31
La luz lechosa del amanecer le dio a Marchena en el rostro. Estaba sentado frente a la ventana, inmóvil y pensativo, sin escuchar los ruidos incesantes del tráfico en la calle. Después se movió hacia la derecha, evitando el reflejo del sol en los ojos. Marchena vivía en un barrio de la periferia de Madrid, en una casa de tres habitaciones de un edificio de siete pisos todos iguales al suyo. Tenía un balcón que daba a la calle y dos ventanas a un patio interior. Su casa se hallaba en el primer piso, casi a la altura de la acera. Apenas si tenía muebles. Vivía solo.
Estaba pensativo, acariciando una carpeta marrón del Grupo de Homicidios, dentro de la cual se encontraba el expediente de la muerte del Sacristán. Se había levantado esa mañana mucho antes de lo que tenía por costumbre, después de haber pasado una larga noche en duermevela.
Ésa era la forma que tenía Marchena de demostrar la alegría. Una profunda y salvaje alegría que lo invadía como si se hubiera tragado hormigas y le bullesen por dentro. Probablemente aquél era el día más feliz de su vida. La tarde anterior, un miembro del tribunal examinador le había comunicado extraoficialmente que había aprobado con alta calificación el último examen de la oposición a comisario.
Los resultados de la oposición aún tardarían una semana en hacerse públicos, y un mes en salir en el boletín interno de la Policía, momento en que se convertiría oficialmente en comisario del Cuerpo Nacional de Policía. A partir de entonces, su vida sería otra cosa. Ya no sería Marchena, sino el comisario Marchena. Los altos jefes lo tratarían como a un igual y los demás, con respeto y deferencia. Comisario Marchena: sonaba bien su nombre unido al cargo. Ya era comisario.
Se estiró frente al balcón y volvió a acariciar la rugosa tapa marrón del expediente. Allí estaba también el final del gitano, la puntilla que acabaría con su carrera como policía. El gitano estaba en sus manos. ¿Por qué dudaba tanto? ¿Por qué tenía que pensar una y otra vez en el paso que iba a dar? ¿Es que el gitano no había falsificado un documento interno de la Policía? La respuesta era afirmativa. El gitano lo había hecho, de eso no había dudas. Lo había hecho y tenía que pagarlo. Los demás, el resto de los mortales, pagaban sus faltas, las pagaban con creces y, sin embargo, el gitano parecía escabullirse siempre de las suyas. Tenía una extraña habilidad: la de zafarse de la penitencia, del dolor y de la humillación.
Y eso no era justo.
El gitano no debería ser diferente de los demás hombres. Quien hace algo lo debe pagar. Como lo pagaban los que estaban en la cárcel o como lo había pagado él mismo, Marchena. Si lo hacía él, también debería hacerlo el gitano.
Once años atrás, cuando Flores y él eran dos jóvenes policías adscritos al Grupo Antiatraco de Barcelona, realizaron un servicio juntos en un hotel de la ciudad, donde se hospedaba Tito Reyes, el atracador de bancos chileno. En el vestíbulo del hotel había mucha gente. Hombres que charlaban, mujeres hermosas y conserjes que iban y venían. Y allí estaba Reyes con su rostro chato y brutal. Flores fue el encargado de acercarse y detenerlo. Él lo cubriría situándose unos tres o cuatro metros por detrás. Había que tener cuidado. Reyes era un hombre violento y agresivo.
Recordaba la escena como si se hubiera producido el día anterior, Flores se acercó a un Reyes sonriente. Cuando estuvo frente a él, le susurró:
—Policía, Reyes… Quedas detenido, y no hagas tonterías.
El pistolero chileno reaccionó sacando un revólver del bolsillo de la chaqueta y apuntando a Flores. Marchena lo vio perfectamente desde donde se encontraba. Lo vio como en cámara lenta. Vio que introducía la mano en el bolsillo y la sacaba empuñando un revólver. Vio el revólver apuntando al corazón de su compañero. El dedo curvándose sobre el gatillo. Y él no reaccionó. Fue incapaz de sacar su arma, disparar a Reyes y matarlo. Fue incapaz de hacer cualquier cosa que no fuera mirar y recordar de nuevo, otra vez, una vieja escena de cuando tenía quince años y su padre limpiaba una de sus pistolas en el garaje de la casa.
