6
La mujer tenía unos cincuenta años y era regordeta, bajita, de cabellos grises recogidos en un moño. Vestía un camisón rosa corto, que mostraba su ropa interior y unos muslos blancos. Estaba tendida en el suelo del dormitorio a los pies de la cama. Su rostro desencajado y pálido, muy frío al tacto, tenía el aspecto inconfundible que poseen los muertos. Entre las dos cejas negras y pobladas alguien le había hecho un feo agujero de rebordes escarlatas. Probablemente con una bala de gran calibre que le había astillado los huesos del cráneo. Debajo de los agujeros de la nariz había dos hilillos de sangre coagulada y seca. Los ojos abiertos no miraban a ninguna parte. La cama, a cuyos pies había caído, estaba deshecha, lo que indicaba que presumiblemente la mujer había sido sorprendida por la muerte un momento después de haberse acostado, entre las doce y las doce y media de la noche.
—Te lo diré exactamente cuando le haga la autopsia —le dijo el forense al comisario Valcárcel, jefe de la Brigada de la Policía Judicial—. Pero no puede oscilar fuera de ese margen.
Valcárcel asintió. El forense era un muchacho de no más de treinta y cinco años, con gafas y aspecto de saber lo que se hacía. Acababa de ganar las oposiciones a forense del juzgado y estaba orgulloso de su profesión.
La mujer se llamaba María Fernanda González Muñoz, viuda del comisario Ocaña, muerto hacía un año en un desgraciado accidente de automóvil en Granada, donde estaba destinado. La viuda se había trasladado a Barcelona, donde vivía su única hija, casada con un ingeniero industrial que trabajaba en una empresa de Mataró dedicada a las reparaciones eléctricas. La pareja había salido al cine a ver Rambo IV y después a tomar unas copas con unos amigos. Al volver a casa a las tres de la madrugada vieron encendida la luz del cuarto que ocupaba la madre. La hija tuvo un ataque histérico y fue el ingeniero industrial quien llamó a la Policía. Ahora estaba en el salón explicándole una y otra vez a Rosell lo que había visto. Flores estaba en el dormitorio escuchando lo que decía el forense.
—No hay malos tratos ni señales de lucha —siguió diciendo éste—. Ni tampoco parece haber habido violación.
La Policía sabía ya que el asesino había entrado por la ventana del salón que daba al jardincillo particular que correspondía a cada chalé adosado. Había saltado dentro y había sorprendido a María Fernanda en la cama. Lo que no estaba claro era por qué no le había disparado inmediatamente. La posición del cuerpo sugería que el asesino y la mujer habían tenido un rato de charla, no mucho, pero sí un intercambio de palabras. A no ser, claro está, que la mujer hubiera oído los ruidos de la ventana y se hubiera levantado de la cama para investigar justo en el momento en que el asesino abría la puerta del dormitorio y le disparaba.
La bala había seguido una trayectoria de arriba abajo, atravesando la cabeza y la cama para terminar alojada en la pared. La bala, aplastada de forma inverosímil, ya había sido arrancada de la pared, metida en una bolsita de plástico y enviada al laboratorio balístico de la Jefatura. El tamaño y la forma sugerían un gran calibre, pero sobre eso no se podía estar seguro hasta hallar el casquillo. Y allí no se había encontrado ningún casquillo.
—A menos de cinco metros, el impacto del plomo, a cuatrocientos treinta metros por segundo, revienta la cabeza —continuaba el forense, y señaló con un bolígrafo el cuero cabelludo de María Fernanda—. Está completamente astillado, con orificio de entrada y salida, vedlo aquí y aquí. Yo sugiero que el asesino ha disparado a más de cinco metros. Es decir, desde la puerta.
Se puso en pie y avanzó hacia la puerta, se volvió y levantó la mano derecha.
—¡Bang! —dijo—. Entre las cejas. Un hombre de alrededor de un metro ochenta.
—Coincide con la declaración de la testigo —contestó Valcárcel—. El hombre de la gabardina.
El forense se encogió de hombros. Ésa no era tarea suya, lo suyo era explicar la causa y el momento de la muerte. Los motivos y el culpable eran cosa de la Policía.
Flores caminó hacia la puerta del dormitorio, mientras el forense seguía explicándole cosas al jefe de la brigada. Salió a lo que parecía ser el salón comedor, invadido por hombres del laboratorio que espolvoreaban las ventanas y todas las superficies susceptibles de haber sido tocadas por el asesino. Flores buscó con la mirada a Carmela. Rosell continuaba con el yerno de María Fernanda, que hablaba, muy afectado, sentado en el sofá. Era un hombre joven, de menos de treinta años, moreno y con aspecto de atleta.
