2
El hospital Gloria del Ekumen es una de las más notables joyas de Baharna, una obra maestra del sincretismo arquitectónico […]. La planta original, en puro hiperclásico funcional según los cánones corporativos, sufrió diversas reformas que la enriquecieron, por motivos de índole religiosa […].
Las paredes fueron adornadas con apliques de plástico noble en estilo orgánico, mientras que los tejados se recubrieron con falsas cúpulas fungiformes, rasgo típico de los antiguos palacios de los Dragones […]. El resultado cautiva la atención del visitante, el cual no sabe dónde dirigir su mirada, que salta de una maravilla a otra […].
FUENTE: Lacroix, S. (4711ee). «Otros mundos, otras culturas». O’Connor eds., Rígel-4.
★★★
El hospital es un aborto arquitectónico, un amasijo de estilos incompatibles capaz de cortar la digestión a un alfacentauriano curtido. Es como encontrarse dentro de una ballena descompuesta y troceada, pero a los nativos parece encantarles. Según ellos, la combinación de colores y texturas es un trasunto del equilibrio kármico […]. ¿Qué tendrá de malo el estilo hiperclásico? Cabe preguntarse si los médicos en los quirófanos pueden distinguir entre las vísceras de los pacientes y los azulejos de las paredes, por no hablar de las camillas […]. Ni siquiera la cantina se libra. Hay que joderse…
FUENTE: Torres, E. (4713ee). «Guía del viajero políticamente incorrecto». Ed. Guacamayo. Madrid, Vieja Tierra.
★★★
Los trozos de carne comenzaron a llegar al hospital Gloria del Ekumen, y algunos de ellos todavía gemían. El servicio de urgencias quedó colapsado y hubo de recurrir a todo el personal disponible para afrontar la emergencia. Los enfermeros y médicos novatos nunca habían asistido a una masacre como aquélla y alguno no pudo evitar vomitar o sufrir un ataque de nervios. A pesar de todo, la asistencia a los heridos se llevó a cabo con notable eficiencia.
En una esquina de la sala de recepción, el coronel Hintikka trataba de resumir lo sucedido a una enfermera veterana, con aspecto de no asombrarse ya por nada. A su lado una doctora joven, aún en periodo de prácticas, tomaba notas con mano temblorosa.
—Hemos contabilizado dieciocho muertos, veinte heridos graves y casi un centenar de personas con traumatismos leves o accesos de histeria —le explicó la enfermera—. El principal problema que se nos presenta ahora es el de manejar a los familiares y amigos de las víctimas, pero creo que lo solucionaremos con ayuda de la Policía y los psicólogos. Es la primera vez que sucede algo así en Akrotiri, coronel.
—Efectivamente, señora… esto…
—Delilah Arnáu, coronel.
—¿Arnáu? Eso suena a extranjero, señora.
—Sí, vine hace años con una organización no gubernamental que… Oh, disculpe.
En ese momento llegaron unos enfermeros que desplegaron unos funcionales contenedores y comenzaron a recoger en ellos los despojos más menudos. Delilah meneó la cabeza, apesadumbrada.
—Me gustaría parecerme a ustedes, coronel, y ser capaz de acostumbrarme a contemplar estos espectáculos con frialdad. Esos cerdos han acabado con mujeres y niños indiscriminadamente, en pleno día de mercado. Están locos, joder.
—Aunque no se lo crea, señora Arnáu, tampoco es que nos topemos con esto todos los días, y mire que llevo años de servicio. He sido testigo de miles de muertes, pero nunca de un acto tan absurdo, donde se mata a unos civiles a los que teóricamente la HUU pretende defender. No me sorprende; en este planeta de locos todo es posible. Hasta los fundacas hircanios tienen un código ético para la guerra; muy borde, eso sí, pero código al fin y al cabo.
—¿Tanto como el suyo, coronel?
Antes de que Hintikka pudiera replicar, la sargento McKenna llegó con una bolsa de la cual goteaba sangre. Por una abertura sobresalía una bota militar. No estaba vacía.
—Creo que esto pertenecía a Prevenido —dijo, alzando la bolsa—. Nos ha durado tres horas y doce minutos, así que para mí la porra, Daniel —el coronel sacó de un bolsillo de su uniforme cinco billetes de un crédito y se los dio—. ¿Dónde lo pongo? —preguntó, mirando desapasionadamente a la bota, nueva, reluciente y poco usada.
Aquello fue demasiado para la joven doctora, que tiró sus notas y empezó a chillar como una posesa. Delilah le arreó un par de bofetadas y logró cortar el ataque de histeria, con gestos de aprobación de los militares. Un vigilante la sacó de allí, entre sollozos. Delilah miró a los comandos con severidad.
—Si algo me encanta de ustedes es la sutileza que muestran —comentó—. Den gracias a que la Corporación pagó el hospital y lo provee de equipos de alta tecnología, ya que en caso contrario les iba a aguantar su padre. Y usted, sargento, entregue eso a los enfermeros, que me está poniendo nerviosa.
—Lo que usted mande, señora —McKenna se marchó con su bolsa de plástico dejando un reguero rojo en el suelo—. Y tú te podías haber quedado quietecito, en vez de jugar a hacerte el machote. Menuda has liado —dijo, dirigiéndose al pie calzado de Prevenido el cual, por razones obvias, no le respondió.
—Tengo la impresión de que no le caemos excesivamente simpáticos, señora —comentó Hintikka.
—No es nada personal, coronel. Cuando acude alguno de ustedes desde Nueva Hircania para una revisión, se comporta como un paciente ejemplar, excepto si nos acercamos por la espalda. Entonces salta como un resorte. Ya han lesionado a varios enfermeros.
—El entrenamiento, ya se sabe. El acto reflejo de…
—Sí —lo cortó Delilah—, todos me dicen lo mismo —suspiró—. Nunca olvidaré al primero que vino por aquí, hará cosa de unos años. Estaba dormidito en una silla, como un querube; me acerqué a ver qué le pasaba y a poco me mata allí mismo, sin pestañear siquiera.