Su padre silbaba una cancioncilla, absorto en su trabajo, y apenas si le dirigió a su hijo una mirada distraída. Y él, Marchena, tuvo grabada para el resto de su vida la presencia de la escopeta de caza sobre la mesa, apuntando directamente al corazón de su padre. Y cómo lo odiaba. Cómo detestaba que hiciera llorar a su madre, que faltara de casa cuando quisiera, que fuera con otras mujeres, que pegara a su madre. Cómo lo odiaba.
Y allí, once años atrás, en el vestíbulo de un hotel de Barcelona, se quedó paralizado de terror ante la posibilidad de disparar a otro hombre y matarlo. Se quedó rígido y sin reaccionar y pudo ver cómo el pistolero chileno le disparaba de lleno a Flores a una distancia de menos de un metro.
Pero los fulminantes de las balas estaban en mal estado. Explotaron en secos estampidos, y la explosión no se comunicó con la pólvora del cartucho y ésta no impulsó la bala de plomo. Marchena recuerda a Flores dando un grito y arrojándose sobre Reyes y derribándolo al suelo, cuando él aún continuaba con los brazos a lo largo del cuerpo intentando controlar el temblor que lo invadía.
Aquello no fue lo peor. Lo peor llegó después, cuando Flores se le encaró, obligándolo a que explicara su actitud, y él lloró de vergüenza y humillación, pidiéndole perdón, suplicándole que no informara al jefe del grupo. Flores lo perdonó. No informó a Rosell, ni volvió a hablar nunca más de aquello. Lo único que hizo fue no volver a salir con él a ningún servicio. Y él tuvo que vivir el resto de su vida con aquella culpa, sumada a las anteriores.
—Es peligroso espiar, señor Flores. Estamos en guerra.
—Yo soy policía, no tengo nada que ver con esa guerra —contestó Flores.
—¿Qué busca en el yate Yamina, señor Flores?
—Usted sabe lo que busco. Lo sabe perfectamente. No juegue conmigo, no se lo voy a permitir.
En sus cortas estancias en España, Ahmed había visto a algunos españoles con las facciones de los hombres de su tierra. Sin embargo, cuando vio a Flores, no tuvo más remedio que disimular un gesto de extrañeza y curiosidad. Aquel hombre podía pasar perfectamente por un farsi de pura cepa. Parecía uno de esos soldados antiguos esculpidos en los bajorrelieves de Babilonia.
—Esto no me parece un juego. Además, a mí no me gusta jugar, señor Flores. Va a tener que demostrarme que no es usted un espía.
Flores avanzó por el cuarto hasta enfrentarse al asistente del coronel Khalid. Éste no se movió.
—Usted responderá por haber golpeado y secuestrado a un policía. No sé quién es usted, pero no soy yo quien tiene que demostrar nada.
—Usted está a sueldo del Mossad. Es usted un perro pagado por los sionistas.
—Déjese de tonterías. Acabemos esto de una vez. Estamos detrás de Sousa, que es un traficante de heroína. Y Sousa vive en el yate. Entréguenos a Sousa.
—¿Heroína? Yo soy un soldado, señor Flores, no un traficante. Hasta que no sepamos quién es usted, se quedará aquí. —El árabe sonrió—. Quizá no sepa nunca lo cerca que ha estado de morir. En el fondo es usted un hombre de suerte. ¡Rashid! —gritó.
La puerta se abrió al instante y el camarero palestino entró en la habitación.
—Satisfaga cualquier deseo del señor Flores, excepto el de salir de aquí, naturalmente. Más le vale ser un policía de verdad, señor Flores. Me encantaría matarlo, créame.
Carmela despertó con la sensación de que alguien la estaba llamando desesperadamente. Se incorporó en la cama con la cabeza abotargada por la falta de sueño y aguzó el oído. La estaban llamando, sin duda. Estaban gritando su nombre. Saltó de la cama, se ciñó el albornoz que ponía a su disposición el hotel y descorrió las cortinas de la terraza. Ya había amanecido y el cielo, azul oscuro, tenía la calidad de una postal coloreada. Reconoció la voz de Solana. Se asomó a la terraza. Solana la llamaba a gritos empuñando una botella y encaramado al puentecillo que traspasaba la enorme piscina en forma de riñón.
