10
—Brr, empieza a hacer fresquito —Irina se frotó las manos enérgicamente—. Ya es noche cerrada; aquí los atardeceres duran muy poco, no sé el porqué. Ah, cuantas estrellas… Me encantan las constelaciones; en cada planeta son distintas. Esa de ahí es la más bella de todas; los nativos la llaman la Garra del Demonio. Aparatosa, ¿verdad? ¿Ves esa mota roja que tiene al lado? Es el cadáver de una supernova, la Gota de Sangre; funciona como estrella polar. Y esa otra es el Radiotelescopio, aunque los imperiales le han cambiado el nombre por el Cáliz. Y ahí está la Vía Láctea. A veces me quedo tumbada en el suelo, al fresco, sólo para contemplar las estrellas, sin nada entre ellas y yo.
—Salvo algún acorazado imperial orbitando por ahí.
—¡Cállate, imbécil; no me estropees la vena romántica! Como te iba diciendo, el cielo de aquí es muy lindo, pero carece del encanto del firmamento de la Vieja Tierra, con todos esos nombres griegos y árabes. Me temo que a estas horas nuestro amado Sol no resulta visible; es una pequeña estrella en la constelación del Unicornio, y… Oye, ¿sabes que me estás fastidiando con esa cara de funeral que pones siempre? Beni, no puedes seguir así. Mira, ya sé que no te hace gracia, pero ella no va a resucitar por mucho que tú…
Beni se detuvo bruscamente, giro la cabeza y lanzó a Irina una mirada cargada de veneno. La mujer dio un salto hacia atrás y se puso en guardia; ambos quedaron mirándose como dos gladiadores dispuestos a abalanzarse sobre su oponente. Después de unos segundos que parecieron eternos, Beni suspiró y dejó caer los brazos. Irina se acercó y le lanzó una patada circular que se detuvo a escasos centímetros de la cara; él no se molestó en intentar detenerla.
—Ay, pobre Beni, qué malas pulgas tienes… Anímate, hombre —le dio unas afectuosas palmaditas en la cabeza—. Deberías buscarte alguna afición que te distrajera; aquí tendrás mucho tiempo libre, me temo, y como sigas así te volverás majareta. Considera mi caso: devoro la literatura clásica previa a la Era Espacial. Habré leído ya unos cuantos cientos de libros, sobre todo de poesía, y eso me ayuda a mantenerme alegre y jovial —continuaron caminando—. Sí, eso es lo que necesitas, algunos versos festivos que te levanten la moral. Creo que tengo lo más adecuado. Cuando vuelvas a tus habitaciones, pídele al ordenador que te recite obras poéticas; en su memoria almacena todo lo escrito hasta la fecha. Además, le implantaron la voz de un actor dramático, no recuerdo cuál, y es un auténtico goce el escucharlo. Creo que te vendría bien algo de Pablo Neruda. Seguro que no lo conoces; ya nadie recuerda esa época dorada. Te recomendaría su poema de amor número veinte. Escúchalo esta noche; seguro que le levantará la moral.
—¿Has dicho el número veinte? Lo recordaré; te haré caso, no te preocupes, aunque solo sea para no oírte.
—No te arrepentirás, palabra de honor.
De un edificio próximo salió un personaje caminando a paso vivo. Se trataba de un individuo alto, atlético, joven y de raza negra que llevaba un paquete bajo el brazo. Parecía tener prisa.
—¡Hombre, hemos tenido suerte! Ese es el supervisor de personal y material militar. Es difícil de localizar, ya que siempre va de un sitio a otro dando la lata. ¡Eh, artista! ¡Frena un momento y saluda al embajador!
El supervisor se detuvo y espero a que llegaran a su altura. Sonrió ampliamente y estrechó vigorosamente la mano de Beni.
—Encantado de saludarte, embajador —dijo, con fuerte acento—. Me presentaré: Josep Lluís M'gwatu i Feliú, para servirte.
—Catalán, me temo…
—Sí, y del Maresme; de pura cepa, como ves. Desciendo de las grandes migraciones africanas de finales del segundo milenio, las cuales inyectaron sangre nueva en la venerable civilización mediterránea, dando así lugar a…
—¡Eh, corta ya! —interrumpió Irina—. Has contado esa historia cien veces a cada uno de nosotros. En cuanto te vemos aparecer salimos corriendo en estampida; preferiría tener que enfrentarme a una escuadrilla de imperiales antes que escuchar a esta enciclopedia ambulante.
—Sólo trato de llevar un poco de conocimiento a vuestras obtusas mentes.
—A veces pienso que esta manía corporativa de preservar las tradiciones culturales resulta algo desaforada —terció Beni.
M'gwatu sonrió; los dientes parecían brillar, resaltados por su oscuro rostro.
—No me negarás que tiene mérito recordar costumbres y acontecimientos de hace tanto tiempo. ¿Qué otra civilización se ha perpetuado así en la historia de la Humanidad?
