UN FAUSTO EN GABARDINA
«Con tanto poder como tienes sobre mí:
vamos, transfórmame en un hombre capaz
de lo obvio».
KAFKA, en una carta a Felice
*
Inscrita entre la parodia de la declaración de Hamlet a Ofelia, en pequeñas notas ocultas en cajitas de caramelos, y un final en forma de cantilena nonsense, la historia de este amor secretísimo y casto, de tan optimista puerilidad y a la vez tan carente de esperanza, podría parecer ridícula acaso, si no participara, exactamente como los auténticos grandes amores, de lo ridículo y lo sublime.
Tenemos aquí a un Fausto en gabardina, propenso a la amigdalitis y empleado en empresas lisboetas de exportación e importación, obligado a canjear a su frágil Margarita, inteligente y algo desorientada, por un Mefistófeles implacable y totalitario, agazapado en el Proyecto de una Obra («Por lo demás, mi vida gira en torno a mi obra literaria, buena o mala que sea, o pueda ser. Todo el resto en mi vida tiene un interés secundario…»). Resulta imposible no pensar en una carta de Kafka a Felice Bauer de 1912:
«Mi vida consiste y ha consistido, en el fondo, desde siempre, en tentativas de escribir… Mi tenor de vida está organizado únicamente en función de la escritura, y si experimenta cambios, los experimenta para que corresponda mejor, si es posible, al escritor, dado que el tiempo es breve, las fuerzas exiguas, la oficina un espanto, la habitación muy ruidosa y es necesario apañárselas con artificios, cuando no resulta posible hacerlo con una buena vida recta».
Y es imposible no imaginarse esa decisión como un obvio y acaso algo trivial Ersatz: Pessoa escogió la literatura simplemente porque no podía escoger el amor.
Pero como cualquier lector de Pessoa sabe, lo obvio y lo trivial son categorías poco adecuadas para un personaje que vivió una vida de oficinista como si fuera un oficinista, se trató a si mismo como si fuera otro, escribió poemas propios como si fueran ajenos. El sentimentalismo más ínfimo, de tan impecable mal gusto y tan inapelablemente «normal», confiere a estas cartas una obviedad demasiado obvia para ser obvia de verdad. Es la primera sospecha que estas cartas nos transmiten, y con ella el primer malestar. Como si en estas misivas de sosería inocua discurriera subterráneo algo indescifrablemente nocivo y pecaminoso. En estas cartas no está la obviedad, sino lo Obvio mayúsculo y platónico, su estructura profunda, la fenomenología en forma epistolar de un paradigma: el código amenazadoramente estúpido del Amor.
Tengo la impresión de que a Stendhal no le habría gustado este amor, demasiado pobre de connotaciones históricas y de implicaciones sociales como para ser digno de figurar en su tratado. Pero si estas cartas hubieran acabado siendo vistas por Bouvard y Pécuchet, tal vez los dos metafísicos de la Bétise habrían emitido con satisfacción su sentencia preferida: «¿Y qué hacemos con todo esto? ¡Nada de reflexiones! ¡Copiemos!». Con Flaubert, por lo demás, Pessoa da muestras de una gran afinidad electiva. Él también, como el ex idiot de la famille, encerrado para espiar el mundo detrás de las ventanas, hubiera podido declarar legítimamente que la vida «parece tolerable sólo si conseguimos esquivarla»; y su obra, especialmente las más conmovedoras composiciones de Alvaro de Campos (Passagem das horas y Tabacaria) son la mejor confirmación de ello. He ahí la razón por la que el silabario de estas cartas nos proporciona el malestar de un pecado doloroso e inútil: como el de alguien que aspira a vivir con extrema convicción algo de lo que no está convencido; al igual que ciertas maquinarias ingeniosas y perfectas que no sirven para nada. Porque nos inducen a pensar que Pessoa delegó en otro, que era él mismo, la tarea de vivir una historia de amor y de escribirle cartas de amor a la señorita Ophélia Queiroz, empleada asimismo en empresas de exportación e importación de la Lisboa de los años veinte. Y que él se quedó mirando ese Bouvard y Pécuchet suyo, que era él mismo, mientras copiaba sus propias cartas. Todo Pessoa es «como si», ha escrito Luciana Stegagno Picchio. A su manera, también estas cartas son un «como si».
Pero también los «como si» acarrean dolor, naturalmente. Y placer acaso también. Como una prótesis. Y postulan una sintonía con la sensibilidad del terminal al que se refieren: están dotados, por lo tanto, de los mismos principios que aquél, poseen los mismos mecanismos, acaso el material sea el mismo. El Fernando Pessoa que vive su «como si» es evidentemente Fernando Pessoa él también. Siguiendo la enjuta crónica de su «como amor», tendremos «una ulterior superficie, un ulterior estrato del laberinto que siempre fue Pessoa[1]».
