19
El hombre que estaba apoyado en el mostrador del bar se frotaba las manos mientras aguardaba al camarero para hacerle el pedido. Carmela aguzó el oído. Estaba segura de poder distinguir la voz del baboso que la llamaba por teléfono en cuanto la escuchara otra vez.
—Café con leche —pidió el hombre.
—¿Y para mojar? —preguntó a su vez el camarero.
—Porras —contestó el hombre.
Carmela se relajó. Ése no era. Se había tomado ya tres desayunos en otros tantos bares de la calle Postas y sentía el estómago pesado y espeso, como si hubiera comido masilla de fontanero.
La primera pregunta era: ¿reconocería la voz de ese tío? La segunda podía ser: ¿la conocería él a ella?, y la tercera: ¿iría siempre a los mismos bares a desayunar? Había otras muchas preguntas, como qué era lo que le iba a decir cuando lo reconociera y sobre todo lo que quería hacerle cuando le echara la vista encima.
Consultó el reloj. Las ocho cuarenta y cinco. Y el que la llamaba solía hacerlo entre las nueve y cuarto y las nueve y media. A veces más tarde y a veces más temprano. El caso era ¿la llamaba antes o después de desayunar?
Carmela pagó y salió a la calle. La gente pasaba veloz rumbo a los cercanos metros de la Puerta del Sol. Miró a unos cuantos hombres que caminaban embebidos en sus propias ideas. Cualquiera de ellos podía ser. Un hombre que se detiene a desayunar antes de coger el metro para ir al trabajo y decide divertirse un poquito llamando a esa chica. Un momento. «Si va a trabajar, no podría llamarme a las nueve o las nueve y media. Llegaría tarde al trabajo. Ningún trabajo empieza después de las nueve y media».
El destello de emoción de los ojos de Carmela se apagó enseguida. Los comercios abrían a las diez o a las diez y media. Podía ser un dependiente de cualquiera de las muchas tiendas de los alrededores. También un empleado del Ayuntamiento, que estaba cerca. Del Ministerio de Asuntos Exteriores. Del Mercado de San Miguel, que se encontraba al otro lado de la Plaza Mayor. Un camarero. Carmela detuvo sus pensamientos. Podía ser cualquiera. Emitió un largo suspiro.
—Hola —dijo una voz de hombre a su lado.
Carmela se volvió. Tardó en reconocer al tipo del bar que había pedido porras para desayunar. El tipo le sonreía. Una sonrisa de dientes demasiado blancos y grandes. Una cabeza pequeña y calva con el pelo aplastado en cortinilla, tapándole la calva. Ojos pequeños y astutos. Ojos que evaluaban.
—¿Qué, nos damos un paseíto?
Carmela arrugó el entrecejo. Aquella voz no era la misma y sin embargo… El sujeto calculó mal el silencio de Carmela y la tomó del brazo.
—Vamos a echarnos un polvito, guapa. Conozco una pensión aquí cerca muy cómoda.
Carmela sintió de pronto que le afloraba todo el odio acumulado, toda la rabia y la humillación. No sólo por el hombre del teléfono, sino por todos los hombres. Por todos aquellos con los que había sufrido, regañado, amado y peleado. Levantó la rodilla derecha y alcanzó al tipo en los testículos. El sujeto lanzó un grito sordo y arrojó fuera la dentadura postiza, que cayó al suelo. Carmela le dio un codazo en la nariz y el sujeto se derrumbó de rodillas con las manos en la entrepierna y el rostro lívido por el dolor. Un hilillo de sangre le corría desde la nariz hasta la boca. Carmela abrió el bolso y le mostró la placa policial.
—Has metido la pata, chato —le dijo, y pisó los dientes postizos, que crujieron.
Ros salió a la calle con un paquete bajo el brazo, envuelto en papel de periódico. Caminó despacio, sin prisa. En la puerta de la pastelería había dos niños con abrigos iguales y grandes carteras en las manos. Los dos niños miraban fijamente el cierre metálico del establecimiento. Uno de ellos llevaba falda tableada, de modo que Ros dedujo que era una niña. Los dos eran como calcos. Eran gemelos. Ros pasó a su lado. La niña lo siguió unos pasos y se interpuso en su camino. El niño se quedó detrás de su hermana. La niña parecía querer decirle algo muy importante.