—Para lo que nos sirve… —Beni cambió de tema—. Así que eres el encargado de asuntos militares ¿no? Hasta ahora sólo he visto un avión y unos cuantos pilotos de CORA. ¿Cómo están las cosas?
—No nos podemos quejar demasiado. Supongo que habrás estudiado nuestros recursos antes de venir. El material está algo pasado de moda, con permiso de Irina —hizo una reverencia, a la que ella respondió con un mohín—, pero se halla en buen estado. En esos hangares del fondo tenemos la mayor parte de los transportes terrestres: un aerodeslizador ligero, alguna ambulancia y unas docenas de ratas.
—¿Ratas? ¿A quién hemos de atacar? ¿Llevan el armamento de serie?
—Sí, clase 4. También disponemos de una gran cantidad de armas cortas, tubos tierra-aire, un sorprendente arsenal de contramedidas electrónicas…
—Y los CORA, por supuesto.
—Sí. En los hangares tenemos cuatro escuadrillas, aunque hay un número indeterminado de aviones distribuidos por el país, perfectamente camuflados; la política de dispersión de fuerzas, ya sabes.
—Para tratarse de una pacífica embajada, la han dotado de una serie muy peculiar de armas. Por cierto, ¿te fijaste en que los imperiales tienen todos sus aviones concentrados en un solo punto?
—Un buen bombazo y todos irían a tomar por… —dijo Irina.
—Efectivamente —siguió Beni—, han cometido un error clásico, pero pueden permitírselo. ¿Cómo penetrar el campo escudo y el blindaje? —volvió a dirigirse a M'gwatu—. Asimismo, me sorprendió al estudiar los datos sobre la embajada el hecho de que nadie sepa con exactitud qué material bélico tenemos.
—Medidas de seguridad un tanto trasnochadas, por si el enemigo nos atrapa y hace cantar. Para acceder a esa información es preciso suministrar una clave al ordenador, conocida parcialmente por tres personas: tú, yo y Peláez. ¿Lo conoces?
—Ya me lo han presentado. Cada vez lo entiendo menos —Beni se rascó la cabeza, perplejo—. Por cierto, ¿qué llevas ahí, si puede saberse?
—¿Esto? —abrió una especie de caja—. Es un intensificador fónico laríngeo que rescaté de un almacén; te lo aplicas a la altura de la garganta y tu voz se oye en varios kilómetros a la redonda.
—Es una de las mayores desgracias que nos afligen —señaló Irina—. Se dedica a cantar horribles letanías en esa lengua muerta suya a los nativos, como si los pobres no tuvieran bastante con los imperiales y las enfermedades. Incluso creo que planea organizar festivales de música y danza.
—Tranquila; por la cuenta que me trae no voy a usarlo en público. Y respecto a tus constantes críticas sobre mis relaciones con los osirianos, debemos elevarlos de su miserable existencia, mostrándoles algo de luz en…
—Sí, sí, sí, lo que tú digas. ¿No tenías prisa por irte?
—Ahora que lo dices… Bueno, jefe, espero que lo pases bien entre nosotros. Si te interesa la música o el folclore…
—… En el ordenador lo tengo a mi disposición.
—Te han informado bien. ¡Hasta luego! —se encaminó apresuradamente hacia las estancias del personal.
«Están todos locos», En otras circunstancias lo hubiera encontrado gracioso. Se encaminó con su compañera hacia los hangares donde descansaban los vehículos. Sintió una punzada de nostalgia cuando llegaron al barracón de los ratas. Había montado muchas veces en esos triciclos biplazas que se desplazaban sobre anchas orugas; los controles eran los mismos que el recordaba, simples pero eficaces. Los contenedores de armas estaban abiertos, vacíos, esperando su mortífera carga. «¿Cuántas veces habré conducido estos cacharros, con Ana sentada a mi lado?» Demasiados recuerdos; agradeció que salieran de allí y se dirigieran a los hangares de los aviones.
Al penetrar en uno de los oscuros edificios, la locuaz Irina quedó en silencio y fue como sonámbula hacia uno de los aparatos aparcados en el fondo de la estancia. Beni había visto varias veces a creyentes entrando en éxtasis, y la actitud de la mujer era idéntica.
Los CORA semejaban monstruos hieráticos, uno junto a otro con las alas plegadas para ahorrar espacio. Su color era un negro intenso, profundo, interrumpido sólo en las tomas de aire y números de identificación. Al acercarse notó que eran mayores de lo que aparentaban. A su lado se apilaban los inevitables contenedores de armas y misiles.
Irina llegó a uno de los aviones y comenzó a acariciarle el fuselaje con delicadeza; lo recorrió con sus dedos de proa a popa de una manera que a Beni se le antojó plena de erotismo. Siempre le habían parecido extraños los pilotos de CORA, pero la escena que estaba contemplando era realmente fascinante, una mezcla entre cortejo amoroso y ritual religioso.