Entró a la cocina. Carmela hablaba con la vecina del chalé anejo, una mujer de unos cuarenta años, muy maquillada y con el cabello tintado de rubio. Ya sabía que se llamaba Gloria y que regentaba una peluquería de señoras cerca de la urbanización de chalés adosados. Con Carmela estaba el policía de barbas que los había recibido en el despacho de Rosell. La testigo se retorcía las manos y se mordía constantemente los labios.
—Me parece imposible…, no puede ser… Ella, Fernanda. ¡Oh! —Se tapó la cara con las manos—. Mañana, hoy iba a ir a mi peluquería, quería…, quería que le cambiasen el peinado, que se lo hiciesen más moderno. ¿Entienden? Yo le había sugerido una cosa más ligera, más…
Comenzó a llorar. Carmela le acarició la cara con dulzura.
—Cálmese, Gloria, cálmese, por favor. Vuélvanos a decir lo que vio. Trate de recordar.
Carmela accionó un pequeño magnetófono que ocultaba en la mano.
—No vi nada, nada.
—El hombre de la gabardina —dijo Carmela.
—Pues eso…
—Lo vio usted salir del jardín, ¿no es así?, y pasó por delante de su ventana. Trate de recordar. Hay faroles en la calle.
«Bien —pensó Flores—. Muy bien, Carmela».
—Yo es que no puedo dormir, ¿sabe usted, señorita? Me paso las noches en vela, pensando… Me vienen los pensamientos como a caballo, uno detrás de otro… y… y pues algunas veces me pongo a mirar por la ventana, ¿no?
«Una cotilla, estupendo», pensó Flores.
—¿Lo vio entrar, doña Gloría? Piense un poco. Dijo usted que lo vio salir. ¿No recuerda haberlo visto entrar?
—No, salir…, sólo salir… ¡Ay, Dios mío, un asesino ahí en la calle y yo sola en mi casa, al lado! —gimió—. ¡Yo sola al lado!
—¿A las doce y media? ¿Lo vio salir a las doce y media? —insistió Carmela—. ¿Por qué está tan segura de la hora?
El policía de las barbas intervino. Estaba notablemente nervioso.
—Oiga, señora, precise un poco en sus contestaciones. Usted vio salir al hombre de la gabardina. Habrá visto algo, ¿no? Digo yo, ¿no? ¿Era alto, bajito, tenía chepa? Le estamos preguntando, señora, deje ya de gimotear. Esto es muy serio, señora. Es un asesinato.
—Carmela —llamó Flores.
Carmela apagó el magnetófono y se volvió. Flores le hizo un gesto con la cabeza. Caminó hacia la puerta de la cocina. Carmela fue detrás. La peluquera lloraba a gritos.
—Deja que la interrogue él —dijo Flores—. Ya volveremos a ella si no nos gusta lo que le ha sacado. Ahora tenemos otras cosas que hacer. Ve a buscar a Lucas, vamos a Jefatura a leernos de una puñetera vez las diligencias de los asesinatos anteriores, las pruebas balísticas, los informes forenses, interrogatorios de testigos… Todo. Hasta que sepamos de qué va esto, no podemos hacer nada.
—Ya van tres, Manuel —contestó Carmela.
—Sí —dijo Flores—. Y Ocaña estaba con nosotros en Antiatraco.
Atravesaron el salón. Rosell estaba dando voces.
—¡Esto no es el circo, coño! ¡No quiero aquí a nadie que no sea de Jefatura! ¡Todo el mundo a la puta calle! —Se dirigió a un sargento uniformado—: ¡Eche a todo dios, no quiero ver a nadie! ¡Y forme un cordón como Dios manda en la calle!
—De acuerdo —contestó el sargento.
—Y no deje pasar a la prensa. No quiero ver a ningún periodista. Y menos a televisión. ¿Está claro?
El sargento comenzó a echar a la gente, secundado por dos policías de uniforme más. Rosell vio a Flores y se acercó a él.
—Flores, mira qué bien. Me vas a echar una mano. —Rosell señaló la puerta—. Van a empezar a peinar la zona, preguntando casa por casa. Alguien tiene que haber visto a ese cabrón de la gabardina. Iros tú y tu gente con ellos, cuantos más seáis, mejor. Tendremos esta tarde una reunión en mi despacho. A las cinco.
Flores no contestó. Observó fijamente a Rosell. Tenía el rostro hinchado y enrojecido, con bolsas bajo los ojos. Respiraba ruidosamente.
—No —contestó Flores—. Nos vamos a Jefatura, Ricardo. A mirar las diligencias. Me da la sensación de que estamos aquí de turistas. No tenemos ni idea de lo que se está cociendo.
Lucas se acercó despacio con un cuadernito en las manos. Lo cerró y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Rosell movió los labios como si fuera a explotar.
