8

La primera vez salieron durante la noche y dieron la vuelta al cuartel, paseando, mirando las estrellas. Ella parecía feliz como una novia joven, inflando la nariz al aire dulce de la noche, tambaleándose por la debilidad, pero renacida, con una nueva luz en los ojos. Él iba a su lado de uniforme, feliz también por estar con ella, por respirar su mismo aire, por rozarla. Ella estaba ya casi restablecida, apenas si le quedaban algunas marcas en la cara y en las muñecas. Parecía su novia.

Recordaba su expresión al detenerse en la acera, entre los árboles, y contemplar los coches que pasaban ante la mole del cuartel, las lejanas radios sonando a través de las ventanas abiertas de los apartamentos. Era el ruido de la vida y ella se iba tragando todos esos ruidos, todos los rumores, todo lo que significaba estar viva, poder moverse, respirar, sentir las cosas.

La primera vez no hablaron mucho. Él era poco hablador y ella prefirió el silencio. Era sólo mirar y respirar, caminando sin alejarse del cuartel, como si ella temiese escaparse o que creyeran que se quería escapar. Luego, regresaron a los sótanos, ella, a la celda 43, y él, al dormitorio de suboficiales en el pabellón G. Cuando pasó dentro, le dijo: «Hasta mañana», y ella le sonrió.

Se fueron repitiendo los paseos. Un día él le llevó ropa nueva y ella contestó: «Gracias». Y más tarde la condujo un poco más lejos. Ella ya se apoyaba en él, la mano firme sobre su brazo, aún sin preguntarle nada sobre su familia, su nombre o su pasado. Simplemente la mano en su brazo y la expresión en sus ojos mirándolo todo, como si hubiera nacido otra vez, descubriendo las pequeñas cosas poco a poco: el césped del parque, los niños que jugaban, una discusión entre dos automovilistas, los vendedores ambulantes, un helado de vainilla.

«¿Vendrás mañana?», fue la primera vez que le habló, lo primero que le dijo. Y él asintió, ella le sonrió. «¿Cómo te llamás?» «Chaves —contestó él—, ¿y vos?» «Estrella —respondió ella—. ¿De verdad vendrás mañana?». Él volvió a asentir. ¿Cómo no se daba cuenta de que necesitaba verla como se necesitaba el aire o la comida? ¿Cómo no se daba cuenta?

Hasta que una noche regresaron a los sótanos y encontraron la celda llena de encapuchados. Seis cuerpos desnudos, tirados en el suelo, con los trapos negros en la cabeza y las manos trabadas a las piernas con cuerdas. Había hombres y mujeres, y Gálvez estaba gritando que si alguien decía una sola palabra, lo iba a matar allí mismo, carajo, partida de bolches comemierdas.

Habían estado trayéndolos desde el amanecer en camiones y en coches, y se habían suspendido los permisos y los pases de pernocta. Estaba el cuartel lleno de ruidos, de encapuchados a los que arrastraban por los pasillos, encapuchados desnudos que dejaban rastros de sangre y que eran devueltos a las celdas si aún estaban vivos y devueltos a los camiones si habían fallecido durante los interrogatorios.

Él notó el espanto de ella, el horror cuando vio su celda ocupada por gente semejante a ella, candidatos a la picana y a la muerte. Gente desnuda, sin rostro, cuyos cuerpos blanquecinos aún no habían sido destrozados a palos, mutilados con alicates y tenazas, violados de todas las maneras posibles. Esos cuerpos apenas si habían conocido el horror de la humillación.

Chaves se la llevó al boliche de Arturo, allá en la Costanera, a escucharlo cantar tangos y a cenar. Allí fue donde Arturo dijo: «Che, Chaves, vaya mina llevás, viejo», y ella entonces lo besó por primera vez. Le mordió los labios con furia, le iba diciendo: «No me llevés nunca más al cuartel, nunca más, nunca más».

Y no la llevó. Ningún juez había sido informado de la presencia de Estrella en el cuartel, tampoco hacía falta que nadie se enterara de su ausencia. Dos días después pasaron a Paraguay por el río y de allí a Brasil. En Brasil consiguió dinero con rapidez trabajando en lo que sabía hacer. Ella ya era un apéndice de él, algo suyo, como su brazo o su mano. Ninguno quería apartarse del otro. Llegaron a España un año después y Drake le dio trabajo en su agencia de detectives. Chaves se convirtió pronto en imprescindible.

Pero Estrella necesitaba dinero.