Los cazabombarderos CORA-15, aunque algo obsoletos, seguían siendo una de las mejores armas jamás diseñadas. Gozaban de una maniobrabilidad envidiable, gran capacidad de carga de armamento y autonomía prácticamente ilimitada. Sus motores, vulgar e impropiamente conocidos como turboconversores, se regían por un antiguo principio derivado del estatocolector Bussard. Unos potentes acumuladores AM servían para la puesta en marcha, pero después el propio aire que entraba por las tomas era parcialmente convertido en energía, la cual era empleada por los reactores para mover el avión. Simple y eficaz: el mismo medio por el que se desplazaba actuaba como combustible.
Pero los pilotos… Un ser humano, incluso perfectamente entrenado, era incapaz, de adquirir los reflejos necesarios para manejar unos aparatos tan complejos y con tan alta tasa de proceso de datos. La solución, tras muchos ensayos y numerosos fracasos, fue integrar la flexibilidad de respuesta del cerebro con la rapidez de la máquina. Aun cuando parecía imposible coordinar las muy diferentes velocidades de trabajo de las neuronas y los componentes electrónicos, la Corporación lo consiguió. El casco usado por los pilotos era una interface humano-máquina complejísima y eficaz, ayudada por los neurotransmisores y otras drogas que eran inyectadas al sistema circulatorio por medio de la placa que todos llevaban inserta en el antebrazo.
Por todo esto, no era de extrañar que los pilotos de CORA fueran unos seres psicológicamente peculiares. La sensación de vacío experimentada al desconectarse de su avión era sumamente traumática. Las extrañas conductas, manías, psicosis y otros comportamientos habían sido definidos por los psicólogos como tácticas de huida o evasión frente al triste y desolado mundo real. Sólo cuando formaban un todo con el avión eran en verdad ellos mismos. De todas maneras, ningún psicólogo había pilotado un CORA.
Beni se marchó silenciosamente, dejando a Irina junto a su avión, la mejilla apoyada sobre el negro biometal del fuselaje. Nunca hubiera creído que esa peculiar comunión de los pilotos con sus máquinas fuera tan fuerte. Ensimismado en sus pensamientos, se encaminó hacia el edificio residencial. Se sentía muy cansado, pero temía el momento de quedarse en su habitación acosado por sus recuerdos. Pasó junto a Isao, que seguía ejecutando serenos movimientos de Tai Chi («¿Es que nunca descansa?») Y entró en el recinto iluminado.
Las dependencias estaban relativamente tranquilas. La gente se encontraba charlando o viendo algún programa de holovisión. Saludó de pasada a algunos que lo reconocieron y se fue directo a su dormitorio. Se sentó en uno de los sillones del estudio (afortunadamente, parecía no haber ningún detalle extraño ni bicho disecado) y se preguntó qué hacer. Recordó la sugerencia de Irina; a falta de otra cosa…
Beni nunca había dialogado en exceso con máquinas inteligentes; desde siempre le habían dado un poco de grima, aunque sabía que era un comportamiento irracional por su parte. Sintiéndose algo tonto, llamó, sin levantar mucho la voz:
—Ordenador.
—¿Señor? —le contestó la pared del fondo.
—Me han dicho que tienes una excelente colección de poesía en tus bancos de memoria.
—Así es, señor. Puedo acceder a cualquier petición al respecto.
—Eso espero. Pablo Neruda, finales de la era preespacial. Idioma: castellano. Poema de amor número veinte, o algo así.
—Localizado, señor. ¿Lo desea traducido a interlingua?
—No; entiendo el castellano clásico.
—¿Lo prefiere escrito, o recitado?
—Recitado, por supuesto.
—¿Con acento chileno original, en castellano clásico académico o alguna otra variante dialectal?
—Clásico —Beni estaba empezando a perder la paciencia; aunque la voz del ordenador era de un tono cálido y sugerente, el programa parecía uno de esos arcaicos gestionados por menú, motivo de tantos chistes.
—¿Con tono desgarrado, académico, distante o apasionado?
—Con el que te salga de los… —«¿de los que?» Suspiró—. Con tono de voz adecuado a lo que el poeta quiso expresar —esperaba ponérselo difícil.
—De acuerdo, señor; cuando quiera.
Beni se tumbó en la cama, con las manos cruzadas bajo la nuca, mirando al techo. Eso era lo que necesitaba, un poco de poesía suave y festiva que ayudara a olvidarla.
Una voz masculina increíblemente hermosa empezó a recitar:
—Puedo escribir los versos más tristes esta noche…
Cuando concluyó, minutos después, un Beni totalmente hecho polvo salió al exterior. Por supuesto, las estrellas tiritaban, azules, en la oscuridad. Recordando los versos, a ella, a todo, jamás se había sentido tan miserablemente mal. Y lo que era peor, sabía que vendrían más noches como ésa, siempre igual.
«Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido».
Afortunadamente para la salud de Irina, no se cruzó con él en esos momentos.