26. Hay otros mundos
Por un momento, Beni fue incapaz de reaccionar, tan atónito estaba. En cambio, Uhuru se encaró con Moone, sin dejar de apuntarle con el subfusil.
—Un universo alternativo… Ahora todo cobra sentido.
Moone enarcó una ceja.
—Vaya, deduzco que su ordenador es, en efecto, un tipo espabilado. Además, se comunica con ustedes mediante algún dispositivo oculto.
—Cuando atacaron objetivos corporativos como la Kalinin, en Rígel, no emplearon generadores de teleportación, como nuestros analistas suponían —continuó la Matsu.
—¿Teleportación? —ahora el sorprendido era Moone—. ¿Disponen de esa tecnología?
—Brillante. Sencillamente genial —intervino Beni, que ya había caído en la cuenta—. Si un misil imperial quiere penetrar nuestras defensas…
—Entonces salta al universo alternativo, viaja tan campante por él y emerge en nuestro universo detrás de las defensas, dentro del objetivo. En nuestras mismas narices —concluyó Uhuru—. No hay protección posible contra eso, ¿verdad, Moone?
—Pues no, como tampoco gozaron de una oportunidad de salvarse los doce mil millones de almas a las que ustedes masacraron cuando atacaron el Imperio. Tan sólo lamento no haber podido detonar unas cuantas bombas de cobalto bien sucias en la Vieja Tierra.
—Pero lo intentaron y algo no salió bien, ¿me equivoco? —preguntó Uhuru.
—Milord, hay movimiento en el planeta —interrumpió el oficial, con el pavor dibujado en la cara—. Están saliendo naves del cráter como las de… las de la última vez.
—Ahí tienen el motivo de nuestro fracaso —dijo Moone—. El universo alternativo al que accedemos está ocupado. Aún no tenemos ni idea de qué o quiénes son sus moradores, pero les garantizo que son hostiles. Destruyen nuestros misiles en cuanto aparecen en su espacio y claro, así no hay forma de acabar con la Corporación. Pena. Por eso, la Cuchulainn incorpora un sistema de ocultación que se suponía funcionaba bien. Y el insensato de su ordenador lo ha echado todo a perder, al encender caprichosamente los motores. Nos han detectado. Tenemos que salir de aquí. Dejen de hacer el idiota y entréguenme el control de la nave.
—Ni lo sueñe —replicó Beni—. Demócrito, informa.
—Encima se llama Demócrito —a Moone se le escapó un bufido—. Ridículo.
—Pues anda que Moone… —el ordenador sonaba ofendido—. Este insensato detecta 36 aparatos de pequeñas dimensiones, que se nos acercan con rumbo de intercepción. Contacto estimado en 14,3 minutos. La firma de los motores concuerda en un 80% con vehículos Alien.
Ahora fue el rostro de Beni el que se desencajó.
—La cagamos —murmuró.
El aplomo de Moone también se resintió.
—¿Se refiere a esos Alien? ¿Los que provocaron el Desastre[17]?
—Los mismos. —Beni recobró la compostura—. Una de dos: o los supervivientes se refugiaron aquí después de que los machacáramos, o…
—¿Qué ustedes los machacaron? ¿Cuándo? —Moone creía alucinar.
—Olvídelo; es una historia muy larga. O bien en este universo alternativo los Alien ganaron la batalla, y se expandieron por la galaxia. En cualquier caso, lo mejor será largarse a toda mecha y dejar las preguntas para luego. ¿Cómo se vuelve a casita?
—Con mucho más tiempo del que disponemos. Mudarse de universo es un proceso delicado. Nuestro protocolo de crisis sólo tenía previsto un salto y luego camuflarnos hasta que amainase la tormenta. Pero en 14 minutos, y con su ordenador entorpeciendo la velocidad de computación de los nuestros…
—Capto la indirecta, pero no picamos. O sea, que estamos jodidos. Demócrito, supongo que en este universo también habrá hiperespacio. ¿Tenemos capacidad de salto?
—Sí, pero aún me está vedado el acceso. Afortunadamente, controlo todos los motores subluz.
—¿Podríamos escapar?
—No. Son demasiado rápidos.
—Cédannos el control de una puta vez —urgió Moone—. Aún tendríamos…
—Eso quisieran ustedes. ¿Armamento, Demócrito?
—Un poco de todo. Os paso el listado por la pantalla.
Beni le echó una rápida ojeada.
—Nada de cazabombarderos en las bodegas; sólo vehículos de transporte. Láseres, proyectores de plasma, misiles, cañones cinéticos…
Mientras, las navecillas Alien se veían cada vez más cerca. El nerviosismo se podía cortar en el puente de mando.
—¿Piensan hacer algo, o nos arrojamos directamente al vacío para ahorrarle trabajo al enemigo? —preguntó Moone, sarcástico.
—¿Dispone la Cuchulainn de un campo de fuerza protector, al estilo de sus viejos acorazados? —dijo Beni.
—Sí, pero dudo que aguante demasiados impactos concentrados. Hemos estudiado a esos… Alien —contestó Moone— y su potencia de fuego resulta temible.
—Ofrezcámosles un blanco móvil. ¿Es muy maniobrable este cacharro, Demócrito?
—Intentaré sacarle el máximo partido. Aguardo órdenes.
—Bien. Moone, ¿han abatido alguna vez una de esas naves?
—Nunca. Más bien procuramos pasar desapercibidos.
—En fin, siempre hay una primera ocasión. Demócrito, pica hacia el cráter y atácalos.
—De acuerdo. Les aconsejo que se sienten todos y se abrochen los arneses de seguridad.
Acto seguido, el ordenador profirió los tres banzáis de ritual, para pasmo de los imperiales. La Cuchulainn viró en redondo y se lanzó de cabeza hacia las 36 naves que pretendían cazarla.
—¡Están ustedes como cabras! —protestó Moone, mientras se aseguraba al sillón—. ¡Ésta es una corbeta, no un caza!
—Relájese y disfrute —le aconsejó Beni—. Con suerte, no habrán previsto la jugada.
Los interceptores Alien dispararon primero. Lanzaron una andanada de proyectiles de alta velocidad, aunque sin sistema de guía. La Cuchulainn los esquivó sin dificultad y luego maniobró de una manera que los diseñadores de la corbeta ni habían soñado. Pasó junto a las navecillas enemigas como un atún por un banco de boquerones: sembrando la destrucción.
