6. Estrella fugaz

DURANTE ocho años el almirante Tamura había sido feliz.

Era uno de los almirantes más jóvenes de la Armada y le habían otorgado el mando de base Escorpio. Además, el trayecto desde algunas importantes bases hasta la suya era casi instantáneo, gracias a uno de esos incomprensibles pliegues del hiperespacio. Este hecho le aseguraba recibir refuerzos de inmediato. Otras bases situadas en regiones menos propicias a los viajes espaciales necesitaban esperar hasta seis meses. Otro motivo por el que había sido feliz era que no había más almirantes en cien años luz a la redonda.

Ahora tenía a siete en su despacho. Cada uno de ellos estaba contento de poder servir un café o abrirle la puerta a cualquiera de los tres mariscales de campo que acababan de llegar a Escorpio.

Los almirantes repasaban toda una larga serie de obviedades, cosas que no podían hacer y acontecimientos que no deberían haber sucedido. El mariscal Paul Bagne se entretenía jugueteando con los objetos personales del despacho de Tamura. Era algo que molestaba especialmente a éste, pero prefería callarse.

—Señores —dijo al fin Tamura—, temo que cualquier operación a gran escala esté descartada de antemano por las instrucciones del Estado Mayor. Las órdenes son no abrir un nuevo frente ni provocar bajo ningún concepto la pérdida de más naves.

»El recrudecimiento de los combates en los mundos más recientemente invadidos es general. Toda la Línea está en alerta roja. Si el Imperio y la República pierden una nave cada uno, la República sale ganando. A nosotros nos hacen falta en dos docenas de frentes, mientras que ellos se hallan en compás de espera. No podemos permitirnos otro desastroso ataque masivo como el de ayer, ni que la República averigüe nuestra debilidad. Por otra parte no es probable que el Príncipe Alejandro haya sobrevivido al derribo de su nave, pues nos consta que enviaron una escuadra a barrer el área a los escasos minutos. Y si ha sobrevivido y no ha sido capturado, desconocemos dónde está; se habrá alejado lo más posible para no ser descubierto. Si emite una señal de auxilio nosotros seremos los últimos en llegar, y él lo sabe.

Le ponía enfermo tener que admitir todo aquello. El Príncipe perdido, quizás muerto. Si así era, su carrera estaba acabada. Todavía recordaba cuando el Emperador en persona le encomendó convertir a su hijo en un oficial competente… y devolvérselo sano y salvo. Como mucho sólo iba a poder decirle en qué planeta estaban sus huesos. O sus cenizas.

A pesar del llamamiento a la prudencia de Tamura, un joven almirante hizo hincapié en la necesidad de maniobrar las naves aproximándose a Chandrasekhar, a fin de poder cubrir cualquier eventualidad, tal como una llamada de socorro. Otro sugirió movilizar toda una legión de asalto de la Infantería de Marina Estelar.

—¡Naves, flotas, legiones de asalto…! —el mariscal Bagne gesticulaba con las manos de forma dramática—. Sólo saben pensar en grandes números, en estrategias de ordenador. No serían capaces de ganar a un niño con un tirachinas con menos de ocho cruceros.

Se levantó y empezó a dar vueltas por el despacho. Su cara era angulosa, con la piel quemada por soles de planetas extraños. Imponía a todos un respeto que rayaba en el temor por la larga historia que arrastraba. Había servido al Emperador en todas las misiones que se consideraban imposibles de realizar. Su llegada a base Escorpio sin previo aviso y a bordo de su propio yate de regatas, luciendo en el pecho una única medalla, la Corona Boreal, causó estupor en todos los presentes. La condecoración había sido impuesta cinco veces en quinientos años, tres de ellas a título póstumo, y era el máximo honor que podía conceder el Imperio. El propio Emperador tenía la obligación de saludarle cuando iba de uniforme. Por una cuestión de cortesía Paul Bagne lo impedía adelantándose a él.

—Todos conocemos lo que no podemos hacer —decía de nuevo Bagne—. Lo que nos interesa es examinar qué es factible. ¿Y bien? —se permitió una pausa para observar a los presentes—. Muy poca cosa. Lo máximo que podemos enviar a Chandrasekhar es una nave pequeña y muy rápida. Lo bastante pequeña e inofensiva para que no se inicie una batalla por su culpa si es descubierta. Lo bastante rápida para transportar o sacar a alguien antes de que puedan interceptarla.

—¿Pero a quién hemos de llevar? —inquirió Tamura—. ¿Y cómo efectuar un rescate si no conocemos el paradero?

—Tus preguntas se responden entre sí, muchacho —dijo Bagne sonriendo, y su cara parecía la de un coyote.

—Déjame adivinarlo, Paul —terció el mariscal Hughes, un viejo amigo—. Pretendes colocar allí a alguien capaz de encontrarlos. Así, cuando envíe una señal convenida e indetectable para el enemigo, podremos regresar a buscarles a toda prisa. Pero ¿quién puede dar con ellos en territorio hostil, en una región boscosa y accidentada? Aceptando como hipótesis de trabajo que sigan vivos, debemos tener en cuenta que estarán escondiéndose de las tropas del ejército local, y quién sabe si de fuerzas republicanas.

—¿Quizá un grupo de comandos bien entrenados? —sugirió un almirante ante el silencio del mariscal Bagne.

—Los comandos sólo sirven para montarles el numerito a los reporteros de la holovisión —respondió otro almirante de modo tajante. Tamura, quién había sido oficial de comandos en los comienzos de su carrera, lo miró con cara de mala leche, pero prefirió callarse y guardar las formas.

—En realidad creo que hay medios mejores —apuntó el mariscal Hughes—. No creo que Paul haya hablado sin antes preocuparse de los detalles.

Todos miraron de nuevo al mariscal Bagne. Parsimoniosamente éste se sentó de nuevo, y frotándose el mentón dijo:

—No hay mucho donde elegir. Debemos limitarnos a los mundos más cercanos en términos hiperespaciales: aquéllos de los que pueda venir alguien en poco tiempo. Durante el viaje he examinado las cartas de navegación y no pinta muy bien la cosa. Escorpio está bastante alejada de nuestros mundos principales; sólo tiene comunicaciones rápidas con otras bases de la Armada. Además, estamos cerca del Vórtex de las Andrades, lo que complica aún más la búsqueda. En realidad ése es el motivo de que nuestra presencia aquí. De lo contrario habrían traído a esos petimetres del Estado Mayor de Algol.

