11

Aquella mañana, la luz de los soles arrancaba reflejos de oro y carmesí en los herrajes de los soldados. Las tropas componían una gallarda estampa, formadas en bien ordenadas filas, como desafiando a la muerte que ansiaba acogerlas en su seno antes de que acabara el día […].

El general Vsjliepnúlix avanzó con paso calmo desde su tienda hacia la cima del pequeño altozano donde le esperaban los soldados. Su mera presencia, a modo de ejemplo edificante, transmitía serenidad a los hombres, dispuestos a sacrificarse por él […].

Vsjliepnúlix miró a su alrededor con límpidos ojos, el ceño adusto, el porte marcial y, sin embargo, no exento de profunda humanidad. Su voz de broncíneos acordes era, a la vez, sedante como un bálsamo y estimulante como un tónico cuando arengó a las tropas:

—¡Compañeros! Hoy, frente al enemigo, el Destino juzgará si fuimos hombres o cobardes. Confío en vosotros para que nuestro pabellón quede bien alto. Demostraremos al enemigo que frente a nuestra disciplina, valor y la razón que nos asiste, de nada valen sus añagazas ni su poderío militar. Aunque fueran cien veces más, estoy seguro de que lucharíais noblemente y los derrotaríais. ¡Adelante, pues, sin miedo! ¡¡Muerte o victoria!!

Un clamor brotó de todas las gargantas y, como una maquinaria de precisión, todos los hombres avanzaron hacia las posiciones del enemigo, dispuestos a ofrendar su vida por lo que creían justo […].

FUENTE: Halagátrix, X. (4588ee). «Hazañas bélicas del Ejército Republicano». Ed. Destino. Akrotiri, Baharna.

★★★

La única razón de que un grupo tan variopinto siguiera al general Vsjliepnúlix era la promesa de un botín fácil […]. Los villorrios a los que atacábamos estaban pobremente defendidos por algunas milicias con más miedo que otra cosa. Bueno, tampoco es que nosotros nos consideráramos una maravilla, pero al menos les ganábamos en número e íbamos armados […].

Aquella mañana, Vsjliepnúlix nos reunió a todos no sin cierto esfuerzo, ya que aún nos duraba la resaca producto del vino incautado en el último saqueo. El general tampoco iba muy fino, ya que estuvo a punto de torcerse un tobillo mientras se encaramaba vacilante a la caja de latas de conserva desde donde nos habló. Señaló al fondo del valle y gritó:

—¡Maricón el último!

Chillando como posesos bajamos (o algunos rodaron) hasta el pueblo, disparamos, quemamos, saqueamos, violamos […].

Ay, qué tiempos aquéllos.

FUENTE: Trúdnix, A. (4590ee). «Yo estuve allí. Las guerras civiles contadas por sus protagonistas». Ed. Alternativa. Akrotiri, Baharna.

★★★

Ante sus ojos, las páginas de un libro. Sobreimpresa en el visor, la traducción al interlingua. Directos a sus neuronas, los comentarios del ordenador, que el cerebro interpretaba como sonidos. De repente, unos golpes y un parpadeo en la imagen.

—Creo que están llamando a la puerta, Daniel.

—Me temo que sé quién es. Luego seguimos, Jonathan.

—Que no te pase nada, Daniel. Si me disculpas el atrevimiento, te ofreceré un consejo. Tu febril apetencia por la lectura no debería hacerte descuidar el cultivo de las relaciones humanas.

—Gracias, mamá.

—¿Detecto un cierto sarcasmo?

Daniel se quitó el casco y lo dejó junto con el libro en la mesilla de noche. A su lado Verena estaba sentada en la cama y lo miraba con expresión un tanto enfurruñada.

—Hola. Estoy aquí. ¿Te acuerdas de mí, querido?

Daniel sonrió y trató de sonar conciliador.

—Perdona, pero es que empiezo a leer y se me va el santo al cielo.

—El santo y como te descuides, servidora. Para el caso que me haces últimamente…

—Mujer, yo… No será para tanto.

Verena suspiró.

—Ay, no sé por qué te aguanto. Debe de ser la edad o la atmósfera del planeta. Cómo degenera una… Dejo la alegre vida cuartelera, las juergas con los colegas y me vengo a vivir con un tío que encuentra a los libros más estimulantes que mi compañía. Tú sí que sabes halagar a una chica, Daniel.

Él miró de reojo al casco y luego a Verena, sintiéndose miserable.

—Compréndelo, mujer. Esto es como si un paralítico de repente pudiera levantarse de un brinco y ponerse a bailar un zapateado. Mira, ¿sabes que la expresión quijotesco viene del personaje de la novela que estoy leyendo? Es un loco que se empeña en arreglar el mundo, pero…

La voz de Daniel se fue extinguiendo al comprobar la mirada que le echaba Verena.

