9. Intrusos
—La madre que los parió; qué harto me tienen.
La voz de Asdrúbal sonó comedida; le costó disimular la impotencia que en ese momento le asaltó. Para que una nave persiguiera a otra después de un salto hiperespacial, se requería que la víctima llevara un dispositivo espía. Éste, una vez efectuado el reingreso en el espacio normal, se encargaba de dar el chivatazo por vía cuántica. Sin embargo, en el presente caso estaba seguro de que no les habían colocado de tapadillo uno de esos artilugios. Les habían rastreado por el hiperespacio, algo que teóricamente no podía hacerse.
Desechó de inmediato regresar a alguno de los sistemas solares que habían visitado previamente. Sería una irresponsabilidad criminal encaminar a los centauros en una dirección que los llevaría hacia los mundos poblados por colonos. Tenían que alejarlos, pero una huida hacia el desconocido centro galáctico parecía inviable. Las reservas de energía de la Kalevala iban un tanto escasas, y habían perdido casi todas las naves auxiliares buscando un lugar seguro para salir del hiperespacio. Cada vez costaba más tiempo y combustible dar con una ruta buena. Tal vez después de VR-1070 ya no hubiera más, y el siguiente salto sería el último.
Eso sólo dejaba una opción: el combate. «Como si fuera tan fácil», pensó. La estrategia del enemigo era tan simple que llevaba todas las de ganar. Daba igual que se tratase de seres inteligentes o ciegos autómatas; sabían pelear, y no consideraban otra opción que la aniquilación del adversario. Recordó la masacre de Leteo, las pobres crías ejecutadas, la defensa desesperada de sus mayores. Ahora le tocaba a la Kalevala.
El momento era de especial gravedad. Asdrúbal temía que el desánimo cundiera entre la tripulación. Esta necesitaba que su comandante aparentara saber lo que se hacía. «De acuerdo, simulemos aplomo, y que empiece el espectáculo.» Respiró hondo.
—Pongamos rumbo al planeta gigante. Veamos si el enemigo es capaz de maniobrar en una atmósfera turbulenta, y qué tal le sienta el calor.
—Esto… —dijo Wanda, mirando el espectáculo que se ofrecía en las pantallas—. ¿Puede tu nave volar ahí?
—Teóricamente, sí, aunque nunca lo intentamos —comentó Asdrúbal, sin darle mucha importancia—. En el espacio, ellos son más rápidos y maniobreros que nosotros. No podemos seguir eludiéndolos eternamente. Eso sí; te garantizo que si entramos los dos ahí, sólo saldrá uno.
«O ninguno», pensaron bastantes tripulantes, pero nadie quiso replicar al comandante. Las cosas pintaban muy mal, pero aquellas últimas palabras habían sonado bien. Algo impulsaba a creerlas. La desesperación, quizá.
La Kalevala aceleró a fondo, con su perseguidor a la estela. El disco del planeta se fue acercando vertiginosamente. Era mucho mayor que Júpiter, una esfera adornada con bandas grises y amarillentas, tan cercano a su estrella que completaba su órbita en apenas tres días, ofreciéndole siempre la misma cara. El contraste de temperatura entre la zona iluminada y la sombría era brutal. Un meteorólogo habría disfrutado estudiando las violentas corrientes que se generaban en aquella atmósfera. Como telón de fondo, a pocos millones de kilómetros de distancia, el Sol amarillo ocupaba gran parte del firmamento. Las llamaradas y fulguraciones de la corona componían un espectáculo magnífico a través de los filtros que atemperaban su tremendo brillo.
—Si va a convertirse en nuestra tumba, difícilmente podríamos haber escogido un escenario más adecuado —dijo Manfredo.
Afirmar que aquél era un lugar hostil para la vida sería quedarse corto, pero la nave se sumergió en él de cabeza. Pese a haber sido diseñada para los viajes siderales, el campo TP desorganizaba y teleportaba las moléculas de gas antes de que tocaran el casco. A efectos prácticos, era como si la Kalevala fuera generando un vacío a su paso. Pero aquella protección no salía gratis. Las reservas energéticas menguaban a pasos agigantados.
La nave sembradora no abandonó su cacería. Sus integrantes se acoplaron para adoptar una forma aerodinámica, y los que ocupaban el exterior cambiaron de aspecto. La superficie comenzó a relucir como un espejo.
—Esos cabritos han fabricado con sus cuerpos un blindaje que resiste al calor y la radiación. —Asdrúbal procuró que sus hombres no le notaran la frustración—. Bien, ya veremos qué tal aguantan la presión, y quién revienta antes.
Los centauros seguían disparando esporádicamente, pero la turbulenta atmósfera, con rachas de viento que superaban los mil kilómetros por hora, molestaba su puntería. Cuando se acercaban demasiado, Asdrúbal ordenaba disparar una carga termonuclear entre ambas naves, lo cual contribuía a mantener la distancia entre ellas. En la atmósfera, las explosiones se notaban mucho más que en el vacío.