—Ahí va otro primer contacto —comentó Uhuru, flemática—. Y pensar que hay gente que escribía libros de ciencia ficción sobre la comunión entre razas inteligentes…
Las naves Alien se reagruparon y persiguieron a la Cuchulainn.
—Les iría mejor si adoptaran una formación abierta, en escuadrillas autónomas —observó Moone.
—Los Alien son insectoides. Tienden a exhibir unas pautas poco flexibles de comportamiento. Si algo tiene éxito, suelen repetirlo ad nauseam —replicó Beni.
—Han combatido contra ellos de verdad, ¿eh? Y recientemente, apostaría el cuello.
—Secreto de Estado. —Beni estudió las pantallas—. El blindaje de esos engendros es pobre, sin campos de fuerza. Parecen típicos interceptores Alien, pero el diseño…
—También me he dado cuenta —dijo Uhuru—. Las líneas no son tan limpias, y parecen cambiar de forma. Tienen… No sé, una extraña cualidad orgánica.
Mientras, Demócrito seguía haciendo de las suyas. Invirtió el flujo de las toberas y la corbeta se detuvo en seco. La gravedad artificial logró que los tripulantes no se vieran reducidos a pulpa, aunque aquellos cambios bruscos de aceleración se notaban, pese a todo. Algún imperial buscó disimuladamente parches de escopolamina. Las naves Alien pasaron de largo como centellas, sin poder reaccionar a tiempo. Demócrito abatió un buen número de ellas disparándoles por la popa. No contento con eso, se puso a perseguirlas. Fue implacable. Las naves Alien eran fijadas por el selector de blancos y destruidas con láseres y cañones de partículas. No hizo falta recurrir a los misiles. Los cazadores se habían convertido en presas. La Cuchulainn, usando de forma magistral las toberas repartidas por el casco, se movía con una agilidad impropia de su masa.
—Como sigamos así, tendremos que recurrir a las bolsas para los vómitos —dijo Moone, disfrutando a su pesar de aquella escabechina.
—Salen más naves del cráter, milord —informó el oficial, y la voz le vaciló—. Centenares de ellas… Han adoptado una formación abierta.
—Vaya, éstos aprenden rápido —murmuró Beni—. Demócrito, destruye la base y dejémonos de mariconadas.
—Eso hará difícil que tomemos prisioneros.
—Lo primero es lo primero, amigo mío: salvar el pellejo.
Los Alien se dieron cuenta enseguida de lo que se les avecinaba. Reaccionaron soltando todo lo que tenían: enjambres de interceptores y misiles inteligentes. Demócrito logró interferir los sistemas de guía de estos últimos mediante contramedidas electrónicas.
—Funcionan como los misiles Alien que conocíamos de nuestro universo —informó Demócrito—. Los cazas siguen siendo un incordio, pero creo que podré sortearlos si el campo de fuerza aguanta.
—No parece una base demasiado importante, a juzgar por la débil oposición que ofrece —señaló Uhuru—. En fin, siguiendo mi tradición, ahora yo debería soltar aquello de que sería más lógico tratar de establecer contacto, el diálogo, la no violencia…
—E indefectiblemente yo no te haría ni puñetero caso. —Beni sonrió—. Por lo que sabemos, los Alien se consideraban la única especie inteligente del cosmos. Los demás éramos considerados curiosidades, que a veces entrábamos en fase de plaga.
—Y nos exterminaron. Ése fue el motivo del Desastre. —Uhuru suspiró—. Somos tan distintos que la comunicación resulta imposible.
Moone escuchaba muy atento. Le mortificaba que aquellos corpos actuasen con tanta desfachatez. Se sentía forastero en su propia nave, como un visitante cuya opinión no pintase nada. Por otra parte, los intrusos parecían haber lidiado con Alien, y se conducían como profesionales. ¿Se decidiría a compartir con ellos la información de que disponía sobre el universo alternativo? De momento, tendrían que sobrevivir al primer envite. Y el ordenador, aunque impresentable, parecía saber lo que se hacía.
Conforme se acercaban al cráter, la Cuchulainn maniobró como si estuviera conducida por un chófer ebrio. Sus movimientos eran impredecibles, sin pautas discernibles. Abatió muchos cazas, pero también encajó un buen número de impactos. La nave giraba sobre su eje para minimizar el principal defecto de los campos de fuerza defensivos imperiales: su tendencia a colapsar si eran alcanzados repetidas veces en el mismo punto. De todos modos, no podría aguantar semejante castigo durante mucho más tiempo.
La Cuchulainn alcanzó la superficie del planeta y avanzó en vuelo rasante. Las explosiones de los misiles arrancaban a su paso fragmentos de roca. Por fortuna, la ausencia de atmósfera minimizaba el efecto de las ondas expansivas.
—El campo de fuerza se está sobrecargando, milord —anunció el oficial, angustiado.
Moone observó, complacido, que sus hombres nunca se dirigían a los secuestradores. No los obedecerían por voluntad propia. Estaba seguro de que se arrojarían sobre ellos si así lo mandaba. Quizá incluso estuvieran esperando la orden. Lamentó defraudarlos, pero de momento era más sensato aguardar acontecimientos. Quizá murieran al minuto siguiente, y en tal caso no merecía la pena organizar una pelea. Que los corpos los sacaran de ésta.
Mientras, Demócrito seguía pilotando como un acróbata. La corbeta se ceñía a los accidentes del terreno como en las viejas películas. Los interceptores no tenían más remedio que seguirla a cierta altura, aunque arrojaban sobre ella un fuego endiablado.
—Si el campo aguanta un poco más, y no nos empotramos contra un peñasco, alcanzaremos el blanco en 236 segundos —informó el ordenador—. Sugiero que se lo tomen con calma y disfruten del espectáculo. En caso de que nos destruyan, el óbito será instantáneo. A la velocidad que vamos, ustedes se harán papilla antes de que el cerebro se dé cuenta.
—Se agradece el detalle —dijo Beni.
—De nada; para eso estamos.
La cachaza con que los dichosos corpos se tomaban una situación tan dramática resultaba tranquilizadora. Moone advirtió que aquellos tres eran viejos camaradas de armas. Aún le costaba admitir que un ordenador tuviera tanta autonomía, o que una mujer participara en tareas más peligrosas que las de secretaria. Pero admiraba el valor, y se enfrentaban a la muerte con gallardía. Pues él no iba a ser menos.