—¿A quién se le ocurre aproximarse a uno de nosotros así, señora? Es preferible hacer un poco de ruido, silbar, lo que sea, para que a nuestro subconsciente le dé tiempo a identificarla como persona amistosa.
—Descuide. Desde entonces, cada vez que veo a un comando de las FEC, empiezo a cantar a grandes voces Fortuna Imperatrix Mundi; Carmina Burana, ¿sabe? —Hintikka no conocía a la tal Carmina, así que no replicó—. Fíjese, aún me acuerdo del nombre de aquel tipo: sargento Dmitri Guderian.
—¿Conoció usted a Dmitri? —McKenna se había unido a ellos tras encerrar lo que quedaba de Prevenido en una cajita—. ¡Ésta sí que es buena! Se ha convertido en una pequeña leyenda entre nosotros. Estaba un poco quemado, el pobre.
—¿Un poco? —exclamó Delilah—. ¡Menudo manojo de nervios! ¿Qué fue de él?
—Según cuentan, cuando iba camino de Tropicalia a disfrutar de unas semanas de vacaciones, su transporte se estrelló y cayó en una Zona de Simulación, donde unos ejecutivos jugaban a la guerra para librarse del estrés. Dmitri sufrió un ataque de amnesia, creyó que estaba aún en Nueva Hircania y…
—No me cuente el final, sargento. ¿Quedó alguno vivo? —los tres esbozaron una sonrisa.
—Al final lograron que Dmitri entrara en razón y lo llevaron a otro mundo más tranquilo, para terminar su interrumpida cura de reposo —concluyó Hintikka—. Pero disculpe, señora; la estamos entreteniendo y tienen ustedes mucho trabajo. Mierda, todo esto pudo evitarse si ese imbécil de Prevenido nos hubiera hecho caso a los profesionales. Debí soltarle un par de hostias, aunque eso significara ir de cabeza a la prisión militar.
—No tiene sentido llorar por lo que pudo haber sido y no fue, coronel —la voz de Delilah sonaba levemente cordial—. Ya han ayudado bastante trayendo los heridos con tanta rapidez, y organizando las labores de salvamento. Nuestra Policía no suele ser muy eficaz en eso —miró al cuerpo destrozado de una mujer joven, que era introducido en una bolsa plateada. Al cerrarse, la cremallera emitió un sonido raspante—. Confío en que atrapen a los culpables y les den su merecido.
—Eso es tarea de la Policía local, señora.
—O sea, que nunca los cogerán —sentenciaron Delilah y McKenna, a dúo.
Los militares se disponían a marcharse, cuando un pequeño tumulto llamó su atención. Delilah Arnáu disputaba con una enfermera más joven, que llevaba una carpeta en la mano. Hintikka se acercó a curiosear. Delilah, muy enfadada, la instaba a que ayudara a los demás en el traslado de los enfermos y cadáveres, pero la otra se defendía arguyendo que debía llevar unos imprescindibles informes a otro sitio.
Un veterano celador había acudido a echar una mano, con la bata manchada de sangre y la cara crispada por el horror y la indignación. Dejó un carrito lleno de botellas de suero junto a unos agobiados médicos y al volverse murmuró a los comandos:
—Esa tía es una enchufada. Está aquí sólo porque su padre es cuñado del director. Apuesto lo que quieran a que esa carpeta no contiene nada importante. Es una excusa para no ensuciarse las manos, no sea que se le vaya a estropear el esmalte de uñas.
El celador se retiró sin dejar de farfullar. Entonces, Hintikka sintió el impulso de echar una mano a Delilah Arnáu. Aquella mujer le gustaba. Se acercó a donde estaba la enfermera reticente y le arrebató la carpeta. Ella fue a protestar, pero la queja murió en sus labios. La mirada del comando la dejó helada. Sin embargo éste habló con calma:
—Yo puedo llevar estos papeles a su destino, señorita. No, no me dé las gracias; sé que usted es más necesaria aquí. Dejar un trabajo tan importante para entregar unos informes es un sacrificio ímprobo, que no estoy dispuesto a consentir. ¡Menee el culo y cumpla con su deber, hostias!
La enfermera, que se había quedado estupefacta, salió corriendo despavorida ante la firmeza de aquella orden. El tono cortante, propio de alguien acostumbrado a mandar, sorprendió a todos los presentes, que interrumpieron un segundo sus tareas para ver qué ocurría. La mayoría sonrió y volvió al trabajo de inmediato.
—¿Sabe, coronel? —dijo Delilah—. Al final me caerá usted simpático. Esa niñata se merecía que alguien le bajara los humos.
—Si quiere que le diga la verdad, señora, a cada instante que pasa me arrepiento de haberme metido donde no me llaman. De todos modos cumpliré lo prometido. ¿Qué demonios debo hacer con esto?
—Una buena acción cada veinte años no perjudica la salud, coronel. Mire, para llegar a Neurología debe tomar aquel ascensor y subir a la cuarta planta —se lo señaló—. Una vez allí, atraviese el pasillo principal y dará con una rotonda. Sólo tiene que seguir los letreros hasta Neurología y dejar la carpeta en la ventanilla de Admisión. ¿No se perderá?
—Nos entrenan para evitarlo, señora.
—Sí, pero esto no es una selva repleta de enemigos, sino algo mucho más mortífero: la Seguridad Social. En fin, coronel, se lo agradezco. Si alguna vez necesita algo de nosotros, pregunte por mí.
Delilah le tendió la mano. Hintikka se la estrechó, un poco sorprendido; más bien estaba acostumbrado a que la gente huyera de él.
—Eh… Le tomo la palabra, señora.
La enfermera retornó a su labor y los militares se encaminaron al ascensor.
—Si te da lo mismo, Daniel, prefiero esperarte en el bar con los muchachos —dijo la sargento McKenna—. Me ponen nerviosa estos sitios.
