35
Carmela se colocó la mano en la boca e intentó sonreír al hombre del banco. Éste la contemplaba desde detrás de una mesa, en un despacho de mamparas transparentes. Aparentaba unos treinta y cinco años, atildado y con unos labios finos que no fueron hechos para besar a nadie.
—Por eso he venido —continuó Carmela—. Nunca he pedido un préstamo a un banco y pensaba que…, bueno, que era fácil.
—Y es fácil, señora.
Carmela volvió a colocarse la mano en la boca, tapándose las encías descarnadas.
—Pero no tengo propiedades, quiero decir que no tengo casa propia ni estoy casada, soy soltera. La panadería de mi madre tampoco es propia, la tenemos arrendada desde hace…, desde hace lo menos treinta años o más… Es como si fuera nuestra.
—Sí, pero no es suya. —El hombre se removió en el asiento—. Si estuviera casada, sería mejor. El préstamo podría pedirlo su marido, señora, y se lo daríamos al momento… Bueno, siempre que trajeran a tres avalistas.
—Creo que puedo traer a tres avalistas. ¿Qué tipo de avalistas necesita?
—Que tengan solvencia. Con propiedades.
—Comprendo. Los buscaré y se los traeré.
—¿Para qué quiere el préstamo, señora? ¿Quizá para comprarse una casa? ¿Un coche nuevo?
Carmela negó con la cabeza y se señaló la cara con el dedo. Fue pasándolo por las cicatrices de la comisura de la boca, de las mejillas. Había otras, que tapaban su ropa interior y que eran más horribles todavía, pero ésas no se las enseñaba a nadie. Ni siquiera a su madre. Luego abrió la boca y le mostró las encías sin dientes.
—La Seguridad Social cubre lo que se llama cirugía reparadora, o sea, te arreglan lo mejor que pueden, pero quedan las cicatrices. ¿Las ve? —El hombre no dijo nada, se quedó rígido observándolas—. Lo mismo pasa con los dientes. Te pagan una dentadura postiza, pero son de ésas de quita y pon. ¿Comprende? —El hombre del banco asintió en silencio y Carmela continuó—: No me gustan las dentaduras postizas de quita y pon, el vasito de agua sobre la mesita de noche. Quiero que me hagan implantes. Te hacen agujeros en el maxilar y te introducen barritas de titanio, un metal muy duro. ¿Me sigue?… Bueno, y sobre ese metal, colocan piezas dentales, quiero decir, imitaciones. Parece que uno vuelve a tener sus propios dientes. —Carmela dejó de hablar. El hombre del banco la miraba sin decir nada—: Me quiero hacer también la cirugía estética en la cara. —Ahora sí sonrió, sin taparse la boca—. Me han dicho que puedo quedar bastante bien. Hay una técnica con rayos láser. Dicen que desaparecen las cicatrices o que casi desaparecen. Todo eso es muy caro. Tengo el presupuesto aquí.
Carmela se dio la vuelta en la silla y abrió el bolso.
—Es la mejor clínica que…
El hombre del banco la interrumpió.
—No es muy corriente pedir dinero para…, quiero decir para cosas de cirugía estética, para belleza. Realmente es la primera vez que ocurre algo semejante.
—No lo entiendo —añadió Carmela—. ¿No da lo mismo para lo que se utilice el dinero?
—No, señora. No da lo mismo. De todas maneras, rellene la solicitud.
—¿Y cuándo contestarán? Me corre prisa.
—Una semana… Dos.
La noticia aparecía en las páginas interiores del diario y era apenas media columna olvidada. El título era: «Se suicida comisario de Policía», y abajo unas cuantas líneas de texto:
El comisario retirado de Policía don Blas Calzada Ripollés se suicidó el pasado domingo en su domicilio de un tiro de pistola. El comisario retirado, de setenta años de edad, sufría una enfermedad incurable e irreversible, presumiblemente la causa del suicidio. Al lado del cadáver se ha encontrado una nota manuscrita de don Blas Calzada, explicando las razones de su acto. El comisario retirado aún mantenía una cierta relación de carácter burocrático con la Dirección General de Policía. El entierro se realizó ayer por la tarde en la más completa intimidad.
Poveda dejó el diario sobre la mesa, se echó hacia atrás en la silla y se quedó pensativo. Unos golpes en la puerta de su despacho parecieron despertarlo. Entró Ventura, acompañado de una mujer alta y huesuda, de rostro serio y alargado. Detrás de ellos, pasó Rosi.
—Te presento a Matilde —dijo Ventura—. Matilde, éste es el comisario Poveda.