Con la muerte en los talones, la Kalevala se zambulló en lo más hondo del planeta. Todo se tornó de un color ocre sucio, en medio de una temperatura capaz de fundir el metal, unos huracanes violentísimos y una presión que la aplastaría en un instante si no fuera por el campo TP. Pero los centauros no cejaban. Un entorno tan hostil no hacía mella en ellos o, en todo caso, no lo aparentaban. Su aspecto distaba mucho de ser el de una nave que iba a colapsarse de un momento a otro. Brillaba majestuosa, como un gran tiburón de plata.
Siguieron descendiendo al infierno. El paisaje se tornó negro, tan sólo iluminado ocasionalmente por algún titánico relámpago. Cientos de kilómetros de gas denso pendían sobre ambas naves, que seguían volando en un entorno para el que no habían sido concebidas. La puntería de los centauros se había tornado pésima, pero poco importaba. No había forma de matar a aquellos seres cuando actuaban en equipo. Los tripulantes comprendieron lo que pudieron sentir los alienígenas de Leteo: impotencia ante lo inexorable. En el puente reinaba un silencio de funeral, como si todos aceptasen la derrota pero deseasen, al menos, acabar con dignidad.
—Mi comandante —dijo un suboficial muy joven, con cara de niño asustado—, la reserva de energía está alcanzando un nivel crítico. Si continuamos bajando, el campo TP fallará antes de que podamos salir de la atmósfera.
El enemigo, en apariencia más fresco que una lechuga, no necesitaba disparar para vencer. Le bastaba con aguardar a que su presa acabase como la cascara de un huevo al ser pisada por un elefante. Y si la Kalevala se rendía y volvía al espacio, lo haría con tan poca energía que sería un blanco fácil.
«Estamos muertos. La jugada ha fracasado —pensó Bob, mirando a su alrededor—. La gente se lo está tomando razonablemente bien. ¿Y yo?» Parecía haberse contagiado del mismo fatalismo que los demás. Si dispusiera de más tiempo, se habría lamentado amargamente por los años que aún le quedaban por vivir, las ocasiones perdidas, los polvos no echados. Le habría gustado saber qué pensaban los demás en sus últimos momentos. Sobre todo, Wanda y Nerea. Pensó en la piloto, que ahora estaría en la cabina de la lanzadera, aguardando el fin. La añoraba. ¿Tendría un último recuerdo para él? Sintió ganas de llorar, pero aguantó el tipo. El no iba a ser menos que Eiji, o Marga. Los científicos estaban serios, agarrados de la mano, pero sin perder la compostura. Y los tripulantes… Tampoco era tan malo morir rodeado de tales compañeros.
Al menos, se consoló, sería rápido. Cuando el campo protector colapsara, la implosión de la Kalevala sería instantánea. Pero jodía perder y, cosa rara, le mortificaba no haber podido vengar a aquellos alienígenas y sus crías. Inmerso en sus cavilaciones, dio un respingo cuando la voz de Asdrúbal rompió el silencio trágico.
—Ya los tenemos donde queríamos. A esta profundidad, maniobran con torpeza. Dejadlos que se aproximen.
El comandante sonaba muy seguro de sí mismo, y los seres humanos se agarran a un clavo ardiendo cuando ya no queda otro remedio. El fatalismo se esfumó.
—Asdrúbal, ¿realmente tienes un plan, o lo haces para darnos ánimos? —preguntó Wanda, escéptica.
—De todo un poco, amiga mía. —Se dirigió hasta las consolas—. Ordenadores, dependemos de vuestra precisión. O esto sale bien a la primera, o despidámonos. Cuando el enemigo esté lo suficientemente cerca, invertid el flujo de las toberas y embestidlo. En el momento del abordaje —los presentes iban abriendo unos ojos como platos conforme hablaba—, proporcionad la máxima potencia al campo TP. Dejad tan sólo la energía imprescindible para que podamos salir de aquí cagando leches.
—¡Es una locura! —exclamó Eiji, atónito.
—Es una orden —se dirigió a toda la tripulación por los altavoces—. Puede que tengamos problemas con el mantenimiento de los generadores gravitatorios. Que todo el mundo se ponga un arnés de seguridad —miró a Bob—. Y tú, echa el freno a la silla de ruedas. Por cierto, oficiales, suboficiales, tropa, científicos y pasajeros: si no escapamos con vida de ésta, sabed que ha sido un honor servir a vuestro lado. Y ahora, ¡a por esos cabrones!
Un grito de guerra espontáneo coreó al comandante.
Los centauros no se lo esperaban. Su presa rezumaba debilidad y se acercaban a ella rápidamente, a una distancia a la que pudieran asegurar el blanco. Pero en una maniobra súbita, la presunta víctima se detuvo en seco. Fueron incapaces de esquivarla.
Una Kalevala bastante maltrecha surgió de entre las nubes tórridas. El campo TP había cedido justo al final, y sobrevivió al paso por las capas altas de la atmósfera gracias a la excelente factura de su blindaje biometálico. Ahora sólo restaba comprobar la suerte del enemigo. Si salía tras ellos, estaban listos de papeles.
