33
Hay días de otoño hermosos en Madrid, cuando el aire de la sierra parece apartar el pesado manto de polución y el sol caldea la atmósfera y da gusto pasear y no hacer nada, y entonces la gente parece más amable y feliz. Pero esos días duran poco. El aire de la sierra cesa y el cielo vuelve a cubrirse de la capa de hollín y humos y la gente vuelve a ser sombría y agresiva con sus semejantes. Sin embargo, mientras duran los días buenos de otoño y el aire parece puro, se puede vivir la ficción de que Madrid aún es una ciudad habitable.
Uno de aquellos días, Carmela caminaba por el pasillo de la Brigada Central con las piernas ligeramente abiertas. Caminaba despacio, sintiendo dentro las gasas que cada día tenían que cambiarle en el hospital. Aún no se había acostumbrado a su nueva cara.
Cada vez que se miraba al espejo tenía que convencerse de que aquel rostro era el suyo, el de Carmela Muñoz. Que detrás de aquella nariz rota y deformada, de las cicatrices en la boca y en las mejillas se encontraba la misma Carmela que recordaba por las fotos. Aprender a no reírse fue también otro entrenamiento que consiguió mucho más rápidamente de lo que creyó al principio. Los dentistas calcularon un mínimo de seis meses para que pudiera volver a reírse sin mostrar unas encías desnudas y rugosas, llenas de estrías y cráteres de bultos y oquedades.
Carmela avanzó por el pasillo hacia la puerta de la sala del Grupo Especial, de donde surgían los inequívocos ruidos de una fiesta. Se detuvo y aguzó el oído. La puerta estaba abierta. Caminó un poco más. El grupo entero festejaba algo.
Virginia estaba apoyada en una mesa sosteniendo una copa de champán y se reía a carcajadas de algo que le decía Loren. Una bandeja con canapés y aperitivos descansaba sobre la mesa que había sido de Marchena. Lucas vio a Carmela y fue a su encuentro. La cogió de la mano.
—Carmela —musitó Lucas—. ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?
Ella asintió con la cabeza. Lucas estaba tenso y una enorme tristeza se reflejaba en su rostro. Virginia dejó de reírse. Los demás compañeros la rodearon en silencio. Solana le pasó la mano por la cara.
—¿Ya te han dejado salir, Carmelita?
—Sí, ya me dejan. —Procuró no sonreír. Virginia llevaba unos vaqueros de boutique que resaltaban sus caderas y un jersey negro de cachemir remangado—. ¿Qué celebráis?
Virginia le tendió una copa llena de champán.
—Han aceptado mi traslado al grupo —dijo Virginia—. Brinda con nosotros, Carmela.
—No puedo beber alcohol —contestó, y miró a Lucas.
Lucas la tomó del codo.
—¿Dónde está Manuel? —preguntó Carmela.
—Ven fuera —añadió Lucas—. Vamos a dar un paseo.
Flores terminó de leer el dossier y levantó la cabeza. El brigada Damboronea parecía una estatua de madera sentado en el sofá, frente a la librería.
—¿Por qué? —preguntó Flores—. Quiero decir, ¿por qué me lo das a mí?
Damboronea se encogió de hombros.
—Me gustaba el capitán Peñalva —dijo.
—Te costará el puesto. Éstos son documentos internos, Flix. No puedes enseñárselos a nadie.
Damboronea se puso en pie.
—No te preocupes por mí. —Sonrió—. Voy a volver a mi pueblo, a cuidar los viñedos de mi padre, ya está muy viejo, ¿sabes? ¿Te gusta el rioja? ¿Eli, te gusta? —Flores no dijo nada. Damboronea prosiguió—: Las viñas de mi padre están en Amurrio, al pie de una colina. Dan el mejor vino del mundo, pero hay que cuidarlas.
Flores acarició la superficie de la carpeta gris. En letras negras aparecía escrito: «Confidencial. Secreto, Uso interno».
—No puedo creerlo —dijo Flores como sí hablara consigo mismo—, es asqueroso… La heroína, entonces… —Flores bajó la cabeza.
—Peñalva lo descubrió todo y por eso lo mataron. —Damboronea alargó la mano y cogió la gruesa carpeta—. Qué bonito suena, ¿verdad? Lo mataron por eso. Por descubrir en qué se utilizaba la heroína de Abdul Nissan.
Lucas alargó la mano y le acarició a Carmela las cicatrices de la mejilla. Carmela se pasó la manga de su vestido por la boca. No había mucha gente en el comedor de la cafetería Géminis. Aún era pronto para comer.
—No puedo creer que Poveda…
—Poveda ha hecho todo lo posible.
—Y yo que creía que Poveda le tenía manía.
