? —Flores cogió la funda sobaquera que contenía su pistola de reglamento.
—Creyó que tú y yo…
—Probablemente te siguió.
Flores metió la funda en la bolsa y la cerró de golpe. Luego la volvió a abrir, se dio la vuelta y cogió de la estantería el retrato enmarcado de Julia con sus dos hijas. Lo metió también en la bolsa.
—Te siguió todas las veces que venías a verme, cuando me contabas las investigaciones de Puente. Debió de creer que estábamos liados. —Hizo una pausa. Virginia lo miraba con ojos apagados—. De hecho, estuvimos liados. Al menos durante una noche.
—Pero fue sólo una noche, Manuel. Nada más que una noche. Yo… ¡Oh, Dios santo, Manuel! ¡Está muerto, muerto!
—Me apuntó con su pistola —continuó Flores—. Me puso la pistola en el estómago, pero luego me salvó la vida. Le disparó a Didí.
—¿Tú crees que quería matarte? —exclamó Virginia.
—¿Y qué te importa a ti eso ahora? Él está muerto y era un buen chico, un tío estupendo, un buen policía lleno de futuro. Acababa de cumplir veintiséis años. Deja de lamentarte, ya no tiene solución.
Flores cogió la bolsa y probó el peso. La dejó en el suelo. Virginia lloraba en silencio y Flores se espantó de que alguna vez hubiera hecho el amor con ella.
—Deja de llorar, te estás compadeciendo de ti misma.
Ella negó con la cabeza.
—Carlos… —murmuró.
—Carlos —repitió él.
Ella se puso en pie con la cara mojada por las lágrimas.
—Puente me ha dicho que no te vuelva a ver. —Flores sonrió—. Te considera cosa suya.
—¡Los hombres! —dijo ella con rabia, y apretó los puños—. ¡Me dais asco todos, todos! —Volvió la cabeza y se secó las lágrimas—. Carlos me quería, ¿verdad?
Flores no contestó. Ella sonrió tristemente.
—Creo que ha sido el único que me ha querido de verdad. —Parecía de nuevo alegre. Una extraña alegría que se reflejó en movimientos nerviosos de la mano arreglándose el cabello—. Él ha sido el único que no quería sólo mi cuerpo.
Flores continuó sin decir nada.
—He pedido unas semanas de excedencia. Me voy a descansar al pueblo de mi familia, Santillana del Mar. ¿Lo conoces?
—Bonito lugar —dijo Flores.
—Sí —asintió distraída—. A Carlos también le gustaba.
Flores consultó el reloj. Empezaba a tener el tiempo justo para ir al aeropuerto.