—Oiga, señor, por favor, ¿va a abrir? —le preguntó.
—¿Cómo? —se extrañó Ros—. ¿Qué dices?
—Queremos saber si luego va a abrir, señor —repitió el niño—. Para cuando salgamos del colegio.
—¿Te refieres a… a… a la pastelería?
—Sí, señor —respondió la niña.
El niño alargó la mano. La abrió. Ros vio que estaba llena de monedas de duros, cinco duros y pesetas.
—Tenemos dinero —afirmó el niño.
—¡Yo no tengo naaa… nada que ver con la pastelería! —respondió Ros—. ¡Dejadme pasar!
La niña se apartó y Ros continuó su camino hacia el garaje, que se encontraba dos manzanas más allá. Antes de entrar se dio la vuelta. Los dos niños seguían parados en la acera, mirándolo. Entró rápidamente en el garaje y saludó con un sonoro buenos días al cuidador que estaba en la garita y alzó el brazo respondiendo a su saludo. Su coche, un utilitario de color rojo, estaba donde siempre. En su lugar. Lo puso en marcha. Salió del garaje. En el primer semáforo deslió el paquete y descubrió un walkie talkie, semejante al que había entregado a Cárcer. Comenzaba la segunda parte del plan.
El reloj de pared dio nueve campanadas y Lucas continuó balanceándose en la silla. Aníbal gruñó pidiendo el desayuno y se restregó contra su pierna. Ese balancín lo utilizaba su padre. Lo recordaba tosiendo y expectorando, moviéndose, casi en el mismo lugar donde estaba ahora él. Lucas se había quedado con el piso de su padre, el señor Jordán, el notario. Un piso de casi trescientos metros en una zona céntrica de Madrid. Le ofrecían por ese piso ochenta millones de pesetas. Él era consciente de que valía más.
Pensó en su hermano Luis, el mayor. Ahora estaría durmiendo en su bonita casa de Boston. Dentro de cinco horas se levantaría para ir al hospital, al departamento de Ginecología. Su preciosa mujer americana, Patty, le haría el desayuno y él abrazaría a sus dos encantadores hijos. El bueno de su hermano. Hubo un tiempo en que lo admiraba. Cuando le dijo a su padre que estudiaría Medicina y no Derecho, como quería su padre. Hizo todo lo contrario, hizo lo que quería hacer. Dios santo, cómo lo admiraba entonces, qué orgulloso estaba de su hermano mayor.
Pero su hermano mayor lo despreciaba. No se lo hacía saber, no se lo dijo nunca. Pero eso se notaba. Nunca participaba de sus juegos, ni de su vida, ni de sus amigos. Lo excluía como a un apestado. Eran dos extraños en la misma casa.
En realidad su casa estaba habitada por extraños. Nunca supo de verdad lo que pensaba su madre, ni su padre. Nunca escuchó una conversación íntima y cálida. Nunca le hicieron partícipe de nada. Fueron correctos y fríos. Buenos padres, según el decir general. Pero nada más. Y su larga estancia en el colegio de curas de El Escorial tampoco ayudó a romper esa frialdad, esa coraza con la que se revestían todos en su casa, él incluido.
Lo único que había hecho en su vida que mereciera la pena, lo único que había significado una ruptura, un decir basta, era hacerse policía sin el consentimiento de su padre y a pesar de los lloros de su madre. Hacerse policía. Ser policía. Ser el subjefe del Grupo Especial de la Brigada Central.
Todo eso lo hacía igual a los demás hombres. Sin embargo, no era como los demás. Dios santo, él no iba haciendo posturas por la calle, emitiendo grititos, disfrazándose de mujer. Él era un hombre, no una mujer. Había participado en tiroteos, capturado delincuentes, descubierto crímenes… Era un buen policía. Eso sí que lo sabía. Lo único en lo que había conseguido ser bueno. El único lugar donde se le respetaba y él se hacía respetar. Ése es policía, decían cuando lo veían pasar. Un poli, un madero. De la pasma.
Y siendo policía había conseguido un amigo. No un hombre con el que se pasa la noche. No un hombre del cual uno se ha enamorado como ese desgraciado del Buga. No, un hombre para ser su amigo. Para no sentirse solo como un perro. Para tener a alguien a quien decirle lo que uno piensa. Para tomarse una cerveza con él de vez en cuando. Para compartir pequeñas cosas. Daba lo mismo. Le hubiera gustado tener más amigos, pero con uno tenía bastante. Tener amigos. Tener un amigo.