—No, si encima el tonto de los cojones hace propaganda…

—Si no lo has probado, ¿cómo sabes que no te va a gustar? Los libros te abren nuevas perspectivas, nuevos…

—Y hacen que quienes no leemos nos sintamos idiotas —lo cortó—. Pues disculpa si no entro en tu club, pero no pienso cambiar de forma de ser a estas alturas —se metió entre las sábanas y le dio la espalda—. Insoportable.

Daniel se arrimó a ella y empezó a masajearle los hombros. Poco a poco las manos fueron ampliando su recorrido, pero ella no respondió.

—Anda, Verena, no te enfades.

—No es necesario que me des un achuchón para reconciliarte, o por cumplir. Me recuerdas aquel dicho de: «¿Te casaste? Pues a follar sin ganas». Lo que estás deseando es volver a ponerte ese casco, porque a mí ya me tienes demasiado vista. Lo comprendo, así que no trates de arreglarlo, que es peor. Aburrirse es humano.

Daniel guardó silencio unos minutos, meditando hasta llegar a una inevitable conclusión.

—Escúchame Verena. Yo tampoco sé lo que veo en ti. En vez de estar cortejando vírgenes draquis, que bien buenas que están, como sería mi obligación, comparto casa y cama con una vieja gruñona. Demencia senil, seguramente. Pero quiero que te quedes conmigo incluso después de la jubilación y que echemos raíces juntos. No me gustaría, pero si tengo que elegir entre los libros y tú, optaré por lo más ilógico y devolveré el casco al cónsul. Y ya está. Ya lo he dicho. Hala.

Verena se dio la vuelta y lo miró a los ojos.

—Caramba, coronel, eso es lo más parecido a una declaración de amor con que me he tropezado hasta la fecha. ¿La has copiado de tus libros? La monogamia ya no se lleva —él se encogió de hombros—. Bueno, a lo mejor hasta hablas en serio. En la Corrala tienes carne fresca para elegir, así que igual te gusta la mojama —sonrió—. Me lo pensaré. Ah y no hace falta que dejes el casco. Estoy segura de que lo esconderías y leerías en el retrete, cuando yo no te viera.

—Te dedicaré más tiempo, palabra de honor.

—Así se habla, semental mío.

★★★

Verena entraba más tarde al trabajo, así que pensó en darse una vuelta para visitar a Dama Ívix. Antes de salir, reparó en que Daniel se había dejado el casco en la mesilla. Le dio la impresión de que el aparato le devolvía la mirada.

Mientras ordenaba sus cosas, era consciente de la presencia del dichoso casco. Aunque fingía ignorarlo sabía que estaba allí. Era un trasto inútil que nunca se le ocurriría usar. Pero allí seguía.

Abrió la puerta, pero se quedó parada en el umbral. Se dio la vuelta, la cerró, soltó un taco y se caló el casco.

Al principio no notó nada. Luego, una voz amable resonó en su cráneo.

—Caramba, Daniel, qué raro te veo hoy.

La respuesta fue automática.

—El coronel Hintikka no se encuentra aquí. Teniente Verena Gray, número personal…

—No es necesario que me lo diga. Daniel me ha hablado mucho de usted. O de ti, si me permites el tuteo. Llámame Jonathan.

—Mucho gusto, Jonathan —respondió Verena, con la sensación de estar cometiendo una tontería.

—El gusto es mío. ¿Qué, te convenció al fin Daniel de que te aficionaras a la lectura? La verdad, se siente un poco solo sin tener a nadie con quien compartir el vicio.

—Pobrecillo, qué lástima. Pero no, gracias. Me limitaba a curiosear. Ya soy demasiado crecidita para cambiar de hábitos. Además, leer es una forma de asimilar información un tanto arcaica si se la compara con los mundos virtuales de la Red y los holos. Me temo que Daniel tendrá que seguir practicando el vicio solitario.

—¿Seguro que no quieres probar? —Jonathan sonaba zalamero.

—Lamento el tiempo que te hago perder, pero mi respuesta es tajante: no. Nunca he usado un libro para otra cosa que encender fuego; ni ganas de leerlo, por mucha labia que tengas.

—Bien, vayamos por partes…

★★★

Daniel llegaba al edificio de la Biblioteca cuando se abrió la puerta y salió Verena, con cara de malas pulgas y un libro bajo el brazo. Daniel intentó asimilarlo. Fue a abrir la boca, pero ella no le dio tiempo. Le apuntó con el dedo y dijo:

—Una sola palabra, una sola, sobre esto, o cualquier observación, broma, comentario, sentencia o ironía al respecto, y te capo. Y esta noche uso yo el casco. Así tendrás una excusa para no cumplir como varón.

