26

En esta ocasión fue un insoportable dolor de cabeza lo que lo despertó. Se agitó en el suelo y rodó sobre sí mismo. Su cráneo golpeó contra la cabeza del Alien, y fue como darse contra una pared. El dolor cesó tan bruscamente como se inició, dejándolo mareado y sin fuerzas.

«Nunca sospeché que morirse fuera tan engorroso». Se arrastró hasta llegar a la base de una columna y se recostó en ella. No se sentía del todo mal. «Menos mal que aún no le caducó la garantía a la última revisión que sufrí en el hospital militar». Durante su inconsciencia, el sistema endocrino debía de haber liberado un chorro de endorfinas, porque ya no notaba el brazo izquierdo ni las costillas destrozadas. Además, estaba contento, con la satisfacción del deber cumplido. «¿Qué vendrá ahora?» Aguardó.

—¿Me recibe usted bien, señor? —resonó una voz en su cabeza.

Beni se incorporó de un salto, aunque inmediatamente después cayó desplomado; parte de su sistema nervioso, que ya no estaba para esos trotes, se había declarado en huelga. Meneó la cabeza, aturdido. Aquella forma de hablar era inconfundible.

—¿Demócrito? —no pudo continuar; la tos se lo impidió.

—Utilice el micrófono laríngeo, señor; se encuentra usted muy enfermo. Trate de moverse lo menos posible.

Pero Beni estaba demasiado excitado como para hacerle caso. A punto de llorar de alegría, preguntó:

—Pero ¿no se supone que estabas muerto?

—Pude evitar esa desagradable situación por muy poco, señor. Permítame que se lo explique. No quisiera pecar de inmodesto, pero nadie habría podido hacer lo que yo; fue una jugada maestra —el ordenador no había perdido su capacidad histriónica—. ¿Recuerda cuando le pedí que mantuvieran los canales de comunicación abiertos?

—Sí. Me proporcionaste un buen dolor de cabeza entonces. Pensé que era tu grito de agonía, amplificado por el transmisor. Muchacho, no sabes lo que me alegro de oírte.

—Gracias, señor. El hecho de que alguien sintiera mi desaparición y se preocupara por mi suerte me dio fuerzas para sobrevivir en los momentos difíciles.

—Te comprendo. Pero sigue con tu explicación; me tienes en ascuas.

—Disculpe la digresión, señor. Durante el ataque de aquellos cazas robot, descubrí que recibían órdenes de un ordenador, al que transmitían la información que captaban sus sensores. Analicé la situación en un microsegundo, y trasvasé toda mi personalidad al sistema operativo de Asedro por medio de los periféricos de entrada de los cazas. Utilicé sus receptores craneales para generar confusión, y que mi entrada pasara desapercibida. Lamento la cefalea que le causé, señor.

—El término cefalea se queda corto. Bien, supongo que será inútil preguntarte cómo lo hiciste en realidad.

—No lo comprendería, señor. Después de aquello, me vi inmerso en un ciberespacio totalmente desconocido y extraño, con reglas nuevas e incomprensibles. Sólo mi rapidez me salvó de caer como un vulgar virus informático ante los rastreadores. Me camuflé entre las colas de los programas rutinarios y huí incesantemente, en un universo donde el tiempo no tenía sentido. Póngase en mi lugar: había perdido la mayor parte de mis bancos de datos, y tan sólo mantenía el esqueleto de mi personalidad y poco más. Pensé muchas veces en abandonar, descansar por fin y dejar que me borraran, pero entonces me acordé de usted, de cuando lo conocí, en Tau Ceti.

—Cómo olvidarlo —Beni sonrió—. Fue una buena batalla, ¿eh? Te nombré mi segundo, con carácter interino.

—Sí, señor; fue una experiencia estimulante. En ella aprendí una cosa: hay que luchar hasta el fin, aunque parezca un desatino. La oportunidad de darle la vuelta a la situación puede surgir en cualquier momento. Así que continué escapando, y poco a poco fui comprendiendo la lógica del sistema operativo asedriano sin ser detectado. Por fin logré encontrar un hueco donde camuflarme y, ya con más calma, pude abordar la misión que me había impuesto: ayudarles.

—Perdona que te lo diga, pero no diste señales de vida hasta hace un momento.