Todos los presentes se molestaron al oír la indirecta: sugería que no les habían llamado a resolver esa crisis por sus cualidades. El motivo sería que no había cerca nadie mejor. El mariscal Hughes sonrió; ya conocía a su amigo y no le hacía caso.

—Habrá que buscar a fondo en todos los mundos cercanos, determinando las unidades cuyos miembros puedan sernos de utilidad. Si hallamos al hombre o equipo indicado, habrá que traerlo en una nave que vuele todo el rato a velocidad punta, aunque haya que tirarla a la chatarra cuando llegue.

Tamura hizo un gesto para convertir una pared en pantalla. Luego pidió que mostrase un mapa tridimensional del espacio, donde destacasen los mundos cercanos. Quería conocer aquéllos cuyo viaje hasta Escorpio durase menos de una semana. Descartaron los que carecían de acuartelamientos, por reducidos que fuesen. El ordenador cumplió la orden y empezaron a analizar uno por uno los efectivos militares que aparecían en pantalla.

—Elimina las divisiones acorazadas, artillería, intendencia y ese tipo de unidades. Allí no encontraremos nada que nos convenga —el ordenador obedeció. Poco a poco la lista se iba reduciendo, y al final ningún grupo se consideró adecuado para esa misión.

—Si Orión no estuviera tan condenadamente lejos, o Algol… Tenemos allí grupos perfectamente capaces de realizar un rescate así.

—¿Por qué no aparece ningún planeta en la parte inferior del mapa? —preguntó de repente Bagne.

—Es un sector íntegramente cedido a la Corporación para su explotación minera intensiva, pero ya tienen bastantes problemas con la resistencia local.

—En tal caso, dispondrán de gente bien entrenada; veámoslo —se dirigió a la consola para consultar con el ordenador.

SEIS MULTIPLANETARIAS DE ORIGEN TERRESTRE SE REPARTEN LA EXTRACCIÓN Y PROCESADO DE MINERALES. LA PROPIA CORPORACIÓN SE ENCARGA DEL TRANSPORTE Y SEGURIDAD DE LA ZONA. EL SECTOR ENTERO ES PROPENSO A LAS REVUELTAS Y DOS VECES EN LOS ÚLTIMOS TREINTA AÑOS HA SIDO ATACADO DESDE EL EXTERIOR. SON FRECUENTES LAS INSURRECCIONES ARMADAS DE LOS NATIVOS, APOYADAS POR LA REPÚBLICA ESTELAR DE LOS TÉRMINOS. ÉSTA LO CONSIDERA DE SU PROPIEDAD POR SER SUS PRIMEROS EXPLOTADORES COLONOS DE ARANSIR, MUNDO ACTUALMENTE INTEGRANTE DE LA REPÚBLICA.

—Una zona caliente veinte años luz tras la Línea; eso es interesante —murmuró Bagne complacido—. Deben de tener destacados buenos regimientos para mantener la pax corporativa.

—Y qué más da, son corpos —replicó Hughes.

—Con tal de salvar al Príncipe podemos pedirle ayuda al mismísimo diablo —dijo Tamura.

—Al diablo no digo que no, pero a la Corporación puede ser realmente peligroso —todos los presentes rieron, pero sabían a qué se refería el mariscal Hughes. Todo favor de la Corporación tenía que ser pagado tarde o temprano, y por lo general a buen precio.

De quince planetas explotados, ocho de ellos estaban habitados normalmente y tres tenían ciudades subterráneas o bajo cúpulas. Éstas se hallaban pobladas íntegramente por corporativos recién llegados, que seguían construyendo ciudades. No había en ellos nada más que las fuerzas mínimas de seguridad. Los demás, en cambio, eran colonias bastante antiguas, donde reinaba un fuerte sentimiento nacionalista que nutría a importantes grupos rebeldes. Las fuerzas que debían garantizar el orden en esos planetas eran numerosas y estaban bien entrenadas. De entre todas las fuerzas escogieron tres cuerpos prometedores. Los cazadores de montaña de Bardir fueron descartados al examinar su hábitat. Bardir sólo estaba habitado en el ecuador, donde la temperatura media era de diez grados bajo cero. Los cazadores no iban a resultar adecuados en un mundo tan diferente al suyo como Chandrasekhar.

Los exploradores de Urián parecieron prometedores al observar sus cualidades y dureza. Luego alguien pidió saber cómo los reclutaban. Tras indagar descubrieron que en su totalidad habían sido trasladados allí como castigo disciplinario por faltas graves. Aunque eran duros y competentes en su trabajo, no resultaban de fiar.

Por último estaban los rastreadores de Sisadad y eso era todo cuanto se sabía de ellos; el nombre. Decidieron consultar a un representante de la Corporación. Tamura conocía a un coronel retirado que vivía en Atenas y se puso inmediatamente en contacto con él.

El coronel Idanaka parecía contento de ser requerido. Era un hombre tranquilo, que se mantenía lo suficientemente en forma como para no recordar a un jubilado en ningún aspecto. Aunque la llamada le había sorprendido llevando una bata y zapatillas en la sala de estar, mantenía un porte digno, como quien sabe distinguir lo superficial de lo importante. Al ver a Tamura dejó sobre la mesita una revista interactiva que había estado hojeando y le escuchó atentamente. El almirante le contó cuanto podía confesar sobre el tema y luego le preguntó sobre los rastreadores.

—Alguna vez he tenido ocasión de verlos —decía Idanaka—. Son buenos rastreadores y magníficos exploradores. Pueden encontrar un rastro con la facilidad de un sabueso, son ágiles como felinos y astutos como un zorro. Si tienes que buscar a alguien en un mundo como el que has descrito, son tus hombres. Sin embargo, no integran una unidad normal; de hecho, en la actualidad no hay suficientes ni para formar una compañía. Además, siempre trabajan en solitario. Su trabajo consiste en localizar determinadas personas en terreno enemigo y tratarlas según las instrucciones recibidas. La última vez que supe de ellos apenas si quedaba una docena en activo.

—¿Por qué no reclutan más? —preguntó Tamura.

—Los rastreadores no se reclutan, nacen.