Ya era de día, aunque las nubes ocultaban el sol y parecía aún de noche a través de las ventanas del comedor de la casa de Rosell. Rosell le pellizcó las mejillas a Montse con fuerza y la atrajo hacia sí. Montse gimió de dolor y lo agarró de las muñecas para soltarse.

—¡Niega que has estado acostándote con el gitano! ¡Anda, ten cojones y niégalo!

—¡Déjame, me haces daño! ¡Me estás haciendo daño!

Rosell la soltó y ella se llevó las manos a la cara, respirando ruidosamente.

—¡Me has hecho daño, bestia! ¡Anormal!

—Cariño. —Rosell acercó la cara a la de su mujer. Ella retrocedió—. Te estoy preguntando. ¿Quieres responderme? Te he hecho una sencilla pregunta. ¿Te estás acostando con el gitano?

—¡No! —gritó.

Rosell la abofeteó.

—¡Embustera, zorra embustera! ¿A qué fuiste si no a su hotel? ¿Di? ¿A qué fuiste?

Montse se puso en pie, la silla cayó al suelo.

—¿A qué fui? ¿Quieres saber a qué fui al hotel? Fui a acostarme con él. Sí, a hacer el amor con él, porque tú no me haces el amor nunca… Tú pasas de mí. Yo…

Las lágrimas brotaron de sus ojos y Montse se tapó la cara y se volvió a sentar en la silla, llorando abiertamente. Rosell se calmó como por ensalmo. Montse continuó:

—Él… Manuel, me dijo que… No quiso hacer el amor conmigo. Y tú, tú, Ricardo, tú… —Separó las manos—. Esto se acabó, no aguanto que me pegues más, ¿lo has entendido? Voy a dejarte…, hoy mismo…, me marcho.

—Montse… —empezó Rosell.

—¡Cállate! —lo interrumpió ahora ella levantándose—. ¡Déjame hablar!

—¡Déjame hablar a mí! —gritó él—. ¡Querías ponerme los cuernos! ¡Tú misma lo has dicho!

—Me seguiste. Fuiste detrás de mí, ¿verdad? Y seguramente te quedaste en la puerta esperando… Eso es lo único que te importa, los cuernos. ¿Cuántas veces me has engañado tú?… ¿Cien veces?, ¿mil?… ¿Cuántas? ¿Es que crees que soy idiota? ¿Es que te crees que me chupo el dedo? No podemos seguir viviendo juntos más tiempo.

—Cabrón de gitano… Hijo de puta.

—¿Por qué lo insultas? ¿Crees que él ha tenido la culpa de algo? Me das asco, Ricardo… Me produces ganas de vomitar.

Rosell levantó el puño y Montse soltó un grito y se tapó la cara.

—Pégame, anda. Es lo único que sabes hacer. Pégame ahora porque va a ser la última vez que me pegues. Si me vuelves a tocar, te denuncio en el juzgado. ¿Me has oído? Voy al juzgado y te denuncio, Ricardo… Cerdo asqueroso.

El puñetazo la alcanzó en el bajo vientre. Montse dio un grito apagado y se echó hacía delante violentamente. Se tambaleó, encogida sobre sí misma, las manos apretándose el estómago. Dio unos pasos por el comedor y cayó de rodillas. Tuvo una arcada y vomitó, su rostro se había vuelto gris ceniza. Rosell se acercó para intentar ayudarla y ella lo rechazó.

—Vete —dijo con voz ronca—, vete de aquí.

—Montse…

—Vete —repitió, y tuvo otra arcada. Las lágrimas se mezclaron con los vómitos—. No me toques.

—Escucha…, escúchame, por favor. ¿Te encuentras bien? Deja que…

La agarró por los brazos y ella se desasió con furia.

—¡Te he dicho que no me toques! ¡No me toques!

—Está bien…, sí, está bien, no te tocaré, no te preocupes, Montse. No haré nada, de verdad.

Ella se puso en pie con dificultad, jadeando. Se agarró a la silla con una mano, mientras con la otra seguía apretándose el estómago. Los restos de bilis le corrían por la bata. Despacio, tambaleándose, abandonó el comedor en dirección al dormitorio. Rosell dio unos pasos tras ella.

—Montse, Montse, por favor. Montse.

Ella no contestó. Cerró la puerta del dormitorio con fuerza.