—¡Carmela! ¡Carmelilla! —estaba gritando.
Cuando la vio en la terraza, agitó la mano. Carmela sintió de pronto una enorme ternura por su compañero. Como si fuera un hermano querido con el que hubiera hecho travesuras en la infancia.
—¡Robert Redford! —le gritó—. ¿Estás borracho?
—¡Sí! —contestó Solana—. ¡Borracho y rico!
—¿Eh? —Carmela se adelantó en la barandilla.
—¡Trescientos papeles! —chilló, y bailó un torpe zapateado en el puentecillo. El cuidador de la piscina, con uniforme blanco, inmaculado, pasaba una aspiradora con la flema que da el trabajar en un hotel de lujo—. ¡Trescientos papeles, Carmelilla! ¡Te quiero!
—¡Y yo a ti! —le contestó ella.
Solana lanzó un aullido y se tiró a la piscina. Carmela comenzó a reírse hasta que se le saltaron las lágrimas.
¡Qué bueno era tener amigos!, pensó. ¡Qué maravilloso era!
—He querido que lo vieras —dijo Marchena.
Poveda levantó los ojos del informe falsificado por Flores. A su lado, sobre la mesa, estaba el otro informe, el que había redactado Luján. Ya lo había leído dos veces sin dar crédito a lo que estaba leyendo. Marchena había subrayado en rojo los párrafos que había cambiado Flores, de manera que se dio cuenta enseguida. Poveda lo dejó al lado del otro y se pasó la mano por la cara.
—Lo falsificó —dijo en voz baja—. Flores lo falsificó.
—El ejercicio que presenté a las oposiciones era sobre los errores en las investigaciones de homicidios, basados en malas inspecciones oculares. Tuve que encerrarme con el archivo de Luján y lo encontré por casualidad. He dudado en traértelo, Poveda, no soy un chivato, pero…
—¿Pero?
Marchena se echó atrás en la silla y miró a Poveda con firmeza.
—¿Qué quieres decir?
—Yo nada… Estoy esperando a que termines la frase. Estabas diciendo que no eres un chivato —replicó Poveda.
—No, no soy un chivato. Pero me parece que eso es grave, Poveda. Vamos, me parece a mí. —Marchena cambió de postura y continuó—: Quiso proteger a su padre.
—Su padre se entregó —añadió Poveda—. Y confesó que había participado en el robo de la iglesia. Me da la sensación de que Flores lo que quería era ganar tiempo para convencer a su padre de que se entregara, ¿no crees, Marchena?
Marchena se encogió de hombros y sonrió.
—Me gustaría saber qué tiene el gitano para que todo el mundo lo defienda. —Marchena se puso en pie—. Me gustaría saberlo. Quizá debería haberlo llevado a Asuntos Internos, ¿no? Quizá lo haga.
—Voy a hablarte con claridad, Marchena. El gitano no tiene bula, no la ha tenido nunca, pero déjame que te diga una cosa. Si piensas que esto te va a despejar el camino hacia la jefatura del Grupo Especial, estás muy equivocado. Mientras yo sea jefe de esta brigada, vete despidiéndote. Nunca serás el jefe del grupo. Aunque ganes las oposiciones. No me gustan los chivatos.
—¡Me estás insultando! —gritó Marchena.
Poveda se puso en pie con rapidez.
—Fuera de aquí. De este despacho y de la brigada. Pide el traslado. ¿Me has oído bien? Pide el traslado inmediatamente.
—Escucha un momento…
—Fuera.
Flores respiró hondo y entrecerró los ojos. El sol de Marbella le dio en la cara y le calentó las articulaciones. Se encontraba fatigado, débil, y le dolían la cabeza y la pierna en la que había recibido el tiro. Damboronea le ofreció un cigarrillo encendido.
—Toma. ¿Cómo estás?
Flores dio una larga calada. Después arrojó el cigarrillo al suelo y lo pisó con fuerza. Le sonrió al brigada.
—Gracias, pero ya no fumo, Flix.
Caminaron entre tiendas cerradas por una calle desierta. Un coche cargado de borrachos pasó despacio a su lado.