—¡Son unos jodidos alterados! —se oyeron varias exclamaciones indignadas detrás de Tamura, pero éste hizo callar a todo el mundo. El coronel sonrió.

—Nunca perderéis ese humanismo anticuado. No conozco peores racistas que los militares del Imperio. Habréis de admitir, pese a ello, que otras veces nuestros chicos os han sacado las castañas del fuego cuando vuestros humanos no podían hacer nada. He conocido a muchos modificados y te aseguro que son la gente más sensata que existe. Incluso nos cuesta hacer de ellos buenos soldados; son demasiado pacíficos, más que nosotros.

—Supongo que se refiere a los Matsushita —dijo otra voz, provocando numerosas risas.

La multiplanetaria Matsushita era famosa por sus modelos de seres creados para el combate. Habían sido enteramente rediseñados hasta el punto de que no podían nacer de una mujer. Todo su desarrollo embrionario tenía que llevarse a cabo en laboratorios, donde conforme maduraban eran objeto de numerosas intervenciones quirúrgicas. A cierta edad se eliminaban determinados genes de su cuerpo, cuya misión ya estaba realizada y concernía a las primeras fases del crecimiento. Entonces eran un obstáculo para las siguientes. Otros genes y glándulas artificiales eran añadidos. El mejor modelo era el 66, un ser legendario que llegado a la adolescencia podía metabolizar una determinada cantidad de biometal. Este producto, fruto de la ingeniería subatómica, se infiltraba en la piel, los huesos y los músculos. Su presencia le convertía en un ser acorazado, tan fuerte como un robot. El biometal, empleado también en el blindaje de naves de combate, podía ser modelado en su forma y estructura interna mediante campos de fuerza. Sólo la Corporación era capaz de lograr ese control y nadie sabía cómo lo hacían los Matsushita, pues carecían de generadores de energía e implantes electrónicos. Un Matsushita del modelo 66 era el soldado perfecto… en teoría, porque todos los que se habían fabricado se negaron a ejercer como soldados. Este hecho logró hundir el proyecto, que estaba financiado por militares.

Finalmente Tamura se puso serio e hizo callar a los chistosos, que ya empezaban a divagar. Continuó su conversación con el coronel hasta conseguir que éste rompiera una lanza en su favor. Debería convencer a los mandos de las fuerzas corporativas en Sisadad, de las cuales dependían los rastreadores.

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Idanaka se despidió cortésmente de los militares imperiales, y cortó la comunicación. Sólo entonces se permitió sonreír, como si recordara un chiste privado. Acto seguido, llamó a un número que muy pocas personas conocían.

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Mientras, en el despacho de Tamura la reunión prosiguió. Todavía quedaba por decidir cómo llevarían un hombre hasta Chandrasekhar sin peligro de que destruyeran su nave. O cómo se organizaría la recogida si lograba hallar supervivientes. ¿Qué efectivos participarían en la operación? No debían levantar sospechas en los republicanos, quienes podrían responder con un bombardeo masivo del área.

Otro problema que se les planteaba era convencer a la Corporación. Deberían enviarles su hombre con la mayor rapidez posible. El viaje por el hiperespacio a gran velocidad obligaba a acelerar la mitad del viaje y decelerar durante la otra mitad. Debía efectuarse siempre a la máxima potencia y suponía tal esfuerzo para un motor MRL que cuando llegara a la base tendrían que arrojarlo a la chatarra. El coste de uno de estos motores era tal que la Corporación no accedería a hacer algo así por las buenas. Tendrían que darle unos buenos motivos. De lo contrario empezarían a indagar por su cuenta sobre qué había ocurrido para que las fuerzas imperiales estuvieran tan apuradas. En realidad, Tamura dudaba que en Algol se aprobara su proceder al pedir ayuda a la Corporación, pero no deseaba correr más riesgos en este asunto.

Muchos de los presentes no confiaban demasiado en el éxito de la operación. Más de uno estaba seguro de que el Príncipe y sus compañeros no se encontraban ya en el reino de los vivos. Sólo la necesidad de justificar que habían hecho algo para salvar al heredero del trono les hizo trabajar a conciencia. Conforme trazaban planes Tamura empezaba a recuperar un cierto optimismo. Se adoptó una estrategia para distraer la flota enemiga y acercar algunas de sus naves al planeta sin levantar demasiadas sospechas. Querían que simularan maniobras de rutina. Lo único que no parecía estar claro era cómo iba a poder una nave aterrizar en el planeta sin ser destruida por los interceptores o por la artillería antiaérea. Tenían muy presente en todo momento que las fuerzas republicanas estaban en alerta roja y la respuesta sería inmediata.

—Creo que ninguna nave militar está preparada para esa tarea —indicó el mariscal Bagne—. Al menos ninguna de las que tenemos aquí. Lo que necesitamos es un vehículo muy ligero, rápido… y capaz de abandonar el hiperespacio dentro de la atmósfera de Chandrasekhar.

—¡Imposible!

—No hay naves así en esta base.

—Ni en todo el sector.

Bagne dejó que las protestas acabasen por sí solas.

—Creo que sé cual es la nave en la que estás pensando —dijo el mariscal Hughes—, la vieja Estrella fugaz. ¿Verdad? —Bagne sonrió.

—¿Qué nave es esa? —preguntó Tamura.

—El yate particular de Paul —respondió Hughes—. Hace algunos años ganó varias regatas con él. Dispone de impulsores de tercera generación con flujo tangencial.

—Es un sistema en desuso.

—Por razones de precio, no de calidad. Una nave actual puede arrastrar mayor tonelaje con motores mucho menos costosos. En cambio no puede afinar tanto en los saltos hiperespaciales, ni acelerar tan rápidamente. Estos aspectos son fundamentales en las regatas. Otro punto a su favor es que la Estrella fugaz es un regalo personal del Emperador, y en principio fue construida para su uso, no para el mío. Ello significa que dispone de las más modernas contramedidas electrónicas y de seguridad. Además va armada.

—Así es como gana las regatas; apunta al que va delante con un cañón de plasma y le sugiere que se aparte.

—Lógicamente las armas están desmontadas cuando participo en un encuentro deportivo —Bagne y Hughes se divertían con la discusión—. Pero dadas las circunstancias hice que volvieran a artillarla antes de venir. Por otra parte la tripulación de la nave está al completo y son los mismos hombres que ganaron el Gran Premio de la Galaxia hace dos años. No creo que nadie ponga en duda su capacidad para ajustar una salida del hiperespacio hasta límites insospechados. En realidad puedo garantizar que entraremos directamente en la atmósfera.