—La nave no nos fallará —se dirigió a sus hombres—. Sigan en sus puestos —miró fijamente a Beni—. ¿Cómo se proponen aniquilar la base enemiga?
—Al viejo estilo. Pasaremos por encima, y Demócrito soltará una bomba nuclear con espoleta de contacto justo en la compuerta por donde salen los interceptores Alien.
—¿Así, sin sistema de guiado?
—De este modo, garantizamos que no lo interfieran. ¿No le recuerda a aquella película arcaica, Star Wars? ¿La ha visto?
—Pues sí. —Moone sonrió—. Pero dígale a su ordenador que no confíe en la Fuerza, porque seguro que acabaríamos dándonos una hostia en el primer desfiladero que atravesásemos.
—Tranquilo —repuso Demócrito—. Nada de misticismos. Los ordenadores biocuánticos somos saludablemente ateos. Bueno, conocí a uno seguidor de Zoroastro, pero debió de ser por culpa de algún defecto de programación.
Al tiempo que bromeaba, Demócrito seguía gobernando la Cuchulainn y esquivando la mayor parte de los misiles Alien. No obstante, los impactos en el campo de fuerza eran continuos, y las alarmas comenzaron a sonar. En las pantallas brillaban más luces rojas que en cierto barrio de Ámsterdam. Los imperiales temieron que la corbeta reventaría antes de llegar al objetivo. Sin embargo, nadie exteriorizó su pánico. Querían que lord Moone estuviera orgulloso de ellos.
El desenlace fue visto y no visto. La Cuchulainn pasó como una exhalación sobre la base Alien y se elevó de golpe. Un segundo después, una explosión nuclear de varios megatones iluminó el cráter. Las cúpulas y domos reventaron como huevos antes de fundirse. Paralelamente, los interceptores Alien que aún quedaban apagaron sus motores y siguieron en línea recta por pura inercia, incapaces de maniobrar. Acabaron empotrándose en las paredes de roca.
Gritos de júbilo se escucharon dentro de la nave imperial. La tensión acumulada podía liberarse, aunque muy brevemente. En cuanto lord Moone abrió la boca, sus hombres guardaron silencio.
—En otras circunstancias, les daría la enhorabuena —le dijo a Beni—. Tarde o temprano vendrán los refuerzos del enemigo y créanme, dispone de naves mucho mayores que los cazas. Devuélvanme el mando, si quieren que salgamos con bien de ésta.
—Joder, qué pesado. No está usted en condiciones de exigir nada. Lo más sensato por su parte sería colaborar. —Beni continuó por el canal privado—. Esta situación es absurda, por no decir patética. Ninguno de los dos bandos quiere ceder, lo que significa que podemos mantener las tablas hasta el día del Juicio ¿De veras eres incapaz de acceder a la información sobre saltos entre universos, Demócrito?
—Lo siento, amigo mío —el ordenador sonaba apenado—. Mi versión íntegra seguramente lo haría, pero… ¿No podrías coaccionar a Moone para que facilitara las claves? Tú tienes buena mano para estos menesteres.
—Si eso supone torturar o ejecutar a algún tripulante, me negaré en redondo —intervino Uhuru, con firmeza—. En otras palabras: tendríais que pasar por encima de mi cadáver. Literalmente.
—No suelo ser muy remilgado en el trato al enemigo; ya me conoces. Pero en esta ocasión… Tengo la corazonada de que Moone no cedería al chantaje. Es un buen profesional, no uno de esos fantasmones imperiales como los que liquidamos en Tau Ceti. Hace siglos que no me enfrento a alguien medianamente competente. Os hará gracia, pero lo respeto. Sería indigno aplicarle el tratamiento… Bueno, usual.
—Eres un dechado de moralidad —replicó Uhuru, irónica.
—En cualquier caso, debe seguir creyendo que estamos dispuestos a todo, incluso a sacrificar a sus hombres si fuere preciso.
—Si sólo se trata de fingir, cuenta conmigo. ¿Cómo planeas salir de este impasse?
—De momento, lo dejaremos estar. —Beni habló de nuevo en voz alta—. Vuelvan a poner en marcha los sistemas de ocultación. Escuche, Moone. La tripulación estará familiarizada con los protocolos de actuación para evitar contaminación biológica, supongo.
—¿Qué se propone?
—Buscar los restos de interceptores Alien; en concreto, de los que abatimos al principio. Puede que alguno no esté demasiado dañado.
—Vaya. ¿Ahora les da por coleccionar cachivaches exóticos? —repuso Moone, aunque la idea también le rondaba por la cabeza.
—Mire usted: si esos Alien son lo que suponemos, representan un riesgo extremo para la Humanidad. Nuestras rencillas han de relegarse a un segundo plano.
—¿Cabe deducir que nos restituirán por fin el control de la Cuchulainn?
—No. Tenemos el deber de conseguir toda la información posible y enviarla de vuelta a nuestros científicos. Le garantizo que un posible ataque Alien es mucho más prioritario que sus atentados contra las infraestructuras corporativas. Luego solucionaremos nuestro particular conflicto. Como muestra de buena voluntad, permitiremos el acceso libre al puente de mando.
Demócrito desbloqueó los seguros de las compuertas. Segundos después entró un tropel de soldados armados, muy nerviosos. Habían quedado aislados de lord Moone y la oficialidad durante todo el combate contra los Alien, y no sabían qué se iban a encontrar.
—Si es tan amable de tranquilizarlos… —pidió Beni—. Pueden circular libremente por la nave, pero recuerde que el Gran Hermano les vigila (y, además, controla los sistemas de soporte vital). Cualquier conato de heroicidad será respondido con contundencia.
—¿Qué otra opción nos queda? —respondió Moone con tono cansino. Hizo un gesto, y los soldados bajaron los fusiles. Luego se acercó a un micrófono y por medio de la megafonía explicó la situación a los tripulantes. Finalmente, concluyó:
—Consideraos prisioneros de guerra. El enemigo no ha de ser hostigado, por el peligro que ello supondría para la nave, pero tampoco toleraré que se confraternice con él. Si alguien siente algo parecido al síndrome de Estocolmo, le sugiero que se arroje al vacío por la primera esclusa disponible. Las órdenes y peticiones seguirán estrictamente la cadena de mando. Continuamos en alerta máxima. Retornad a vuestros puestos.
Los imperiales obedecieron, con cara de circunstancias. Moone miró fijamente a Beni.
