10 3600ee — Tras la línea imaginaria

1. Lucecitas de colores que se apagan

AMANECÍA. Un sol gordo y rojizo se asomaba por el horizonte, tiñendo el cielo de colores cálidos. La fresca brisa, cargada de humedad, acarició los rostros de los pilotos. Algunos de ellos miraron al astro, como en una muda plegaria. Otros se dirigieron sin más ceremonias a sus aviones. Había fatalismo en el ambiente. Probablemente las bajas superarían el 80%, aunque cada uno trataba de engañarse pensando que estaría entre los supervivientes, que los muertos serían otros.

El comandante del escaso contingente aéreo republicano en Chandrasekhar observó una vez más a los suyos, suspiró y subió a la cabina del aparato, mientras los operarios cargaban y revisaban los sistemas de armas.

★★★

El planeta Chandrasekhar era una brillante joya de azul y blanco. Complicados torbellinos de nubes se entrecruzaban sobre las cordilleras nevadas de aquel mundo frío y tormentoso, con cuatro quintas partes de su superficie cubiertas por el agua. Pero los dos continentes principales, situados en el ecuador, bullían de vida.

Nada de esto aparecía en las pantallas de a bordo. Chandrasekhar había sido reducido a las imaginarias líneas de los meridianos y paralelos de brillante azul, las costas de sus continentes perfiladas en amarillo y las ciudades y objetivos militares marcados con crípticos símbolos rojos. A su alrededor bailaban numerosas cifras. Algunas flechas e iconos diversos señalaban las naves comerciales y satélites de la zona.

★★★

La cabina del caza republicano se cerró, y el vetusto aparato rodó hasta la zona de despegue. El comandante había acabado por tomarle cariño. Era un cacharro fiable, pero comparado con sus adversarios, de un primitivismo descorazonador. Se preguntó por enésima vez a quién demonios se le habría ocurrido que aquel planeta era interesante desde el punto de vista estratégico, y por qué el Imperio les atacaba tan pronto, antes de que llegaran los refuerzos. Maldijo su perra suerte. En esos momentos, le hubiera gustado saber en qué pensaban sus enemigos.

★★★

Siguiendo las instrucciones del ordenador, los pilotos imperiales se calaron los cascos y conmutaron el control mental directo. Los cerebros bio-lógicos de los cazabombarderos penetraron como un torrente de fuego digital en las neuronas de los humanos. Hallaron los senderos que conducían hasta su más íntima voluntad; las mentes decidían y las máquinas ejecutaban implacablemente, sin errores ni titubeos.

Alejandro se sorprendía cada vez que conectaba. La nitidez y colorido de las imágenes que el ordenador proyectaba en su mente eran muy superiores a los que podía recibir a través de los ojos. Ninguna otra entrada de datos cercenaba su percepción cuando estaba integrado. Los bastoncillos de sus retinas ya no limitaban la calidad de su visión. La agudeza de su oído no podía compararse a la de los sensores de la nave, ni su tacto a la delicada sensación de los fotones, chocando por trillones contra su casco de reluciente biometal[1]. Podía sentir también la presión del viento solar en su costado, el fluir de los escáneres que barrían el espacio incansablemente. El mundo, en definitiva, solamente parecía real cuando estaba conectado a la matriz lógica.

En el puente de mando de la nave nodriza una esferopantalla holográfica mostraba cuatro triángulos azules que se acercaban al planeta a gran velocidad. Del continente boreal surgieron otros diez, verdes como pálidas esmeraldas.

★★★

Los sensores externos de los cazas republicanos iban analizando la velocidad y densidad del aire que atravesaban. Cuando éste fue demasiado tenue, cerraron los turboconversores y conectaron los cohetes. Varias pequeñas toberas se abrieron en el fuselaje, para incrementar su maniobrabilidad en el vacío.

El cielo había dejado de ser azul, para adoptar la negrura intensa del espacio interplanetario. Ya no había vuelta atrás. El comandante chequeó de nuevo sus armas, pesimista. Seguro que, a pesar de las contramedidas, ya los habrían detectado.

★★★

—Comandante, hay resistencia —anunció una voz anónima.