—No… Poveda siempre ha admirado a Manuel, lo ha respetado. Él lo trajo aquí de jefe del grupo. Siempre lo ha defendido.
—Y no ha podido hacer nada.
Lucas negó con la cabeza.
—Hay una denuncia formal en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Eso ha influido mucho, y luego está la falsificación del informe de Luján.
—No puedo hacerme a la idea de que Manuel ya no estará con nosotros. Es que no puedo. Por más que lo pienso no me hago a la idea.
Lucas pasó la uña por una mancha antigua en el mantel. Hasta la sala del comedor llegaban los ruidos de las conversaciones, las risas, los vasos chocando, los platillos. Lucas suspiró.
—Vamos a tener que acostumbrarnos —dijo.
Flores no se detuvo a comer. No paró un solo momento. A izquierda y derecha se sucedían los distintos paisajes, los bares de carretera, los pueblos, las vallas publicitarias. No veía nada que no fuera la cinta de la carretera y el cuentakilómetros.
Era de noche cuando entró en el pueblecito de pescadores. Se orientó con facilidad por las calles estrechas y empinadas que terminaban en los acantilados. La «Casa del Mar» se hallaba al final del pueblo, la recordaba vagamente de una fotografía que le había mostrado el Viejo ocho años atrás.
Llevó el coche por un camino vecinal que bordeaba huertas oscuras, salpicadas de vez en cuando por las luces de alguna casa de tejado alto. Al salir de la curva vio abajo, al borde del mar, la mole de la casa semioculta por las altas tapias que la rodeaban. Detuvo el coche y contempló el camino que descendía hasta el portón de hierro de la entrada. No se veía ninguna luz y, sin embargo, sabía que allí estaba el Viejo. Aguardándolo.
—Te estaba esperando —le dijo el Viejo—. Sabía que ibas a venir.
La biblioteca era grande, cubierta de libros y con una enorme chimenea donde crepitaba el fuego. Había cuadros en las paredes, y los ventanales permanecían cerrados con gruesas cortinas rojas que no impedían que se oyera el ruido del mar golpeando las rocas.
Flores vio la enorme mesa de despacho, de caoba, con los teléfonos sobre ella. Tres teléfonos diferentes, uno de ellos sin dial. Caminó sobre la alfombra detrás del Viejo, que llevaba su ropa de siempre: el sencillo traje que parecía moldeado a su cuerpo. Ni él ni su traje tenían nada que ver con aquella casa. Parecía un actor en un decorado equivocado.
El Viejo le señaló un sofá semicircular y Flores se sentó en él. El Viejo lo hizo en uno de los sillones.
—¿Quieres beber algo, Manuel? Yo no bebo, pero siempre tengo bebidas a mano. ¿Te apetece algo?
—No, voy a estar muy poco tiempo aquí.
—Ya comprendo. Ha sido Damboronea, ¿verdad? —Flores no contestó—. Ese estúpido. —El Viejo cruzó las piernas—. Quizá te interese saber que Damboronea ha decidido no enviar nada a la prensa. Se lo ha pensado mejor.
—Pero no ha sido sólo Damboronea. Ha sido también tu reloj. Te lo he visto demasiadas veces en la muñeca. Peñalva lo supo y por eso fue a verme a Málaga. Tú mataste a Peñalva. Ahora lo sé con toda seguridad. Los asesinos tenían orden de no matarme a mí, sólo a Peñalva.
—Siempre me has caído bien, Manuel, y tú lo sabes. No podía matarte.
Flores sintió que la sangre se le subía a la cabeza en oleadas, crispándole la boca y encendiéndole los ojos.
—¡Cállate! ¡Calla! —gritó y luego se calmó—. No vuelvas a decirme que te caigo bien… Tú has sido…, tú has sido para mí…
Cerró la boca. No había palabras para definir lo que había significado para él su antiguo profesor de Técnica e Investigación Policial, el hombre que lo convirtió en policía, el hombre al que más había admirado en toda su vida.
El Viejo lo miró con sus fríos ojos.
—No seas ingenuo, Manuel. Por Dios bendito, Manuel, no soy un asesino, soy policía. Algún día comprenderás que…
—¿Por qué?… ¿Por qué tú?… Es lo que no me cabe en la cabeza…, y todavía me cuesta trabajo creerlo. Tú con Sousa, los dos… La heroína… Tú, mi antiguo mentor, traficando con heroína. Me das asco.