En ese momento llegó un mensaje para Tamura a través de su terminal.

—El coronel Idanaka solicita hablar con nosotros. Debe de haberse movido rápido.

La imagen del coronel corporativo apareció en pantalla. Había cambiado la bata de seda por un traje gris oscuro muy discreto. Estaba sentado en lo que parecía un despacho doméstico. Detrás de él un ventanal mostraba un paisaje con la mar embravecida. Sin ningún tipo de preámbulo empezó a hablar.

—El Alto Mando del sector ha sido muy comprensivo con la situación desencadenada en Chandrasekhar. Es el deseo de la Corporación ayudar en la medida de lo posible a rescatar al Príncipe Alejandro y a sus compañeros.

Los almirantes y mariscales reunidos alrededor de Tamura quedaron estupefactos al oírle. Nuevamente la Corporación había averiguado sus secretos y no se molestaba en disimularlo. Resultaba insultante. El coronel Idanaka prosiguió con toda tranquilidad.

—Se ha localizado un rastreador que casualmente está de permiso en Atenas. Hemos mandado a buscarlo y se dirigirá de inmediato a base Escorpio, si lo estiman conveniente. Sus superiores inmediatos aseguran que es uno de los mejores hombres de que disponen y depositan una absoluta confianza en él. Supongo que es cuestión de una hora que llegue donde ustedes.

—Entonces podemos hacer que esté en Chandrasekhar en cuestión de horas —murmuró Bagne—. Hay que movilizar la flota de inmediato.

—Agradecemos su interés y su colaboración —respondió Tamura al coronel—. El Imperio lo tendrá muy en cuenta.

—Almirante, no quiero que piense que hemos estado espiándoles. La información sobre la identidad de los pilotos derribados la hemos obtenido de nuestro servicio de contraespionaje. Llevamos algún tiempo tratando de desactivar una red que opera en nuestro territorio, provocando revueltas y armando a la resistencia. Las investigaciones nos han llevado hasta Esparta, desde donde enviaban los informes a la República y recibían instrucciones. En los últimos días muchos agentes enemigos han abandonado Esparta. Ante la posibilidad de que se estuvieran desplazando a otra base, desconocida para nosotros, hemos decidido detener a todos los que quedaban. Cuando capturamos a un grupo que estaba a punto de partir, acababan de recibir un informe explicando lo ocurrido en Chandrasekhar. Me temo que tienen ustedes un topo en Escorpio. Pero tranquilícense; fue cuestión de minutos impedir que transmitieran el mensaje por vía cuántica a la República nada más llegar a la nave. Naturalmente, recibirán un informe completo de nuestro servicio de contraespionaje para que puedan efectuar averiguaciones en lo que les concierne. Nosotros sólo estamos interesados en cortar los canales de ayuda a los rebeldes.

El almirante Tamura no tenía nada claro si lo que relataba el coronel era cierto en alguna medida, pero no sería sorprendente que fuera así. A la Corporación no le interesaba basar su relación con el Imperio en la mentira. Tenía otros medios más sutiles para lograr sus propósitos. Sin embargo, todo parecía demasiado casual. Había un rastreador precisamente en Atenas, en el momento adecuado… Suspiró. Con la edad se estaba volviendo paranoico, pero no se fiaba de los corporativos. Por desgracia, ahora dependían de ellos, de su buena voluntad. Tenía gracia.

El mariscal Bagne partió de inmediato a preparar su nave. El mariscal Hughes se ocupó personalmente de coordinar los movimientos de la flota. Los almirantes se dispersaron pronto para ir a encargarse de los asuntos más diversos. Tamura ordenó al servicio de inteligencia de Escorpio dar prioridad absoluta a la investigación de las fugas de información. Como medida preventiva se prohibieron las comunicaciones por vía cuántica desde cualquier punto del sistema, incluida base Escorpio, si no eran autorizadas personalmente por Tamura y censuradas previamente a su emisión. También se prohibieron los vuelos espaciales, incluso entre planetas del mismo sistema, salvo los militares.

★★★

La teniente Evans estaba de pie en un área de bosque calcinada por el fuego. Era de noche, pero varios vehículos agravitacionales iluminaban los alrededores desde veinte metros de altura. Eran transportes del ejército local, semiblindados y armados con un par de ametralladoras. Un residuo de las guerras de otro tiempo.

—Han hallado otro cadáver allá al fondo, adonde se dirige ahora ese lubit.

—¿Lubit?

—Es como llaman por aquí a los transportes de tropas, señor, quiero decir, señora.

—Llámame teniente y no te compliques la vida, muchacho.

En el ejército local sólo había hombres y los soldados parecían desconcertados. Era un secreto a voces que les molestaba recibir órdenes de una mujer. Sin embargo, Evans era republicana y eso le confería cierto prestigio.

El soldado volvió a hablar por radio.

—Me están diciendo que se trata de un sacerdote Barsom. Es probable que efectuaran una incursión para obtener esclavos. Si han encontrado un grupo de nativos, la pelea estaba asegurada.

—Los nativos no poseen armas de plasma, soldado. Esta explosión fue tan fuerte que el satélite la detectó desde cuarenta mil kilómetros de distancia. En principio, los técnicos la atribuyeron a un fenómeno volcánico, y eso nos ha hecho perder un tiempo precioso. Los sacerdotes deben de haber atacado a los pilotos que buscamos y éstos se han defendido con notable contundencia. Demasiada, diría yo —hizo una pausa—. No hay que olvidar cuando los encontremos cuál es su capacidad de fuego, y su modo de resolver los problemas. Pero por ahora no sabemos adónde han ido. Es de suponer que extremarán las precauciones para no darnos más pistas.

Acabadas las pesquisas los lubits descendieron para recoger a los hombres. Se alejaron unos cuantos kilómetros para acampar en un lugar más seguro. La teniente puso cuidado de hacerlo en un paraje donde no hubiera más alimañas. La última salamandra que había encontrado casi la mató del susto. Era una enorme cosa negra y roja con seis patas que medía dos metros de largo y tenía aspecto bastante agresivo. Para tratarse de un anfibio, se movía con una rapidez pasmosa. Antes de que ella pudiera hacer nada un soldado la había matado disparándole varias veces, lo que demostraba que realmente eran peligrosas.