El comandante Yamanaka reprimió un exabrupto y miró de reojo al coronel, que parecía no haber oído nada. Seguía concentrado en su monitor. El coronel Wykeham no solía inspeccionar incursiones de rutina, pero cuando lo hacía prefería que se tratara realmente de eso: rutina. No le gustaba la idea de que aquel piojoso planeta dispusiera de diez naves operativas, por muy primitivas que fuesen. Según los informes, la República no había tenido tiempo aún de desplegar el grueso de sus fuerzas en Chandrasekhar, lo que implicaba un ataque sobre seguro. Alguien iba a pagar aquella pifia en la información, pero no ahora. De momento, tocaba pelear.

—Escuadra preparada para combate de control aéreo —dijo de nuevo una voz átona.

El estilizado biometal del casco fluyó en todas las naves para dejar visibles los aplanados domos de los equipos de armas. En su interior pugnaban por salir energías muy difíciles de dominar: plasma, antimateria y láseres capaces de fundir el metal en un breve destello.

Los triángulos azules se hallaban muy cerca del planeta, iniciando la maniobra de frenado. Mientras, los verdes porfiaban por abandonar cuanto antes el abrazo de la gravedad. Los ordenadores luchaban entre sí, en una sorda batalla de contramedidas.

Alejandro pidió información sobre los aparatos enemigos. De inmediato se formaron en su mente los dibujos de un interceptor republicano estándar y su armamento. Era débil y anticuado comparado con su moderno cazabombardero de tecnología corporativa, pero había diez de ellos.

—Aquí el capitán —Alejandro se sorprendió hablando en voz alta. Siempre le ocurría al principio de estar conectado a la matriz, vocalizaba en lugar de limitarse a pensar—. Vamos a actuar por parejas. Lisa, conmigo; Karl y Albert, bajad por el sector ecuatorial.

—Aquí el comandante. Asegúrense de que no quedan aparatos en el aire antes de iniciar el castigo.

«¿Qué castigo?» Lisa se agitó en su asiento. Le hacía gracia que el comandante se empeñara en emplear escrupulosamente la terminología oficial. «Operación de castigo a mundos con pretensiones hegemónicas». Éste era el eufemismo que el Imperio de Algol empleaba para justificar los bombardeos a planetas que pretendían subir su nivel de vida industrializándose. Pero había notado cierta tensión en sus palabras. El viejo estaba preocupado: odiaba tener al lado al coronel justo cuando podían surgir problemas.

—Preparados para iniciar el ataque —ordenó una voz fría como la piedra—; están a tiro.

«¿Cómo puede decir eso sin la menor emoción?», pensó Lisa. Le molestaba el sudor pegajoso que empapaba sus guantes. En el momento en que pasaban a control mental directo las manos y los ojos de los pilotos dejaban de ser útiles. La nave recibía las órdenes de su cerebro y enviaba la información directamente al mismo. Los pilotos debían quedar inmóviles, permitiendo que el sillón les aferrase para impedir movimientos inadvertidos que pudieran desviar su atención. Esta sensación de estar atada incomodaba siempre a Lisa, que inconscientemente solía intentar mover los dedos o la cabeza. Mientras trataba de centrarse en el pilotaje, los brillantes trazos de plasma empezaron a cruzar el vacío.

★★★

—Hay cuatro blancos en pantalla, señor.

El comandante republicano consultó el visor del casco y rió sin ganas. ¿Cuatro blancos? Más bien los blancos eran ellos, con sus interceptores obsoletos. Su ordenador de a bordo identificó a los adversarios. Aquellos monstruos eran cazabombarderos no tripulados, de gran autonomía y devastadora potencia de fuego, los productos más modernos de las factorías militares corporativas.

A pesar de su pequeño tamaño, no necesitaban naves de apoyo. Sin duda los controlarían a distancia, por vía cuántica[2]. Los pilotos estarían en el quinto pino galáctico, cómodamente sentados, rascándose la barriga o tomándose un cubata, mientras que ellos trataban de hacerles frente metidos en unos ataúdes con alas. En fin, nadie dijo que el universo fuera justo.