—Encantada —saludó la mujer—. Mucho gusto en conocerlo, comisario.
—¿Ya le ha puesto Rosi en antecedentes, Matilde?
—Sí, comisario. Llevamos tres días trabajando juntas. —Se dirigió a Rosi, que aguardaba en pie con los brazos cruzados—: Pero ya debemos terminar, se tiene que ir de luna de miel.
Rosi sonrió abiertamente y a Poveda le pareció más bella y reluciente que nunca. Como si le hubieran dado barniz. Tenía los ojos brillantes y parecía aplomada y segura de sí misma. —Lo ha aprendido todo con mucha rapidez —dijo Rosi. —Bueno —habló Ventura—. Mañana ya puede usted venir al despacho, Matilde. —Se volvió hacia Rosi—. La echaremos de menos, Rosi.
Poveda se adelantó y estrechó la mano de Rosi.
—Que seas muy feliz, Rosi —elijo.
—Gracias, comisario —contestó ella.
El Grupo de Incidencias de la comisaría de Centro estaba situado en una habitación del primer piso, donde apenas si cabían tres mesas. Dos frente a la puerta y otra perpendicular. Detrás, dos ventanas con las persianas bajadas daban a la calle de la Luna. El Grupo de Incidencias se dedicaba a tomar declaraciones a los detenidos y a evaluar los delitos. Podían enviarlos en conducción al juez o mandarlos a la calle. La media diaria de detenidos, en esa comisaría, era de setenta a cien. De modo que siempre había trabajo de sobra en aquel grupo.
El jefe del grupo se llamaba Valentín y era un policía bajito y menudo, con gafas y con un peinado a lo Elvis Presley que no compaginaba demasiado con sus cuarenta y dos años cumplidos. Llevaba diecisiete en la Policía, y todos en esa comisaría. Valentín estaba tomándole declaración a un muchacho alto y espigado detenido la noche anterior, acusado de tironero. En la otra mesa se encontraba un policía de la escala básica, de paisano, ordenando escritos y ayudando a Valentín en los interrogatorios. Se llamaba Marcelino y era joven y educado. Flores estaba en la mesa perpendicular, encargado del libro de detenidos y de los telefonemas. Un abogado de oficio, gordo y barbudo, permanecía en silencio, sentado en una de las sillas.
—… aquí Centro —estaba diciendo Flores—. Mirad… Francisco Luciente Ochoa… Sí, Ochoa… Espero, sí.
—O sea, yo iba tranquilo por la acera, ¿no?… Y entonces fui a dar un paso y en eso…
El detenido abría mucho los brazos al hablar. Valentín lo interrumpió y empezó a escribir a máquina.
—Vamos a ver… Ibas por la calle, paseando… Porque ibas paseando, ¿no?
—Sí, señor. Ya le dije. Iba andando por mi acera cuando…
—Paseando…, bien. ¿Y qué? ¿Qué quieres decirme?
El muchacho volvió a abrir los brazos.
—Pues eso, que entonces se me cruza una señora, ¿no? Y yo me caigo, doy un traspié y me caigo.
—Te caíste —escribió Valentín—. ¿Qué más?
—Bueno, caerme. —Miró al abogado, que no hizo ningún gesto—. Lo que se dice caerme, no. Me fui a caer.
—Te fuiste a caer, pero no te caíste. ¿Qué más?
Otra mirada al abogado.
—Pues eso, que di un traspié, ¿no? Y me fui a agarrar y en eso pasó la mujer y me parece que le di un golpe a algo, no sé, me fui a agarrar a algo y…
—Y te agarraste al bolso, ¿no?
—Bueno, justo cuando iba a pasar esa señora me agarré a lo que pude, no sé si fue el brazo o…
—O el bolso.
—¡Me caí, señor inspector, se lo juro por mi madre! ¡La señora empezó a gritar que si le quería quitar el bolso!
—Mira, a mí me da lo mismo… Yo pongo lo que tú me digas. —Valentín volvió a escribir a máquina—. Tropezaste y te sujetaste en el brazo de la señora que pasaba en ese momento.
El detenido comenzó a llorar.
—¡No me va a llevar al juzgado por un tropezón, no! ¡Señor inspector!… ¡Que mi madre está enferma del pecho! ¡Yo no me drogo!… ¡Yo no soy un yonqui!… ¡Mi madre está del pecho!
Flores escribía lo que le iban diciendo al otro lado del teléfono.
—Sí, sí, te oigo…, tres condenas por sirlas, intento de violación… Sí, lo tengo todo. Gracias. —Flores colgó y le tendió el papel a Marcelino.