—¿Cómo? ¿Qué estás diciendo?
—Lo que has oído. Primero vamos a enterarnos de por dónde van los tiros. Después coordinaremos el trabajo contigo.
—Aguarda un momento, gitano…
—No vuelvas a llamarme gitano, Ricardo. Hasta ahora no hemos hecho otra cosa que comer soufflé de vainilla.
Flores, seguido de Carmela y Lucas, caminó hacia la puerta. Rosell lo alcanzó y lo cogió del brazo.
—¿Qué te ocurre? ¿Por qué me haces esto?
—¿Todavía no te has dado cuenta?
—¿De qué?
—La prohibición de que viéramos las diligencias, la cena…
Nos estás marginando, Rosell. —Flores se soltó de un tirón y continuó hacia la puerta. Antes de salir, se volvió y dijo—: Y no vuelvas a llamarme gitano. Sabes que no me gusta.
Los tres se marcharon y Rosell se quedó inmóvil, con la estupefacción pintada en la cara. Murmuró:
—Con las ganas que tenía de verte, gitano.
A las cuatro de la tarde terminaron de comer en el restaurante del hotel. Lucas se había excusado y había subido a su habitación. Flores fumaba con la mirada perdida y los pensamientos en otro lugar. El restaurante se había ido vaciando de clientes hasta convertirse en un local vacío y sosegado. Habían leído todos los informes, diligencias, interrogatorios a sospechosos e inspecciones oculares de los dos asesinatos anteriores. Del último, tenían una visión más cercana y directa. Tanto Flores como Carmela y Lucas habían tomado notas particulares y las habían cotejado, repasado y corregido antes de comer.
Durante la comida, por decisión de Carmela, no se habló de los asesinatos. Fue una comida un poco triste. De pronto, Flores dijo:
—Un asesino loco que mata a mujeres de policías, descartado.
Carmela apartaba miguitas de pan de la mesa. Levantó la cabeza.
—Terrorista, también descartado —dijo a su vez Carmela.
—No del todo —manifestó Flores—. Pero eso nos da lo mismo. La Brigada Antiterrorista ya está investigando, no es asunto nuestro. Lo que me mosquea… —Flores se detuvo.
—¿Qué?
—Que no haya un nexo.
—¿Cuál es el motivo? ¿Alguien que se está vengando, un perturbado tomándose la justicia por su mano? ¿Por qué? —Carmela abrió el bolso, sacó el cuaderno de tapas negras y pasó las hojas—. Tengo un retrato robot del asesino. ¿Te lo leo?
—Venga —dijo Flores—. Vamos a pedir más café. —Llamó al camarero, que acudió de inmediato—. Suéltalo.
Carmela empezó:
—Es un hombre de un metro ochenta de estatura, centímetro más o centímetro menos, pelo negro, peinado hacia atrás, y que viste una gabardina. Un magnífico tirador, probablemente un profesional…
—Sí, sigue.
—… que está cumpliendo una venganza, mata por odio, haciendo el mayor daño posible, donde más duele, mata mujeres como un violador emplea su pene y su violencia, humillando, insultando… —Carmela miró a Flores—. Es un sujeto que al mismo tiempo odia y ama a las mujeres.
Flores se quedó pensativo.
—Volvemos al loco.
—Sí, pero ese loco tiene un plan.
—Si pudiera acordarme… —Flores se apartó de la mesa y el camarero dejó las dos tazas de café—. Pero éramos quince entonces en el Grupo Antiatraco… Rosell llevaba un subgrupo. —Flores sonrió—. Galiana los llamaba unidades operativas…, estábamos Marchena, Durán, Pacheco, Terrón y yo, y Rosell, que nos mandaba.
—¿Y Ocaña?
—Era el segundo de Galiana. Un hombre muy serio, puntilloso. —Flores cambió de conversación—. Si no fuera por el asesinato de la mujer de Castro, que no tenía nada que ver con Antiatraco, la cosa tendría cierto sentido. Tendríamos a un loco que mata a las mujeres de los policías de Antiatraco.
—Estaríamos igual. ¿Tú crees que el asesino tiene la intención de matar a quince mujeres?
—Éramos quince cuando yo estuve, al principio, pero hubo momentos en que éramos catorce, y hasta trece… Cuando yo me fui destinado a Estupefacientes, aumentaron a diecisiete. Ahora creo que son veintidós. No, por ahí no podemos buscar. —Flores suspiró.
—Lo único que tenemos es un psicópata alto, que suele usar una gabardina, de pelo negro y que odia a las mujeres de los policías… y es un buen tirador. —Carmela sonrió—. Podrías ser tú, Manuel. Tú odias a las mujeres.