Los cazas republicanos, a sabiendas de lo inútil de su gesto, se dispusieron a tomar la iniciativa. Al menos, guardaban alguna pequeña sorpresa para ponérselo difícil a los imperiales.

★★★

—¡A estribor! —gritaba Karl—. ¡Ponte a mi estribor! Te cubro mientras viras.

Los cazas republicanos se habían dividido en dos grupos de cinco y disparaban mucho antes de poder asegurar un blanco.

Alejandro también tenía problemas con los que venían a por él. Apenas podía ponerse en posición de abrir fuego de tanto eludir disparos enemigos.

—Más abajo —decían desde la nave nodriza—; todavía están muy lejos para que el combate sea efectivo.

¡Efectivo! Les estaban haciendo bailar a tiros. No podían mantener ese ritmo de fuego durante todo un combate, pensó Lisa. ¿Qué pretendían realmente no dejándolos bajar? Eran conscientes de que estaban desperdiciando mucha energía inútilmente. A no ser que…

★★★

El comandante cruzó los dedos. Tenía que salir bien, aunque sólo fuera por esta vez. Pensó en los que iban a morir con tal de destruir alguna de esas cuatro máquinas. En el fondo, qué absurdo era todo. Gajes del oficio.

★★★

Lisa sabía que los ordenadores solamente mostraban la información útil durante el combate, despreciando lo que carecía de valor para el piloto en aquellos momentos, como por ejemplo satélites civiles. Solicitó más datos al ordenador y en su mente apareció señalada la posición de un viejo y voluminoso satélite en órbita geosincrónica. La escuadra estaba siendo empujada por el fuego enemigo precisamente en esa dirección.

—¡Emboscada! —gritó.

Justo entonces, la señal que indicaba al satélite desapareció. En su lugar había una miríada de puntos plateados, como aguijones de luz que adquirían velocidad. Lisa se dio cuenta de que su propio vector la precipitaba hacia ellos. Los interceptores habían logrado conducirlos a una trampa.

Su nave viró cien grados y aceleró brutalmente. Alejandro, por su parte, se había replanteado también la situación. Designaba los misiles más próximos y los destruía con haces de plasma. Por el rabillo del ojo vio que otro satélite soltaba su carga de misiles. En realidad sería más correcto decir por el rabillo del encéfalo, pues tenía los párpados cerrados para no estorbar el flujo de información que el sistema introducía en su mente.

Lisa se había arrojado de cabeza contra los interceptores enemigos, acelerando a treinta gravedades. En el intercambio de disparos había logrado destruir un aparato enemigo mientras otro viraba bruscamente, como si tuviera problemas. Alejandro comprobó las posiciones de toda su escuadrilla y el estado de sus escudos dinámicos. Sólo a Karl le habían arañado un sector de sus defensas, pero la nave seguía intacta. ¿Qué sentirían los pilotos de Chandrasekhar al ver estrellarse sus disparos contra una protección invisible de la que ellos carecían? Sonrió.

★★★

Los interceptores se dispersaron para no ponérselo aún más fácil a aquel monstruo que los enfilaba y se movía con inhumana eficacia. Al no ir tripulado, podía efectuar maniobras que hubieran reducido a gelatina a su piloto. Resultaba frustrante. Actuaba con un desprecio insultante, sabedor de su superioridad.

Y entonces el comandante republicano, que se resignaba a ejercer de blanco de tiro mientras los misiles intentaban perforar las defensas imperiales, se dio cuenta de que el enemigo estaba cometiendo un error.

★★★

—Comandante Yamanaka —le llamó el coronel con su voz suave pero enérgica—, la nave dos está bajando demasiado. Caerá víctima de una maniobra envolvente si no cambia el rumbo.

«Maldito Wykeham», pensó Yamanaka. Era cierto. Lisa no parecía dispuesta a volver; estaba demasiado contenta ahí, disparando plasma como una loca. Dos interceptores que habían estado luchando contra Albert y Karl ahora se dirigían hacia ella por detrás. El enemigo quería aprovechar la ocasión.