Éste lo leyó por encima y se lo entregó a Valentín. El muchacho continuaba lloriqueando.
—Tienes antecedentes, chico —dijo Valentín.
Le tendió la declaración para que la firmara. El muchacho se dirigió al abogado barbudo, que se había puesto en pie.
—¡Yo no voy a ir al juzgado por haber tropezado!
—Si está de acuerdo con lo que usted ha declarado, firme. Aquí, el señor inspector, no puede decidir si es usted culpable o no. Eso lo decidirá su señoría el juez —dijo el abogado.
—¡Por tropezar, me cago en la leche!
La puerta se abrió y un uniformado asomó la cabeza.
—¿Qué hacemos con los moros, Valentín? Dicen que no entienden español.
—A la Regional, a Estupefacientes o a Extranjeros, Y sí que entienden español. Que no jodan más.
Flores se levantó.
—Voy a tomarme un cafelito, Valentín.
—Vuelve enseguida, Flores. Tenemos que reseñar todavía a cuarenta.
—Déjate de coñas, Poveda, que nos conocemos. Tú has venido aquí a pedirme algo. No fastidies.
Poveda intentó sonreír y le salió a medias. Estaba sentado en una de las sillas colocadas frente a la mesa del despacho del comisario jefe de Centro, no muy lejos de donde se encontraba Flores. El comisario Laínez era un hombre de casi la misma edad que Poveda, con bigote estrecho, prematuramente blanco, y ojos que se movían en todas direcciones. Tenía a su cargo la comisaría más conflictiva de España y la gobernaba con mano de hierro.
—No estoy acostumbrado. Eso es lo que me pasa. Me ando por las ramas —contestó Poveda.
—Venga, suéltalo de una vez. Ya sé que no nos vemos nunca, pero tú no has venido a recordar tiempos pasados.
—No, es verdad. He venido a pedirte algo. Un favor.
—Pues venga, hombre. ¿Qué es lo que te pasa?
Laínez se echó hacia atrás en la mesa y Poveda se dio cuenta de que si no se fijaba en el bigote blanco, Laínez seguía pareciendo el chaval de siempre. No había engordado ni tenía tripa.
—Se trata de Flores, de Manuel Flores. Lleva un par de semanas con vosotros.
Laínez asintió.
—Está en Incidencias, con Valentín. Ahí necesito a tres más. No damos abasto. El año pasado tuvimos tres mil ochocientos detenidos. ¿Te das cuenta, Poveda? Casi tantos como el resto de las comisarías de Madrid. —Se puso serio—. ¿Qué pasa con ese Flores? Ya sé que lo tenías de jefe de grupo en tu brigada.
—Sí, eso es. De jefe de grupo.
Laínez aguardó.
—¡Por Dios bendito, Poveda! ¡Qué coño te pasa! ¿Vas a decirme de una vez qué quieres?
—Estás desperdiciando a Flores —dijo de pronto hablando muy rápido—. Flores es el mejor policía que conozco, Laínez, te lo digo de verdad. Es un policía cojonudo. A él no le va eso.
Laínez sonrió y arregló unos cuantos papeles que se encontraban sobre la mesa.
—¿Ah, no? ¿No le va eso? Entonces por qué no lo has retenido en tu brigada, ¿eh?
—Sabes que está sancionado, Laínez. No me fastidies.
—Pero bueno, ¿qué quieres con ese Flores? ¿Qué es eso de que no le gusta estar en Incidencias?
—Si sigue ahí, pide la baja en la Policía. Yo conozco a Flores. Eso no es para él, Laínez. Cámbiale a otro grupo, ponlo a currar en la calle. Ya verás cómo te funciona.
—¿En la calle? Mira, Poveda, en Incidencias hace falta gente, el papeleo es jodido, pero alguien lo tiene que hacer. Flores es el último que ha llegado. No puedo sacar a nadie de Incidencias. No, lo siento.
—Sé que vas a crear un nuevo Grupo de Noche.
Laínez se echó hacia atrás en el sillón.
—Sí, lo va a llevar Molina. ¿Qué pasa con ese grupo?
—Mete ahí a Flores.
—No.
—Me debes favores. Te estamos haciendo todas las pruebas de laboratorio antes que a los demás. Tienes todos nuestros archivos a tu disposición, te prestamos servicios. Y todo eso vale. Hazme este favor.
Poveda se levantó de la silla y se dirigió a la puerta. Se volvió antes de llegar a ella.
—Y no le digas que he venido a hablar contigo.