—Te comprendo, Amanda. Espero no tardar mucho.
—¿En la Seguridad Social? Entonces, calculo que nos veremos dentro de doce horas, si tienes suerte.
—Muy graciosa.
La sargento lo abandonó junto al ascensor y él la miró con una punzada de envidia. Desde luego, preferiría hallarse delante de una jarra de cerveza en vez de transportando aquella dichosa carpeta. Se dijo una vez más lo guapo que estaría con el pico cerrado en vez de ir haciendo favores tontos, pero ya no tenía remedio.
Tuvo que esperar un buen rato allí parado. Pulsó repetidas veces el botón de llamada, pero ninguno de los tres ascensores parecía dispuesto a dar señales de vida. Cuando ya iba a dejarlo por imposible, sonó una campanilla y una de las puertas se abrió. A Hintikka le recordó un tubo de pasta dentífrica tras ser apretado con saña: un chorro de gente salió de allí como a presión y se desparramó por el pasillo, aunque sin encontronazos ni caídas, como habría sido lo lógico. Inmediatamente fue reemplazado por otra considerable masa humana, contradiciendo la ley de la impenetrabilidad de los cuerpos. La última usuaria del ascensor era una señora con pinta de mesa camilla, cuyas piernas surcadas de varices parecían un mapa de carreteras. Lo miró como preguntándose si iba a pasar de una vez o pensaba quedarse allí todo el día.
—Creo que será mejor tomar las escaleras —murmuró el militar.
Subió los peldaños con rapidez, de dos en dos, sin experimentar fatiga alguna; estaba en buena forma. A unos médicos que se cruzaron con él les llamó la atención su modo de moverse: pegado a la pared, ágil y silencioso, como un depredador en busca de presa. Era una absurda asociación de ideas, pero inconscientemente se arrimaron a la barandilla cuando pasó por su lado y experimentaron cierto alivio cuando se perdió de vista.
Daniel Hintikka llegó por fin a la cuarta planta y se detuvo, incómodo, examinando el panorama. Comprendía por qué a la sargento McKenna no le gustaba aquello y a él tampoco. Había demasiada gente, personas que pasaban a su espalda o junto a él, y no podía hacer nada para evitarlo. Sabía que no eran hostiles, que ninguna de ellas lo seguía con un arma oculta bajo la chaqueta, pero décadas de tender y sufrir emboscadas pasaban ahora factura. Además, tener una mano ocupada con aquella carpeta no contribuía a mantenerlo tranquilo.
Siguió por el pasillo que le había indicado Delilah y halló sin problemas la rotonda. De ella partían, como los brazos de una estrella de mar, varios corredores que coincidían con las diversas alas del edificio. Todos parecían idénticos, así que no tuvo más remedio que buscar entre la multitud de rótulos que cubrían las paredes.
Como muchos de sus colegas, Daniel Hintikka no sabía leer bien. Los mandos de las FEC recibían críticas periódicas de bienintencionados académicos acerca del analfabetismo funcional de los comandos y otras tropas de choque, al menos entre los niveles medios y bajos de la jerarquía. La justificación parecía sencilla: los soldados eran capaces de comprender los manuales de uso de las armas y podían redactar informes. Con eso bastaba. Desde luego, el estilo era esquemático, pero a cambio resultaba beneficioso, ya que impedía confusiones. De acuerdo, los soldados experimentaban cierta dificultad para hojear un periódico. En cuanto a leer un libro, se convertía en una auténtica tortura. Sin embargo, argüían, en una época en que la información era básicamente audiovisual y asistida por ordenador, una persona podía pasarse toda su vida sin tener que enfrentarse a la letra impresa, incluso quienes se dedicaban a las tareas más complejas. Además, concluían, un comando cuya principal misión era dar tumbos por planetas infames no se iba a presentar al premio Nobel de Literatura. Entre la tropa se tendía a ridiculizar las veleidades culturales, aunque las bromas sobre los finolis, en el fondo, eran un mecanismo de defensa de la autoestima.
Hintikka no tuvo muchos problemas con los letreros, ya que el interlingua era de uso obligado en algunos edificios oficiales y las flechitas indicadoras facilitaban las cosas. Los tablones de anuncios resultaban más difíciles; intentó descifrar un cartel con las reivindicaciones de un sindicato, pero tuvo que dejarlo. Las frases largas, con oraciones subordinadas, se le atragantaban y tenía que repasar varias veces despacio un párrafo para captar su significado. A ello se unía un léxico retorcido, pleno de tecnicismos y acrónimos.
Al final dio con la ventanilla de Admisiones de Neurología. La encargada lo miró con cara de susto, como si se tratara de un alienígena, y aceptó la carpeta sin preguntar siquiera qué encerraba. Ya libre de responsabilidades, Hintikka se encaminó pausadamente hacia la cantina, con tan sólo un par de leves sobresaltos cuando alguien le rozaba sin querer; afortunadamente, era capaz de detenerse una fracción de segundo antes de asestar el golpe. «Creo que no estoy hecho para una vida civil normal», se dijo, mientras componía un gesto de disculpa a un enfermero al que había estado a punto de romper la tráquea.
Tampoco podía dejar de pensar en el atentado. No le remordía la conciencia por lo sucedido; en una breve charla con sus superiores a través del intercom, lo habían exonerado de toda responsabilidad. Incluso habían salvado la vida a unos cuantos, al asustarlos con sus insultos por los altavoces del blindado. Más que nada lo embargaba una sensación de inutilidad mezclada con indignación. Como buen militar profesional, odiaba la violencia gratuita y la incompetencia, y hoy había tenido ración doble de ambas.
Estaba acostumbrado a matar y ver morir al personal no combatiente e indefenso, si es que tal cosa existía en Gad o en Nueva Hircania. Era una putada, lo admitía, pero las batallas se hacían así. Los fundacas defendían su tierra y las FEC debían arrebatársela. Él podía comprender una guerra en defensa propia, por dinero o por la adquisición de territorio, fuera justa o no. En cambio, poner una bomba en el mercado, sin discriminar objetivos, en nombre de la paz y la armonía, no podía entenderlo por más que lo intentara.