Antes de ponerse a dormir ordenó que algunos hombres volaran sin luces por la región a bordo de un par de lubits. De este modo podían explorarla con los visores nocturnos. Dispuso que los relevaran cada dos horas y que durante toda la noche vigilaran si alguien se desplazaba por los caminos o entre los campos. Descansar de día y avanzar de noche era un modo de evitar los encuentros con nativos. Quería asegurarse de que los pilotos no escaparan con tan fácil artimaña.

Desde el cuartel de Omsk informaron que los técnicos no habían podido hallar ningún dato de valor entre los restos de las naves. En realidad no quedaba cosa alguna que analizar después de las explosiones. También informaron que la Armada Imperial había iniciado una serie de movimientos en el espacio. Se acercaba sensiblemente al planeta, pero no lo bastante como para pensar en un peligro inmediato.

Esta noticia preocupó a la teniente. No entendía nada de lo que ocurría allá arriba. Tal vez si consiguiera agarrar a un piloto podría averiguar el motivo de aquel revuelo. Según le habían dicho, los cazas republicanos eran de un modelo obsoleto, casi indignos de una misión de rescate. ¿Entonces…?

Un soldado disparó una aguja explosiva a una serpiente enorme que merodeaba por el campamento. Asqueada, la teniente Linda desplegó su saco de dormir dentro de uno de los lubits parados y tras desvestirse ligeramente se metió en él para descansar. Los soldados que compartían vehículo quedaron sorprendidos. El ejército republicano no hacía diferencia alguna entre sexos. La misma sociedad republicana casi no tenía tabúes sexuales. En cambio, para los soldados de Chandrasekhar una mujer militar era algo tan raro como un perro con cuatro patas. Todavía no estaban acostumbrados a las que les enviaba la República. Que además durmiera con la tropa y encima les regalara los ojos de aquel modo les parecía increíble.

Afuera los hombres vigilaban todo el perímetro del campamento. Algunos interceptores cruzaban el cielo bajo los satélites de observación que brillaban pálidamente, iluminados por el sol. Desde Omsk se elevaron un par de destructores que habían bajado a repostar. Aparte de esto, era una plácida noche campestre.

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A varios kilómetros de distancia Lisa había logrado al fin llevarse a su amigo a la habitación. Quería que dejara de discutir con el sacerdote.

—¡Ellos creen que eres Dios y tú quieres convertirlos en ateos! ¿Te parece que está el patio para bromitas, tonto del culo? —Lisa estaba furiosa. Alejandro había demostrado una vez más su absoluta falta de tacto.

—Sabes que no me gustan las religiones. Además me entristeció ver a los padres de Sira obligándola a arrodillarse ante nosotros. Y más que el sacerdote la riñera en público por no haberlo hecho de inmediato.

—Si salimos de ésta, algún día también tendré que arrodillarme ante ti cuando seas Emperador y yo, como senadora, deba jurarte lealtad. No hay que darle tanta importancia a una mera cuestión formal.

—Tú lo has dicho, sólo es una cuestión formal. El Senado puede oponerse al Emperador. Pero aquí es cuestión de fe. Con esa historia del infierno en llamas les mantienen dóciles toda la vida, con la única esperanza de obtener luego una recompensa. ¡Pídesela una vez muertos!

Lisa lo miró, sorprendida.

—No sabía que tuvieras tantos escrúpulos… De todos modos no era necesario ridiculizarlo públicamente —insistió Lisa—. ¡Pobre hombre, baja Dios del cielo para decirle que es ateo! Mañana a primera hora nos marchamos de aquí. No quiero que a ese sacerdote se le ocurran ideas raras. No creo que nos tenga todavía por dioses, y puede urdir algún modo de vengarse.

—Seguro que él nunca se ha creído esas patrañas —se defendió Alejandro.

—Mayor motivo para largarnos —abrió la puerta de la habitación y antes de entrar la repasó con la vista, por si acaso—. He hablado un momento con Sira, y está dispuesta a acompañarnos. Ella también cree que podemos correr peligro si nos quedamos aquí. No dirá a nadie que nos vamos ni adónde, pero antes de que salga el sol lo tendrá todo listo para el viaje.

Apenas habían cerrado la puerta cuando oyeron unos golpes débiles. Lisa desenfundó su arma y Alejandro quitó el seguro de la suya antes de abrir. Una mujer ya madura se arrojó a los pies de Alejandro, pero éste la hizo levantarse de inmediato.

—Por favor, os lo ruego, no me castiguéis por mi atrevimiento al venir a suplicaros —la mujer hablaba atropelladamente y estaba muy asustada—. Sólo he venido a pediros que ayudéis a mi hijo. Él no merece el castigo. El Señor de Orión debió castigarme a mí por mis pecados, pero él no ha hecho nunca nada malo. Antes de nacer decidimos que se llamaría Adriano, como muchos emperadores divinos. Queríamos que ese nombre le ayudara a ser bueno. Por favor, os lo suplico, interceded ante el Señor Oscuro y que suprima el castigo de mi hijo.

Tanto Alejandro como Lisa trataron de calmarla. No sacaron en claro qué le ocurría a su hijo, salvo que había sido castigado por los dioses. Suponiendo que estaría muerto, Lisa trató de quitarse la mujer de encima. Finalmente Alejandro le dio su palabra de que la ayudaría y visiblemente reconfortada por esa promesa se marchó, dándoles las gracias un millón de veces.

—¿Ves cómo esta gente está aterrada?

—No es asunto nuestro.

—¡Claro que no, sólo somos los dioses! ¿Qué tiene que ver con nosotros la Religión?

—Buen momento has elegido para preocuparte por las penas de tus semejantes —murmuró Lisa—. Debe de formar parte de la guerra psicológica previa a la invasión. Buscan siempre los puntos débiles de la gente para que desee ser invadida. En otros mundos han empleado diversas tácticas para conseguirlo. Convertirse en un modelo a imitar, hacerles creer en una rápida prosperidad económica, yo qué sé. Cualquier cosa con tal de minar la resistencia. Aquí deben de haberles dicho que la llegada de la Infantería de Marina Imperial les traerá la salvación y las legiones de asalto el paraíso terrenal. La Religión es un arma tan buena como cualquier otra.