Y tal cosa hizo, aunque no de una pieza. Rocas sueltas o en pequeños grupos fueron brotando de entre las últimas nubes. El ardid del comandante había funcionado. El campo TP de la Kalevala había desintegrado buena parte de la nave sembradora. Lo que ahora quedaba era apenas un pequeño porcentaje del original, incapaz de formar algo mayor que una lanzadera.
Curiosamente, aquellos fragmentos seguían persiguiendo a la Kalevala. Manfredo se lo hizo notar al biólogo:
—Son criaturas de costumbres. La forma de perseguirnos, lo de cosechar planetas cada 802 años a piñón fijo… Eso indica inflexibilidad, rutina. Habría que ver hasta qué punto son capaces de adaptarse a los cambios. En cierto modo, me siento identificado con ellas. Por lo del cerebro cerámico, ya sabe usted. —Sonrió mientras se daba unos toquecitos en el cráneo con el dedo.
—¡Especulaciones y más especulaciones! —Aunque protestara, Eiji estaba radiante de felicidad por seguir vivo—. Sin ejemplares a los que estudiar, hablamos por hablar. No sabemos siquiera si son inteligentes. Quizá sean como colonias de hormigas que…
—Lo del superorganismo ya lo propuse yo, doctor Tanaka.
Ajeno a aquel diálogo, Asdrúbal sonreía. En su expresión había algo que recordaba a la del macho alfa de una manada de lobos, cuando acorralaba a una presa exhausta.
—Fuego a discreción —ordenó.
Los grupos de rocas sucumbían uno tras otro al armamento pesado de la Kalevala. Bien fuera por su reducido tamaño, bien porque la presunta inteligencia grupal necesitara cierta masa crítica para organizar una defensa eficaz, el caso fue que para los artilleros resultó un ameno ejercicio de tiro al plato. Al final tuvieron que ir espaciando los disparos por la escasez de munición y de reservas energéticas. Eso permitió a unos pocos supervivientes unirse y saltar al hiperespacio. Por primera vez en su historia, los centauros huían. La batalla había terminado.
A bordo, todos respiraron aliviados. La tensión acumulada se fue desfogando en abrazos, sonoras palmadas en la espalda y voces más fuertes de lo habitual, a veces rayanas en la histeria. Hasta Marga había abrazado a Eiji, en un rapto de emotividad.
—Creí que no lo contábamos —decía la geóloga una y otra vez.
Tan sólo unos pocos individuos guardaban una calma antinatural. De Manfredo cabía esperarlo, dada su peculiar idiosincrasia. Asdrúbal, como buen comandante, debía aguantar el tipo y adoptar una pose que sirviera de referencia a sus hombres. A Bob se le notaban algo los nervios, pero pocos brincos podía dar yendo en silla de ruedas. Wanda, en cambio, parecía estar de vuelta de todo. Si lo había pasado mal, no lo manifestaba.
—Para tratarse de una nave de exploración, ha librado una magnífica batalla —le dijo al comandante—. Tanta tecnología, y al final se ha decidido todo a la antigua usanza, como cuando las trirremes griegas le clavaban el espolón a los navios persas.
—No sé cómo lo habrían hecho los comandantes de la Armada en los viejos tiempos. Fueron siglos turbulentos. Ahora, en cambio, es raro que dos astronaves se enfrenten directamente. Por tanto, seguí una táctica tan vieja como la Humanidad: improvisé.
—No quisiera tenerte como enemigo —miró inquisitiva a las consolas—. Me gustaría saber adonde se largaron esos bichos.
—Bueno —las sonrisas de Asdrúbal y algunos de sus hombres que lo escuchaban eran triunfales—, además de propinar una paliza a esos malnacidos, nos tomamos la libertad de, disimuladamente, pegarles en la chepa algunas balizas cuánticas. Se encargarán de cartografiar su rumbo a través del hiperespacio e indicarnos su punto de destino. Sí, amiga mía —e inconscientemente se frotó las manos—; ahora, los cazadores seremos nosotros. Repostaremos hidrógeno del planeta, recargaremos baterías, repararemos los desperfectos e iremos tras ellos. Este es un viaje de exploración y pienso concluirlo. —Miró a su alrededor—. ¿Algo que objetar, damas y caballeros?
Nadie le llevó la contraria. Su entusiasmo resultaba contagioso.
Era raro que Asdrúbal se pasara por la sala de reuniones, sobre todo en los últimos días. A Wanda le extrañó tropezarse con él. El comandante estaba sentado en una mesa, solo, bebiendo a lentos sorbos un vaso con un brebaje que seguramente no era agua. Al verla, le hizo señas para que se reuniera con él.
—Voy a por una cervecita fresca de la máquina y estoy contigo —le dijo.
Estuvieron un rato sin hablar, limitándose a beber pausadamente.
—Qué tranquilo está todo —comentó Wanda al fin.
—Ajá. El recorrido por el hiperespacio va a ser largo, según los ordenadores cartógrafos. Por fin dispongo de un rato para relajarme.
—Un buen salto… —Wanda miró pensativa a su vaso, y luego a los ojos del comandante—. ¿Tanta prisa había? ¿Por qué no aguardamos la llegada de refuerzos?