El cielo seguía gris y encapotado, fuera, en la calle. Chaves miró el reloj. Las siete cincuenta. La vivienda estaba encima de la tienda de muebles, en el primer piso. La tienda la abrían a las nueve y media. Volvió a mirar el reloj. «No debería estar tanto tiempo en la calle —pensó—. La gente suele fijarse en un hombre detenido en medio de la calle y recordar después». Metió las manos en los bolsillos de la gabardina y continuó su paseo calle arriba, hacia la boca del metro. Parecía uno más de la multitud de trabajadores y empleados que caminaban ensimismados a sus lugares de ocupación. Llegó hasta un semáforo, aguardó a tenerlo verde y cruzó de acera. Comenzó a andar en sentido contrario, caminando pegado a la pared, acercándose otra vez a la tienda de muebles.

Era capaz de estar así durante horas.

—¿Te he despertado, Pacheco? —preguntó Flores—. ¿Estabas durmiendo a estas horas?

Le llegó la voz de Pacheco.

—¡Llevo levantado desde las seis y media!

Pacheco tapó el auricular con la mano y se dirigió a su hermana:

—Es Flores desde Barcelona.

—Ya —contestó ella—. Se te va a enfriar el café.

Desde un tiempo a esta parte, su hermana estaba un poco rara, concluyó Pacheco. Volvió al teléfono.

—¿Han matado a alguien más?… ¿Eh?… No, hombre, no me lo tomo a cachondeo, todos los días sale en la prensa, todos los días. Le están dando un bombo… ¿Allí también?… Claro, lógico… ¿Qué tal Lucas?

Pacheco miró a su hermana y volvió a tapar el auricular con la mano. Mercedes comía con desgana una rebanada de pan con mantequilla. Vestía una bata de color azul desvaído.

—Lucas está muy bien —manifestó Pacheco.

—Me alegro —contestó ella.

—Oye, ¿qué te pasa? —le preguntó Pacheco—. Lo único que he dicho es que Lucas está bien.

—Sí, y yo te he dicho que me alegro. ¿Por qué no atiendes al teléfono? Le va a costar un pico la conferencia a tu jefe.

—Perdona —le dijo Pacheco a Flores—. Es mi hermana, que le manda recuerdos a Lucas… Sí, sí, claro que sí, me acuerdo mucho de Castro y de Terrón. ¿Cómo están?… Claro, jodidos, es lógico. ¿Y Rosell?… Dales recuerdos de mi parte… ¿Eh?… Espera un momento, ¿es que has perdido la memoria?… Castro había pedido el traslado a Antiatraco, claro, hombre. ¿No te acuerdas? Se pasaban el día dándole el coñazo a Galiana, pero Galiana que ni tu tía. Siempre que había necesidad de apoyo, se venía con nosotros… ¿Eh?… ¿Que te he ayudado mucho? Pues me alegro… Sí, continúo con rehabilitación, estoy de miedo, hecho un chaval.

Flores colgó el teléfono y golpeó la mesa con la mano.

—¡Imbécil! —levantó la voz—. ¡Soy un imbécil!

Salió de la habitación y corrió por el pasillo enmoquetado del hotel. La puerta de la habitación de Lucas estaba al lado de las escaleras. La golpeó con fuerza.

—¡Lucas! —llamó—. ¡Lucas!

Volvió a golpearla. La puerta de enfrente se abrió y Carmela se asomó, terminándose de vestir.

—¿Dónde está el fuego, jefe?

—¿No está Lucas? ¿Dónde está?

—No lo he visto desde anoche. Dijo que se iba al cine y yo me vine al hotel. ¿Qué pasa? ¿No ha venido a dormir? —Carmela sonrió—. Vaya, Lucas ha ligado otra vez, no me lo puedo creer.

—¿Ya estás lista? —preguntó Flores—. ¿Te falta algo?

—¿Que si me falta algo? ¿Estás de broma? Me falta todo, jefe, todo.

—Venga, Carmela, me refiero a si tienes que coger algo más. ¿Has desayunado?

—No. Y podemos desayunar juntos en el comedor. ¿Qué te parece?

—Vamos, ahí esperaremos a Lucas.

Bajaron al comedor y ocuparon una mesa frente a la ventana. Más de la mitad de las mesas estaban vacías.

—Bueno —empezó Carmela—, cuéntame de una vez lo que te ha pasado.

—Castro estuvo en Antiatraco. —Flores vio la expresión de sorpresa de Carmela—. No exactamente en Antiatraco, sino colaborando en servicios de apoyo. Quería pertenecer a nuestro grupo, pero Galiana nunca quiso. —Flores se encogió de hombros. Tenía una chispa de excitación en los ojos—. Se me había olvidado, me lo ha recordado Pacheco.