—¿No te parece que eres un poco cínica?

—Simplemente, trato de pensar, mientras que tú…

De nuevo llamaron a la puerta, esta vez con más fuerza. Lisa dejó de discutir y fue a abrir con cara de fastidio. Sira entró como una tromba en la habitación. Llevaba un abrigo con capucha, ceñido por un cinturón de cuero del que colgaba una bolsa.

—¡He oído al sacerdote hablar por radio con el cuartel de Omsk! Os ha denunciado y le han respondido que un grupo de soldados estará aquí en unos minutos. ¡Vámonos!

Tomó de la mano a Lisa para llevársela fuera de la habitación. Alejandro recogió el escaso equipaje de ambos y la linterna. Sira también llevaba una, y les guiaba por pasillos cada vez más angostos.

—Pasaremos por los subterráneos. Así nadie sabrá adónde hemos ido. Hay docenas de túneles artificiales y muchas cavernas y grietas naturales. Es imposible encontrar a alguien que conozca esto como yo.

Tomaron unas escaleras de roca muy empinadas. Al principio eran frías y húmedas, resbaladizas por los hongos. Luego, conforme bajaban la temperatura se incrementaba y una leve fosforescencia iluminaba el camino. Gracias a esta luz crecían algunos líquenes higroscópicos. Un rato más tarde la humedad resultaba menos notoria, pero hacía bastante calor y un olor sulfuroso salía de todas partes. La naturaleza volcánica de la región quedaba bien patente.

Las escaleras se ensancharon y el túnel se hizo más alto. Alejandro escuchó un leve rumor.

—Es la ventilación. Hay generadores de electricidad que aprovechan las corrientes subterráneas, aunque arriba no podemos fiarnos mucho de ellos. El pulso electromagnético de las atómicas estropea todo lo eléctrico, aunque no llega a tanta profundidad. Los ventiladores son viejos y ruidosos.

Pasaron por cámaras de gran tamaño donde cultivaban hongos y soja. En otras vieron algo que parecía tapizado de algas, o tal vez algún liquen. También pasaron junto a un depósito alimentado por un caño hirviente desde una pared.

—Como os dije, en casa nunca falta agua caliente —indicó Sira.

Salieron de aquella zona chorreando debido al vapor. La temperatura siempre en aumento les secó pronto. Al final del descenso alcanzaron lo que Sira llamó las celdas de los castigados.

—¿Qué delito han cometido? —preguntó Alejandro al ver las tétricas mazmorras, entre cuyas sombras se acurrucaban los prisioneros.

—¡Haber nacido! —respondió con voz agitada.

Alejandro no tenía muy claro si ella creía o no en su divinidad. Sira había sido educada en una familia creyente, pero tenía estudios y había vivido en la ciudad. Seguro que allí veían las cosas de un modo distinto. Los republicanos se habían ocupado de lavarle bien el cerebro, pero ¿se podía borrar lo que le habían inculcado en el hogar, de niña? Debía de estar hecha un lío. Desde luego, sería mejor no confesarle que fueron precisamente ellos quienes provocaron la masacre de Omsk.

Cuando el estrecho corredor estaba a punto de terminar, una mano fuerte y huesuda agarró a Sira. Era pequeña, como la de un niño. Los pilotos desenfundaron de nuevo sus armas, un gesto que empezaba a ser habitual.

—Ahora no, Adriano, no tengo tiempo —Sira no parecía asustada, y hablaba con ternura al prisionero.

—Mucho tiempo sin verte, Sira, mucho tiempo —decía una voz aguda con dificultad, sin poder articular bien las palabras.

Alejandro acercó su linterna y pudo ver un rostro infantil y mongoloide, raramente deformado. Al moverse el niño, observó que sus piernas eran cortas y gruesas, perecidas a las de un cerdo, pero fláccidas y sin fuerza, que le obligaban a arrastrarse con los brazos.

—He cumplido doce años, Sira, pero tú no estabas.

—Pronto vendré a verte, Adriano.

—Mi madre sigue rezando. Dice que el Emperador la escuchará y me quitará el castigo.

—Sí, Adriano, seguro que te perdonará —mientras decía esto miró a Alejandro de reojo—. Y ahora suéltame, por favor, que tengo mucha prisa.

El niño la obedeció y se arrastró hasta el fondo de la celda murmurando.

—No me perdonará; el Dios Emperador no escucha a las viejas, y nunca podré correr sobre la hierba.

Mientras se alejaban de allí pudieron oír como lloraba.

—Deben permanecer escondidos; la ley no permite vivir a los deformes. Los sacerdotes obligan a la gente a deshacerse de ellos cuando nacen. La República promete construir hospitales para que vivan dignamente, pero aún no hay dinero para eso. Primero hay que comprar antiaéreos —hablaba con rabia, tragándose las lágrimas, queriendo desquitarse consigo misma por no poder, o no atreverse a hacer nada—. Además, por norma general son muy violentos y razonan bastante menos que el pobre Adriano.

Por curiosidad, Lisa echó un vistazo disimulado a Alejandro. Esperaba oírle soltar un alegato indignado en contra de la injusticia, y todo eso, pero marchaba sin decir ni pío, con rostro inexpresivo, algo inhabitual en él. Le hubiera gustado saber qué demonios le rondaba por la mente. Igual aquel pequeño monstruo lo había impresionado. Decidió mantener también la boca cerrada. Sira parecía estar a punto de echarse a llorar, y lo que menos necesitaban era una guía histérica.

Siguieron caminando en silencio, hasta que Lisa se percató de que estaban retrocediendo por otro pasillo.

—Si preguntan a los castigados dirán que nos fuimos en dirección al lago seco. Nadie pensará que hemos dado media vuelta por un pasadizo en desuso.

Finalmente subieron por una grieta casi vertical y muy estrecha, que les obligó a escalar como buenamente pudieron. Sira pasó sin muchas dificultades por ser más menuda, pero a los otros les costó lo suyo salir. Cuando lo lograron estaban llenos de contusiones y rasguños. La grieta desembocaba en un pequeño túnel que Sira conocía.

—No tiene otra conexión con el resto de galerías. Es artificial; querían aprovechar una veta de no sé qué metal, pero se agotó.