La reunión prevista para las cinco de la tarde en el despacho de Rosell se aplazó hasta el día siguiente por la mañana. Cinco inspectores más se habían añadido al equipo que investigaba los asesinatos. Los policías eran ya veinticinco, sin contar a los hombres de la Brigada Antiterrorista, que actuaban por su cuenta.
Flores se extrañó al ver las dependencias de la Brigada de la Policía Judicial invadidas por periodistas que entraban y salían de los despachos saludando a la gente. Eso en Madrid era impensable. Estuvo buscando a Rosell, pero no lo encontró, de modo que con Carmela y Lucas subió al primer piso, donde se encontraba el archivo, se sentaron ante unas mesas polvorientas y comenzaron a cotejar los libros de incidencias, buscando todos los casos en que hubieran actuado Terrón, Ocaña y Castro.
Buscaban el nexo que unía los crímenes.
A las once de la noche, Flores empujó la puerta de su habitación del hotel y pasó dentro. Encendió la luz. Montse estaba sentada en la cama con un vestido gris de lanilla y zapatos negros de tacón con tirillas. Sonreía. Flores no.
—¿Qué haces aquí, Montse? ¿Cómo has podido pasar?
—Me cansé de esperarte en la cafetería y dije en recepción que era tu mujer, recién llegada y con ganas de darte una sorpresa. Fueron comprensivos.
—Estás loca.
—No he querido trastearte en el minibar, pero necesito una copa.
Flores abrió la nevera y observó las botellitas en miniatura.
—¿Qué quieres?
—Whisky con agua, por favor —respondió ella.
Flores sacó dos botellitas y preparó dos vasos. Le tendió uno y los dos bebieron en silencio.
—Pensé que dormirías con esa chica policía —dijo ella de pronto.
—¿Carmela? Estás mal de la cabeza, Montse.
—Está loca por ti. Eso una mujer lo sabe. Y es muy guapa… Y muy joven. —Sonrió. No era una sonrisa alegre—. No tendría nada de raro.
—¿Y Rosell?
—¿Rosell? No lo llames Rosell y él tampoco te llamará gitano. ¿Por qué no lo llamas Ricardo? Antes lo llamabas Ricardo.
—Está bien. ¿Y Ricardo?
—Ricardo es un cerdo.
—Montse…
—Cállate… No me lo hagas más difícil. —Ella lo miró con sus grandes ojos negros, que parecían no parpadear—. Ricardo no tiene nada que ver con el Ricardo de entonces. Entonces era… simpático, alegre…, y mira en lo que se ha convertido ahora. En un cerdo asqueroso. No siento nada por él, Manuel. Sí, miento…, me da asco. Eso es. Asco. Hace un año que no hacemos el amor. Yo no quiero.
Ella bebió. No se había movido de la cama. Flores se apoyó en uno de esos muebles inútiles que hay siempre en las habitaciones de los hoteles y aguardó.
—¿Dónde está esa chica policía, Carmela?
—Se ha ido con Lucas a pasear por las Ramblas.
Más silencio.
—Manuel —dijo ella—, una noche me hiciste el amor. Fue… Duró hasta el amanecer. Entonces…
—Yo no conocía aún a Julia ni tú tampoco a Rosell…, a Ricardo.
—¿Te acuerdas del hotel?
—Hotel Oriente, habitación 121 —contestó Flores rápidamente—. Pero ha pasado mucho tiempo, Montse. Éramos dos chavales.
Ella sonrió otra vez.
—No sé qué hacer con mi vida —continuó ella—. Estoy desesperada. Pasan los días, uno detrás de otro… Se me va la vida sin sentirla, se me escapa de las manos, Manuel. Es horrible, no sabes el tormento que significa vivir con Ricardo. Es grosero, basto, carece de… —Se encogió de hombros—. Me engaña con todo lo que lleve faldas. Me engaña continuamente.
—Y tú has decidido darle una lección.
Ella se puso en pie. Una mujer que empezaba a engordar, de pecho ampuloso, caderas anchas, ojos brillantes.
—No —añadió él—. No, por favor, Montse.
—¿Por qué? —contestó ella con la voz ligeramente ronca.
—No lo sé bien, Montse. Pero sé que no. Ya no tengo veinte años, tengo treinta y cinco, Y tú tampoco.
—Tres menos que yo. Pronto tendré cuarenta y…
—Habla con Ricardo, sepárate de él. Haz cualquier cosa.
—Necesito que alguien me quiera, Manuel.
—Los dos estaríamos peor, después.
—Después. —Volvió a sonreír—. ¿Quién piensa en el después?
—Márchate, por favor.
Montse se volvió y cogió el bolso, que se encontraba sobre la cama. Un bolso negro, de piel. Como si hubiera salido a una fiesta.
—Ni siquiera valgo para puta, ¿verdad?
Flores no la acompañó a la puerta.