15

En las horas que siguieron a la destrucción de la nave, la opinión que la consejera Uhuru tenía del coronel Benigno Manso cambió radicalmente, y pudo entender por qué había sido elegido jefe de la expedición.

El primer problema con que tuvieron que enfrentarse fue Jan. En cuanto el mutado se hizo a la idea de que estaban condenados, golpeó con tanta fuerza el tablero de la mesa más cercana que lo partió por la mitad, a pesar de estar hecho de plastiacero. Uhuru se dio cuenta de inmediato del peligro de la situación. Los mutados habían sido diseñados como máquinas de combate, y eran inmunes a venenos y drogas. Si Jan perdía el control, ningún anestésico del botiquín podría dormirlo. Tan sólo ella, una Matsushita, o ACM-56 serían capaces de reducirlo, pero resultaría muy arriesgado. Si algún componente esencial del habitáculo resultaba dañado, éste podría romperse, y la brutal atmósfera de Asedro mataría al instante a los humanos. Además, le repugnaba la violencia. No obstante, se preparó para lo peor.

Y entonces Beni entró en acción. Se encaminó hacia Jan, que tenía la mirada perdida, y temblaba. Se colocó a escasos centímetros de su cara, nariz con nariz, y le gritó:

—¡Soldado Jansen! ¡Firmes!

El efecto fue instantáneo, y sorprendente. El joven se cuadró, como impulsado por un resorte. Mantuvo la mirada al frente, y su cara quedó inexpresiva, más aún que la del androide.

—Nos hallamos en situación de crisis —continuó el coronel—; la obediencia será absoluta. Se le requiere descansado y en forma para la exploración de la Cueva, con objeto de descubrir posibles vehículos de transporte MRL. Retírese y aguarde hasta que sea llamado, soldado. ¡Rompan filas!

Como un autómata, Jan se marchó hacia su dormitorio.

Uhuru se acercó a Beni. Su tono de voz era cordial.

—Sabes como tratar a la gente, ¿eh, militar? —sonrió.

Beni respiró hondo; sólo entonces ella se dio cuenta de que estaba sudando, a pesar de los acondicionadores de aire.

—El adiestramiento de un soldado, especialmente si es un modificado o un mut, se basa en gran medida en los reflejos condicionados. A determinado estímulo, corresponde una respuesta inmediata y veloz. Por supuesto, el comportamiento real es mucho más complejo, pero si se pulsan las teclas adecuadas, el individuo obedece. Jan necesita un jefe al estilo de la Academia, alguien a quien acatar, un punto de referencia que le recuerde la Corporación —suspiró—. Nunca me había topado con un mut inestable.

—Yo tampoco, Beni; Sin duda, la mayor parte de sus genes son todavía humanos —ambos sonrieron—. ¿Iniciamos los preparativos para explorar la Cueva?

—Antes debo ocuparme de algo más urgente. Discúlpame.

Uhuru vio cómo el coronel se dirigía a una consola, y le hablaba con voz amistosa:

—¿Demócrito?

—Aquí estoy, señor —el tono del ordenador era apagado.

—¿Cómo te sientes, muchacho?

—La mayor parte de mis bancos de memoria residían en la Alastor, señor. He perdido años de vivencias, terabytes de conocimientos, y lo peor es que soy consciente de ello. Disponía de la mayor base de datos de la Corporación, y ahora me veo reducido a unas funciones básicas. Creo que incluso usted podría derrotarme al ajedrez, en las condiciones actuales. Los ordenadores auxiliares también han muerto, señor. Estoy solo, y lloro por la pérdida de lo que fui.

—Tranquilo, Demócrito —por alguna razón, que no acertaba a comprender, a Beni se le había hecho un nudo en la garganta—. Saldremos de ésta, ya verás. Si en Asedro hay ordenadores que regulen su funcionamiento, y somos capaces de acceder a ellos a través de la Cueva, estoy convencido de que podrás descifrarlos, y retornaremos al Ekumen. Seremos héroes, y te recompensarán con un atracón de datos que tardarás mucho tiempo en digerir; por lo menos, tres o cuatro segundos. Además, así podrás experimentar el placer de redescubrir, de aprender. Anímate, anda.