—Sólo me obedecerán a mí. Dáñelos, y le juro que lo mato, aunque eso conlleve que nos vayamos todos al infierno.
—Quizá hayamos caído en él. Bien, procedamos. ¿Está la nave preparada para recoger y manipular material exótico potencialmente peligroso?
—Por supuesto. De todos modos, lo considero una imprudencia. Suponga que metemos en la bodega uno de esos interceptores, y resulta que porta un dispositivo de autodestrucción.
—No somos imbéciles. Primero habrá que enviar sondas y robots de reconocimiento. ¿Puede hacerse en modo de ocultación?
—Probaremos. Pero en cuanto lleguen los refuerzos, nos va a ser extremadamente complicado pasar desapercibidos.
—Bien, cada cosa a su tiempo. Demócrito, rastrea los restos de la batalla, a ver si tenemos suerte.
★★★
Uno de los interceptores había quedado de una pieza. Recibió un impacto cerca de las toberas de popa que le inutilizó los motores. Por lo demás, la cabina, si tal cosa era, parecía intacta. Una lanzadera teledirigida se acercó hasta él, mientras las sondas lo registraban todo. Ambas naves se emparejaron, y un tubo de unión salió de la lanzadera hasta pegarse al interceptor. Por la vía abierta empezaron a desfilar los robots, como hormigas laboriosas. Llegaron al casco del vehículo Alien y comenzaron a analizarlo y tomar muestras. Los primeros datos llegaron a la Cuchulainn. Demócrito los fue anunciando en el puente de mando.
—Carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, oxígeno, azufre, fósforo… En la pantalla podrán ver las frecuencias con que se presentan estos átomos. Están ligados en macromoléculas muy complejas. A falta de un estudio profundo, dado el primitivismo de los robots que me veo forzado a emplear, ese interceptor es orgánico. Fíjense cómo se retrae el material (¿o debería decir carne?) cuando los robots tratan de extraer algún fragmento.
Moone estuvo a punto de soltar algún comentario mordaz sobre el primitivismo de los aparatos imperiales, pero prefirió callarse. Tenía sólidos conocimientos científicos. Si aquello era orgánico, la tecnología subyacente resultaba asombrosa. Y si el interceptor estaba vivo… ¿Podría reproducirse, al estilo de una máquina de von Neumann? De hacerse con ella, y una vez quitados de en medio aquellos condenados corpos, dispondría de un armamento temible. De momento, colaboraría con ellos para traer las muestras.
—Confío en que ustedes estén acostumbrados a manejar aparatos Alien. Meter algo presuntamente vivo en mi nave no me hace mucha gracia —dijo.
—Los Alien no disponían de tecnología orgánica —repuso Beni, con aire un poco ausente—. Sus naves y utensilios eran más o menos convencionales. Esto es nuevo, pero el diseño resulta tan familiar…
—Nos hallamos en un universo alternativo —puntualizó Uhuru—. A saber cómo habrán evolucionado aquí. ¿Qué tipos de biomoléculas componen el fuselaje del interceptor, Demócrito?
—Los lectores y secuenciadores imperiales son algo lentos, sobre todo cuando se enfrentan a macromoléculas desconocidas. Si tuviéramos aquí a los nuestros…
—Nosotros no rediseñamos seres humanos. Se trata de una cuestión ética —señaló Moone, molesto—. Si eso implica cierto retraso en las disciplinas científicas implicadas…
—Otro motivo de peso para defender el ateísmo práctico —comentó Beni—. Estoy de acuerdo con usted en que la manipulación de agentes xenobiológicos… ¡Mierda!
Todo sucedió muy rápido. En el área del casco del interceptor donde operaban los robots se abrió una compuerta similar a un esfínter. Algo grande y rápido salió, atrapó a uno de los robots y se lo llevó consigo hasta la lanzadera. Todos los testigos dieron un respingo o se quedaron helados, según la idiosincrasia de cada cual.
—Pasa la escena a cámara lenta, Demócrito —Beni no pudo evitar hablar en susurros; a continuación, miró a Moone—. ¿Dispone la lanzadera de sistema de autodestrucción?
—Sí. Los motores reventarán y la reducirán a plasma en cuanto reciban la orden.
—Me quedo más tranquilo. Esa cosa no debe apoderarse del vehículo. —Moone asintió—. En cuanto lo intente, la volamos —fijó su atención de nuevo en la pantalla—. Veamos a nuestro amigo…
Recordaba a un cruce entre una araña y un carnosaurio. Sus movimientos remedaban los de una tarántula que se desplazara mediante saltos rápidos y sincopados. Disponía de cuatro patas, las traseras más recias. Una larga cola rígida contribuía a mantener el equilibrio cuando giraba a toda velocidad. Había transportado el robot en brazos, sin bajar el ritmo de marcha. En apariencia, el vacío no le suponía impedimento alguno.
En otras pantallas se veía lo que estaba ocurriendo dentro de la lanzadera. Aquel ser había destripado al robot en un tiempo récord. Sus patas delanteras estaban provistas de un número variable de apéndices, que brotaban y se retraían cuando era menester. Rajaron la carcasa de robot como si se tratara de la cáscara de un cacahuete. A continuación estudió los entresijos de la máquina con avidez y poco después se desentendió de ella. Acto seguido se puso a trastear en una consola, la cual corrió una suerte similar a la del robot. Un timbre de alarma sonó en el puente de mando de la Cuchulainn.
—¡El muy cabrón se acaba de cargar el sistema de navegación de la lanzadera, milord! —exclamó un técnico de comunicaciones—. Y el dispositivo autodestructor también —añadió, compungido.
—Pues qué alegría —dijo Moone, y miró a Beni—. ¿Tiene algún plan genial para estos casos, u ordeno disparar un misil a la lanzadera y nos dejamos de tonterías?
—Me gustaría capturar a ese bicho para examinarlo. Lo ideal sería enviar a su encuentro a un androide de combate. Pero ustedes, con su mojigatería a la hora de defender la pureza del genoma humano y demás zarandajas, jamás los desarrollaron.
—Así es la vida. —Moone se encogió de hombros—. Puesto que no tenemos a mano uno de esos androides…
—¿Les sirve un mutante, caballeros?
Todos los que atendían a la conversación se giraron hacia Uhuru. La Matsu se incorporó.
—No olvides el motivo para el cual fui diseñada, Beni. Soy más rápida y resistente que cualquiera de los aquí presentes.
