Su existencia se insinúa muy pronto en la historia de amor de Ophélia y Fernando, reclama su derecho al juicio, a la acción, a la participación. «No te sorprendas si mi caligrafía resulta algo extraña», aclara Fernando en la carta 13; y justifica esa extrañeza con dos motivos: la calidad del papel y el estado de embriaguez en el que se halla. Y después añade que existe un tercer motivo: «que sólo hay dos motivos, y por lo tanto no hay ningún tercer motivo». Se trata de un típico oxímoron al estilo de Campos, quien firma entre paréntesis esta paradójica afirmación; pero no hay que olvidar un verdadero motivo sobreentendido en el no-motivo aparente: la costumbre de Pessoa de cambiar de caligrafía según sus heterónimos. De ahí la extrañeza (léase diferencia) real de la caligrafía.
Nos queda por saber por qué, de entre los tres heterónimos mayores, le tocó precisamente en suerte a Alvaro de Campos el participar en la historia de amor de Fernando. Es cierto que gozó de un estatuto especial, que no le correspondió al resto de los heterónimos. Alberto Caeiro murió muy joven, en 1915, tras haberse pasado toda la vida en provincias, en casa de una anciana tía. Ricardo Reis se marchó pronto de Portugal, emigró a Brasil a causa de sus ideas monárquicas y ya no regresó. Alvaro de Campos, ingeniero naval desempleado, vivió toda su vida con Pessoa, frecuentó y amó los mismos lugares que éste (la Baixa, los muelles del puerto, los cafés modernistas, las tienduchas y las tabaquerías de la rua dos Retroseiros), dejó de escribir cuando Pessoa dejó de escribir, es decir, murió con él. Pero creo que es necesario tener en cuenta también una aguda observación de Jorge de Sena que concierne a la naturaleza de
Campos, el único homosexual de todo el grupo heterónimo. Si esta observación fuera exacta, es decir, si Campos hubiera sido escogido por Pessoa (consciente o inconscientemente) como elemento «perturbador», entonces su papel en la historia de amor se volvería bastante más complejo, porque de alguna forma vendría a constituir el tercer lado del clásico triángulo amoroso, por más que dotado de un signo distinto. Por otra parte, Ophélia, con su inteligencia y su sensibilidad, ya había intuido en Campos una presencia amenazadora y enemiga. Su antipatía por él le es reprochada en varias ocasiones por Fernando, quien más de una vez se queja de la aversión de su enamorada por el ingeniero, a pesar de que a éste «le gusta mucho, mucho su pequeño Bebé» (carta 26). Un entusiasmo, el del ingeniero vanguardista, de breve duración, dado que apenas un mes antes Fernando acababa una de sus cartas con esta exhortación: «¡Sécate las lágrimas, Bebé malo! ¡Hoy tienes de tu parte a mi viejo amigo Alvaro de Campos, quien por lo general siempre ha estado solo en contra tuya!» (carta 22).
La presencia de Campos no tardará en volverse granítica y aspira incluso a destronar a Fernando, a sustituirle. En la carta 35, en la que Fernando confía a Ophélia su proyecto de refugiarse en una clínica psiquiátrica para buscar una cura que le permitiera resistir la ola negra que se había abatido sobre su «cerebro condenado», intenta minimizar con una ingeniosa frase de despedida un acontecimiento que por lo demás había sido grave y perturbador. Pero el tono de boutade no consigue disfrazar el pánico ante un «juego» que tal vez se haya vuelto ya incontrolable. Estamos en octubre de 1920, en vísperas de la primera ruptura, y la frase reza: «Al fin y al cabo, ¿qué ha sucedido? ¡Me han cambiado por Alvaro de Campos!».
Tampoco nueve años más tarde, cuando después de una larga separación vuelva a encenderse efímero el titileo de una nueva llama, sabrá el ingeniero naval mantenerse discretamente en la sombra. Todo lo contrario, ahora entra en persona en la relación entre ambos con seguridad y prosopopeya, encargándose de escribir de su puño y letra a su «rival» para convencerla de que deje de pensar en Fernando (carta 41). Y tiene el aire de una venganza (mejor dicho, de un ajuste de cuentas), la invitación que Campos le hace a Ophélia para que arroje a la alcantarilla la «imagen mental» de Pessoa. Definitivamente, el ortónimo y el heterónimo gozan del mismo estatuto, son ambos una imagen mental, una invención, la idea de alguien que es Fernando Pessoa pero que no es ninguno de los dos.
Y el verdadero Pessoa, entre tanto, ¿dónde está? ¿En qué lugar se desarrolla su vida? ¿A qué se dedica ese fugitivo de sí mismo? Pessoa está en algún doquier pensándose y escribiéndose. Su destino «pertenece a otra Ley… y está subordinado cada vez más a la obediencia a Maestros que no consienten ni perdonan» (carta 36). Al igual que este amor, que fue un pensamiento, también la «verdadera» vida de Pessoa parece un pensamiento, como si todo hubiera sido pensado por algún otro. Existe, pero no tiene lugar. Es un texto. En esa ausencia reside su conturbadora grandeza.
Antonio Tabucchi 15