—¿Traficar? No seas imbécil, Manuel… La heroína de Abdul Nissan no era para mí. Sousa era el encargado de venderla fuera de España, nunca dentro, ése era el pacto. Lo que ocurrió es que Sousa se quedaba con parte de la heroína, después de cortarla. —Se encogió de hombros—. Para ese trabajo hacía falta un canal la con muchos contactos en el mundo del hampa, y Sousa los tenía. Lo perdió su ambición. Todos los servicios secretos del mundo actúan con fondos reservados, Manuel… Fondos que no aparecen en los presupuestos generales del Estado, que no se discuten en ningún Parlamento. La heroína de Abdul Nissan nos ha estado sirviendo para financiar determinadas actividades digamos que reservadas. Es corriente, todo esto ocurre en todos los países y con todos los servicios secretos.
—Es igual, eso no cambia nada. Me sigues dando asco, Blas…, más asco todavía. —Flores hizo un gesto abarcando la habitación—. ¿Vas a decirme que solamente Sousa se aprovechaba de esa heroína? ¿Me lo vas a decir? Yo sé lo que cobra el jefe de una brigada… Ninguno es rico, ninguno tiene un reloj de un millón de pesetas… Ninguno tiene esta casa.
—Eso fue un error, lo reconozco. —El Viejo miró su reloj—. El reloj me lo regaló Abdul Nissan.
El Viejo se puso en pie y caminó hacia la mesa de despacho.
—Quiero enseñarte algo, acércate.
Flores lo siguió. El Viejo abrió uno de los cajones de la mesa y sacó un montón de papeles. Flores reconoció el expediente de Luján que él había falsificado.
—Siéntate un momento. —Flores permaneció en pie y el Viejo se sentó tras la gran mesa, sin dejar de observarlo con sus ojillos helados—. Hace dos años me diagnosticaron cáncer en los huesos… —Sonrió—. Me dieron seis meses de vida. Todo este tiempo que llevo viviendo de más es una especie de regalo por más de cuarenta años en la Policía… Cuarenta años, Manuel… Y he hecho de todo, he llevado a tanta gente a la cárcel que tú mismo te asombrarías. ¿Cuánto tiempo crees que me queda de vida? ¿Lo sabes?… No llegaré al año que viene.
—Mataste a Peñalva y protegías a Sousa… Dejabas que tuviera ese prostíbulo de menores en El Burbujas, que traficara por su cuenta. Tú le ibas avisando de nuestros avances, le pusiste sobre aviso.
El Viejo levantó los ojos hasta Flores, que lo miraba desde el otro lado de la mesa. El rostro del Viejo, apergaminado, liso e inmóvil, no demostró ninguna emoción. Se mantuvo unos instantes en silencio y al fin dijo:
—Esto lo ha llevado Marchena a la brigada, tu compañero Marchena. ¿Sabes lo que es? —Flores no contestó—. A propósito, a ese Marchena le pronostico un gran futuro. —Golpeó el expediente con la mano—. Lo falsificaste…, una pequeña falta que se podría arreglar con una pequeña sanción… Pero luego entraste al yate del príncipe Abdul Nissan sin mandato judicial, pusiste en peligro la vida de una compañera.
—Termina de una vez —cortó Flores—. Me han echado de la brigada, ya lo sé.
—Te destinarán a cualquier comisaría. Es como si volvieras a empezar. —Levantó el expediente y lo agitó—. Esto puedo destruirlo, romperlo y hablar en el ministerio para justificar tu actuación en el barco. Puedo decir que cumplías mis órdenes. Un servicio de contrainteligencia… Volverías a la brigada, a tu puesto de jefe del Grupo Especial. Así de sencillo.
—No puedo creer que seas tú el que me estés proponiendo eso. Tú, precisamente tú. Te estás rebajando cada vez más.
—Devuélveme la carpeta que te entregó ese idiota de Damboronea. Esos documentos no los puedes tener tú. Son muy reservados.
Flores esbozó una sonrisa.
—Estás loco, completamente loco. Esos documentos no debe verlos nadie, Manuel, nadie. —Se levantó lentamente—. Te aprecio, sabes que te he apreciado siempre… Te he considerado como a un hijo… Has sido como el hijo que no he tenido nunca, pero tienes que devolver esos documentos. Te hablo en serio.
—Me has subestimado, Blas. Esos documentos están ahora mismo en poder de un periódico con una nota manuscrita donde lo explico todo, incluso que he venido a verte.
El Viejo se desplomó en el sillón sin dejar de mirar a Flores.
—Manuel, escucha…, ningún periódico sacará eso. Ahí están las relaciones de servicios muy confidenciales, la venta de armas, la lucha antiterrorista… Escucha, vamos a hablar tranquilamente…
Flores dio media vuelta y atravesó la biblioteca rumbo a la puerta. El Viejo gritó:
—¡Manuel! ¡No seas loco, Manuel!
Flores no se volvió. Fuera, aún continuaba oyéndose el mar.