—Es usted muy amable, señor. Se lo agradezco de veras, aunque me veo en el triste deber de señalar que las posibilidades de que tengamos éxito son ínfimas.

—Pero existen, y nos proporcionan un motivo por el que luchar. Nunca olvides eso, Demócrito, nunca —concluyó, con vehemencia.

—No lo haré. Gracias, señor.

Beni se alejó de la consola, no sin antes darle un par de golpecitos cariñosos. Meneó la cabeza y levantó la vista, para encontrarse con los ojos de Uhuru fijos en los suyos.

—¿Has tratado de levantarle la moral a un ordenador? —el tono de la Matsu era una mezcla de incredulidad y respeto.

—Casi todos mis amigos han muerto, y algunos de ellos cayeron por salvarme la vida. He de cuidar a los poquitos que me quedan. Es sencillo: casi siempre bastan unas frases amables.

Ambos se quedaron mirando durante un largo rato. Uhuru sonrió y le ofreció su mano. Beni se la estrechó. No hablaron; en ciertos momentos las palabras están de más.

La magia del instante se rompió súbitamente. Beni, de pronto, se dio cuenta de que habían olvidado un detalle importante.

—¡La sonda!

—¿Qué? —Uhuru se sobresaltó, pero enseguida comprendió—. Demócrito, ¿qué ha sucedido con la sonda que estaba explorando la Cueva?

—Se desconectó automáticamente cuando la Alastor fue destruida pero, de acuerdo con los indicadores, está intacta —unas pantallas se iluminaron, y mostraron el interior del misterioso túnel.

—Continúa explorando —ordenó Beni—. Si existe alguna posibilidad de salvación, está ahí.

—O con la suerte que tenemos, ¿qué te apuestas a que activamos otro mecanismo de defensa?

—¿Tenemos otra alternativa, Uhuru?

Sin prisas, la sonda viajó a través de corredores que se ramificaban en otros, y que invariablemente terminaban en un muro liso y de aspecto metálico. Sus dimensiones eran muy variables, desde treinta metros de altura hasta apenas dos, aunque la sección era idéntica, semicircular. Ocasionalmente, la sonda pulsaba uno de los círculos negros de las paredes, aunque esa acción parecía inútil; nunca había respuesta. Sin embargo, una de esas veces, nada más tocar uno de ellos, un segmento de pared se abrió, mientras que otro se cerraba a sus espaldas. Antes de que el contacto con el pequeño aparato se perdiera para siempre, acertaron a ver otro corredor, y al fondo una especie de gran sala, vacía en apariencia. Demócrito repitió las imágenes una y otra vez, pero la toma no era clara, e impedía saber lo que habían descubierto.

Horas más tarde, tras un período de necesario descanso, todos partieron hacia la Gran Meseta en la nave auxiliar. Beni no se atrevía a dejar solo a Jan; además, sentía que todos estarían más seguros si permanecían juntos. Iban a explorar lo que pudiera ser la clave del enigma de Asedro, y los conocimientos de cada uno de ellos podían ser vitales para la supervivencia de los demás. Si alguno quedaba aislado, sin duda podría darse por muerto.

★★★

La primera misión había sido cumplida: el perímetro exterior estaba libre de intrusos, y el estado de todos los sistemas era adecuado.

El Programa no se detuvo para complacerse por el trabajo bien hecho, ya que era incapaz de experimentar emociones tales como la presunción. Inmediatamente, ejecutó el siguiente lote de instrucciones, y los rastreadores examinaron concienzudamente los distintos niveles de la Obra.

El resultado de la exploración fue satisfactorio. Sin duda, la intrusión de los Sancionadores había sido detectada con la suficiente antelación para ser abortada en sus inicios. De este modo se había evitado una repetición del último ataque, cuyas heridas, producto de gloriosa y cruel batalla, aún eran visibles en la Segunda Esfera.