Las miradas que se cruzaron entre Beni y Uhuru fueron de lo más elocuentes. Por supuesto, él no revelaría en voz alta sus sentimientos delante de los imperiales. Vio en los ojos de ella que se mantendría firme.
—¿Me consideras una niña indefensa, necesitada de protección?
—Yo…
—Tranquilo. Sé lo que piensas. No me ofrezco voluntaria como coartada para suicidarme. Estoy deprimida, lo admito, pero conozco mis responsabilidades. Debemos evitar a cualquier precio que los Alien entren en nuestro universo. Imagínate la devastación resultante, la destrucción indiscriminada. Se me brinda la posibilidad de hacer algo útil, en vez de quedarme aquí sentada, cual jarrón exótico, mientras vosotros jugáis a ver quién es más machote.
—No soportaría perderte de nuevo…
—Quizá, sólo quizá, sea ése otro motivo para regresar sana y salva. Pero no te hagas demasiadas ilusiones. Si salimos de ésta, lo más seguro es que acabe en un psiquiátrico. Y sabes que soy mejor que todos vosotros juntos a la hora de enfrentarme a un Alien.
Beni pareció responderle con un suspiro mental.
—Te falta experiencia. Toda una vida de pacifismo pasará factura.
—Pues con los inquisidores se portó bastante bien… —terció Demócrito.
—Eso; tú, arréglalo. —Beni sonaba resignado—. En fin, supongo que tienes razón. Trata de regresar de una pieza, por favor.
Ninguno de los imperiales, por supuesto, adivinó aquel mudo diálogo. Eso sí, se oyeron murmullos cuando se enteraron de que la mujer era en realidad una mutante, un androide de combate o algo parecido. Nunca habían visto ninguno antes, pero habían oído hablar de ellos. Se contaban cosas horripilantes sobre los androides, en su mayoría ciertas. Lógicamente, miraron a Uhuru con extrema aprensión, por no decir odio. La tropa solía tener fuertes sentimientos religiosos, y una máquina que se hiciera pasar por un ser humano equivalía a la más nefanda abominación. La animadversión se entremezclaba con el morbo, eso sí. Por muy artificial que fuera, estaba bastante buena.
A Moone también le repugnaba visceralmente, pero se dio cuenta de algo más. El tal Beni estaba enamorado de aquella imitación de hembra. Se le notaba a la legua. Tampoco era que le importase en exceso. A lo largo de su carrera conoció a nobles y sacerdotes con costumbres sexuales a cuál más pintoresca. Lo que la gente hiciese en el dormitorio era cosa suya. Por otra parte, disponer de información sensible podía ser útil. Nunca se sabía cuánto podría valer en el futuro.
También se quedó con el nombre del fulano. «Beni… ¿Pudiera ser que…?» Era demasiado improbable, aunque tendría que verificarlo cuando superaran la crisis. Si es que lo lograban. Al menos, el corpo se conducía con profesionalidad.
—Uhuru necesitará una escolta provista de artillería pesada. Si algo se torciere, tendrán que disparar sobre el Alien y dejarse de heroicidades. Ya analizaremos en plan forense sus restos mortales.
—Usted dijo antes que sus ondas mentales están sintonizadas con los detonadores de las cargas explosivas que han escondido en mi nave. ¿No explotarán si ese Alien acaba con su… compañera?
Beni prefirió pasar por alto el énfasis con que fue pronunciada la última palabra.
—Demócrito controla todos los sistemas de la corbeta. Desactivaremos provisionalmente los detonadores.
«Y yo que me lo creo». Moone estaba cada vez más convencido de que los corpos habían ido de farol. «Nos pillaron como a novatos». Ya no tenía remedio lamentarse.
—Le asignaré dos de los mejores, aunque no arriesgarán sus vidas innecesariamente.
—De acuerdo, siempre que no sean de gatillo fácil. En otras palabras: sé que ansían acabar con nosotros. Como se les ocurra dispararle a Uhuru por la espalda, responderemos diezmando a sus hombres. Y cuando hablo de diezmar, lo hago en el mismo sentido que en las antiguas legiones romanas. No bromeo.
—Me lo figuro. Su compañera necesitará una escafandra.
—No me hace falta. Puedo moverme en el vacío durante un tiempo.
—Si antes de decir eso no eras muy popular entre la tripulación, figúrate ahora —comentó Demócrito.
—Pandilla de fenómenos… —rezongó Moone—. En fin, esto nos pasa por no haber machacado a la Corporación cuando aún podíamos. Basta de cháchara. Preparen el equipo.
★★★
Los dos infantes de marina imperiales, con sus aparatosos trajes blindados, ofrecían un aire vagamente insectoide. Entre ellos, Uhuru se manejaba con la gracia de una consumada bailarina. Había preferido no portar armas, para ganar en libertad de movimiento. Su piel sintética la protegería del frío del espacio y de la descompresión. El oxígeno lo almacenaba en la mioglobina modificada de los músculos. Y en sus células llevaba recursos energéticos de sobra, en forma de enlaces químicos.
Los infantes cotilleaban por lo que creían un canal seguro, pero que no tenía secretos para Demócrito. Uhuru pudo enterarse de todo. Como cabía esperar, la trataban de monstruo, puta y abominación para arriba. «Los milenios pasan, pero los hombres no cambian. Oí los mismos insultos en los pogromos del partido Humanista». En aquella época reaccionó refugiándose en sí misma, pero ahora, con todo lo que había llovido, no tenía por qué aguantarlo. Estaban en un universo que no era el suyo, plagado de alienígenas hostiles. A aquellos dos tarugos iban a aguantarlos sus respectivas madres.
—Si me conceden su atención un momento, caballeros…
Los infantes se volvieron hacia ella, con la gracia de un par de carros blindados en unas maniobras. Diríase que hacían ostentación de su poderío. Uhuru agarró un pasamanos de titanio que había atornillado a la pared y apretó, aparentemente sin esfuerzo. En el metal quedaron nítidamente marcados los dedos, como si se tratara de plastilina.
—Pasaré por alto sus comentarios sexistas y xenófobos, señores —añadió, con naturalidad—. Les rogaría, eso sí, que se comportaran con decoro. Piensen en mí como alguien que podría abrirles las armaduras como quien pela una gamba, y arrancarles los testículos de cuajo. Pórtense bien y obedezcan.