Dio órdenes para reagruparse, pero las cosas ocurrían muy deprisa allá abajo. Lisa empezaba a entrar en la atmósfera. Alejandro estaba muy lejos y demasiado arriba, cazando misiles.

—¡Alex, baja a cubrirme, por todos los cielos!

El pensamiento de Lisa electrizó las neuronas de Alejandro, quien había olvidado por completo qué hacían los demás mientras se ocupaba de los misiles. Sobresaltado viró con brusquedad para encarar el planeta. Lisa casi se le iba por el limbo y estaba rodeada de naves. Aceleró a treinta gravedades. Ningún cohete podría seguirle a esa velocidad.

—No bajes más, Liz, voy en tu ayuda —le confortó Alejandro.

—Hay otro enjambre de misiles encima de mí —Lisa no parecía asustada—. Procedo a cruzar su formación a toda velocidad hacia el planeta. Si me persiguen tendrán que vérselas con sus propias naves.

Sabía lo que pretendía. La guerra de contramedidas continuaba. Era posible que los misiles confundieran a los suyos con enemigos, pero no probable. Todo aquello estaba bien preparado; seguro que tenían prevista esa maniobra.

Mientras, Albert destruía otro interceptor. Ya sólo quedaban seis en activo, pero cuatro estaban alrededor de Lisa.

—No me gusta esa maniobra —murmuró el coronel Wykeham.

—Alejandro, cubra los movimientos de Lisa —se apresuró a ordenar el comandante Yamanaka. Entonces se percató de lo que ocurría—. ¡Lisa, suba de inmediato!

Era demasiado tarde. El cazabombardero imperial había atravesado la formación enemiga y se hallaba atrapado entre ésta y el planeta, desde donde habían abierto fuego varias baterías antiaéreas de plasma. No podía retroceder, pues su propia velocidad lo arrastraba hacia abajo.

Lisa dio la espalda a Chandrasekhar para frenar con el motor principal, pero eso le impedía emplear sus tubos delanteros para defenderse de las baterías de superficie. Una gran sección de su escudo voló alcanzada por un haz de plasma que sobrecargó el sistema.

Sus compañeros seguían abatiendo interceptores mientras los segundos se alargaban como horas. No podía emplear toda la potencia de su motor en la atmósfera. No podía disparar a tierra con sus tubos frontales. No podía subir tan deprisa como había bajado, porque su vector actual era contrario. En su mundo particular todo empezaba con un «no puedo».

★★★

—Sigue así, cabrón. Sigue así.

El comandante republicano se concentró desesperadamente en su objetivo, intentando no pensar en las bajas. Para los imperiales tan sólo serían, estaba seguro, lucecitas de colores que se apagaban en un tablero. Él los conocía. Jon, Irene, Helen… Sabía cómo eran sus caras, cómo reían, incluso cómo amaban. También conocía sus sueños, contados al calor de un bar: ver mundos, retirarse a alguna colonia de frontera y comprar una parcela para edificar la casa… Gente joven, deseosa de salir adelante. Lucecitas apagadas. Se tragó las lágrimas e impartió las últimas órdenes a los supervivientes.

★★★

—Hemos analizado la estrategia enemiga, señor —le estaban explicando al comandante—. El peligro es muy grande para todos si descienden más.

Yamanaka no necesitaba que le recordaran obviedades. Sabía muy bien que estaba a punto de perder un cazabombardero de cuatrocientos millones de créditos delante mismo del coronel.

El coronel Wykeham también lo estaba pasando mal. Veía su hoja de servicios con un lindo anejo: una factura de cuatrocientos millones de créditos. También veía al almirante Tamura sonriendo. Se la tenía jurada el muy cabrito. No pasaría por alto esta ocasión de crearle problemas. Podía ordenar una investigación. Los expertos hallarían una solución teórica sumamente brillante e ingeniosa, aunque tuvieran que pasarse meses discutiendo lo que para ellos habían sido escasos minutos. Sobre el papel siempre existía una solución, pero él estaba allí en ese momento y no había sabido encontrarla.