—Prefiero hacerlo así, antes de que la pista se enfríe. Por lo demás, la Kalevala está en plena forma. Tan sólo andamos escasos de misiles y naves auxiliares, pero los láseres, escudos y sistemas de camuflaje activo funcionan perfectamente, y hemos cargado combustible de sobra. Se trata de seguir al enemigo, ocultarse, observar e informar al Alto Mando, nada más.
—Y nada menos. En lo que concierne al camuflaje, recuerda lo que nos pasó en VR-1047. Había una roca espiándonos, y avisó a sus hermanas.
—Fuimos descuidados, lo admito, pero tomamos nota de los errores. Esta vez pecaremos de exceso de prudencia. Lo haremos como en el viejo chiste del apareamiento de los erizos: con mucho cuidado.
—¿Tienes idea de cuántos mandamases muy seguros de sí mismos habrán pronunciado esas mismas frases antes de una catástrofe irremediable?
—No seas agorera y termina la cerveza, Wanda.
A partir de la información que enviaban las sondas espías, los ordenadores cartógrafos determinaron que los centauros habían emergido en un sistema estelar triple, fuera del brazo galáctico. Más aún: su presunto cubil se hallaba en un cúmulo globular situado muy por encima del plano de la Vía Láctea.
El salto a través del hiperespacio duraría varias jornadas, así que dispusieron de tiempo sobrado para las charlas ociosas. Todos estaban convencidos de que aquellas rocas eran los genuinos sembradores. Así cobraba sentido la filmación alienígena recogida en las ruinas de Leteo.
—La misteriosa nube blanquecina que se cernía sobre VR-218 se comporta, a escala planetaria, como nuestros singulares atormentadores —decía Manfredo en la sala de hologramas, revisando los documentos gráficos obtenidos en aquel viaje memorable—. Me atrevo a pronosticar que en una masa tan enorme, las interacciones entre sus componentes podrán alcanzar un grado elevadísimo de complejidad. Por tanto, el superorganismo será capaz de ejecutar acciones inimaginables. Si unos cuantos miles pudieron formar una nave que en muchos aspectos superaba a la Kalevala, imaginen algo del tamaño de una luna.
—Simplemente, con la mera fuerza gravitatoria asociada, sería capaz de causar catástrofes a escala planetaria en el mundo que elijan como objetivo —dijo Marga.
—Hablando de objetivos —replicó Wanda—, ¿por qué cosechan?
—Nosotros repostamos combustible y materias primas en VR-1070 —respondió Bob—. Tal vez ellos… —Y dejó la frase en suspenso.
—Esos seres parecen seguir un ciclo vital de 802 años —intervino Nerea que, como de costumbre, poseía la virtud de apuntarse a los coloquios más jugosos—. No soy bióloga, pero sé que muchos animales atraviesan por distintas fases bien diferenciadas. De jóvenes se alimentan, y cuando maduran se reproducen. Tal vez, cada cierto tiempo deben recopilar víveres. Y como son tantos, necesitarán cosechar un planeta entero para ir tirando.
—Yo sí soy biólogo —replicó Eiji—, pero ejerceré de abogado del diablo. Supongamos que, en efecto, esas rocas, al agregarse, dan lugar a una inteligencia de nivel superior, capaz de fabricar herramientas y obrar maravillas. Si tan listas son, ¿por qué no desarrollaron placas solares o algo similar? ¿Para qué seguir un proceso tan retorcido, costoso y complejo como el de sembrar planetas? La solar es la energía más abundante y barata en el universo. A partir de ella, y usando materias primas que podrían extraer de cualquier planeta gigante gaseoso, podrían sintetizar todos los nutrientes que quisieran. Sería mucho más eficiente que lo que hacen.
—Quizá, doctor Tanaka, sean criaturas esclavas de sus costumbres —dijo Manfredo—. O empleando la terminología de ustedes, los biólogos, lo llevan en los genes. Sigamos con su ejemplo de las amebas. Estas, cuando reciben la llamada química de un congénere sometido a estrés, no tienen más remedio que agregarse y, en algunos casos, suicidarse en pro de la comunidad. No pueden hacer otra cosa que seguir las instrucciones grabadas en su código genético, y lo repetirán generación tras generación, hasta que se extingan. Por tanto, debemos concluir que sus actos de aparente crueldad no obedecen a una maldad intrínseca, sino a las restricciones de diseño, en sentido amplio.
—Podrían evolucionar —objetó Marga.— Recuerda lo que te enseñaron en Secundaria sobre el equilibrio puntuado. Las especies tienden a permanecer estables durante la mayor parte de su historia. Los episodios de especiación son muy rápidos en términos geológicos, y se dan en zonas periféricas, aisladas de las poblaciones principales. Reconozco que lo que apunta Manfredo tiene sentido. Puede que el comportamiento de los centauros contribuyera a su éxito como especie, y quedara fijado indeleblemente en su genoma. Entonces, el instinto prevalecería sobre la inteligencia de enjambre y… Ay, habéis logrado que me ponga a elucubrar, como vosotros. —El biólogo sonrió.