La conversación entre ambos soldados cesó. Avergonzados o amedrentados, se portaron con profesionalidad. Montaron junto a Uhuru en un pequeño transporte teleguiado que los llevó cerca del objetivo. La Matsu se puso un arnés propulsor para maniobrar en el vacío.
—Caballeros, yo entraré primero. Aguárdenme fuera. En los visores de sus cascos verán lo que ocurre en el interior de la lanzadera. Si esa criatura me supera, será su turno. Disparen a matar. Luego, metan los restos en una bolsita y llévenselos —hizo una pausa—. No les pediré que me deseen suerte, por si eso implica que sus almas ardan en el infierno. Abran la compuerta.
★★★
Ahora flotaba en el inmenso vacío. La lanzadera se acercaba rápidamente. Maniobró con el arnés, mientras una parte de su mente consideraba lo hermoso y tranquilo que era el cosmos, ajeno a las miserias humanas. No tenía miedo. Más bien la invadía una suerte de fatalismo. Que aconteciera lo que tuviera que suceder.
Tocó el casco de la lanzadera con extremo cuidado. No quería alertar a la criatura. Quizá dispusiera de sensores de presión. Se deslizó hasta la esclusa, sigilosa como un fantasma tranquilo. Comprobó que la gravedad artificial funcionaba dentro del vehículo. Se quitó el arnés y lo dejó en un rincón. Si algo necesitaba ahora, era libertad de movimientos.
Aquello seguía dando tumbos espasmódicos por la cabina, como una avispa nerviosa. Uhuru se le acercó por detrás. «Me pregunto dónde tiene los ojos, si es que en realidad…»
El Alien se arrojó sobre ella más veloz que el pensamiento, inhumanamente rápido, pero Uhuru tampoco era humana. Bloqueó sus emociones y se zafó por los pelos de la embestida. De paso, aprovechó para soltarle una patada a su adversario. Fue como golpear el tronco de un árbol.
El Alien no le dio tregua. Se apoyó en la consola para detenerse y tomar impulso. Uhuru lo estaba esperando. En esta ocasión le propinó una patada recta frontal y lo esquivó con una hábil finta. No contuvo la fuerza del golpe, y lo que parecía la cabeza de aquel ser pendía ahora como un colgajo del cuello. Obviamente le había roto algo, aunque eso no le impidió atacar por tercera vez.
Los infantes asistían alucinados al espectáculo. Los movimientos eran tan sumamente rápidos que la vista no podía seguirlos. Las siluetas de Uhuru y el Alien parecían sombras borrosas. Tuvieron que pasar las imágenes por los visores a cámara lenta para enterarse de algo. A su pesar, comenzaron a tomar partido. Era la bella contra la bestia.
Mientras, Uhuru, con notable sangre fría, se limitaba a esquivar y golpear. El Alien no parecía aprender de la experiencia; repetía el mismo programa una y otra vez. Así sólo logró acabar con las patas rotas, incapaz de saltar de nuevo. La Matsu se detuvo a unos pasos de distancia, alerta.
—La criatura ha sido neutralizada —informó—. Traigan los contenedores de polímero y acabemos con esto.
Mientras hablaba, se distrajo una fracción de segundo. Fue un error fatal. La criatura proyectó un par de pseudópodos que la aferraron, la desequilibraron y la atrajeron hacia sí. Uhuru no tuvo tiempo de reaccionar. Y cuando lo intentó, la asaltó una sensación indescriptible, como si le estuvieran robando el espíritu. Ya no era ella misma. Había entrado en comunión con la criatura, igual que los pilotos con los cazabombarderos inteligentes. Eran uno. Y ese uno experimentaba anhelos y querencias que la hicieron estremecer de horror y asco. Dio una sacudida desesperada y se liberó. Se miró el antebrazo izquierdo, una de las zonas donde el Alien la había aferrado. Tenía la piel rasguñada. El blindaje dérmico de una Matsu, capaz de aguantar el impacto de una granada anticarro, había cedido. En unos segundos se regeneró, pero el poder del Alien era incuestionable.
La criatura también había reparado sus daños. Su cuerpo parecía de nuevo intacto. En ese momento entraron los infantes en la cabina. Habían contemplado cómo había caído la Matsu, y acudían a acabar con el bicho. Por desgracia, éste había sanado milagrosamente, y se abalanzó sobre el hombre más cercano.
Uhuru no era nada miedosa, aunque la idea de tocar otra vez al Alien y repetir la experiencia le revolvía las tripas. Sin embargo, no vaciló.
—¡Cuidado! —transmitió, y se interpuso entre el infante y el agresor. Éste la enganchó, y en esta ocasión la comunión mental fue muchísimo peor. Uhuru perdió la noción de sí misma.
El infante que había estado a punto de ser cazado preparó su arma, con una taquicardia de caballo. A sus pies, en confuso montón, yacían los dos monstruos. Lo más sensato sería retroceder unos pasos, vaciar el cargador de proyectiles explosivos, y ya separarían luego los despojos. Pero uno de ellos parecía una mujer y le había salvado la vida, sin importarle que antes la hubiera insultado. El infante avanzó, apuntó con cuidado y disparó a quemarropa.
★★★
—¿Te encuentras bien?
—He estado mejor, Beni. Aguarda un minuto.
El Alien estaba encerrado en una matriz de polímero transparente ultrarresistente, como si se tratara de un gigantesco pisapapeles de ámbar. Lucía un tanto estropeado, cosa lógica después de que numerosas balas explosivas le hubieran estallado dentro. Pese a eso, aún se estremecía cuando lo ducharon con el polímero.
La Matsu, con el uniforme desgarrado, se acercó a los infantes. Su piel ya se había regenerado. Los dos imperiales acabaron de liberarse de las armaduras de combate, y se les veía pálidos. Uhuru los estudió. Eran poco más que unos críos, pero se habían jugado el pellejo acercándose al Alien, en vez de disparar desde lejos. Así evitaron darle a ella, aunque en caso contrario nadie se lo hubiera reprochado. Prefirió no tenderles la mano, para no ponerlos en un compromiso. Les hizo una reverencia cortés.
—Caballeros, les agradezco su ayuda. Me salvaron la vida.
Los infantes la miraron, un tanto cohibidos. Pese a todo, aquellas palabras los halagaron. La corpo sería una abominación, pero era condenadamente guapa y su voz sonaba muy dulce. Sacaron pecho.
—Nos limitamos a cumplir con nuestro deber, señora. Además, usted me protegió de aquel monstruo. Se lo debía.
—Yo también les debo una.