El Programa evaluó los datos. Esta vez, los Sancionadores sólo habían logrado establecer una pobre cabeza de puente, aunque podían ser peligrosos: un vehículo se dirigía hacia el Nodo de Distribución. El hecho de que la pequeña nave fuera sustancialmente distinta a las utilizadas con anterioridad fue considerado irrelevante. El Programa sólo disponía de una respuesta posible, rápida y fácil. Ni siquiera resultaría necesario despertar al Diseñador por algo tan nimio.

★★★

La nave auxiliar flotaba a escasos metros de la Cueva, mantenida estacionaria por Demócrito. Se abrió una compuerta en el fuselaje, una pasarela biometálica fue extendida, y la tripulación de la difunta Alastor saltó a tierra.

El coronel miró a su alrededor. Uhuru y ACM mantenían una discreta vigilancia sobre Jan, pero el mutado se desenvolvía con normalidad dentro de su traje presurizado. Se aproximó a una de las paredes y, con cautela, la golpeó con los nudillos. «No sé por qué esperaba que sonara a hueco». Aunque el túnel parecía revestido de metal, la textura recordaba a la piedra pulida o al plástico noble.

Beni no deseaba correr riesgos. Antes de iniciar la exploración del sistema de corredores que se adivinaba bajo la Gran Meseta, organizó un pequeño campamento no muy lejos de la boca de la Cueva, en un amplio recodo. El inventario no era demasiado extenso: un habitáculo plegable, donde poder quitarse los trajes y descansar en condiciones relativamente decentes; pequeños vehículos agrav individuales; alimentos concentrados; un magnífico botiquín de campaña; y una cantidad y variedad de armas ligeras que hizo enarcar las cejas a Uhuru, aunque se abstuvo de emitir comentarios.

Apenas habían terminado de instalarse, y cuando se disponían a trazar un plan de exploración, un ruido familiar invadió el ambiente. A pesar de que la atmósfera de Asedro distorsionaba los sonidos, y de que la Cueva generaba extraños ecos, Beni no tuvo ninguna dificultad en identificarlos.

—¿Aviones? ¡Demócrito, informa!

El ordenador se había hecho cargo de la situación antes de que Beni hubiera finalizado su orden. La nave auxiliar adoptó configuración de combate aéreo y aceleró súbitamente, desapareciendo de vista, evitando por un milisegundo el impacto de un misil.

La onda expansiva penetró amortiguada en la Cueva, ya que la explosión no había ocurrido en la misma boca. Sin embargo, el campamento fue desbaratado como por efecto de una violenta tempestad. Beni dio un par de volteretas y aterrizó sobre la cubierta plástica del habitáculo. Tras comprobar que su traje estaba indemne, y que sus compañeros no habían resultado heridos, trató de restablecer contacto con Demócrito. Inmediatamente, la conocida voz resonó por el receptor craneal implantado en su cabeza:

—El panorama es preocupante, señor. Una gran compuerta se ha abierto en la ladera meridional de la Gran Meseta, y no cesan de salir por ella pequeños vehículos no tripulados. Probablemente son interceptores polivalentes; su armamento parece reducirse a bombas y misiles guiados por láser. Les enviaré la imagen de uno de ellos a los monitores.

Beni localizó una pantalla intacta, y por ella pudo contemplar a un avioncito cuya silueta recordaba a un disco con el morro de un viejo caza acoplado en el borde; en la parte inferior, numerosos cohetes y otros artefactos le conferían un aspecto nada inofensivo. Las dimensiones aparecieron sobreimpresas: apenas llegaba a cuatro metros de longitud. «No tripulado; mala señal. Eso implica que puede acelerar y cambiar de trayectoria sin preocuparse por dañar al piloto. Bueno, Demócrito está en la misma situación».

El ordenador prosiguió con su relato de malas nuevas:

—Cada vez surgen más vehículos Alien, señor. Se están dedicando a peinar la superficie de Asedro. Han destruido los laboratorios y todas nuestras instalaciones en el Hemisferio Sur, cerca del Agujero. Por lo visto, desean borrar las huellas de presencia humana. Es cuestión de tiempo que den con ustedes; ahora vienen a por mí.

Demócrito lanzó los escasos misiles inteligentes de que disponía contra un grupo de cazas que se le aproximaban, los cuales resultaron destruidos.