—¡Bien! —gritó Carmela, y dos ejecutivos de una de las mesas se volvieron para contemplarla. Carmela bajó la voz—: Ése es el punto de unión: Antiatraco, el supergrupo Antiatraco del comisario Galiana. Ahí es donde hay que investigar.

—Iremos ahora mismo a repasar todos los servicios en donde estuvieron Castro y Terrón. De ahí tendrá que salir algo.

Lucas entró en el comedor y se dirigió a la mesa donde se encontraban Carmela y Flores. Carmela lo saludó dándole palmaditas en el brazo. Lucas iba sin afeitar, los ojos enrojecidos y la corbata y la camisa arrugadas. Sonrió con timidez.

—Buenos días.

—Crápula —le dijo Carmela—. Para que te fíes de las mosquitas muertas. Ligando como un loco. Mira qué pinta trae, Manuel.

—Me ducho y bajo enseguida —contestó Lucas, y miró el reloj—. De todas formas es una tontería ir a Jefatura antes de las nueve y media.

—Con quién has estado, ¿eh? ¿Con un batallón de coristas? —Carmela sonrió—. Te han dejado hecho pedazos.

—Deja de decir bobadas, Carmela —le contestó Lucas.

—Hay novedades —dijo Flores—. Y muy importantes. Venga, dúchate, que te esperamos aquí. Date prisa.

Chaves reconoció a Rosell. Lo vio cruzar la calle, mirando de izquierda a derecha, sin respetar el semáforo, rumbo al bar que estaba enfrente. Desapareció en su interior. Consultó la hora. Ocho treinta. No era probable que volviera a su casa, pero podía suceder. Decidió esperar a que saliera del bar y se encaminara a Jefatura. Esperar un poco más no le importaba. Había estado esperando ocho largos años, día tras día, noche tras noche. Ya estaba acostumbrado a esperar.

Rosell salió del bar a las ocho cincuenta y se dirigió hacia la boca del metro. Chaves levantó la cabeza en dirección a las ventanas del primer piso, sobre los rótulos de la tienda de muebles, y cruzó la calle. El portero era un hombrecito con gafas que barría la puerta. Chaves se dirigió a él con desenvoltura.

—Soy de Jefatura —le dijo—. Voy al primero. El señor Rosell se ha dejado unos documentos en su casa. Me está esperando ahí. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a la calle.

El portero dejó de barrer y se ajustó las gafitas.

—Primero B —le contestó.

—Gracias —dijo Chaves.

Comenzó a subir las escaleras. Un escalón, después otro. El portero lo observaba desde el descansillo de la portería. Él continuó despacio, el rostro vuelto hacia la pared, la mano en la barandilla. Veía al portero abajo, la cabeza levantada hacia él. Al llegar al primer piso, el portero desapareció.

—¿Sabe usted lo que significa ser el jefe superior de Policía, inspector Flores? —El comisario Marín no parecía tener buen aspecto aquella mañana. Su cuerpo robusto y pequeño despedía un aire de amenaza—. ¿Lo sabe?

En su despacho del primer piso de Via Laietana se encontraban el comisario jefe de la Brigada de Policía Judicial, Valcárcel; su segundo, De Tomás; Rosell y Flores. El aire era tenso como en el interior de un ascensor cargado de gente. Flores no contestó. Marín prosiguió.

—Que mando en esta región policial, inspector. Que soy responsable de todo lo que ocurre aquí.

Los hombres, silenciosos y taciturnos, observaban la gran mesa barroca de madera pulida tras la que se sentaba Marín.

—Aquí cada uno está haciendo lo que le da la gana. Terrón está investigando por su cuenta con todos sus hombres de la comisaría de Tarragona; Castro ha creado una brigadilla de los municipales de Badalona y anda interrogando a pistoleros y hampones —enumeró con los dedos—; Castro, que hace veinte años que no pisa la calle. Y usted va también a su aire, inspector Flores. —Miró a Rosell—. Ha demostrado una incompetencia inaudita…

Rosell comenzó a hablar.

—Perdone, pero…

—¡Cállese! —gritó Marín—. Todavía no he terminado. ¿Puede dejarme continuar? —Rosell se movió inquieto. Se pasó una mano por la boca—. Le estaba intentando explicar al inspector Flores la razón por la que voy a prescindir de sus servicios. Y usted, inspector Rosell —lo miró fijamente—, dejará inmediatamente el mando de esta operación y se pondrá bajo las órdenes del comisario De Tomás, él va a coordinar todo este asunto. ¿Me he explicado con claridad? Hasta ahora esto parecía una feria. Media jefatura dedicada a estos terribles asesinatos y cada uno haciendo el trabajo por su cuenta. Y la Policía trabaja en equipo, señores. No creo que haga falta que lo diga más veces. No hace falta tanta gente, con menos, pero más coordinada, tengo suficiente. ¿De acuerdo?