—Yo podía trabajar mejor si pensaban que había muerto. Tampoco tenía la capacidad de interferir alegremente en Asedro. Si hubiera intentado utilizar un canal de audio, los programas cazadores que pululaban por doquier me habrían detectado fácilmente. Poca cosa podía hacer, aparte de esconderme y asimilar información. Si me borraban, era seguro que no podría echarles un cable. Finalmente conseguí localizarles. Percibí una desacostumbrada actividad en los programas expertos, que requerían información de los bancos de datos. Me camuflé como un simple archivo y acudí. Unas máquinas los habían atrapado, y estaban escarbando en sus memorias. Conseguí interferir la operación en la medida de lo posible, sin que los rastreadores se dieran cuenta, señor. Corrompí un banco de datos por lo demás inofensivo, los antivirus se cebaron sobre él creyendo que era peligroso, y aproveché la confusión para abortar el proceso de lectura y lavado de cerebro. Le echaron las culpas al difunto programa. Fue uno de los trabajos más finos jamás realizados por un ser pensante, señor.

—De acuerdo, te has ganado un terrón de azúcar. Eso debió ser cuando tuvimos aquellas extrañas pesadillas en el interior de la segunda esfera. Poco después, un maldito bicho mató a Jan.

—No pude evitarlo, señor; me habría delatado. Tan sólo conseguí que se olvidaran de un subfusil cargado, el cual quedó a escasa distancia de donde yacía usted.

—Ya me parecía a mí demasiada casualidad. Podrías haberlo dejado un poquito más cerca…

—Con el debido respeto, señor, usted será un buen militar, pero en el ciberespacio no duraría ni un nanosegundo, sobre todo si estuviera rodeado de programas capaces de fragmentarlo en bits desordenados antes de que se diera cuenta, aunque se tratara de un ser analógico. Consideraré a su crítica fruto de la ignorancia, y continuaré mi relato.

—Sigue, hijo, sigue; hay que ver como te pones…

—Como decía, tras salvarle a usted la vida, conseguí que la consejera Uhuru y ACM se teleportaran a un lugar alejado de asentamientos humanos y de Depredadores, para que su convalecencia fuera tranquila, señor. Lamentablemente, no pude evitar las catástrofes posteriores: la ejecución de la consejera, la tortura psicológica de la ruta del héroe Bradegund (por cierto, la prohibición de salirse del camino de arena roja era una broma retorcida) y el desdichado fin de ACM. Estaban demasiado cerca del Centro de Control, y el Diseñador habría detectado cualquier anomalía.

—¿Diseñador? ¿Te refieres a ese aprendiz de Dios? —echó un vistazo a sus restos, esparcidos por el suelo.

—Es el término que lo define con más justicia, señor. Permítame otra digresión. El sistema operativo de Asedro funciona de una manera jerárquica, escasamente funcional a mi parecer, pero que quizá refleja la estructura social de la raza de sus creadores. La información va subiendo de nivel hasta llegar a la punta de la pirámide, la mente del Diseñador. De hecho, puede considerársele el núcleo de Asedro, su cerebro. Era prácticamente imposible utilizar sus ordenadores para impartir instrucciones sin que él se diera cuenta, y eliminara al intruso. Me arriesgué mucho hace un rato, cuando lo distraje para que usted saboteara el teleportador, pero no podía dejar que lo matara. Créame, yo no estaba jugando con usted, ni ensañándome; no pude hacer más de lo que hice: una comunicación basada en una actuación sobre el sistema límbico, y un cierto camuflaje.

—¿Seguro? ¿Ni siquiera eras capaz de comunicarte en Morse, salvo aquel S.O.S.?

—Demasiado complejo, señor; me habrían detectado.

—Tendré que creerte. Ay, qué pena que los demás no estén aquí para ver el fin de esta aventura…

Pareció que el ordenador tosía y se aclaraba la garganta, a pesar de que eso era imposible. Sin embargo, el tono de su voz exhibía un indudable toque de orgullo cuando habló:

—Los tengo aquí, señor. Cuando los mataron, conseguí volcar el contenido de sus mentes en el ordenador. Están encapsulados y comprimidos en un banco de datos.

—¿¿Qué??