—Comprendo perfectamente la actitud de los centauros —dijo Manfredo—. Fíjense en mi cerebro: como saben, funciona de maravilla, pero me resulta complicado adaptarme a los cambios sociales. Y esto me lleva a proponer otra hipótesis. Quizás hayan fijado su forma de actuar conscientemente. Al igual que nosotros modificamos nuestros cuerpos mediante terapias genéticas o la microcirugía, ellos podrían también haberse blindado contra la evolución, contra los cambios, contra lo imprevisible.
—Si funciona, no lo toques —añadió Wanda. —Ahí quería llegar, señora Hull. Sin embargo, se puede morir de éxito.
—Se me ocurre una explicación a que prefieran sembrar y cosechar, en vez de crear una tecnología de aprovechamiento de la energía solar —intervino Nerea, que llevaba un rato escuchando atentamente—. A lo mejor les es más cómodo usar las biosferas como fábricas de transformación de las materias primas. Se trataría de herramientas a escala planetaria que, una vez puestas en marcha, funcionan solas. Y en la Vía Rápida hay mundos de sobra. ¿Para qué molestarse en cambiar?
—Especulaciones, especulaciones… ¡Guardaos de ellas, pecadores! —Eiji se puso a imitar a un sacerdote con grandes aspavientos.
—Me pregunto —dijo Wanda, pensativa— qué encontraremos en el cúmulo globular. ¿Individuos aislados?
—Seguramente estarán empezando ya a congregarse —le respondió Nerea, con una sonrisilla malévola—. Al fin y al cabo, sólo les quedan 75 años paraprocesar Eos. Y si la fase de agregación es la que dedican a alimentarse, a estas alturas les estará entrando el gusanillo del hambre, ¿no?
—Muy graciosa… —dijo Bob, de mal humor—. Cómo se nota que Eos no es tu casa.
—Esperemos que esta vez hayan elegido un bocado demasiado grande para poder engullirlo —sentenció Wanda.
La Kalevala regresó al espacio normal con muchísimo cuidado. Ni siquiera se encendieron los motores. Así, la astronave se limitó a derivar en completo silencio, procurando no atraer la atención de los cazadores.
Tras examinar exhaustivamente las grabaciones del incidente con los centauros, los ordenadores de a bordo determinaron que los perseguidores habían surgido en el mismo punto de VR-1070 que la Kalevala. Seguramente, su sistema de rastreo exigía seguir idéntica trayectoria que la presa. Por si acaso, Asdrúbal decidió aparecer a una distancia segura y, a ser posible, al resguardo de algún planeta. Aparentemente, fue una buena idea. Nadie les seguía, aunque la tripulación se sentía como un gato en campo abierto, intentando pasar desapercibido frente a una jauría de perros rabiosos.
Pese a todo, la tensión no impedía que disfrutaran de las maravillas que se ofrecían a sus ojos. Que supieran, ningún ser humano, androide u ordenador había contemplado algo así antes.
La Vía Láctea se desplegaba en todo su esplendor. Miríadas de estrellas derramaban una luz pálida de belleza sobrecogedora. Desde esa perspectiva se podía apreciar que se trataba de una galaxia espiral barrada. En el disco se veían los brazos separados por bandas más oscuras de gas y polvo. En el centro, el bulbo era una bola de brillo uniforme, de un blanco purísimo.
Los filtros de las pantallas mitigaban el resplandor y permitían discernir detalles sutiles. Destacaba el anillo de soles que orbitaba en torno al agujero negro supermasivo del centro, un monstruo insaciable que devoraba materia y despedía chorros de gas y rayos gamma por los polos galácticos. En el disco se veían penachos de estrellas que brotaban oblicuos, como finos cabellos luminosos, restos de pequeñas galaxias canibalizadas del grupo local.
El resto del firmamento no estaba vacío. La Kalevala navegaba por la periferia de un viejo cúmulo globular, a cierta distancia del plano galáctico. Había estrellas por doquier, muchas de ellas enanas de primera generación, que brillaban con tonos rojizos. Ante un escenario tan sublime, sólo quedaba admirarlo con reverencia. Los dramas que afligían a los moradores de los mundos que alumbraban esos puntitos de luz parecían muy lejanos, irrelevantes y sobre todo efímeros, frente a una belleza que se antojaba perpetua.
Aquello era el telón de fondo para un llamativo sistema solar. En sus tiempos tuvo que ser digno de verse, con dos gigantes azules danzando muy juntos y una enana roja orbitando a gran distancia de sus hermanas mayores. Pero las estrellas masivas gozan de una vida gloriosa y fugaz. De ellas sólo quedaban dos pulsares que giraban como peonzas enloquecidas, emitiendo sus lamentos al cosmos con la regularidad de radiofaros. Sus atmósferas aún podían intuirse a años luz de distancia, como jirones de un velo deshecho por el viento estelar.
Ajena a esas catástrofes, la pequeñita del trío seguía tan colorada como siempre. En torno a ella había pocos planetas. Sin duda, las gigantes azules habían dejado escaso material para construirlos. Había un cinturón de asteroides entre dos mundos gaseosos, y punto. Aparentemente, el cinturón correspondía a un planeta que nunca pudo formarse por culpa del tirón gravitatorio de los otros.