—Aparentemente no disponen de contramedidas avanzadas, señor —el ordenador continuaba informando puntualmente, con un tono de voz reposado, al tiempo que dirigía la nave con una pericia que envidiaría un piloto militar—. Su estrategia es simple: enviar más aviones para suplir las bajas. Tienen enormes posibilidades de éxito: he agotado mis reservas de cohetes y de proyectiles AM; sólo me quedan los cañones de plasma y el recurso del combate a cara de perro. Afortunadamente, no están diseñados para las acrobacias aéreas.

En la Cueva, los demás habían logrado rescatar intactas algunas pantallas, y seguían por ellas las evoluciones de los aparatos, captadas por las escasas sondas supervivientes. Desbordados por los acontecimientos, se veían obligados a adoptar el papel de meros espectadores de un drama sobre el que no tenían ninguna influencia.

Demócrito manejaba la nave como un maestro. Perseguido por una decena de cazas, se introdujo con una velocidad escalofriante entre una bandada de pisciposas, sin tocar a ninguna de ellas. Sus agresores no tuvieron tanta suerte; impactaron contra los animales, que reventaron como piñatas, pero eso les hizo perder el control. Dos de ellos chocaron entre sí, y la tremenda explosión provocó que los demás detonaran por simpatía. Sin embargo, al poco tenía ocho nuevos aparatos tras de sí.

Demócrito aceleró bruscamente y ascendió hasta la capa de nubes, desapareciendo de la vista. Antes de que los cazas Alien decidieran el rumbo a seguir, apareció tras ellos y los abatió. Sin embargo, el ordenador sabía que tenía los minutos contados. Detectó dos grandes grupos de vehículos que surgían de la compuerta en la Gran Meseta. Uno se dirigía hacia él, pero el otro marchaba directo hacia la Cueva. Eran demasiados.

Beni, al igual que sus compañeros, oyó de nuevo en su cabeza la conocida voz:

—Treinta naves van derechas hacia ustedes, señor, y un número cinco veces mayor se interpone en mi camino; de hecho, ya tengo dos detrás de mí —Demócrito invirtió el flujo de las toberas de la nave, que se paró en seco en el aire; los cazas la sobrepasaron y, antes de que pudieran reaccionar, unos haces de plasma los reventaron—. No sería capaz de abatirlos a todos antes de que llegaran a su destino, señor; con ese número, mis posibilidades de supervivencia son nulas.

Beni suspiró. Le daba rabia morir así, atrapado como un conejo en su madriguera por un hurón, pero ya no tenía remedio; lamentarse era inútil.

—Escucha, Demócrito —el tono era resignado—: mientras nos atacan, tú aún puedes escapar. Si sales a toda velocidad por el Agujero, sin dar tiempo a las defensas de Asedro a que te disparen, te salvarás. Luego, sólo es cuestión de localizar el Sistema Solar y enviarle un mensaje con todo lo que nos ha sucedido. Cabe la posibilidad de que la tecnología corporativa progrese lo suficiente como para enviar una nave de rescate. Tú no necesitas hibernarte, muchacho. Tal vez te aburras un poquito, pero los milenios pasan pronto. Huye; es una orden.

Había tratado de sonar jovial, de quitar dramatismo a la situación. Miró a su alrededor, y vio que los demás parecían aceptar la idea de la muerte con serenidad. Se fijó por un instante en Uhuru. «Me habría gustado conocerte mejor». Sin embargo, no tuvo tiempo de sumirse en la melancolía, en lo que pudo haber sido y no fue. La voz de Demócrito, con una serenidad que ponía los pelos de punta, volvió a oírse:

—Lamento desobedecerlo, señor, pero existe otra posibilidad, que permitiría la supervivencia a corto plazo de un mayor número de integrantes de la expedición. Los cazas Alien son guiados mediante mensajes radiados desde el interior de la Meseta; concretamente, el emisor está muy cercano a la compuerta por donde salen los aparatos. No podemos desaprovechar un error de diseño tan garrafal. He intentado interferir sus mensajes, pero no ha surtido efecto; por tanto, sólo queda un camino: su destrucción. Probablemente, el ordenador, o quienquiera que los dirija, estará adecuadamente protegido para ser afectado por mis cañones de plasma, pero no creo que resista una explosión nuclear moderada.