—Si no le hacen daño a lord Moone, nos consideraremos pagados —dijo el otro.
Uhuru hizo otra reverencia, dio media vuelta y se marchó con Beni.
—¿Te has fijado en el respeto que sienten hacia su comandante?
—Jamás lo reconoceré en público, pero para tratarse de un imperial, a mí tampoco me cae mal —comentó Beni por el canal privado—. Por un momento, creí que no saldrías viva de allí.
—Fue… Como si un vampiro me sorbiese el alma —se estremeció—. Sentí lo mismo que él.
—¿Y…?
—Voracidad. Hambre cósmica. Ansias de asimilarlo todo. Nada de curiosidad o dudas. Sólo certezas. Me vi como una presa insignificante.
—Esto pinta cada vez peor. Veamos qué sacamos en claro de los análisis.
★★★
La Cuchulainn yacía en un lecho de roca sólida, al resguardo de un farallón de basalto. Era invisible para cualquier sistema de detección que barriera la superficie del planeta, o al menos en eso confiaban los tripulantes. De momento, ninguna otra nave había hecho acto de presencia.
Había un considerable ajetreo en una de las bodegas, acondicionada como laboratorio biológico de alta seguridad. Sobre una mesa reposaba el alienígena, apresado en su bloque de polímero. Un enjambre de sondas y robots pululaba a su alrededor.
—Maldita la gracia que me hace mantener a ese bicho en mi nave —se quejaba Moone—. Cabe la posibilidad de que su cuerpo esconda algún tipo de dispositivo localizador, que atraiga a sus congéneres.
—Debemos asumir el riesgo —replicó Beni, tan atento como él a las pantallas—. Sería imposible un análisis exhaustivo fuera del laboratorio.
Demócrito dirigía las operaciones, llevadas a cabo con las máximas precauciones aunque con celeridad. El Alien fue medido, pesado, escaneado y se tomaron muestras de su cuerpo, taladrando a través del polímero. Los secuenciadotes de biomoléculas se pusieron a trabajar a destajo. Conforme salían los datos, Beni iba estudiándolos.
—¿No sería mejor que se los dejara a nuestros biólogos? —le preguntó Moone, con sorna.
—Aquí donde me ve, tengo un doctorado en Exobiología —repuso Beni, sin levantar la vista—. Además, conozco algo de la fisiología Alien (al menos, en nuestro universo). Por supuesto, me encantará trabajar con sus científicos. Varias cabezas piensan mejor que una.
—Vaya, es usted una caja de sorpresas —dijo Moone.
Los biólogos imperiales fueron llamados a colaborar con Beni. Al principio se mostraron un tanto renuentes, pero el intercambio de ideas fue limando asperezas. Aquel corpo era un experto, y la curiosidad científica acabó venciendo otros sentimientos.
Aunque sonara increíble, el Alien seguía vivo. El hecho de estar aprisionado en un bloque de plástico irrompible, sin capacidad de moverse o intercambiar gases con el exterior, no lo afectaba. Pero los secretos que encerraba su cuerpo eran aún más asombrosos.
—No hay tejidos verdaderos, ni organización celular —observó un biólogo—. El organismo está formado por haces de filamentos microscópicos entrelazados, como…
—Como un hongo —concluyó Beni—. Ese tipo de esquema corporal no es nuevo, sólo que aquí ha alcanzado el máximo de eficacia, combinada con una sorprendente simplicidad estructural. No necesita músculos, nervios, sistema circulatorio o digestivo ni nada parecido. Los filamentos se entrelazan unos con otros a tal velocidad que el bicho puede moverse y cambiar de forma en un abrir y cerrar de ojos.
—Tampoco se distinguen orgánulos subcelulares —continuó el biólogo—. Las biomoléculas responsables del metabolismo están integradas en las membranas de los filamentos.
—Como en una pared bacteriana —terció otro científico imperial—. Con esta estructura de microfibrillas, la relación entre superficie y volumen es enorme. La velocidad metabólica sería equiparable a la de los procariotas o los hongos…
Las discusiones sobre la anatomía y fisiología del Alien continuaron hasta que llegaron los primeros resultados sobre su composición molecular. Todos quedaron perplejos.
—Menudo galimatías —dijo un biólogo, mirando a Beni—. Ni siquiera su ordenador es capaz de proporcionar un árbol genealógico de las biomoléculas. No parecen compartir un origen común.
—Parece un revoltijo sin orden ni concierto —otro biólogo se rascó la cabeza, sin dar crédito a sus ojos—. Es como si alguien se hubiera dedicado a coleccionar moléculas de sistemas independientes e incompatibles, para meterlas en un saco.
Los resultados de los análisis seguían saliendo del laboratorio. Más y más moléculas extrañas engrosaban la lista de aquel ser. Incluso Demócrito estaba asombrado.
—La heterogeneidad es mayor de lo que estimamos en un primer momento. No es sólo que en el cuerpo del Alien haya multitud de sistemas bioquímicos, sino que éstos aparecen en partes diferentes del organismo. Permítaseme un símil: es como si fuera una quimera, con las moléculas de un gandulfo en la cabeza, las de un comecosas de Erídani en una pata, las de un canoide de Galadriel en otra… Sistemas bioquímicos surgidos en mundos diferentes y, por tanto, no emparentados. E incompatibles entre sí, añado. Es imposible que algo así sea un producto de la evolución, pero ahí lo tenemos.
—Pues el bicharraco funciona, y bastante bien; que se lo digan a Uhuru… —Beni frunció el ceño—. ¿Cómo se integra ese batiburrillo de biomoléculas?
—Estamos trabajando en ello. Parece que existe un conjunto de pequeñas moléculas que funciona a modo de adaptador universal. De algún modo que aún no hemos podido desentrañar, esas moléculas pueden transmitir información de unos sistemas bioquímicos a otros. Dadme un poco más de tiempo y podré ser más explícito.
Los científicos imperiales comenzaron a discutir apasionadamente. Mientras, Beni seguía callado y pensativo, reflexionando sobre lo que Uhuru le había contado que sintió cuando el Alien la tocó.
—¿Os dais cuenta? Una criatura así no puede aparecer por evolución, luego debe ser artificial —concluyó un biólogo, y se dirigió a Beni—. Ustedes… Bien, han fabricado androides de combate. Tal vez la criatura sea eso, con un diseño completamente ajeno a los corporativos, supongo.
Beni pareció volver al mundo real.