El desprecio, el odio y el asco de Manuel habían sido tan palpables, tan físicos, que se había visto inundado por ellos, sobrepasado. Una sensación que él ya conocía, que había visto y notado desde niño, desde que supo que era diferente. La verdad es que siempre había estado solo. Para qué engañarse. Los compañeros del colegio de curas se mofaban de él, llamándolo niña y mariquita, su hermano lo despreciaba y lo ignoraba, y en la universidad nunca intercambió más de tres palabras con nadie. Sólo cuando se hizo policía las cosas cambiaron. Entonces empezó a participar en esa extraña fraternidad universal que existe entre los policías de todas partes. No era como ser considerado amigo, era algo más impalpable… Era como una corriente fraternal que empezaba en el momento en que se decía: soy un compañero. Y luego estaba el respeto. Podías ir a cualquier lugar, a cualquier sitio, y enseñabas la placa y eras tratado de otra manera: eras policía.
Y ahora todo eso se había acabado. Lo había visto mucha gente en el gimnasio, además de Arturo y Manuel. Se correría la voz, pronto lo sabría todo el mundo. Esas cosas se extienden como la pólvora. Sería un poli maricón. El hazmerreír del Cuerpo. Tendría que acostumbrarse otra vez a las miradas torvas, al cachondeo solapado, a las bromas pesadas, a los comentarios a sus espaldas. Lo señalarían con el dedo. No quería que esas cosas volvieran a ocurrir.
Aníbal continuó restregándose contra la pernera de su pantalón y Lucas siguió con el vaivén del sillón. El aire y la luz de la mañana no se filtraban a través de los gruesos cortinones del comedor.
—Aníbal. —Lucas le habló al gato, como tenía por costumbre—. Tú no sientes nada de esto, ¿verdad? Tú lo único que quieres es desayunar… Desayunar —repitió y prosiguió con su monólogo—: A algunos hombres nos pasa esto, Aníbal, ¿sabes?… Ya es hora de que te lo diga, lo tienes que saber… Nos enamoramos de otros hombres, de gente de nuestro mismo sexo, ¿sabes?… ¿Sí?… ¿Y no te importa?… Buen chico, tú eres un buen chico, Aníbal. Eso no es una anormalidad, ¿sabes?… Eses… nor… normal, ¿sabes?… Es… es…
La angustia empezó a subirle desde el estómago. Llegó al pecho y se acomodó en el cuello. Después le alcanzó la cara y los ojos. El llanto fue como si se abrieran compuertas, como si algo se desbordara en su interior. Algo que no pudiera contener, que le presionara dentro y tuviera una imperiosa necesidad de salir. Lloró como cuando era niño y los compañeros del colegio se mofaban de él, mojándole la oreja y orinándole encima. Lloró como si no hubiese llorado nunca y ahora lo estuviera experimentando por primera vez.
—A… Aníbal, ami… amigo… Dime, ¿por qué tengo esta sensación de vergüenza?… ¿Por qué me siento tan avergonzado? Tan sucio, tan asqueroso… ¿Eh?… Di… Dímelo, anda… Por… por favor… Há… háblame.
El hombre estaba de perfil, encendiendo un cigarrillo. La ropa era elegante: príncipe de Gales, los zapatos de ante. Una ligera barriga le abultaba el traje. Acababa de salir de un edificio antiguo y echó a andar calle Postas abajo.
“¿De qué lo conozco? —se preguntó Carmela—. ¡Dios mío, yo conozco a ese hombre!”.
Echó a anclar tras él, fijándose en el balanceo de los brazos, la actitud vanidosa y chulesca al andar.
—¡Brea! —exclamó, y pensó: “¡Es él, el abogado de Prada! ¡El abogado cabrón que le puso la denuncia a Pacheco!”.
Brea entró en uno de los bares que Carmela acababa de abandonar. Ella dio media vuelta y corrió hacía el portal de donde había salido Brea. La placa era dorada, firmemente clavada en una esquina del portal. Ponía: “José Luis Brea. Abogado. Asesoría Fiscal. 3° dcha.”.