Según indicaron las sondas, los centauros supervivientes habían saltado al espacio normal cerca del cinturón. Y al cabo de unos días, misteriosamente, dejaron de emitir. La Kalevala, para evitar emboscadas, apareció muy cerca del planeta exterior, protegida por su sombra. Mientras seguía invisible y con los motores apagados, fue el turno de las naves auxiliares. Tenían que buscar sin ser descubiertas dónde se habían refugiado los sembradores. A los tripulantes sólo les quedaba esperar que sucediera algo, mientras las jornadas transcurrían en una tensa calma.
Los centauros parecían haberse esfumado. Aparte de asteroides dispersos, nada más había por allí, ni el más mínimo signo de vida.
—Me tienta la idea de abandonar la enana roja y acercarnos a los pulsares —dijo Asdrúbal—. Tratándose de unos bichos tan raros, a lo mejor se encuentran a gusto en entornos extremos.
Antes de darse por vencido, tentó a la suerte por última vez. Si los centauros estaban en el cinturón de asteroides, sin duda disponían de un camuflaje endiabladamente bueno, al igual que el de la Kalevala. Era preciso dejarse ver, para forzar la reacción del enemigo.
—Y me ha tocado a mí— dijo Nerea, resignada—. Nosotras, las máquinas, somos prescindibles. Ya tendría que haberme acostumbrado…
—Necesitamos que detecten la lanzadera para saber por dónde andan —le explicó Asdrúbal—. Además, no te quejes; la tripularás a distancia, desde el puente de mando.
—Bien, pero ¿y el ordenador del vehículo? No es un mal tipo, a pesar de su proselitismo para aficionarme a la ópera clásica.
—Conservamos una copia actualizada, descuida.
Una vez concluidas las protestas de ritual, Nerea se sentó delante de una consola y la contempló fijamente.
—¿Dónde están los controles? —preguntó Bob, intrigado.
—Me comunico con la lanzadera mediante el ordenador biocuántico del cráneo. ¿En qué milenio vives, chaval? ¿Acaso te figuras que llevo un puerto USB antediluviano en el culo? ¿No tenéis periféricos inalámbricos en las colonias?
—Perdona, hija. —Bob fingió abochornarse. Intentaba que lo tomaran por un simplón, y que no sospecharan que él también llevaba uno de esos dispositivos para comunicarse con Wanda.
La lanzadera efectuó el primer tramo de su recorrido con el camuflaje activo. Teóricamente era invisible a cualquier observador. Cuando pasó cerca de un asteroide, simuló fallos en los sistemas de ocultación, que se fueron tornando cada vez más frecuentes.
—Ojalá muerdan por fin el anzuelo ——masculló Asdrúbal.
Transcurrieron varias horas sin nada digno de reseñar. Nerea seguía estoicamente sentada en su puesto, sin mover un músculo. Pese a que su cuerpo sintético podía experimentar las mismas sensaciones y necesidades que uno humano, en caso de fuerza mayor podía ponerlo en modo de espera, mientras los ordenadores internos cumplían con su trabajo. Los demás, Bob incluido, se olvidaron de ella y se dedicaron a matar el tiempo conversando, paseando o pensando en las musarañas.
—Los tenemos, mi comandante.
Todos miraron a la piloto, sobresaltados. Nerea había pasado de la inacción a la actividad normal sin avisar. En su semblante se reflejaba la preocupación. Asdrúbal se acercó hasta ella a paso ligero.
—¿Están en el cinturón de asteroides?
—No sólo están, mi comandante. Son el cinturón de asteroides. Además, no les interesa la lanzadera. Vienen derechos hacia nuestra posición. Me temo que saben dónde se esconde la Kalevala.
—La cagamos —se le escapó a un teniente. No fue una expresión digna de pasar a los libros de Historia, aunque reflejaba a la perfección el sentir general.
En pocos minutos, los acontecimientos se precipitaron.
Con absoluto desprecio a las leyes de la Mecánica Celeste, los falsos asteroides aceleraron brutalmente y algunos de ellos se fusionaron. Los ordenadores de a bordo calcularon la masa conjunta de todos ellos: equivalía a la de la Luna de la Vieja Tierra. En el puente, la estupefacción era tan grande que apenas dejaba sitio al miedo.
—Seguro que en el brazo de Orión no os pasan estas cosas —comentó Wanda con voz débil. Asdrúbal se la quedó mirando y replicó, muy solemne:
—Créeme, Wanda. He visto naves en llamas más allá de Orión. He tomado al asalto reductos insurgentes en lo más profundo de las junglas de Alfa Persei. He combatido en un dromón de los Hijos Pródigos contra alienígenas capaces de robarte el alma. He sobrevolado el horizonte de sucesos de un agujero negro. Incluso he leído el Ulises de Joyce sin que a mi mente le quedaran secuelas. Pero te juro que nunca jamás me había perseguido un cinturón de asteroides.
Wanda sonrió y aplaudió con desgana.