¿De qué nos hablan estas cartas? Para empezar, nos hablan de horarios. Lo que puede parecer bastante plausible para un hombre que escandía su vida con el inmutable metrónomo del modesto oficinista. Pero en estas cartas la presencia de las manecillas resulta tan obsesiva que se convierte en algo distinto a una mera medida de las horas. Pessoa tiene siempre el poder de mayusculizar la trivialidad, como solo saben hacerlo los grandes neuróticos. En él el hábito se convierte en tic, el tic en manía, la manía en obsesión; y la obsesión remite a zonas oscuras, a minúsculos abismos cotidianos, a tótems domésticos y de bolsillo, pero no por eso menos amenazadores ni prepotentes. Nos hablan también del terror-rechazo hacia la fotografía, hacia esa «provisoria imagen de sí mismo», como la definió en la dedicatoria a una tía que se la había pedido insistentemente, lo que tiene sin duda algo en común con la angustia de lo «real visible» que acompañó siempre a la poesía de Campos. Nos hablan, por último, de la conjugación del insólito binomio Amar/Deambular, dictado por el criterio esquizoide de hallarse en un lugar y de estar pensando en cuándo se hallará en otro sitio. Lo que le obliga obsesivamente a trazar recorridos, a imaginar itinerarios, a registrar una densísima red topográfica hecha de calles, de plazas, de callejones, de muelles de puerto, de paradas de tranvía y que se inscribe en la Lisboa asignada (la Baixa) por el Campos vanguardista y por el Bernardo Soares, escribano decadente[2]. Y está, por último, la proyección de sí mismo sobre el ser amado para amarse en él cual Narciso, hasta el punto que parecen oírse los versos de Ricardo Reis:
Ninguém a outro ama, senâo que ama
O que de si ha nele, ou é suposto[3].
¿Qué ama de sí mismo en Ophélia (o lo supone), Fernando Pessoa? Ama al niño que no deja de ser, su más sugerente puerilidad sustraída al fin a las censuras del superego y exhibida en su más insolente desnudez: lo que significa balbuceos infantiles, deseo de recibir azotes maternos, afán de regazo, envidia-nostalgia por un mundo en el que la valoración de lo real se delegaba en los adultos. Desde luego, fue una hermosa relación neurótica, maniática como lo son los amores que por norma duran toda una vida: exactamente lo contrario de algunas pasiones liberadoras, arrolladoras y basadas enteramente en los riñones. No: éste fue, sin serlo, un matrimonio, y como tal se alimentó de costumbres, de decoro, de devoción y de mezquindad. No arrolló nada, no liberó nada y nada produjo. Sólo que se agotó en la pura idea o en la pura estructura matrimonial, prescindiendo del tálamo. Pero además, el sexo ¿qué tendrá que ver aquí? Para Pessoa, algo así fue la esencia del amor, no su realización al nivel del pragma, tal y como su ortónimo lo había teorizado en un poema:
O amor é que é esencial.
O sexo é só um acídente.
Pode ser igual
Ou diferente.
O homen não é um animal:
É uma carne inteligente,
Embora às vezes doente[4].
Y el «accidente» no se verificó. Presumiblemente, semejante clase de accidentalidad le estaba vedada a este tipo de amor y las cartas así lo revelan. Y por lo demás, ¿para qué hablar del hombre Pessoa? Quien está jugando aquí, por más que se llame como él (o incluso aunque sea él precisamente), es uno de sus muchos álter ego, un «doble» doble. Más que nunca personaje de sí mismo, este Pessoa ortónimo que escribe cartas de amor en las mesas de los viejos cafés de Lisboa vive la vida en forma de literatura: es decir, al igual que Campos, Reis, Caeiro y los demás heterónimos, vive una vida que es la quintaesencia de la vida, es su código[5].
La cuestión central de estas cartas, como el de toda la poesía de Pessoa es, por lo tanto, el problema de la ficción, es decir, de la heteronimia. No podía ser de otra manera, porque la «ficción verdadera» de Pessoa, según una sutil distinción suya, es una actitud ante lo real, no sólo una dimensión literaria, y fue empleada en la vida y en la literatura sin diferencia alguna. La presencia de los heterónimos auténticos se reduce aquí principalmente a la persona de Alvaro de Campos, dado que, como declara Ophélia en su testimonio, «Fernando rara vez hablaba de Caeiro, de Reis o de Soares». Está también, es cierto, la presencia del señor Crosse, el charadista con nombre de charada que se pasó la vida aspirando a los premios de los concursos de pasatiempos del Times de Londres. Pero su aparición no representa en ningún momento una interferencia entre ambos enamorados: al contrario, es un personaje confortante y protector, eventual dispensador de bienes materiales en la feliz hipótesis de algún triunfo por su parte. La presencia del ingeniero Alvaro de Campos, tratado siempre con irónica deferencia con su título de estudios, es completamente distinta.