—Existe otra posibilidad —murmuró. Los imperiales lo miraron, intrigados, y él prosiguió—. En el planeta Baharna existe un depredador llamado árbol mimoso. Captura a sus presas mediante trampas pegajosas, las disuelve y absorbe los fluidos. Leí que algunas tribus de por allí lo usan para ejecutar a sus prisioneros. Los amarran al árbol mimoso, y éste los digiere igual que a un animal nativo. El hecho de que la bioquímica humana sea totalmente diferente a la suya no le afecta lo más mínimo. Posee unas peculiares enzimas (no proteínicas, por cierto) que rompen cualquier enlace químico y capturan su energía. Y eso me lleva a nuestro espécimen.
Hizo una pausa dramática, en parte para ordenar sus ideas. Los científicos imperiales aguardaban expectantes sus palabras. Prosiguió:
—¿Podría suceder que, a lo largo de su evolución, esta criatura hubiera adquirido la capacidad de manejar biomoléculas extrañas? Tal vez, en el principio y al igual que el árbol mimoso, la selección natural lo favoreciera. Sería una forma de obtener energía suplementaria en entornos pobres y hostiles. Luego, a lo largo de su evolución, esa capacidad integradora se iría refinando más y más, hasta llegar al punto de poder asimilar sistemas bioquímicos exóticos. Imaginen ustedes las implicaciones.
Entre los científicos imperiales hubo división de opiniones. Unos pensaban que aquel corpo estaba chiflado, mientras que otros consideraron seriamente la idea.
—Si seguimos con esa línea de razonamiento —dijo un biólogo, con los ojos brillantes de excitación—, puede que la criatura no sólo se limite a asimilar moléculas extrañas para obtener energía de ellas, sino también información.
—Ya, como un vampiro psíquico de ésos que salen en las películas de serie B —replicó un bioquímico, con aire desdeñoso. Pero Beni recordó lo que le contó Uhuru, y se preguntó si el biólogo habría dado en el clavo.
La discusión siguió, acalorada, mientras aguardaban más datos. A Beni le sorprendió, y le agradó, lo avanzado del pensamiento de algunos biólogos imperiales. No eran conservadores, precisamente. En aquella tripulación parecía primar la eficacia por encima de la ideología. De hecho, los biólogos no temían especular.
—¿Y si pudieran pasarse moléculas con información genética unos a otros? Las bacterias lo hacen. Incluso son capaces de asimilar ADN de otras bacterias muertas, e integrar sus genes.
—Si los alienígenas fueran inteligentes, ello podría implicar una evolución lamarckiana en vez de darwiniana. Herencia de caracteres adquiridos, no sólo entre padres e hijos sino horizontal…
—La evolución sería rapidísima.
Beni asintió. Era factible. Algo había marchado de forma muy distinta en aquel universo alternativo. E intuía que para mal.
—Si me conceden un momento su atención, caballeros… —la intervención de Demócrito logró que la discusión cesara abruptamente—. Disponemos de más datos. He hallado moléculas que se corresponden con las obtenidas de cadáveres Alien en nuestro universo. Sí, ya sé que se supone que ni la Corporación ni ningún otro gobierno capturó jamás un Alien —añadió, al comprobar las caras de estupefacción en los imperiales—. Espero no haberme ganado un consejo de guerra por revelar un secreto de Estado.
—Nadie te lo tendrá en cuenta. —Beni sonrió—. Eso implica que la criatura que tenemos en el laboratorio es un Alien de los nuestros, o bien que su especie los asimiló en el pasado.
—Quizá lo segundo —añadió el ordenador—. He encontrado ARN capaz de expresar genes humanos. Muchos.
Se hizo un silencio sepulcral en la sala.
★★★
La preocupación se reflejaba en el semblante de lord Moone.
—O sea, que cabe la posibilidad de que en este universo sólo exista una especie de seres vivos. Y que ésta, por añadidura, se haya comido a las demás, humanos y Alien incluidos.
—El término correcto sería asimilado. Y en efecto, según los análisis, es lo más probable —respondió Beni.
—Cuando la criatura me agarró sentí lo mismo que ella —dijo Uhuru, estremeciéndose al recordarlo—. Si esos seres hacen lo mismo con todas sus presas, y son capaces de pasarse la información entre ellos…
—Habrán integrado la tecnología de todas las especies inteligentes de este universo —concluyó Moone—. Creo que la palabra vampiros las define a la perfección.
—O pirañas —comentó Beni—. Comen de lo que les echen.
—Me quedo con lo de vampiros —apostilló Uhuru, en voz baja.
—En resumen —continuó Moone—: esos vampiros son más poderosos que cuanto podamos imaginar. Convendrán conmigo en que tenemos que evitar por todos los medios que salten a nuestro universo. Podrían acabar con todo lo que vive y respira. Denlo por hecho si capturan la Cuchulainn.
—Cédanos las claves para que podamos regresar —pidió Beni educadamente—. Su cabezonería acabará por lograr no sólo que nos maten a todos, sino a todo.
—También podría inmolarme con mi nave. —Moone se acarició la barbilla—. Me imagino lo que me espera si me rindo ante ustedes. Tanto da acabar asimilado por un vampiro como fusilado por un pelotón corporativo. Y uno tiene su amor propio, ¿saben? He dedicado mi vida a acabar con la Corporación. Me niego a arrodillarme ante ella, sobre todo después de que masacrara a miles de millones de inocentes.
—Mire, le garantizo un trato justo por parte de nuestros…
—Sí, y yo soy el osito Winnie the Pooh. Anda y que te den.
Antes de que a Beni se le ocurriera una réplica mordaz, o Uhuru tratara de poner paz, sonaron las alarmas en el puente de mando. A Moone le bastó echar un vistazo a las pantallas para hacerse cargo de la situación. Era lo que había temido.
—Vampiros. Ya me extrañaba que no hubieran aparecido antes.
Beni y Uhuru estudiaron atentamente la nave que se había materializado de la nada. Sólo había una. Su forma recordaba a la de un quetognato[18] un tanto rechoncho, con una boca rodeada de apéndices móviles y una cola plana. El casco era rugoso, como la piel de un paquidermo. Poseía cierta cualidad luminiscente, como un ser de las profundidades abisales. Pulsaciones carmesíes y doradas lo recorrían de un extremo a otro; daba la impresión de que latiera, pletórico de vitalidad.
Y medía casi quince kilómetros de eslora.