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20 de marzo de 1920
Mi Bebé, mi pequeño y querido Bebé:
Sin saber cuándo te entregaré esta carta, estoy en casa escribiendo, hoy domingo, luego de haber arreglado las cosas para la mudanza de mañana por la mañana. Otra vez estoy mal de la garganta; llueve y estoy lejos de ti, y esto es todo lo que tengo para consolarme hoy, ante la perspectiva del fastidio de la mudanza de mañana, tal vez con lluvia y en el mismo estado de salud, a una casa donde no hay absolutamente nadie. Naturalmente (a no ser que esté recuperado y arregle los asuntos de otro modo) tendré que pedir refugio aquí en la Baixa a Mariano Sant’Anna, quien, además de dármelo de buen grado, me trata de la garganta de manera competente, tal como hiciera el pasado día 19 cuando tuve la otra angina.
No imaginas las saudades que tengo de ti en estas ocasiones de enfermedad, de abatimiento y de tristeza. El otro día, cuando hablé contigo acerca de mi dolencia, me pareció (y creo que con razón) que el asunto te fastidiaba, que apenas te importaba. Comprendo que, estando sana, poco te aflijas por el sufrimiento de los otros, incluso cuando esos «otros» son, por ejemplo, yo, a quien dices amar. Comprendo que una persona enferma es molesta y que cuesta sentir cariño por ella. Pero sólo te pedía que fingieras ese cariño, que simularas algún interés por mí. Eso, al menos, no me hubiera apenado tanto como la mezcla de tu interés por mí y tu indiferencia por mi bienestar.
Mañana y pasado, con las dos mudanzas y mi enfermedad, no sé cuándo te veré. Cuento con lograrlo mañana a la hora convenida, a partir de las ocho de la noche. Quiero ver, por ejemplo, si consigo encontrarte al mediodía (aunque me parece difícil), pues a las ocho quien está como yo lo estoy debería estar acostado.
Adiós, amor mío, haz lo posible por quererme de verdad, por sentir mis sufrimientos, por desear mi bienestar; intenta, al menos, fingirlo.
Muchos, muchos besos de tu, siempre tuyo, pero muy abandonado y desolado,
Fernando