—Te ha quedado muy bien el parlamento, pero pasando a asuntos más prosaicos, ¿cómo vamos a salir de ésta?
—De momento, veamos qué velocidad pueden alcanzar los centauros. Larguémonos de aquí cuanto antes, e intentemos ganar tiempo. Mientras, enviaremos los datos en tiempo real al Cuartel General de la Armada.
—La lanzadera acaba de palmarla, mi comandante —dijo Nerea, lacónica.
—¿Cómo…?
—Ni idea. Se ha limitado a estallar. Deduzco que los centauros disponen ahora de armas mucho más peligrosas que un dispositivo para arrojar pedruscos.
—¿Cuál será su alcance máximo? —preguntó Wanda.
—No pienso quedarme a comprobarlo —respondió Asdrúbal—. Campo TP al máximo, y olvidaos del camuflaje. Es inútil contra ellos —ordenó—. Efectuaremos un microsalto hacia los pulsares, para comprobar si nos siguen.
—Así que esto es un pulsar… Bah, esperaba otra cosa.
El comentario banal de Wanda sólo intentaba animar un poco el ambiente. La moral volvía a estar por los suelos, ya que los centauros habían imitado a la Kalevala. Los tenían a popa, a una distancia más corta de lo deseable. Para empeorar el panorama, se habían unido en una sola masa. En lugar de adoptar forma esférica, como cualquier cuerpo decente de ese tamaño, su apariencia recordaba al tiburón peregrino de la filmación alienígena. En el vacío del espacio, una forma hidrodinámica como aquélla carecía de sentido aunque, eso sí, daba pavor. Otro misterio más en el haber de aquellos desconcertantes seres.
Los centauros eran rápidos. Nadie a bordo tenía ni idea de cómo se impulsaba una mole tan ingente. Los motores brillaban por su ausencia, pero le iba comiendo terreno a la Kalevala. Asdrúbal no veía ante sí una línea de acción clara. Desde el cúmulo globular sólo había una ruta hiperespacial abierta y fiable: la del regreso al brazo de Centauro. Pero aparecer en un lugar donde había asentamientos humanos con semejante monstruosidad pegada al trasero no parecía buena idea. Y, por supuesto, la Kalevala no era rival para algo tan grande como una luna. Podría usar los pulsares como catapultas gravitatorias, dar microsaltos, jugar al gato y al ratón, pero al final los sembradores triunfarían. Nunca dejaban sus asuntos inconclusos.
En ese momento, una vibración irregular sacudió a la nave. Asdrúbal miró inquisitivamente a los técnicos, tan perplejos como él.
—Están intentando hacernos algo, mi comandante, pero ¿qué?
—Hemos caído en su radio de acción —dijo Asdrúbal. —Mi comandante, recibimos un mensaje codificado del Alto Mando.
Asdrúbal tomó un visor y se lo puso, al estilo de unas gafas. El aparato lo reconoció y presentó ante sus ojos el documento. Cuando se quitó el artilugio, su expresión era decidida.
—Poned en marcha los motores MRL. Saltamos de regreso a VR-1070.
—Pero nos seguirán, señor— objetó el técnico.
—De eso se trata, hijo. —Alzó la voz—. ¡Rápido, antes de que acabemos como la lanzadera!
Los inevitables días que duraba el viaje a través del hiperespacio transcurrieron en tensión. Sin embargo, el comandante no soltaba prenda.
—El Alto Mando ha sugerido, mejor dicho, ordenado una línea de actuación. Debo guardar silencio. Protocolos de seguridad; ya sabéis cómo funcionan.
—Dudo que alguien en la nave corra a contárselo a los centauros. ¡Eh, chicos! —gritó Wanda—. ¿Hay algún espía entre vosotros?
—Basta de payasadas, Wanda. Tenemos un plan, y es bueno que la tripulación lo sepa. Tan sólo puedo adelantaros que deberemos realizar maniobras extremadamente precisas. Pero de momento, los detalles son reservados.
Finalmente llegó la hora de retornar al espacio normal.
—Emergeremos lo más cerca posible del sol de VR-1070 —explicó Asdrúbal—. Los saltos tan próximos a una estrella son difíciles, pero por fortuna cartografiamos el sistema cuando nos detuvimos en él. Sin embargo, el éxito de nuestra misión depende del comportamiento de nuestros perseguidores.
»Todo parece indicar que son criaturas de costumbres fijas. Antes de realizar cualquier salto, la Kalevala deja atrás algunas microsondas espías. Según los datos que nos han proporcionado, los centauros, tanto los de aquella nave como los de este planetillo, se aproximan al punto en el que abandonamos el espacio normal y aguardan 56 minutos antes de seguirnos. Ni uno más, ni uno menos. ¿Por qué lo hacen? ¿Para calibrar su sistema de rastreo? Posteriormente, emergen del hiperespacio en el mismo punto que nosotros, 27 minutos después. La regularidad parece su seña de identidad.
—Si saltan en el mismo lugar, aparecerán junto al sol —dijo Wanda—. La idea es freírlos, ¿verdad? ¿Y si no funciona?