Beni adivinó enseguida lo que se proponía hacer, y reaccionó con una violencia inusitada:

—¡Vas a cometer una tontería, Demócrito! ¡Escapa, te lo ordeno!

—Es inútil, señor. Mi existencia no tendría sentido, sabiendo que los he dejado morir en un agujero; serían milenios de remordimientos. Hay momentos en que debemos obrar de una determinada forma, aunque duela. Tengo miedo a dejar de ser, y siento pena por los conocimientos que jamás alcanzaré, pero me iré en paz. Recuérdeme con cariño, señor —hizo una breve pausa—. Les rogaría un último favor: dejen todos los canales de comunicación abiertos.

—¡Maldito imbécil! ¡No!

Beni tuvo que ser sujetado por Uhuru, mucho más fuerte, mientras ACM introducía un sedante suave en el sistema de respiración de la escafandra. El coronel cesó de debatirse, y miró las pantallas, con lágrimas en los ojos.

La nave trazó un amplio arco en la atmósfera, aceleró al máximo y se precipitó en la compuerta por donde salían los cazas. En el momento del impacto, activó el sistema de autodestrucción, y parte de la masa del motor se convirtió instantáneamente en energía. El interior de Asedro se iluminó como nunca antes, y una titánica explosión lo hizo temblar. Incontables formas de vida murieron en un parpadeo.

Muchas otras cosas sucedieron en ese mismo instante.

Los cazas se precipitaron al suelo, carentes de guía, o estallaron en el aire, llenando el ambiente de gases tóxicos y radiaciones.

En la Cueva, todos, especialmente Beni, sintieron en su cerebro el grito de muerte del ordenador. Un dolor lacerante, aunque piadosamente breve, hizo que el coronel se llevara las manos a la escafandra y se retorciera por el suelo; por alguna razón inexplicable, parecía ser el más afectado de todos. Poco a poco se incorporó, ayudado por la Matsu. Sentía un enorme vacío dentro de él; desde la muerte de Ana, su mujer, décadas atrás, no recordaba una aflicción semejante. Contempló a sus compañeros, y el sentido de la responsabilidad retornó, aunque a duras penas. No podía dejar de pensar en Demócrito. «Tal vez me esté volviendo loco, pero juraría que lanzó un banzái antes de morir». Sonrió tristemente, y trató de reorganizar lo poco que quedaba de la expedición. Tres abatidos personajes y un inexpresivo androide comenzaron a inventariar sus escasas posesiones.

★★★

El Programa había muerto, quemado por haces de rayos gamma, momentos antes de que su soporte físico se evaporara por el terrible calor alcanzado durante la explosión.

Supo que estaba condenado unos segundos antes del final. Carecía de capacidad para experimentar remordimientos, o arrepentirse por no haber previsto el anómalo comportamiento de los Sancionadores, que resistía cualquier comparación con los datos existentes. Habían estado a punto de aniquilar la envoltura de la Obra, desde dentro, provocando su completa destrucción y no vacilaban en autoinmolarse, con tal de eliminarla. Aceptó lo inevitable, y realizó su último acto antes de desaparecer, tan calladamente como había vivido.

Lanzó el Mandato.

El Diseñador había sido llamado, para que despertara de su largo sueño y se hiciera cargo del Poder.

★★★

Uhuru se asomó al borde de la Cueva. Bajo ella, la superficie del lago de azufre del Cráter veía rota su quietud por la aparición de alguna colosal criatura, que volvía a zambullirse lenta y majestuosamente. Las olas rompían perezosamente en la orilla, como si de un mar de petróleo se tratara. La Matsu trató de no dejarse atrapar por la fascinación de tan extraño panorama. Miró hacia arriba, dio un pequeño salto y se precipitó en el vacío. Los arneses agrav que llevaba puestos sobre el traje respondieron de inmediato. Su caída se frenó y ascendió con seguridad hacia lo alto de la Gran Meseta.