¿Y el papel de las FEC? De acuerdo, se agradecía estar en una balsa de aceite en vez de en Nueva Hircania. Sin embargo, su espíritu militar se rebelaba contra el despilfarro de mantener a tropas de élite dando vueltas y más vueltas por las calles, como un indeciso delante de una casa de putas. ¿Servía para algo? Si al menos les dieran unas instrucciones claras y les dejaran libertad de acción… Pero su labor se limitaba a ejercer de niñera de los oficiales republicanos, sin tener muy claro cómo se organizaba la cadena de mando. Si les permitieran a ellos planear una acción contra los terroristas… «Lo propusimos, pero nos dijeron que no era aconsejable. En fin, me alegro de no entender de política».
Antes de llegar a los ascensores, a los que no se pensaba subir, pasó frente a un gran ventanal de vidrio. Estaba razonablemente limpio salvo por unos cadáveres de moscas víctimas de hongos parásitos. La vista era excepcional y hasta un individuo tan poco contemplativo como él se detuvo a admirarla. Orm se sumergía en el ocaso, pronto a ocultarse tras la fila de colinas que orlaba la Gran Fosa, mientras Ari lo bañaba todo con su luz dorada y serena. La Gran Fosa era una colosal grieta de más de mil kilómetros de largo. Sus laderas escalonadas descendían hasta cinco kilómetros de profundidad, aunque la mitad estaba sumergida en un lago de negras aguas, calmas y misteriosas. Se contaban leyendas sobre monstruos de largos cuellos y agudos dientes que surgían del abismo en las noches de conjunción lunar. Los científicos hablaban de cardúmenes de peces y troncos a la deriva, pero nadie prestaba oídos a explicaciones tan prosaicas.
Las terrazas y los barrancos constituían el más espectacular santuario de la biota nativa de Baharna. Los árboles lanza, de casi doscientos metros de altura, movían imperceptiblemente sus afiladas hojas siguiendo el curso de los dos soles, tratando sin descanso de captar los fotones que les daban la vida. Los hongos margarita se hallaban en pleno frenesí reproductor. Nubes de esporas verdosas esbozaban volutas y franjas que se confundían con la neblina sobre el lago. Los volantones y las flámulas se deslizaban perezosamente por la quieta atmósfera, alimentándose de aeroplancton y procurando no caer entre las ramas de los mimosos, que se agazapaban en las grietas profundas.
«Joder, ¿en qué estaría pensando el arquitecto que colocó ahí esa masa de ladrillos?» Para contrariedad de Hintikka, un feo almacén le bloqueaba en parte la visión de la puesta de sol. Alzó la vista y comprobó que en un edificio anejo sobresalía una especie de balconada con mucha gente asomada y admirando el panorama. Aquello no debía de ser zona restringida, así que decidió echar un vistazo. Dudó, ya que los paseos ociosos eran algo ajeno a sus costumbres, pero se convenció de que debía empezar a moverse sin aprensión entre sus congéneres. «Esto me servirá de entrenamiento para cuando abandone la vida militar». Respiró hondo, hizo acopio de valor y echó a andar.
A veces el destino depende de una serie de actos irreflexivos, aparentemente banales e intrascendentes. Éste fue el primero.
★★★
El coronel Hintikka gozaba de un sentido de la orientación excelente. Tomó las escaleras hasta la planta baja y localizó un pasillo en la dirección adecuada, mientras observaba la heterogénea humanidad que bullía a su alrededor. Notó que las conversaciones versaban sobre el atentado y pudo escuchar cómo los detalles, al ir corriendo de boca en boca, crecían y se deformaban hasta hacerse irreconocibles. Por supuesto no sería él quien se parara a desmentirlos. También lo desazonaba el que todos callaran a su paso y prosiguieran con sus pláticas en cuanto se marchaba. Discutían sobre él, estaba seguro.
«A lo mejor es por la sangre que llevo en el uniforme; supongo que no querrán que transportemos heridos graves sin mancharnos». Se paró delante de una vidriera que hacía las veces de espejo y pulsó unos controles en su muñequera para probar distintas configuraciones de camuflaje, hasta dar con una (entorno desértico pedregoso de clase F) que disimulaba aceptablemente bien las huellas de la carnicería. Satisfecho, reanudó su camino, sin detenerse a comprobar la expresión perpleja que se le había quedado a quienes en ese momento pasaban por allí.
A pesar de los acontecimientos de la jornada, la vida seguía. Los servicios del gran hospital funcionaban normalmente y la gente se dedicaba a cuidar los cotidianos achaques. Hintikka nunca había visto tantas colas de pacientes esperando. Casi todos lucían caras de resignación, aunque con infinitos matices que iban desde la beatitud hasta la ironía. Los más previsores hacían calceta, resolvían crucigramas o leían libros y revistas. Le llamó la atención la ausencia de visores de videorrevistas o interfaces de ciberrol, pero Baharna no era un mundo con tecnología punta, ni el hospital Gloria del Ekumen una clínica de lujo.
Hintikka comprobó que otra de las historias que se contaban sobre la Seguridad Social era cierta, por absurda que pareciese. A pesar de la profusión de ordenadores en las oficinas y ventanillas, el principal empeño del personal administrativo era exigir montañas de papeles a los sufridos usuarios. Los formularios, volantes y avisos eran de lo más heterogéneo y sus colores variaban desde el ala de mosca hasta el rosa aguado. Las víctimas de la burocracia debían entregar papeles hasta para un análisis de sangre, además de soportar la inevitable cola. En ella, un niño de unos cuatro años lloraba desconsoladamente, gritando como un endemoniado: «¡Yo no quiero! ¡No quiero! ¡Buá!», mientras sus padres (o eso suponía, ya que en Baharna predominaban los matrimonios simples) lo agarraban de las manos. Algunos bebés lo miraban y se reían, creyendo que estaba jugando, y eso lo enfurecía aún más.