Entonces recordó un precedente que alguien le contó en base Géminis. Habían decidido no arriesgar la escuadrilla entera, dejando que el cazabombardero en apuros se salvara solo, si podía. Y lo había ordenado el sobrino de Tamura. Cursó las órdenes oportunas, empleando el conducto mental para mayor rapidez. Lisa quedó atónita. Alejandro se limitó a desviar ligeramente su rumbo.

★★★

El comandante sabía que la suya era una acción suicida, con nula relevancia en el desarrollo de la guerra. ¿De qué servía derribar un aparato no tripulado, si el enemigo disponía de un montón más? Pero hasta ahora, ningún cazabombardero tan moderno había sido abatido. Representaba todo el poderío, la soberbia del Imperio. Tenía que cargárselo. Se lo debía a los caídos. Por eso siguió, cada vez más solo, disparando cuanto tenía sobre el enemigo, ofreciendo un precioso blanco a los otros tres imperiales, pero dando tiempo a que las baterías del planeta pudieran freírlo.

★★★

—Necesito que te acerques más para barrer esa área con antimateria —pedía Lisa, indicando el lugar desde donde disparaba la artillería.

Alejandro dudó. Estaba demasiado lejos para la antimateria y no parecía conveniente acercarse más. Disparó algunas ráfagas de plasma. Las baterías se hallaban dispersas por una gran región. Algunas volvieron a abrir fuego.

—Debes bajar más y usar la antimateria —seguía diciendo Lisa—. ¡Tengo medio escudo levantado y siguen dándome caña!

—Te estoy cubriendo —respondió Alejandro, y disparó de nuevo.

—¡Acércate y cúbreme de verdad! ¡No me dejes aquí tirada! —gritaba Lisa furiosa.

Logró abatir un interceptor, pero otros la cercaban peligrosamente. Todo sucedía muy rápido. Por fin Alejandro decidió avanzar recto hacia Lisa. Al fin y al cabo se había metido en aquel lío para ayudarles a deshacer la emboscada. Siguió barriendo el suelo con los haces, pero ahora también podía hostigar a los interceptores.

Vio cómo volaban otro segmento del escudo de Lisa. Iba prácticamente sin protección. Karl derribó otro interceptor. Ahora casi todo el fuego provenía de la artillería.

—No se acerquen tanto —la voz de Wykeham era fría, cortante; a veces el sistema provocaba unas sensaciones desagradables, pero nunca gratuitas—. Ese caza está perdido. Es una orden.

Alejandro no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Abandonar a un camarada? Por un momento pensó en rebelarse contra esa orden, pero los acontecimientos se precipitaron.

El cazabombardero de Lisa fue tocado directamente en el fuselaje, aunque todavía mantenía el control. Alejandro atacó a la batería que había efectuado ese disparo, mas ésta seguía abriendo fuego. Por desgracia, las instrucciones eran claras. Sintiéndose un poco como un traidor, debió alejarse del vehículo de su compañera.

Abandonado a su suerte, el cazabombardero de Lisa recibió otro impacto y un triángulo azul desapareció en la pantalla. Alejandro quedó atónito. Nunca había visto derribar a uno de los suyos.

★★★

El comandante liberó en un grito toda su rabia, su frustración, su odio, su miedo. Lo habían logrado, pero a qué precio.

Saltó en la cápsula de emergencia justo antes de que lo volaran en pedazos.

★★★

Karl había liquidado al último interceptor. El comandante impartía órdenes fuera de sí. Las tres naves subieron para agruparse. Mientras terminaban con los pocos misiles que quedaban, la pantalla se recompuso mostrando los puntos desde donde las unidades de tierra habían efectuado disparos.

El coronel ordenó realizar un bombardeo de altura sobre todas las posiciones de artillería. Eso significaba disparar desde muy lejos, con mucha potencia.

Los tres cazabombarderos dieron una pasada sobre la zona tropical del planeta, separados quinientos kilómetros entre sí. Acabaron con las piezas que habían sobrevivido al anterior ataque. Alejandro no pudo evitar sentir cierta admiración por aquella gente. Habían colocado baterías en barcos en alta mar, que dispararon en plena tormenta. Otras se desplazaban por las grandes llanuras, donde gozaban de excelente movilidad. Algunas se hallaban en un angosto desfiladero, cuyas paredes las protegían de ataques laterales. Habían probado todos los emplazamientos posibles para dificultar que las neutralizaran. Esa gente empleaba arcos y flechas contra ametralladoras. Pero eran buenos arqueros y podían causar mucho daño.