Victorio, Rubén y Zacarías Jorowisch permanecían sentados y en silencio mientras les hablaba Rufino Heredia, un hombre delgado, de ojos acuosos y nariz aguileña. Lo llamaban Pajarito. Los cuatro se encontraban en el interior de un bar de mujeres situado en la calle de la Ballesta. El bar estaba cerrado y dos mujeres fregaban el suelo con zotal. Pajarito estaba diciendo:
—… puedo distribuir a los fijos, o sea, a diez a la semana y luego los que caigan, ¿no? Dos o tres al día. Yo calculo de veinticinco a treinta gramos, con eso va bien el rollo.
Pajarito se pasó la mano larga y huesuda por la boca y aguardó. Habló Rubén Jorowisch:
—Veinticinco gramos, muy bien. —Miró a su padre—. ¿Podemos dárselo?
Victorio asintió.
—Lo pagas por adelantado, Pajarito —dijo Zacarías—. El parné antes.
—¿Por adelantado? ¿Yo? —Pajarito intentó sonreír—. ¿De qué? Yo no tengo guita, no soy banquero. —Miró alternativamente a Victorio y a sus dos hijos—. ¿Cómo voy a adelantaros el dinero? No puedo.
—Pues entonces no hay na —concluyó Zacarías.
Pajarito bajó la cabeza y pasó la mano por la mesa, como si acariciara la formica sucia. Las dos mujeres continuaban fregando el local, que con las luces encendidas se veía sórdido y muy distinto a como estaría durante la noche, cuando nadie se fijase en los descosidos de los sillones ni en las quemaduras en el suelo de madera.
—Siempre he sido legal, he cumplido. —Pajarito levantó la cabeza—. ¿Habéis tenido queja?
—Veinticinco gramos es medio kilo, Pajarito. Mucha tela, mucho parné —dijo Rubén.
—¿Y qué? Yo siempre he cumplido, yo he sido legal con vosotros, yo cumplo mi palabra. Además —Pajarito sonrió—, para que veáis que yo estoy con vosotros, con los Jorowisch, os puedo dar una información que vale un cangri.
Mostró los dientes pequeños y afilados y una lucecilla iluminó sus ojos saltones.
—¿Un cangri? —Zacarías Jorowisch adelantó el cuerpo, alargó la mano y agarró las solapas de la chaqueta de Pajarito—. ¿Qué estás diciendo?
—Lo que sé vale una iglesia —contestó Pajarito con voz ronca—. Suéltame, Zacarías, suelta.
Zacarías lo soltó, pero continuó mirándolo.
—Sé que habéis corrido la voz. Que queréis saber dónde se esconde Rogelio Flores, ¿no? ¿No lo queréis saber?
Zacarías volvió a agarrarlo de las solapas, esta vez con mayor brusquedad.
—¡Suelta lo que sabes, cabrón! —gritó zarandeándolo—; ¿dónde está Rogelio?
—¡Zacarías! —gritó a su vez Victorio.
Su hijo abrió la mano y soltó la chaqueta de Pajarito. Victorio dijo:
—Rufino está con nosotros, ¿no lo ves? Déjalo tranquilo. ¿Qué es lo que sabes?
Rubén le puso la mano en el brazo.
—Si nos dices dónde está Rogelio, no tendríamos inconveniente en adelantarte el caballo, Pajarito. Podríamos esperar una semana para que nos devolvieras el dinero. Haríamos muchos negocios contigo.
Pajarito se adelantó en la mesa. Dijo en voz baja:
—Yo sé dónde se esconde el Rogelio.
—Espera un momento. —Loren empezó a contar con los dedos—. Marchena ha ganado las oposiciones a comisario y se ha largado. Muriel está en Galicia. Carmela, de baja. El gitano, bueno… O sea, que quedamos Pacheco, Solana y yo…, sólo tres.
—¿Y yo qué? —interrumpió Virginia.
Loren se volvió con rapidez.
—Sí, perdona. Tú también. Bueno, somos cuatro y este grupo ha sido de siete y de ocho. ¿Cómo va a ser lo mismo, Lucas? ¿En qué cabeza cabe?
—Me da lo mismo —contestó Lucas—. Quiero los informes encima de mi mesa esta tarde.
—Mira, Lucas, macho —intervino Solana—. Te estás pasando. Estamos haciendo el trabajo de ocho, no damos abasto.
Lucas dio unos pasos en dirección a Solana y éste se quedó mirándolo con atención, asombrado de la violencia contenida que se reflejaba en el rostro de Lucas.