Antes de llegar al ansiado balcón, se dio cuenta de que éste se hallaba en el área de visitas de Infantil. Estuvo a punto de volverse, pero por pura cabezonería se negó a reconocer que le cohibía entrar allí. Además, sólo quería echar un vistazo a la Gran Fosa y regresar a la cantina.
Fue a parar a una gran sala de la cual partían diversos corredores de una forma que se antojaba poco lógica, como en todos los edificios oficiales a lo largo de la Historia. Su mente, adiestrada para analizar todo cuanto ocurría a su alrededor, no perdía detalle. Era una habilidad muy útil en condiciones de batalla, y aunque no hubiera sido diseñada para tal fin, resultaba ideal a la hora de cotillear. Como una esponja, su cerebro recogía todos los pormenores, captados como pinceladas de un cuadro impresionista. Unos eran molestos; otros, simplemente curiosos o pintorescos.
Por la megafonía requerían la presencia de la familia de determinada paciente. La llamada se repitió una y otra vez durante todo el tiempo que Hintikka estuvo allí, poniéndolo un poco nervioso. Nadie acudió.
El coronel se detuvo para dejar pasar una camilla con una niña de unos nueve años, muy pálida y exánime. Llevaba la cabeza rapada, y por encima de la frente habían trazado unas líneas y puntos con rotulador azul oscuro. La camilla desapareció por una puerta, y detrás quedó un médico que daba explicaciones a una pareja. La mujer parecía de clase acomodada y exhibía numerosas joyas en sus manos, tal vez obtenidas gracias al estraperlo. El maquillaje facial era denso, pero empezaba a cuartearse. Debía de llevar muchas horas en el hospital, sin tiempo de recomponerlo. Su expresión recordaba la de un zombi, entre alelada e incrédula, como si fuera incapaz de aceptar la realidad, que eso le estuviera pasando a ella. Más pinceladas.
Buscando un atajo, Hintikka se metió en el área de visitas de Neonatología. Era un lugar curioso, que le recordó de inmediato a un acuario, acrecentado por el estilo cuasiorgánico de los pasillos. Los bebés se hallaban dentro de unas urnas de plástico transparente, mientras que los adultos los contemplaban desde un pasillo acristalado. Entre las incubadoras las enfermeras manejaban a los críos con soltura, como si se tratara de fardos pero sin causarles el menor daño. Contrastaban con los padres primerizos, embutidos en batas verdes desechables, que sostenían a sus retoños como si éstos se les fueran a quebrar al más mínimo meneo.
Hintikka caminaba sin detenerse, aunque nada escapaba a su escrutinio. Sorteó a los grupos de ociosos que se dedicaban a comentar el estado de los críos como si aquello fuera una exposición canina, con los inevitables «qué lástima» que tanto enojaban a los padres. «Vaya una manera de pasar el rato», pensó, aunque tampoco podía dejar de observar disimuladamente. Todo era nuevo para él.
Fue llegando a la zona donde estaban los prematuros, unas cosas pequeñas con cabezas desproporcionadamente grandes y ojos cerrados. Daban una enorme sensación de fragilidad, sobre todo los que yacían inertes, con respiradores artificiales, sondas y tubos que bombeaban sangre o plasma. Las expresiones de los adultos, que los contemplaban desde el pasillo, cubrían infinitas variantes de miedo, dolor, esperanza, aburrimiento, derrota o alegría.
Por fin llegó al balcón, justo a tiempo para gozar de uno de los espectáculos más hermosos de todo Baharna, el atardecer en la Gran Fosa. Mientras, sus moradores cumplían con sus inalterables ciclos. Los pájaros vela descendían a los posaderos, entonando sus cantos de reunión, un ulular fúnebre pero cautivador. Los árboles lanza comenzaron a replegarse para dormir, mientras que los cazadores de la noche abrían sus ramas rezumantes de veneno para recibir a sus presas. La luz de algunos fogariles madrugadores, aún trémula, se adivinaba entre la bruma, como fuegos fatuos.
Daniel Hintikka se apoyó en la barandilla, en apariencia relajado, aunque con sus sentidos alerta por si alguien se acercaba con ánimo de empujarle. Era difícil dejar a un lado los viejos instintos. Sus pensamientos saltaban del paisaje a lo que tenía detrás y de ahí a su futuro inmediato. No estaba acostumbrado a calentarse tanto la cabeza, pero veía que estaba llegando a un punto de su vida en que muchas cosas iban a cambiar. Era realista, y sabía que no estaba preparado para ello.
Aunque pareciera una tontería, se sentía orgulloso de sí mismo por haber sido capaz de atravesar un edificio repleto de gente sin provocar ningún accidente. Era una pequeña victoria, un signo de que tal vez fuera capaz de adaptarse a la vida civil. Sin embargo, la visión de los niños lo había dejado perplejo. En ese aspecto Baharna era un mundo atípico. En los sistemas más avanzados, como Viejo Sol o Centauri, el nivel alcanzado por la Medicina era tal que resultaba difícil tropezarse con algún enfermo, ni siquiera en un hospital. Las máquinas regeneradoras, controladas por competentes ordenadores, eran capaces de arreglar las dolencias más inverosímiles, o restaurar órganos dañados. Además, la actitud de la gente era de mirar hacia otro lado cuando se hallaban ante una situación desagradable, como la enfermedad, el dolor, la vejez o la muerte. Por las calles sólo se exhibían críos sonrosados, adultos sanos, gente feliz. Los contribuyentes pagaban sus impuestos para que el Gobierno mantuviera fuera de circulación todo aquello susceptible de causar alarma social o turbar las conciencias. Siempre que uno no se metiera en un barrio industrial o en una zona deprimida, claro.