—No le hagas nada al camarero —le dijo el brigada—. No es mal chico, ¿sabes? Te vio pinta de espía y, además, cumple órdenes… Como nosotros.
—Esto no ha sido un simple asunto de parecer o no un espía, Flix. No soy tan tonto. Parece que he molestado a alguien. Parece que he estado muy cerca de algo. Y han querido matarme, Flix.
El brigada se mordió el labio inferior. Caminaron hacia un coche negro, aparcado en la acera. Había alguien dentro.
—Hazme caso y no preguntes más. Vete para Madrid. El Yamina hay que dejarlo tranquilo, ¿comprendes? Se irá mañana y santas pascuas. No te hagas mala sangre.
Flores se detuvo; cogió a Damboronea del brazo.
—Has sido tú quien me ha salvado, ¿no?
—No hables tanto y vete de una vez.
—Ya que me has hecho ese favor, hazme otro. ¿Qué pasa con el Yamina? ¿Qué ocurre con ese yate, Flix? ¿Es que se han cargado a Peñalva en vano? ¿Eso no tiene importancia?
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué?
—Debí continuar de simple guardia civil. Cogiendo gitanos como tú.
—Ya.
—Te espera el coronel.
—Muy bien, Flix. Muy bien. Dime una cosa. ¿Por qué te llaman así?
—¿Flix? Es un mote de la infancia. Venga, vamos para el coche.
Caminaron hacia el automóvil oficial negro. Damboronea abrió la puerta y Flores vio al coronel Ramos sentado atrás. Flores se volvió.
—No me has explicado por qué te llaman Flix.
—Era matador de moscas —contestó el brigada—. El mejor del pueblo. De niño era muy bueno en eso.
Flores pasó dentro del coche y lo envolvió un suave aroma a agua de colonia cara y cuero y humo de tabaco fino. Ramos lo miraba sin pestañear, con un gesto dubitativo en la fruncida boca. Damboronea se sentó en el asiento del conductor y arrancó el coche. Se volvió.
—¿Adónde vamos, mi coronel?
—Al aeropuerto. El inspector Flores tomará el primer avión a Madrid, Ya hemos recogido su equipaje. Tiene la maleta en consigna.
—No. —Flores se volvió a Ramos—. De ninguna manera. Yo decido adónde voy y adónde no voy, ¿está claro?
—Creí que era usted más listo, Flores —replicó Ramos—. ¿Aún no sabe lo que le ha ocurrido?
—Lo único que sé es que usted no me da órdenes, Ramos. —Flores abrió la puerta—. Creo que voy a tomar un taxi.
—Espere un momento. —Ramos lo sujetó del brazo—. La operación ha sido suspendida desde Madrid, puede llamar si no me cree. Y acepte un consejo, se lo daré gratis… Márchese inmediatamente… No meta las narices en el Yamina o lo sentirá. ¿Lo ha entendido?
Flores continuaba sujetando la puerta del coche.
—¿Suspendido?
—Sí, suspendido. Puede llamar si no me cree.
Flores sonrió.
—A mí no se me ha comunicado oficialmente.
Salió del coche. Lo vieron partir calle abajo, mientras Marbella comenzaba a recobrar la vida.
Virginia tamborileó con los dedos en la superficie limpia y ordenada de la mesa de Lucas. No había nadie aún en la sala del Grupo Especial, pero el viejo olor persistía: una mezcla de olor a hombre, a polvo y a habitación cerrada, que Virginia reconocería en cualquier lugar. Sabía que Lucas llegaba el primero a la brigada. Volvió a tamborilear en la mesa con los dedos. Para esa ocasión se había puesto un discreto traje con falda pantalón de color gris humo y un jersey suave de color fucsia. Se había peinado el pelo rubio y corto con fijador y tenía un vago aspecto masculino y eficiente.
Lucas empujó la puerta y Virginia notó un leve gesto de desagrado. Lucas acudía temprano a la brigada para poder leer tranquilamente los periódicos en soledad. Ella se apresuró a decir:
—Buenos días, Lucas. —Él saludó moviendo la cabeza—. Me voy enseguida. Te molestaré sólo un minuto.
Lucas llegó hasta su mesa, dejó los periódicos del día y se sentó.