Había dejado a los demás reorganizando el campamento, aunque la tarea no era excesiva; sus posesiones sólo les permitían una esperanza de vida de pocos días. Si no encontraban algo en la red de corredores, podían considerarse muertos. Los humanos lo habían encajado mejor de lo que esperaba; el que todas sus posibilidades se hubieran reducido a una no dejaba tiempo para elucubraciones ociosas. No pudo evitar pensar en lo afectado que parecía Beni por la desaparición del ordenador; tal vez, después de muchos siglos, los hombres estuvieran empezando a madurar. Una sonrisa casi imperceptible se dibujó en su rostro.

Sobrepasó el borde del cráter, para tener una vista panorámica de la Gran Meseta, y sintió una gran congoja al contemplarla. Muy a lo lejos, el lugar donde se abría la compuerta por la que salieron los cazas era una ruina de metal fundido, y numerosas manchas humeantes señalaban los lugares donde se habían estrellado los aparatos, faltos de guía. Bajó hasta uno de ellos, y comprobó cómo la hierba moría rápidamente en los bordes del terreno calcinado. Los seres vivos se retorcían entre espasmos, y se convertían en una especie de légamo gris, que rellenaba las oquedades del terreno. A poca distancia, un gigantesco herbívoro se descomponía a ojos vistas; seguía comiendo imperturbable, mientras su cuerpo se licuaba, como un témpano que se derrite.

Uhuru no tardó en comprender la razón de tal destrucción. Sin duda, el carbono estaba presente en la composición de los cazas Alien. Una vez liberado en la frágil biosfera de Asedro, las formas vivientes estaban perdidas; su rígido sistema genético no les permitía adaptarse a los cambios. Tal vez la destrucción pudiera ser detenida, si Asedro contaba con un sistema de eliminación de carbono; tal vez no, y los sistemas de regulación fueran insuficientes para atajar el mal. Era triste; a lo largo de su vida, había sido testigo demasiadas veces de la destrucción que la Humanidad llevaba consigo frente a otros seres y culturas.

Comprendiendo que ya no tenía nada que hacer allí, activó su agrav y flotó lentamente hasta la Cueva, meditando durante el camino sobre el éxito de aquellos primeros contactos con una civilización alienígena, y todo lo que se había escrito al respecto a lo largo de la Historia.

★★★

Los cuatro expedicionarios caminaban a escasa distancia unos de otros, recorriendo corredores y galerías. Al llegar a una nueva bifurcación, Beni trazó una marca en el suelo con tinta indeleble y la registró en su ordenador de pulsera.

—Parecemos personajes de un cuento infantil; es una pena no disponer de miguitas de pan para recordar el camino de vuelta —comentó, tratando de animar el ambiente.

—Teseo, Pulgarcito y otros héroes mitológicos no llevaban un armamento suficiente para aniquilar un ejército, como nosotros —respondió Uhuru.

—Silencio, recluta; no critiques a tus superiores, o se te doblará la carga de tu mochila —le riñó Beni, medio en broma.

—Ya pesa casi tanto como yo; me temo que tendría que arrastrarme, ¡oh, gran jefe!

Beni miró hacia atrás. Realmente ofrecían un aspecto pintoresco; parecían caracoles, con la casa a cuestas.

—No te quejes, querida; los Matsushita tenéis un sistema muscular cinco veces más fuerte que el nuestro. Además, en caso de que demos con un artefacto teleportador y aparezcamos en algún entorno aún más hostil, prefiero incrementar nuestras posibilidades de supervivencia. Si hemos de morir, es nuestra obligación pelear hasta el último momento, ponérselo difícil al Destino, empeñado en hacernos la puñeta. Así que menea el culo y sigue explorando, mujer.

Uhuru, a pesar de lo crítico de la situación, estaba disfrutando con la aventura. Durante mucho tiempo había rehusado convivir con humanos; las experiencias negativas eran demasiado malas como para olvidarlas. Hasta entonces, había creído que en situaciones de crisis, la gente sacaba a relucir lo más podrido de su alma, todos sus miedos y rencores; sin embargo, ahora veía cómo alguien trataba de dar ánimo a los demás, de ayudarlos, sin proferir una queja, dejando a un lado su propio terror ante lo desconocido, o el dolor por un amigo muerto.