Por fin recibieron orden de abrir fuego contra los objetivos originales de la misión. Los cazabombarderos se ensañaron con varias presas, especialmente fábricas y almacenes. Alejandro tenía asignada también una refinería cercana a la capital. Aquellos pobres diablos querían introducir el motor de explosión a gran escala. Un disparo certero convirtió en humo la refinería. A su lado, las luces de la ciudad todavía relucían bajo los primeros rayos del sol naciente. Alejandro recordó cómo aquella gente había preparado la emboscada y abatido a Lisa. El recuerdo lo enfureció de nuevo y disparó contra la ciudad. Un haz de plasma golpeó el corazón de Omsk, la capital de Chandrasekhar y su zona más densamente poblada.

Esta vez Alejandro se alegraba de terminar la misión. Mientras subía velozmente se serenó, experimentando como propio lo que la nave registraba. A los cien kilómetros desaparecieron el oxígeno y nitrógeno atmosféricos, quedando sólo el oxígeno atómico. A los ochocientos kilómetros notó el frío helio y a los dos mil sólo existía una mínima presión de hidrógeno atómico que se diluía suavemente en el vacío. Alejandro disfrutaba de nuevo de estas relajantes sensaciones, sin pensar en su último disparo. Para él Omsk era solamente un punto en un mapa, una lucecita que titilaba en su pantalla de datos.

Los cazabombarderos saltaron al hiperespacio y emergieron a varios años luz de distancia de Chandrasekhar, en lugar seguro. Los aparatos conectaron el piloto automático y regresaron a la nave nodriza por su propia cuenta. En esos momentos Alejandro se consideraba inútil. Él no sabría encontrar la nave en esa inmensidad. Sólo estaba allí para decirle al cazabombardero contra qué debía disparar. Y desde luego, el aparato tampoco necesitaba al piloto para decidirlo.

Al fin prefirió desconectarse. Se quitó el casco y se levantó. Karl y Albert seguían enchufados, pero el lugar de Lisa estaba vacío. Al otro lado de la sala el coronel hablaba privadamente con el comandante. La cara de Yamanaka era de circunstancias, y no lucía nada feliz. Alejandro abandonó el puesto de piloto, situado en el centro del puente de la nave nodriza y miró por última vez la pantalla principal, que ya no mostraba a Chandrasekhar, sino el espacio circundante, y divisó, a lo lejos, los tres cazas que regresaban iniciando la maniobra de aproximación. ¿Cuál de ellos sería el suyo? Por enésima vez se preguntó qué sentiría un piloto de combate que viajaba dentro de su interceptor, en lugar de comandarlo a años luz de distancia desde la seguridad de la gigantesca nodriza. También hizo cábalas acerca de lo que pasaría por la cabeza de Lisa en esos momentos. Si ella hubiera pilotado cualquier otro tipo de nave de combate más primitiva, ahora estaría muerta. Podía darse con un canto en los dientes. Se encogió de hombros. Igual a las mujeres les afectaban esas cosas.

★★★

Los imperiales se habían ido.

La cápsula de emergencia flotaba a la deriva, a la espera de que alguna nave amiga la recogiera antes de que se agotaran los soportes vitales. Junto a ella vagaban los despojos de sus amigos, aunque no eran muchos. En su mayor parte se habían vaporizado. Sólo el piloto de otro interceptor, tocado al principio del ataque, había sobrevivido. Dos de diez. Así quedaba cubierto el cupo previsto: 80% de bajas.

El comandante no se movía. Qué pasaba por su mente, nadie podría decirlo. ¿Estaba en paz consigo mismo por haber abatido a un enemigo teóricamente invulnerable? Tal vez eso minara la confianza del Imperio, lo hiciera ser más cauto y así se salvarían algunas vidas. Quizá pensara en los que se habían sacrificado por eso, preguntándose si merecía la pena.

O probablemente, intentara no pensar.

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