—No es molestia, Virginia. ¿Quieres algo?
—¿Has recibido mi traslado?
—No, aún no, pero me lo ha dicho Ventura. —Sonrió mientras abría el periódico—. Bienvenida al grupo.
—Gracias. ¿Y Manuel? ¿Aún sigue de baja?
—Sí, reponiéndose en Málaga. Parece que estará aquí enseguida.
—Bueno, ya no te molesto más. Me marcho.
Virginia le sonrió y caminó hacia la puerta. Lucas la vio salir, observando su menuda figura bamboleante, la mínima cintura y las anchas caderas.
«Lo has conseguido», pensó.
Carmela aún permanecía con el albornoz puesto. El cabello mojado por la ducha reciente se le pegaba a la cabeza. Había un carrito con un desayuno para dos a medio terminar. Carmela se frotaba el cabello con fuerza con una enorme toalla blanca con el anagrama del hotel.
—Manuel, no sé qué pensar, de verdad. Tienes muy mal aspecto. ¿Te has visto en el espejo?
Flores mordisqueaba un cruasán, aún caliente, y respondió:
—Déjate de tonterías, Carmela. Me encuentro perfectamente. Un poco de sueño lo arreglará todo. —Siguió comiendo—. Lo que me han hecho demuestra que estamos muy cerca de Sousa y la heroína, me parece a mí. Nos hemos acercado mucho.
Solana vestía pantalón vaquero y camisa y presentaba los ojos acuosos y brillantes de los que no han dormido en toda la noche. Dejó la taza de café que bebía sobre la mesita de noche y se puso en pie.
—Vamos a ver, Manuel… Vamos a mirar las cosas desde todos los puntos de vista. Tú puedes no llamar a Poveda y hacerte el loco diciendo que no sabías nada de que se había suspendido la operación. Muy bien, eso lo puedes hacer. De acuerdo, pero ¿para qué? Es lo que yo me pregunto. ¿Para qué?
—Sousa está en ese yate. Y está con la heroína.
—Esos tíos se han cargado al capitán Peñalva, Manuel —intervino Carmela—. No se andan con tonterías. Joder, no somos los Vengadores, ni el Guerrero del Antifaz… Somos funcionarios del Estado, nos pagan por eso y si nos dicen que nos quedemos quietos, pues nos jodemos y nos quedamos quietos.
—De acuerdo. No hay problema, pero yo iré a ese yate esta noche durante la fiesta. Voy a encontrar a Sousa.
—Coño, es que me cabreas, Manuel, de verdad. —Solana se sentó con fuerza en la cama deshecha—. No te comprendo.
Flores se encogió de hombros.
—No quiero obligaros.
—Tú no estás todavía en activo —insistió Carmela—. Oficialmente estás de baja por heridas en acto de servicio. —Se acercó a Flores y se sentó en la cama a su lado—. Esto nos sobrepasa, Manuel. Aquí hay mucho rollo de servicios secretos, esto no es para nosotros. ¿Por qué no nos quedamos tranquilos? Podemos pasar un día o hasta dos en este hotel cojonudo, descansando. Nos lo merecemos.
—Que te crees tú eso —añadió Solana—. Me acaban de decir en recepción que tenemos que dejar el hotel antes de las doce.
—Bueno, eso es lo de menos —resaltó Carmela—. Podemos ir a otro más barato.
Flores terminó el cruasán y se echó más café en la taza.
—¿Vais a venir conmigo o no? —preguntó.
Solana llamó a su mujer desde una cabina telefónica. Sintió la voz alterada y alegre de Esperanza al otro lado de la línea.
—He dicho a todo el mundo que me he sacado trescientos billetes, Esperanza, pero… ¿Me escuchas?… Son exactamente setecientas ochenta y seis mil del ala… Eh, ¿qué te parece?… Tengo el cheque conformado por el casino… Esperanza, tres cuartos de millón… Ve pensando en cambiar los sillones, el televisor, la nevera… Lo que te dé la gana… Sí, sí… Pide los folletos del apartamento… También lo podemos dar de entrada… ¡Coño, claro que es legal!… Yo soy policía. —Sonrió al auricular—. No puedo hacer nada ilegal.