Uhuru suspiró; no tenían posibilidades de salir de ésta. Dudaba entre si morirían al agotárseles las reservas, o bien por alguna otra trampa de Asedro. Hallar un teleportador que los llevara hasta el centro de control de Asedro era tan improbable como que se les apareciera de repente un palacio con su mayordomo, habitaciones con agua caliente y camas mullidas. Sólo lamentaba no tener más tiempo para dialogar con el coronel, conocer sus motivaciones, poder charlar con un humano en profundidad, por primera vez.

La búsqueda prosiguió, mientras las horas se sucedían implacables. Llegó un momento en que nadie hablaba, pero no retrocedieron. Descansaban lo imprescindible para que Beni y Jan sorbieran un poco de alimento concentrado por el sistema de tubos de la escafandra, bebieran un sorbo de agua reciclada, y proseguían sin descanso.

Fue Jan quien, al doblar un recodo, descubrió un túnel visiblemente distinto a los demás. Tenía apenas tres metros de alto, y su sección era elíptica, no semicircular. Los expedicionarios se detuvieron, y miraron a Beni. Éste no se lo pensó dos veces: quitó el seguro a su subfusil de plasma, y penetró en la galería, seguido de sus compañeros.

Cuando llevaban caminados unos cincuenta metros, Beni notó algo extraño. La luz y la textura de las paredes parecían haber cambiado sutilmente. Antes de que pudiera comentarlo, la voz de ACM-56 sonó en su cabeza:

—La composición de la atmósfera ha variado. Detecto la presencia de…

No pudo concluir la frase. De repente, la oscuridad se abatió sobre ellos.

★★★

El Espíritu del Diseñador había reposado durante siglos, oculto entre anodinos programas de mantenimiento, disperso por olvidados bancos de datos, como polvo de diamante en la arena de una duna.

El Diseñador sabía que los Sancionadores nunca perdonarían su crimen, y conocía el terrible castigo. Sin embargo, su curiosidad no podía ser refrenada por convenciones y reglas. Decidió afrontar el riesgo, y perdió, pero había tomado precauciones. Creó al Programa, y después desintegró su Espíritu, mas no murió. Esperaba, en un sueño sin sueños.

Y ahora el programa ya no existía, pero su último acto, el Mandato, había sido lanzado, y nada podía detenerlo.

El Mandato era simple, apenas una corta llamada, pero conocía a la perfección su cometido. Se zambulló en los canales de comunicaciones de la Obra, fabricando copias de sí mismo en cada bifurcación. Al cabo de un segundo eran billones, moviéndose enloquecidamente a la velocidad de la luz, hasta que desaparecieron silenciosamente un instante después; ya no eran necesarias.

Como amebas que se juntan para formar un moho del légamo, diminutos fragmentos de información, irrelevantes por sí mismos, abandonaron sus refugios y convergieron hacia un lugar oculto en el corazón de la Obra. Encajaron entre sí con absoluta precisión y generaron un largo Mensaje, el cual fue leído por quienes debían hacerlo, máquinas fieles y calladas.

Oscuro era el lugar, y frío como una cripta. De repente se hizo la luz, y un frenesí de actividad se desató. Vapores y haces brillantes dibujaron la silueta de un Cuerpo, y éste se fue llenando de carne, tendones, líquidos, articulaciones, corazas y garras. Cuando todo terminó, el movimiento cesó bruscamente, y el silencio cayó como una losa. Sólo un breve resplandor iluminaba el Cuerpo, oscuro y bruñido, bello como el cadáver incorrupto de un dios. Incluso yerto sugería poder y fuerza.

Todo estaba a punto. Una segunda Orden recorrió de nuevo la Obra, y volvió a sacar de su letargo a miríadas de pequeños lotes de información, que se ensamblaron en un momento. Representaban los recuerdos de toda una vida y, con el máximo cuidado, fueron transferidos al Cuerpo.

Y el Diseñador despertó.

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