Rosell intervino otra vez.

—¿Ha tenido queja de mí? —Rosell se señaló con el dedo—. Creo que he hecho mi trabajo como tenía que hacerlo.

—Rosell —le dijo Valcárcel—, no es nada personal, me parece a mí. El jefe superior creo que lo ha dicho con toda claridad. Esto es un cachondeo, se han repetido los informes, se ha ido varias veces a los mismos sitios… No es dudar de tu profesionalidad, Rosell…

—¡Pero yo soy el jefe del Grupo de Homicidios y…!

—Usted es el jefe del Grupo de Homicidios hasta que yo lo diga, Rosell. Si no ha entendido lo que le he estado diciendo, no es culpa mía.

—Presentaré la dimisión.

—No se la acepto.

El comisario De Tomás hablaba poco. Su vozarrón inundó el despacho de ecos.

—Si no reconoces que esto ha sido un cachondeo, es que no eres tan listo, Rosell —dijo—. Y es una gilipollez que presentes la dimisión.

Marín observó a Flores.

—Y usted ¿no tiene nada que decir, inspector Flores?

—Muy poco —contestó Flores—. Básicamente estoy de acuerdo con lo que ha expuesto. No hace falta tanta gente para llevar a cabo una investigación. Con más coordinación se ganaría en eficacia, pero, sin embargo…

—Siempre has sido un pelota, Flores —le dijo Rosell.

Se hizo el silencio en el despacho. Duró unos segundos. Flores lo rompió.

—¿Puedo continuar? —El jefe superior asintió—. En eso comparto su sentir, jefe superior, sin embargo no estoy de acuerdo en la destitución de Rosell. Conozco a Rosell desde hace más de diez años y es un policía excelente. A mi juicio ha llevado las investigaciones de forma admirable, desbrozando el camino de lo accesorio y centrando cada vez más el asunto. Si me permite, le diré que esta mañana, cada uno por nuestro lado, hemos llegado a una conclusión que puede centrar enormemente el asunto, me refiero a…

El jefe superior lo detuvo con un gesto de la mano.

—Las investigaciones las llevará el comisario De Tomás con cuatro hombres elegidos personalmente por él y nada más. Me temo que usted y su gente de la Brigada Central tendrán que volver a Madrid. —Marín se puso en pie de golpe. Como siempre, su robusto y pequeño cuerpo parecía dominar la reunión—. ¿Alguna otra cosa, señores?

Montse abrió la puerta.

—¿Ha dicho usted de parte de Rosell? ¿De mi marido?

—Se ha olvidado unos documentos, señora. Y los necesita en jefatura.

—¿Documentos? ¿Qué documentos?

—No lo sé. Sólo me ha dicho documentos.

Metió la mano en el bolsillo de la gabardina y sacó la pistola con silenciador.

—Joder, qué putada —dijo Carmela—. Siempre pasa lo mismo, te emocionas con un asunto y cuando más colgada estás de él, ¡plaf!… Te joden y a casa. No hay derecho.

—En el fondo Marín tiene razón —manifestó Lucas—. Esto es un cachondeo. Pero hasta cierto punto es normal, matan a las mujeres de unos compañeros y todo el mundo se vuelca. Y, claro, hay follón.

—Marín debe de estar muy presionado por los de arriba —dijo Flores, y señaló la portada del periódico que sostenía en la mano—. ¿Habéis visto? Es que dan caña todos los días, todos.

Se encontraban en La Casona, frente a la Jefatura. A esa hora de la mañana se hallaba medio vacía.

—Entonces, a Madrid —dijo Carmela, y suspiró—. Con lo que me gusta Barcelona… Todo eso que dicen de que está muerta y que en Madrid hay más vida nocturna, tonterías. —Le dio un codazo a Lucas—. ¿Eh, Lucas? ¿Qué dices?

—La verdad es que por un lado tengo ganas de volver a Madrid, pero por otro… Hacía mucho tiempo que no teníamos un caso tan bonito, Manuel.

—Bonito —dijo Flores—. Me parece que ésa no es la palabra exacta, Lucas.

—Hombre, quiero decir interesante.

—Eres un morboso, Lucas —dijo Carmela.