Resultaba fácil correr por aquel suelo liso. Era un túnel ancho, abierto con un taladro de fusión. Después de un buen rato llegaron al final. Apagaron las linternas y se detuvieron para recobrar el aliento. Estaban sudando a mares, especialmente Sira. Luego, salieron con mucha cautela y comprobaron que todo permaneciera tranquilo. Alejandro tomó sus prismáticos, conectó el intensificador y buscó la casa. Estaban más lejos de lo que había creído. Sira también miró con los prismáticos de Lisa.

—Justo a tiempo. Esos agravs son del ejército, creo que los llaman lubits. Los usan en Infantería —dijo Sira—. No son muy rápidos pero no hacen ningún ruido; tendremos que ir con cautela.

—¿Cuánta gente cabe en uno de ellos?

—Creo que media docena.

—Sólo veo tres.

—Habrá más al otro lado de la casa, o buscándonos por los alrededores. También deben de tener visores nocturnos.

—Lo primero es poner tierra de por medio. Iremos bajo los árboles, que son muy frondosos allá abajo.

Alejandro miró hacia la depresión, parecida a un gran cráter, que Sira señalaba con el dedo.

—Creo distinguir otro tipo de vegetación y los árboles son mucho más altos —trató de enfocar mejor—. Todo está lleno de niebla; parece un caldero humeante.

—El agua sale muy caliente —respondió la chica—. Es una ecología tipo selva tropical, llena de bichos por todas partes. Hay que ir con mucho cuidado. Por si acaso yo me he traído esto —sacó un cilindro parecido a una empuñadura de la bolsa que llevaba colgada al cinto. Pulsó un botón y un compacto haz energético se formó ante ellos. Sira lo blandió como si fuera una espada—. Sirve de machete para abrirse paso entre la maleza, y si pulso este otro botón también dispara descargas de energía, como las de los neurolátigos. Es muy útil en mi profesión. La compañía forestal los considera imprescindibles para trabajar en estas regiones. Además, no mata; así no hay problema con los leñadores demasiado excitables.

—Esto también hace daño —dijo Alejandro, mostrando su pistola de plasma. Había aparecido en su rostro una extraña expresión que nadie supo identificar.

★★★

—¡Aquí tiene a esta rata! —bramó el cabo Colligan, arrojando al sacerdote a los pies de la oficial.

—¡Compórtese, cabo! —gritó la teniente.

El cabo Colligan parecía estar fuera de sí. Le extrañaba la conducta de algunos de sus hombres, que de alguna manera parecían estar emocionalmente implicados en lo que ocurría.

El sargento Curtiss mandó al cabo a otro sitio y entregó el sacerdote a un soldado para que lo custodiara. Éste ofreció tabaco al religioso y se puso a charlar con él.

—Sargento —dijo la teniente Evans mientras salían—, usted conoce muy bien a sus hombres y las costumbres de este planeta, así como las relaciones que hay entre sus habitantes. Pero yo vengo de un mundo diferente, donde no hay sacerdotes, ni campesinos, ni este lío de los clanes…

—La comprendo muy bien —el sargento sacó un paquete de cigarrillos de su bolsillo y le ofreció uno a la teniente. Ésta ya sabía que aquel era un gesto de cortesía que no debía ser rechazado y tomó uno. No le gustó el tabaco—. No podría explicárselo todo de un tirón, ni en un mes. En realidad creo que nosotros mismos no nos entendemos. Su mundo es de metal y plástico. Todos van a la escuela y son prácticos y racionalistas. Aquí, en cambio, la gente construye casas de madera. La mayoría prefiere las mulas a los tractores, porque así no corren el riesgo de quedarse sin gasolina. Pero sobre todo éste es un mundo de creyentes. Hay varias religiones dominantes y cada una de ellas trata de desplazar a las demás. La que más progresa es la que considera divinos a los Emperadores de Algol. Ha sustituido de algún modo a un culto anterior que se prestaba a esta manipulación. Suponemos que forma parte de la guerra psicológica. No quieren hallar una guerrilla organizada cuando nos invadan; les resultará más cómodo ser adorados. Tampoco creo que usted se escandalice tratándose de maquinaciones. La República lleva décadas moldeando las mentes de nuestros universitarios en las ciudades, y no creo que lo haga por amor al arte.

La teniente Evans sonrió y se encogió de hombros.

—Así es la vida. Pero basta de digresiones, por favor. ¿Qué pasa con ese cabo?

—Colligan es de una familia muy creyente. Me extraña que no le haya entregado al sacerdote muerto. Haber delatado a un imperial lo convierte en una especie de hereje.

—Me encanta la idea de que parte de las tropas a mis órdenes sea proimperial. Supongo que me verán como una enemiga. Confío en que no me peguen un tiro por la espalda. País de locos… —suspiró—. El hombre que custodia ahora al sacerdote, ¿le impide escapar o trata de evitar que los nuestros lo liquiden?

—Lo va captando —dijo el sargento y esbozó una sonrisa—. La verdad es que hay un poco de las dos cosas. Estoy seguro de él porque es de la ciudad y no cree más que en su paga. No tiene nada a favor ni en contra del sacerdote. Además, le he ordenado que trate de sonsacarle cuanto pueda. Policía malo, policía bueno; ya sabe.

»Cuando entramos en la casa estaban preparando una soga para colgarlo. Alguien supo que veníamos por una delación del sacerdote y dio el aviso. Pero es muy extraño que gente por lo general tan pacífica tratara de matarlo. En este asunto hay algo más, que todavía no entiendo.

—Yo no comprendo nada —dijo la teniente, apoyando la espalda contra la pared y contemplando al cielo—. Pero las noches son aquí hermosas y solitarias. No hay arcólogos ni el estruendo de los aerocoches.

Cerró los ojos. Una tenue llovizna empezó a caer, mientras del suelo brotaba la neblina de medianoche. El viento llevó a su cara algunas gotas de agua, pequeñas y muy frías. Las dejó correr por sus mejillas, refrescándolas. Se olvidó por unos instantes de todo, incluso del sargento.

Curtiss la dejó en paz y regresó al interior. Fuji, el soldado que estaba junto al sacerdote, se levantó de la silla y discretamente se dirigió hacia él. Llevaba un par de latas de cerveza que colocó en una mesa vacía, al lado del sargento.