—Quiero los informes esta tarde —habló despacio—. ¿Entendido? Los quiero sobre mi mesa. Quiero las diligencias hechas y, además, bien hechas. —Miró a los demás—. Las que has presentado al juzgado, Loren, eran una mierda. Me ha llamado Ventura y me lo ha dicho. A partir de ahora, los informes y las diligencias a los juzgados se harán bien y yo las repasaré. No volverá a ocurrir esto.
—Muy bien, jefe —contestó Loren—. Excelencia.
—Espero que lo hayáis entendido.
—Sí, lo hemos entendido —añadió Solana—. Está muy claro. ¿Tú lo has entendido, Pacheco?
—Yo entiendo algunas cosas, otras no —respondió Pacheco.
—Este grupo va a funcionar como la seda —afirmó Lucas, y caminó unos pasos por la sala, luego retrocedió—. Aunque nos falte gente, aunque nos entren diez asuntos más diarios. Quiero que lo sepáis. Y si suponéis que conmigo os vais a tumbar a verlas venir, estáis muy equivocados. Ya podéis ir pidiendo el traslado a otro sitio.
En ese momento sonó el teléfono de la mesa de Lucas. Reconoció la voz de Matilde, la nueva secretaría de Poveda. Habló con ella y colgó.
—Me llama Poveda —comunicó a sus compañeros—. Volveré enseguida.
—Sí —asintió Solana—. Nos encanta hablar contigo. Tráete el látigo cuando vuelvas.
Lucas salió y Virginia se plantó en medio de la sala.
—Pero bueno. ¿Qué le pasa a éste? ¿No era una mosquita muerta? ¿Qué le ha pasado?
—Se le ha subido el cargo a la cabeza —dijo Solana—. Eso es lo que le ha pasado a ese gilipollas.
—Y eso que solamente es jefe de grupo interino —matizó Loren—. Hay gente a la que le ponen una gorra y se cree Dios. Vaya mierda. Creo que voy a echar de menos al gitano.
—Qué manía le ha entrado con las diligencias —matizó Virginia—. ¿Era así antes?
—Era el pelota del gitano —insistió Solana—. Siempre con su trajecito, sus buenos modales. Pijo de mierda.
—Van a tener que traer a más gente —remachó Virginia—. Si no, lo tenemos jodido.
—Está asustado —dijo de pronto Pacheco—. No le llega la camisa al cuerpo. Por eso se pone como se pone. Es por eso. Tiene mucho miedo.
—¿Miedo de qué? —preguntó Loren—. ¿De qué tiene miedo?
Pacheco se encogió de hombros.
—Está asustado —insistió—. Muy asustado.
Solana metió una hoja de papel en la máquina de escribir y la ajustó.
—Nos pasamos más tiempo escribiendo que en la calle. Me cago en la mar.
Flores asomó la cabeza al cuartillo pequeño, situado en el recodo de la escalera. Habían puesto dos mesas, una de ellas con un radiotransmisor, dos sillas y un perchero. Ése era el lugar donde se asentaba el nuevo Grupo de Noche de la comisaría de Centro. Un policía atendía la radio.
—… sí, entiendo… La banda del chándal, lo pasaré al grupo… No, no tenemos ningún coche, pero lo pasaré al grupo. Sí, afirmativo.
Cerró la radio y se dirigió a Flores.
—La banda del chándal —dijo.
—¿Banda del chándal? —Flores sonrió, apoyado en la puerta—. ¿Qué es eso?
—Cuatro tíos con chándal que entran en restaurantes y asaltan a los que están allí. Desvalijan la caja, todo. Y luego se piran corriendo sin despertar sospechas. Son muy listos.
—¿Por dónde actúan? —preguntó Flores.
El policía se encogió de hombros.
—Por aquí y por allí. Llevan capuchas en el chándal, ya sabes. —Hizo el gesto de subirse una capucha—. Se las ponen y nadie sabe decir una palabra de sus caras. Es curioso.
—Cuatro, ¿eh? —dijo Flores.
—Cuatro —contestó el policía—. Van a enviar por el telefax lo que se sabe de ellos. Parece que pueden estar por aquí, por el distrito Centro. Vamos a ver si los pescamos.
—Grupo de Noche, ¿no?
—Sí… ¿No quieres ver el telefax? Ahora nos lo enviarán.
Flores se retiró de la puerta. —No —dijo—. Muchas gracias.
Ascendió las escaleras hacia el Grupo de Incidencias. Tenía que hacer todavía otras cuarenta llamadas. Una por cada uno de los detenidos que faltaban.