Miró el reloj. Ventura los había citado a las nueve en la brigada. A las once se cumplirían las cuarenta y ocho horas que había dado de plazo el chantajista. Tenía que estar antes en la brigada. Dudó. Sólo tenía que escuchar la voz de Brea. Si era él el que llamaba, lo sabría en ese momento. Sólo tardaría unos minutos. Corrió hacia el bar y entró.
Brea estaba en el mostrador bebiendo café y la reconoció enseguida. La taza se quedó a medio camino entre la boca y el platillo.
—¿Nos conocemos? —preguntó Brea, la sonrisa profesional en la comisura de la boca.
El corazón de Carmela empezó a latir con fuerza. «Continúa hablando» se dijo. No te pares.
—Me parece…, no sé, sí… Sin embargo, me es familiar. Usted es…
—José Luis Brea y, nos conozcamos o no, es un placer saludarla… Hace que la mañana sea mejor. —Le tendió la mano, que Carmela estrechó.
Una mano húmeda.
«Está nervioso», pensó ella, y dijo:
—Encantada… Carmela Muñoz.
—¿Carmela? —Las cejas se dispararon hacia arriba—. ¡Espere un momento! ¿Carmela?…
«Perfecto —se dijo ella—. Una magnífica actuación».
—Brigada Central… Usted era el abogado de Prada y de Sousa.
—¡Claro! —exclamó, y soltó una risa tan falsa como sus intentos de disimular la barriga—. ¡La chica policía!
El corazón le iba a saltar del pecho. Era la misma voz. Él era el que la llamaba diciéndole porquerías, no había duda. Pero ¿cómo acusar a un abogado? ¿De qué lo acusaría? Una voz en una cinta magnetofónica no es prueba concluyente en un juicio.
—… estamos en bandos diferentes, por decirlo así. No obstante, podemos firmar una tregua. ¿No le parece, señorita?
—¡Por supuesto! —exclamó Carmela—, y llámeme Carmela, nada de señorita.
—Entonces nos tenemos que tutear.
—De acuerdo.
—¿Aceptas un cafelito?
—Venga.
Brea llamó al camarero y le hizo el pedido. Estaba exultante, amable, ocurrente. Sólo que él era el hijo de puta al que quería aplastar.
Lucas levantó su revólver de reglamento, un Astra con el cañón de dos pulgadas. Un arma efectiva como defensa y fácil de llevar, pero inútil en tiroteos a distancia. Él lo solía llevar en la cintura. Abultaba poco y se extraía con facilidad. Lo miró en la semioscuridad del comedor, comprobando su peso y su manejabilidad. Había mejores revólveres en el mercado. Sobre todo los clásicos revólveres americanos, o los más modernos belgas e italianos. Pero le tenía cierto cariño a su arma.
En la Academia de Policía no había pasado de ser un tirador mediocre, cercano a malo, y nunca se había entrenado —como Flores u otros compañeros— en el tiro. Pensaba que no lo necesitaba. En realidad, jamás había herido o matado a nadie. Muchas veces, durante su carrera policial de siete años, había sacado esa arma y había amenazado con ella a hombres y mujeres y se había sentido seguro con ella en la cintura. Era ya un peso que su organismo reconocía y aceptaba. Sin ese peso en el costado se sentía mal —al igual que todos sus compañeros, tal como le habían confesado— y como desnudo.
Se metió el cañón del arma en la boca. Estaba frío y tenía un lejano sabor metálico y a grasa. Los disparos en la boca no siempre son efectivos, a pesar de lo que cree la gente poco familiarizada con las armas. Las balas, muy a menudo, avanzan siguiendo trayectorias caprichosas que nada tienen que ver con lo previsto. Sabía de suicidas cuyas balas habían trazado un camino alrededor de la mandíbula y la cabeza, dejándolos indemnes. Otras veces lo que hacían era destrozarse la laringe y las cuerdas vocales, quedándose vivos pero mudos y con una prótesis en la garganta. Sabía de muchos casos como ésos.
Se colocó el cañón del arma inmediatamente debajo de la barbilla, en una trayectoria ligeramente inclinada. La bala le destrozaría el cerebro. Moriría sin sufrir. En cuestión de segundos. Sería como un terrible fogonazo multicolor y después nada. La oscuridad.
Apretó el gatillo.