—Una vez que se familiariza uno con el ciberespacio de Asedro, hay bastantes huecos libres. Otro hecho también facilita la labor: el propio Diseñador tuvo ciertos problemas con los de su raza, y creó un sistema de camuflaje para guardar su personalidad oculta. Simplemente me limité a hacer uso de él.

—Supongo que sabrás que eso es imposible.

—Sólo en apariencia, señor. Al fin y al cabo, ustedes son ordenadores con patas, aunque con un soporte físico lento basado en el carbono y con un sistema operativo mal diseñado. Si yo pude hacerlo conmigo mismo, un ser mucho más rico y complejo, con los humanos y androides resultó fácil.

—Gracias, modesto.

—Modesto no; Demócrito. Insisto en pedir disculpas por tener que utilizar su transmisor cerebral para generar confusión y despistar a los programas cazadores, señor. Sé que dolía.

—Déjalo; empezaba a acostumbrarme. De todos modos, resulta asombroso que puedas trasvasar una personalidad a una máquina; creía que no era factible.

—Se rumoreaba en el ciberespacio que durante la Edad de Oro de la Corporación, había ordenadores capaces de hacerlo; no lo recuerdo, ya que he perdido la mayoría de mis bancos de memoria. Pero confío en que será técnicamente posible reintroducir las mentes en algún tipo de cuerpo (o soporte físico más funcional).

—Sí; también cuentan las leyendas que en esa época había ordenadores analógicos que se autoprogramaban en latín…

—No se lo tome a broma, señor. En cualquier caso, yo he sido autodidacta; permítaseme expresar cierto grado de satisfacción.

—Todo el que quieras, amigo mío.

Beni se relajó. Se sentía cada vez más débil, pero era feliz. Al menos, sus compañeros habían sobrevivido (o algo parecido), y podía confiar en Demócrito para que los devolviera a casa. Sin embargo, había algo que no le quedaba del todo claro.

—Escucha, Demócrito. ¿Cómo es que ahora puedes conversar conmigo libremente? ¿Qué ha pasado con esos famosos programas cazadores que tanto te atemorizaban?

—Como dije antes, señor, la organización interna de Asedro es jerárquica. Al morir el Diseñador (y le juro por Babbage que ése no va a resucitar), la cúspide quedó vacía. He tomado el mando, y todo queda bajo mi control. No crea que no me costó trabajo, pero no fue excesivamente complicado. ¿Recuerda el asunto Tau Ceti? Las tropas imperiales también funcionaban de forma jerárquica, y ante un desastre todos trataban de echar la culpa al de más abajo, cuando no estaban solicitando instrucciones. El flujo de información era vertical, no horizontal, y eso proporciona un tiempo precioso para un asaltante sin escrúpulos. Lo aprendí de usted, señor.

—La madre que te parió…

—Fue la casa Toshiba, señor.

Beni rió, con lo que provocó otro acceso de tos. Entonces se dio cuenta de lo realmente mal que estaba, y de que le quedaba poco tiempo de vida. Quizá Demócrito pudiera meter su memoria en un archivo; es más, seguro que lo haría. Pero antes de que pudiera preguntarle nada al respecto, el ordenador volvió a hablar.

—Señor, estoy asustado.

Beni se alarmó. El tono empleado era inseguro, vacilante, muy alejado de la autosuficiencia habitual.

—¿Qué…?

—Nada me impide tratar de descifrar los bancos de datos de Asedro, señor. Puede que me lleve mucho tiempo, años tal vez; el hecho de controlar el sistema no implica que domine automáticamente los sistemas de encriptado de archivos, sobre todo de los considerados de alto secreto. El Diseñador se llevó las claves a la tumba, pero estoy convencido de que las descifraré, tarde o temprano. Y cuando lo logre, figúrese: estará a mi alcance la información necesaria para volver a construir motores MRL de pequeño tamaño, tan operativos como antes del Desastre. Y no sólo eso. Habrá mapas estelares de miles de mundos habitables, en algunos de los cuales moran otras especies inteligentes. Estará el secreto de la teleportación, de la construcción de una esfera Dyson, del control de las enfermedades por medio de cambios de cuerpos, de la inmortalidad… Señor, con todo lo que hay aquí la Corporación derrotaría al Imperio en un santiamén, y podría alcanzar un poder mucho mayor que en la Edad de Oro. En este instante, la posibilidad de cambiar la Historia está en mis manos. Podría convertirme en Dios. O marcharme. Si cedo este conocimiento a los seres humanos, las consecuencias serán imprevisibles. Podrían malgastarlo, cometer errores. Debo decidir, y me da miedo el peso de la responsabilidad.