En otros lugares, como Nueva Hircania, los recién nacidos más débiles eran sacrificados o se les dejaba morir. Sólo los fuertes sobrevivían, al menos hasta que los comandos acababan con ellos. Con sólo cuatro años y un cuchillo, aquellos enanos podían convertirse en un verdadero incordio. Hintikka también recordaba los campos de refugiados shaddaítas en el planeta Gad. Allí los críos caían como chinches por culpa de la desnutrición y las incursiones de los milicianos locales con ganas de jarana. «En fin, la vida es así. Tu destino depende del lugar donde naces, más que de tu valía. Eso nos hace convertirnos en ciudadanos respetables, salvajes, soldados o pobres pelagatos. Me pregunto que habría pasado si mamá… Bah, al diablo».
Muy a su pesar, abandonó el balcón. Aunque en aquella época del año atardecía temprano, aún no hacía frío, y la suave brisa resultaba agradable. Volvió a internarse en el pasillo, y descubrió que muchos adultos no se habían movido de donde estaban un rato antes. «Deben de pasar las horas muertas con la frente apoyada en el cristal, viendo a sus críos; las pobres ventanas están llenas de seborrea. ¿Qué los impulsará a seguir ahí?» Desde luego, él era incapaz de adivinarlo. Los soldados corporativos tenían que someterse a una operación de esterilización antes de entrar en servicio, que luego sería revertida cuando se licenciaran. Con ello se evitaban muchas preocupaciones y era difícil que se echara raíces o se le tomara demasiado cariño a un sitio. La camaradería entre compañeros salía fortalecida. Como consecuencia, Hintikka sólo tuvo que tratar con niños en Nueva Hircania y sus relaciones con ellos consistieron en evitar que se acercasen a menos de diez metros.
En ese momento, una fila de lucecitas comenzó a parpadear en una de las incubadoras. El bebé se movía espasmódicamente mientras su cara adoptaba un sutil tono azulado. Una mujer golpeó el cristal, tratando de atraer la atención de las enfermeras. Éstas acudieron enseguida, acompañadas de un médico. Examinaron al crío y corrieron una cortinilla, para aislarse del público. La mujer en el pasillo quedó desconcertada unos momentos y seguidamente salió corriendo de allí. «Uno menos», se dijo Hintikka. En la Vieja Tierra seguramente no tendrían ningún problema para salvar al pequeñajo, pero con unos medios tan primitivos como los de Baharna… En cualquier caso, no era su problema. Se dispuso a reunirse con sus compañeros en el bar, pero decidió volver por otro lugar, dando un pequeño rodeo. Quería seguir probándose a sí mismo, transitando entre aquella muchedumbre.
Pasó a través de una serie de puertas con aspecto de esfínteres y llegó a una sala de espera vacía, cosa rara. De ella partía otro pasillo, en el que se podía percibir un gran bullicio. Debía de ser, sin duda, el área donde estaban los niños mayorcitos. Los menos graves deambulaban en pijama por el pasillo, bajo la mirada atenta de sus parientes; el resto se hallaba en los típicos cubículos acristalados. El principal pasatiempo de los críos parecía ser corretear sin sentido de un sitio a otro, o bien aporrear juguetes que hacían un ruido espantoso. «Si soy capaz de pasar por ahí controlando mis nervios, ya nada me será imposible. No debe de ser muy difícil; el terreno está libre de enemigos, recuérdalo».
Hizo acopio de valor, mientras se preguntaba por enésima vez por qué demonios estaba allí en vez de largarse derechito a la cantina, y avanzó. Los pequeños, como los adultos, se quedaban un poco parados al verlo, pero enseguida reanudaban sus juegos, saltando junto a él e incluso metiéndose literalmente bajo sus piernas. Necesitó de todo su autocontrol para no cometer un disparate cada vez que agitaban un sonajero a su lado. Trató de relajarse y pensar en otra cosa.
Le llamaron la atención las diferencias entre comuneros y draquis. Los primeros eran más sobrios en el vestir y en sus actitudes. Incluso sus niños chillaban menos. Los adultos miraban por encima del hombro a los draquis y hacían comentarios poco halagüeños sobre su incultura y sus bárbaras costumbres. Sin embargo, no había roces ni discusiones entre ellos. Ambas comunidades aparentaban ignorarse.
Por su parte los draquis eran más ruidosos y bullangueros. Abundaban las familias extensas y sus miembros se ataviaban con ropas de vivos colores, especialmente las mujeres. A los niños también se les dejaba mayor libertad y se movían sin trabas por los pasillos, incordiando a todo el mundo. Hintikka fue sumando, y concluyó que los draquis eran más prolíficos. «Es un buen mecanismo para recuperar su población de los desastres de la guerra. Me pregunto cómo serían antes, cuando ejercían de amos del planeta».
Unos metros más adelante una jovencita draqui, vestida con una blusa blanca con encajes y una falda larga azul con ribetes dorados, parecía indecisa. Tenía una vieja cámara de soporte magnético en la mano y buscaba a alguien que quisiera retratarla con la familia, a ser posible antes de que dieran de alta al niño. Por desgracia, quienes la rodeaban eran comuneros y ni siquiera se dignaban mirarla. Entonces se apercibió de la presencia de un soldado que venía hacia allá. «Vaya, un extranjero. A lo mejor…» Se acercó a él y le obsequió con su mejor sonrisa:
—Perdone, señor, ¿le importaría sacarnos una foto?
Hintikka vio venir a la chica con un objeto extraño en la mano. En un milisegundo, su mente entró en modo de combate. Su sistema endocrino vertió en la sangre varias hormonas alteradas y las neuronas comenzaron a trabajar a una velocidad mucho mayor que la normal, consumiendo glucosa a raudales. A su alrededor todo pareció ir más lento, como una película vista fotograma a fotograma.
«Sujeto aproximándose / sostiene objeto posiblemente bomba / atacar o huir / analizar vías de escape / ventanas adecuadas aunque la distancia al suelo es grande / calma / a lo mejor sólo quiere lo que me ha pedido».