—Le he puesto varias de esas pastillas naranja del botiquín en la cerveza —informó Fuji. Era un truco bastante popular entre la tropa, pues contenían prometazina y mezcladas con alcohol inducían al sueño casi de inmediato.

Desde donde estaba, el sargento pudo ver al sacerdote durmiendo como un tronco sobre la mesa.

—Y bien, ¿ha dicho algo?

—¿Algo? —el soldado tomó un sorbo de su lata—. Lo he drogado para que no me rompa los tímpanos.

—Entonces, ¿por qué querían colgarlo? Se supone que la presencia de esos tipos aquí debería ser una ayuda para él, la prueba palpable de que los dioses existen.

—Pues estos dioses eran dos ejemplares de piloto de combate en plan puro y duro: no sólo no le siguieron el juego sino que discutieron con él. Negaron todo el montaje del culto al Emperador y pusieron en ridículo al sacerdote.

El sargento miraba incrédulo.

—Debe de haber sido todo un espectáculo —murmuró.

—El sacerdote estaba volviéndose loco —siguió explicando Fuji—. No osaba refutar las palabras de la divinidad, pero ésta se negaba a sí misma. Un verdadero problema para un teólogo. Además podían verla, tocarla, ya no era algo irreal que sólo se contemplaba en los altares. Ahora podían comprobar que era de carne y hueso. Puesto que todos se estaban dando cuenta del engaño pensó que lo mejor sería deshacerse de esa influencia perturbadora. En cuanto tuvo ocasión cogió la radio para avisarnos. Alguien le oyó y lo dijo a los demás. Salieron pronto del estado casi traumático en que los había sumido la revelación del día, y decidieron ajustar las cuentas con el sacerdote.

—Lo sorprendente es que un par de tipos pudieran provocar tantos estragos. ¿Por qué no decir que eran impostores o algo así? Estos sacerdotes tienen muchos trucos.

—Todavía no sabe lo mejor, sargento. No podía acusarlos de nada ni evitar que su sola presencia causara una conmoción, hicieran lo que hicieran.

—¿Por qué?

—Esos pilotos son el Príncipe Alejandro de Algol y la hija del Duque de Orión.

El sargento dio un puñetazo en la mesa, con rabia, y pronunció una sola palabra:

—¡Diablos!

—Bueno, ella sí, pero creo que él es un ángel —Fuji soltó una carcajada.

En aquel momento llegaron dos pelotones de soldados que habían estado buscando a los fugitivos por los túneles. Iban cubiertos de barro de los pies a la cabeza y despedían un olor fúngico sumamente desagradable. La teniente entró y departió brevemente con los cabos. No habían hallado ni rastro y los túneles parecían extenderse hasta el infinito, siempre bajando y ramificándose en todas direcciones.

La teniente pidió al furriel que dispusiera las guardias para la noche y ordenó diana a las cinco de la madrugada. Algunos soldados miraron su reloj con expresión de incredulidad. Luego ella salió hacia los vehículos para emitir su informe del día.

El sargento Curtiss aprovechó la ocasión para pactar con el señor de la Cabda. A cambio de su absoluto silencio sobre todo lo ocurrido, se ocuparía de que el sacerdote se quedara en la casa cuando ellos se fueran. Nadie volvería a preguntar por él. Añadió, como por casualidad, que de no aceptar el arreglo serían juzgados por colaborar con el enemigo y tratar de asesinar a un hombre, y luego serían fusilados. O quizá primero los fusilarían para ahorrar tiempo. El trato fue aceptado de inmediato. Antes de irse el sargento añadió una cláusula más: tampoco debía revelar a nadie, especialmente a ningún militar, los nombres de los pilotos.

A la teniente Evans le contaría más tarde que el sacerdote había decidido marcharse durante la noche. Y, por supuesto, no le comunicaría la identidad de los pilotos a esa republicana. Aún no. Necesitaba pensar.

Al día siguiente todos los vehículos estaban en marcha antes de que saliera el Sol. La teniente estudiaba los mapas y las últimas fotografías del satélite.

★★★

En el mismo instante, bastante lejos de allí, Alejandro, Sira y Lisa se habían parado para descansar un rato. Estaban entrando en un cráter volcánico que contenía una jungla en miniatura. Desde lo alto, recordaba a una enorme olla donde se estuviera cociendo un guiso verde. Todos los árboles parecían tener la misma altura y por entre sus ramas ascendía continuamente una neblina que arrastraba todos los olores que una naturaleza salvaje podía producir. Por encima de ellos destacaba con fuerza ese hedor fúngico, de corrupción en constante avance, que era omnipresente en Chandrasekhar y aquí resultaba aún más ominoso.

—La niebla es producida por la evaporación de aguas termales, que salen muy calientes, a menudo hirviendo. El olor no es muy saludable, pero ya os acostumbraréis —explicaba Sira—. Supongo que es preferible una ruta mala pero segura a ir por los caminos, donde primero nos buscarán los soldados. Aquí estaremos a cubierto por los árboles.

Cuando estaban a punto de ser engullidos por el follaje, Alejandro dedicó una última mirada al cielo. Sonrió pensando que quizá le traería suerte cuando vio caer una estrella fugaz.

★★★

La Estrella fugaz abandonó el hiperespacio más cerca de lo previsto. Su casco ardía por la fricción, pues no querían activar el escudo para dificultar la detección. En cuanto Alejandro dejó de mirar, la nave viró bruscamente para modificar su trayectoria y encendió los retropropulsores de emergencia. En el interior de la bodega el rastreador esperaba, metido en una especie de ajustado ataúd. Cuando la Estrella fugaz estuvo a la altura adecuada y en la posición correcta, disparó al rastreador por el lanzatorpedos del morro, como si fuera una goma de mascar usada. La cápsula de descenso se dirigió al suelo en una sencilla trayectoria balística, al tiempo que frenaba con su motor. A dos kilómetros de altura la cápsula se abrió como un capullo y dejó al rastreador en el aire, colgando de su propio generador agrav.

La cápsula volvió a cerrarse y quemó su último combustible, para alejarse y desviar la atención de donde estaba su ocupante. Nada más llegar al suelo toda su estructura principal, construida de plasmidona, dejó de recibir la energía que la mantenía cohesionada y se fundió, desparramándose como gelatina. Cuando el rastreador llegó al suelo la Estrella Fugaz volvía a zambullirse en el hiperespacio.

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