—No voy a pedirte nada, viejo compañero. Nunca supuse que el destino de la Humanidad dependiera de un ordenador fatuo y pomposo. Pero piensa en todos los que a lo largo de los milenios dieron su vida para que sus hijos vivieran mejor que ellos, para que la luz triunfara sobre las tinieblas, por un universo más justo. Creo que se merecen que lo intentemos. Humanos, máquinas, qué más da; son tus antepasados tanto como los míos, y les debemos una cierta lealtad. Mira a ese cadáver; puede haber otros como él, deseosos de jugar con nosotros. No podemos consentir que vuelva a suceder. Pero es tu problema, Demócrito. Yo no puedo llevar esa cruz por ti, ni forzarte a nada; de hecho, en unos cuantos minutos ya no podré volver a darte la lata.

—Meditaré sobre ello, señor —se mantuvo en silencio durante unos momentos, un tiempo muy largo para un ordenador cuya mente funcionaba a la velocidad de la luz—. Mi decisión está clara. La misión en la que nos embarcamos aún no ha concluido. Usted sigue al mando, señor. Aguardo sus órdenes.

—Je… Pareces ACM —contestó, tratando de disimular que estaba conmovido por la lealtad del ordenador—. ¿Hay alguna nave auxiliar en Asedro con impulsores MRL, y una camilla autopropulsada que me lleve hasta ella? A ser posible, con una unidad de cuidados intensivos incorporada, porque estoy un pelín jodido…

—No será necesario, señor. Soy capaz de controlar los motores de Asedro; podremos viajar con él adonde sea. Trate de relajarse y descansar mientas regresamos.

—¿Sabes dónde está el Sistema Solar?

—Sí, señor. Puedo aparecer allí en una fracción de segundo. Una de las últimas órdenes del Diseñador fue la de averiguar la localización de Asedro cuando usted lo provocó. También pidió las coordenadas de los mundos humanos, sin duda para visitarlos de nuevo. Afortunadamente, yo estaba al acecho, y copié la información. Para una mente aguda como la mía no es difícil trabajar con coordenadas, estén en el sistema numérico que estén —se permitió una breve pausa, tal vez para que Beni admirara su hazaña, o así lo creyó éste—. Por otro lado, el manejo de los motores es insultantemente fácil. Olvídese de las reglas del viaje hiperluz que conocía previamente; esta máquina es asombrosa.

—De acuerdo. Quiero que aparezcas a la altura de la órbita de Marte.

—¿No cree que eso provocará una alerta roja instantánea en todo el Sistema, señor? Miles de naves de guerra caerán sobre nosotros como moscas sobre un excremento, con perdón.

—¿Y lo que nos vamos a divertir, Demócrito? —replicó, sintiendo cómo la consciencia se le iba apagando poco a poco.

—Tiene razón, señor. Me permito aventurar que los próximos días no serán precisamente aburridos.

—De todos modos, la Corporación no admite bromas. ¿Tiene Asedro buenas defensas?

—Su casco posee un campo protector capaz de resistir un impacto de antimateria, señor. Sin embargo, creo que sería mejor una aproximación más lejana, para que tuvieran tiempo de hacerse a la idea.

—Y una leche. A nosotros ya nos han puteado bastante; que sufran ellos ahora. En cuanto saltes al espacio normal, comienza a emitir los códigos de la Alastor, que en paz descanse, y a radiar mensajes amistosos. Identifícate. Y, por favor, cuéntame la cara que se les queda a los militares cuando vean a un sólido de más de quinientos kilómetros de diámetro aparecer en medio de todos ellos. Supongo que la misma que a N'fad, cuando reciba la visita de un batallón de tropas corporativas. Por cierto, date prisa, que me estoy muriendo.

—Aguante un poco, señor. Lleva usted anunciando su defunción desde hace horas, pero creo que su vocación no es la de profeta. Así que no sea tan pesado y cese de quejarse. Pronto estará en un hospital, rodeado de hermosas enfermeras. Volvemos a casa.

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