Se relajó, poniendo su mente en modo normal. La muchacha no se dio cuenta de nada de aquello y sin perder su encantadora sonrisa le tendió aquel chisme primitivo. Hintikka lo aceptó con precaución. Lo examinó. Desde luego, parecía una cámara fotográfica, y de las baratas.
—Eh… De acuerdo, señorita.
—¿Sabe cómo funciona? —preguntó ella—. Es muy sencillo; hasta un comunero podría manejarla. Sólo tiene que mirar y apretar el botón verde.
La joven se reunió con su familia y todos trataron de arreglarse un poco para salir guapos. La chica recogió su negro cabello en el pañuelo que le cubría la cabeza, dejando un par de bucles fuera, que le daban un aire travieso. Acto seguido, todos adoptaron la típica sonrisa forzada que se suele lucir en las poses.
Hintikka, aunque ellos no se dieran cuenta, vacilaba. «Tal vez estalle al apretar el botón. Si la moza es un comando suicida, desde luego que disimula bien. ¡Maldita sea! ¿Y si en verdad se trata de una familia que quiere tener un recuerdo de su estancia en el hospital? No puedo seguir así; dentro de pocos meses dejaré de ser un militar y no puedo estar viendo fantasmas por todas partes». De este modo, aunque todo el entrenamiento recibido y su propia experiencia se rebelaban, y cada uno de sus sistemas de alarma protestaba quejumbroso, pulsó el botón.
Nada sucedió, salvo un leve chasquido en la máquina. Respiró hondo. Los draquis, complacidos, le pidieron que les sacara otra foto y él accedió, más tranquilo. Nadie se había percatado de su lucha interior. «¿Ves? No ha ocurrido ninguna catástrofe». Miró por el visor, tratando de lograr un buen encuadre. A pesar del gran angular, era difícil retratar a tanta gente a tan poca distancia. «Hay siete hombres, once mujeres y ocho críos, sin contar al enano que tiene en brazos aquella matrona. Pobre, parece un repollo blanco, con tanta puntilla y esos volantes en el vestido. Un momento, ¿qué está haciendo?»
—Señora —anunció Hintikka, sin bajar la cámara—, no quisiera parecer aguafiestas, pero se le está meando su niño.
Todas las cabezas se giraron, al tiempo que de la garganta femenina brotaba un alarido increíblemente agudo. Hintikka disparó justo en ese instante.
—Pero ¿ha tenido el valor de sacarnos con esta pinta? ¡Será cabrón…! —dijo la señora, mientras trataba de limpiarse la falda y miraba al militar con cara de indignación; Hintikka compuso una cordial sonrisa—. Y tú, inútil —añadió, dirigiéndose a una joven—, podías haberle puesto unos pañales, en vez de dejarle el pito al aire… ¡Mira, una falda nueva!
—Angelito, el pobre no lo habrá hecho aposta…
Los demás familiares se desternillaban de risa, inundando el pasillo con sus voces alegres. Hintikka devolvió la cámara y a cambio le ofrecieron echar un trago en una bota de vino. Dudó un instante, pero en el hipotético caso de que intentaran acabar con él, sus glándulas disponían de un vasto arsenal de contravenenos. Se decía que las células de un comando estaban tan modificadas, que podía respirar cianuro sin que sus mitocondrias se declararan en huelga. Probó el vino; estaba bueno, aunque algo caliente para su gusto. Dio las gracias y se despidió de aquel bullanguero grupo, sintiéndose extrañamente feliz, como si hubiera aprobado un examen.
Estaba a punto de abandonar aquella parte del hospital cuando se fijó en una de sus últimas ocupantes, al otro lado de una mampara de cristal. Era una niña draqui de unos diez años estándar, cuyo cabello largo y lacio, negro brillante, contrastaba con su cara, pálida como el yeso. Estaba sola en su cubículo y parecía hallarse en dificultades. Sufría un violento ataque de tos, y aparentemente no acudían a auxiliarla. «¿Es que no hay nadie por aquí?» Echó un vistazo por el cristal. Las habitaciones vecinas estaban ocupadas por niños comuneros y sus familiares no iban a inmiscuirse en problemas ajenos a su etnia. Los médicos también eran comuneros, por cierto. Y la cría tenía cada vez peor aspecto.
Hintikka no se lo pensó dos veces, y se dejó arrastrar por un impulso. Puestos ya a arrojar por la borda la sensatez, ¿qué más daba? Entró en la zona reservada para el personal hospitalario. Se cruzó con muchos individuos con batas de colores abigarrados, los cuales probablemente obedecían a algún retorcido precepto religioso, pero muy pocos de ellos atendían a los pacientes draquis. El coronel agarró del brazo al primero que pilló y lo arrastró consigo hasta donde estaba la niña. El pobre enfermero, ocupado en contarle su profunda vida interior a una compañera con fines erótico-festivos, no tuvo tiempo de reaccionar. Su captor lo hizo detenerse ante la cama, donde la cría tosía de forma que parecía estar a punto de echar las tripas por la boca.
—Cumpla con su obligación.
Algo en aquel tono de voz le dijo al enfermero que era mejor no rechistar y obedecer. Tomó un pulverizador de un estante y se lo aplicó en la nariz a la pequeña, que poco a poco se fue calmando. Estudió los indicadores del gotero y ajustó unos controles. En ese momento, alertado por el incidente, acudió un médico veterano, acompañado de otro en periodo de prácticas, que le seguía como un satélite. El médico se acercó a Hintikka, lo miró de arriba abajo y le preguntó entre severo y condescendiente:
—¿Qué pasaría si yo le dijera que está usted invadiendo una zona no autorizada?
—Ya sé que no es correcto, pero alguien debe velar por la salud de los pacientes cuando los responsables no están en su sitio. Si ustedes fueran soldados, los habría mandado fusilar por abandono del puesto —respondió pausadamente Hintikka, sin bajar la vista.