—No adelantemos acontecimientos. Carpe diem, amiga mía.
La vista era de una belleza terrible. El sol lo ocupaba todo alrededor de la Kalevala. Las llamaradas de gas incandescente trazaban gráciles arcos siguiendo las líneas del campo magnético. La superficie era un hervidero de gránulos brillantes y manchas oscuras. La sufrida nave consumía energía a raudales para mantener frescos a sus pasajeros. No aguantaría más de media hora en semejante horno.
Habían pasado veintiséis minutos. Nadie hablaba. Todos miraban ávidamente las pantallas. Restaban sólo unos segundos para que su suerte se decidiera.
Veintisiete minutos.
—¡Ahí están, mi comandante! —dijo Nerea.
La luna sembradora apareció en el punto predicho, puntual como un reloj atómico. Para consternación de los espectadores, el calor y la radiación no le hicieron mella. Se limitó a fabricar una coraza en espejo y adquirió forma de lágrima. Y como si el Averno fuera su habitat natural, enfiló hacia la Kalevala.
Wanda giró lentamente el cuello hacia Asdrúbal y le puso cara de estar pensando: «Ya te lo decía yo…»
—Y ahora, ¿qué? ¡Oh, genio de la milicia!
—Aplicaremos el plan B.
—El cual consiste en…
—Saltar al hiperespacio de inmediato. Ellos tardarán más de 50 minutos en imitarnos, según su tradición y costumbre.
—Por cierto, ¿adónde iremos?
—A cualquier sitio. Da igual.
Los centauros no eran conscientes del tiempo en la misma medida que sus víctimas. Esta última intentaba escapar, pero resultaría inútil. Ellos simplemente llegaban a un lugar, observaban y sabían. Siempre fue así y siempre lo sería.
Los individuos se desplazaron, mudaron su configuración, se adaptaron. El conocimiento fluyó. Ellos no lo aprehendían, pero el todo sí. Y se dispuso a finiquitar la tarea.
Sin embargo, algo se lo impidió. El sol eligió ese mismo momento para estallar como una supernova.
—Así que fue una emboscada —dijo Wanda.
—Con todas las de la ley— admitió Asdrúbal—. Si el sol no los achicharraba, la Erebus se ocuparía de ellos. Es una nave de guerra de última generación, no un cacharro vetusto como la Kalevala.
—Nos estuvo siguiendo todo el rato, ¿verdad?
—Sí, en un discretísimo segundo plano. Después de los hallazgos de Leteo, que nos demostraron la agresividad inmisericorde de los centauros, tomamos medidas preventivas.
—Sabes guardar secretos, comandante. No llegué a sospecharlo.
—Es mi trabajo. —Asdrúbal se encogió de hombros—. La Erebus se limitó a ir tras nuestros pasos y aguardar acontecimientos. En cuanto a la encerrona, los centauros se mostraron la mar de colaboradores. Si se empecinaban en perseguirnos, tendrían que aguantar 56 minutos a pleno sol antes de saltar en el hiperespacio. En ese tiempo, o ardían o la Erebus usaría su armamento pesado. Ya te lo expliqué una vez: la estrella usa su propia energía para colapsar el campo gravitatorio durante un instante, la atmósfera implota, rebota contra el núcleo y…
—Sé lo que es una supernova; gracias. Supongo que ni siquiera ellos habrán podido sobrevivir. Sólo me preocupa una cosa. En esta zona del brazo de Centauro, los sistemas solares están bastante próximos. Puede que existan mundos cercanos donde la vida haya surgido espontánea e independientemente de los sembradores. ¿No los habremos puesto en peligro con las secuelas de la explosión?
—Pues… —La expresión del comandante ni se inmutó—. Sería trágico, sí. En estos casos, si empleas en los informes oficiales la expresión «daños colaterales» y usas un lenguaje aséptico, los políticos no suelen enfadarse.
—Vaya.
Wanda contempló las pantallas. Lo que fue una estrella de lo más normal, había vomitado la mayor parte de su masa al espacio en un estallido que brilló tanto como la galaxia entera. En opinión de Asdrúbal, si los centauros eran capaces de aguantar semejante castigo, se merecían una medalla al mérito. Aparentemente, no era el caso. No se detectaba señal alguna de ellos en los sistemas solares visitados por la Kalevala en la Vía Rápida ni en el cúmulo globular.
La atmósfera de la estrella se alejaba de VR-1070 a velocidad de vértigo. Wanda reflexionó sobre el comentario acerca de los daños colaterales, y luego miró a su alrededor. Había convivido con los tripulantes de la Kalevala durante meses, y los consideraba buenos camaradas, pero pertenecían a una cultura capaz de hacer estallar soles para ganar sus batallas. Se preocupaban por las formas, pero no tanto por las consecuencias de sus actos. Frente a eso, una parecía muy pequeña e insignificante. Peor aún: preveía que nada volvería a ser como antes. Los forasteros habían venido para quedarse. Y a veces le daban más miedo que los propios sembradores.
—Nuestra aventura toca a su fin —dijo, y de repente se sintió vieja y cansada—. Volvamos a casa.