El médico se quedó cortado y boquiabierto, incapaz de reaccionar frente a aquel atentado a su autoridad. Su ayudante, tratando de quedar bien, replicó:
—¿Quién se ha creído que es usted para insultar al doctor…?
—Miren, soy el general Archibald Olsen —mintió como un bellaco—, encargado de supervisar cómo se utiliza el material médico cedido por el CSC a este centro. He observado una cierta dejadez en este departamento y un tratamiento desigual para los pacientes. El hecho de haber nacido draqui no convierte a esta niña en ciudadana de segunda. Quizá debiéramos revisar nuestra política de ayudas, ¿no creen?
Sus interlocutores se habían quedado mudos, o mejor dicho asustados. Hintikka decidió que ya estaba bien de divertirse; era hora de emigrar antes de que alguien hiciera una llamada al cónsul corporativo y se descubriera el pastel. Tratando de permanecer serio, saludó a lo militar y se marchó. Al salir al pasillo, vio que la niña, ya más tranquila, lo miraba arrobada, como si se tratara de un héroe. Sorprendido, la saludó con la mano. Ella sonrió y le devolvió el gesto. Hintikka abandonó la zona infantil a toda prisa, antes de provocar otro percance.
Al pasar junto a los ascensores, se cruzó con una camilla llevada por un par de enfermeros. Reconoció al crío que iba en ella, una de las víctimas del atentado. Tenía las manos vendadas y en alto, como ramas secas de un árbol muerto. «¿Tendrán en Baharna el instrumental necesario para regenerarle los miembros perdidos? Lo dudo; ni siquiera disponen de camillas agrav». Se fue de allí sin mirar atrás, dejando a su espalda los «qué lástima» de rigor.
De camino, volvió a pasar junto a la cola del servicio de extracción sanguínea. El niño de antes abandonaba ya la fila, llorando a moco tendido. Apretaba una tirita sobre el pinchazo, mientras gritaba: «¡Yo no quería! ¡No quería! ¡Buá!», para regocijo de los presentes.
Un minuto después llegó a la cantina y localizó a su grupo. El local estaba abarrotado de familiares de pacientes, personal de servicios e individuos con batas. Entre éstos resultaba fácil reconocer a los médicos en prácticas: todos llevaban un estetoscopio colgado del cuello, aunque tan arcaico utensilio no fuera utilizado. De ese modo, evitaban ser confundidos con simples enfermeros. El murmullo de las voces provenía de todos lados, llenando el ambiente como una densa radiación de fondo. El entrechocar de platos y tazas, junto al arrastrar de sillas, era lo único capaz de prevalecer sobre aquel runrún. El aire estaba impregnado de los más diversos olores, especialmente de café, té, hojas de calia, tabaco y marihuana, aunque el apetitoso tufillo de las frituras tendía a disimularlos. Las paredes, con suaves ondulaciones que mostraban todos los matices del rosa y el amarillo, parecían cubiertas de una pátina grasienta. Uno se podía figurar que se hallaba dentro del estómago de un monstruo gigantesco.
Hintikka se apropió de una silla libre y se reunió con sus compañeros.
—¿Dónde coño te habías metido, jefe? —le preguntó Sven Lerroux—. Ya pensábamos en ir a buscarte.
—Hipócritas; estáis demasiado ocupados en liquidar las existencias de cerveza. Por cierto, ¿dónde hay que pedirla?
—Lo más práctico es comprar una tarjeta en la barra. Con ella podrás sacar diez latas en el expendedor —dijo Larry—. Si me das la pasta te pediré una. Iba a acercarme de todos modos; he agotado mi cupo y necesito repostar.
—No me extraña. Se necesita mucho para llenar tu depósito —repuso Amanda, mientras el gigante se incorporaba—. Míralo, va derechito al meódromo. Con razón tenía tantas ganas de levantarse… Por cierto Daniel, en verdad has tardado. ¿Te metiste por error en un quirófano, y los estudiantes de Medicina aprovecharon para operarte de apendicitis?
—Me lo tomé con calma. Lo hice por vosotros, para daros tiempo a emborracharos.
—Ojalá pudiéramos. Cuando nos pusieron las prótesis contravenenos en el hígado, nos condenaron a la sobriedad perpetua. Menuda putada.
—¿Qué le vamos a hacer? Joder, me está entrando hambre; huele que alimenta.
—Seguro que se come mejor que en el cuartel —dijo Sven.
—Pues tendremos que aguantarnos y regresar. Además, yo deberé dictarle al ordenador de intendencia un informe que sólo servirá para ocupar espacio en la memoria. Tomemos la última ronda y larguémonos. Aquí ya no pintamos nada.
Aguardaron en silencio el regreso de Larry con las bebidas. Un observador ocasional sólo habría percibido a un grupo de militares aburridos en torno a una mesa, dormitando en aquella atmósfera repleta de humo. Sin embargo estaban sentados de forma que no había ángulos muertos en su visión. Podían incorporarse y saltar en un momento dado sin impedimentos.
—Vosotros al menos tenéis suerte —comentó Hintikka, después de obsequiarse con un generoso trago de cerveza fría—. Unos días más y os marcharéis de este cutre planeta. En cambio, a Sven y a mí nos queda aún un largo periodo de dar tumbos, como hasta ahora.
—Casi harán que añore Nueva Hircania —dijo Sven—. Al menos, nuestra labor allí tenía su fundamento.
—A tomar por culo —repuso Amanda—. Ya tenía ganas de abandonar esta vida, puteada noche y día.
Se hizo un incómodo silencio. Nadie deseaba hablar sobre lo que harían después. Tampoco se dijo nada al estilo de: «escribidnos dentro de unos meses para que sepamos cómo os va». Nunca se hacía. Las amistades entre los soldados no solían ser eternas, precisamente. Volvieron a charlar de trivialidades y brindaron con la última lata de cerveza por los buenos viejos tiempos. Cuando abandonaron la cantina, nadie los echó en falta.