Verena se fue a paso vivo, aferrando su ejemplar de La dama de las camelias. Daniel se rascó la cabeza y luego, riendo por lo bajo, entró en la Biblioteca.

★★★

—Hola, jefe, ¿cómo os va?

—Seguimos con nuestra vida bucólica y pastoril, Timi. Verena ya ha vuelto a dirigirme la palabra y ahora intenta acabar El conde de Montecristo. Le ha dado por el folletín, qué le vamos a hacer. El ordenador también la convenció de las bondades de la ópera y se sabe La Traviata de memoria.

—¿Ópera?

—Sí, una cosa a gritos en la que el tenor intenta cepillarse a la soprano, pero el barítono no les deja. No acaba de gustarme, pero creo que Verena se emociona con ella.

—Je… Mira que la conozco años, y al final esa pose de dura va a ser sólo una fachada…

—No se te ocurra mencionar que es de lágrima fácil, o es capaz de arrancarte la cabeza. Hablando de otra cosa, ¿qué has pedido tú?

En ese momento Brandano Hístrix regresó al mostrador y dejó sobre él un libro bien recio.

—Tratados de Historia de la vida cotidiana en la Antigüedad. Las enciclopedias de la Red son muy espectaculares, pero fallan en los pequeños detalles. Te parecerá una chorrada, pero trato de recopilar información para ambientar el restaurante que pienso montar en mi tierra, cuando me retire.

—Ah, sí. Por cierto, estuve consultando datos actualizados sobre Ulea, y eso que nos contabas sobre que tiene el mayor palmeral de Europa, o acerca del caudal del río Segura, es un tanto, digamos, exagerado. ¿Me equivoco?

—Podrían tener una biblioteca menos documentada, coño —murmuró Timi.

—No se puede contentar a todos, qué le vamos a hacer —terció Hístrix—. Hasta hace unos meses habría bastado una más pequeña, pero cada vez acude un número mayor de soldados con las más extrañas peticiones.

—Quién lo iba a pensar… —dijo Daniel—. ¿Por qué les habrá dado por ahí?

—¿Saben lo que es el chucrut? —preguntó Hístrix; ambos militares lo miraron con cara de absoluta incomprensión—. Yo tampoco tenía idea, pero encontré una cita en una vieja novela, Tras la Línea Imaginaria, escrita a dúo por un par de excelentes literatos. En los tiempos antiguos, los viajes de exploración podían durar meses y la dieta de los marinos era muy deficiente. Solían padecer una desagradable enfermedad, el escorbuto.

—Ah, sí, falta de vitamina C —señaló Timi.

—Uno de los exploradores más famosos, Cook —prosiguió Hístrix—, intentó obligar a sus hombres a comer chucrut, una inmundicia elaborada a partir de col fermentada, repleta de vitaminas pero con una pinta asquerosa. Los marineros se negaron, cosa lógica. Entonces Cook y sus oficiales optaron por un enfoque distinto. Tomaron el chucrut a escondidas, como si fuera un manjar secreto, y eso excitó la curiosidad de los marineros. Si los oficiales lo comían tenía que ser algo excelente. Y Cook se salió con la suya. Me temo que su caso es similar, coronel.

—Ya, pero yo no pretendo ser un modelo a seguir, ni obligar a nadie a leer.

—Por eso leen, amigo mío —sentenció Hístrix, y Daniel se encogió de hombros—. Al menos, han contribuido ustedes a que se anime el cotarro, aunque a algunos les desagrade ver a tanto extranjero por aquí —señaló disimuladamente a un estudiante que iba a entrar en la Biblioteca, pero que al darse cuenta de que estaban allí vaciló un momento y se fue.

—Sí, supongo que se enojan cuando les quitamos argumentos para insultarnos. Ahora ya no pueden tildarnos de burros tan alegremente —dijo Daniel—. Además, la cultura es de todos, qué carajo.

—Eso mismo opino yo —concluyó Hístrix—. Bueno, coronel, ¿qué va a llevarse? ¿Otra de Galdós, o probará con Tólstoi?

—No sólo de novela realista vive el hombre. De vez en cuando hay que desengrasar. En los ficheros he visto un par de tratados sobre incompetencia militar y me ha picado la curiosidad.

—¿Incompetencia? —Hístrix sonrió—. ¿No sería mejor algo más constructivo, como estrategia, táctica o esas cosas?

—Se aprende más de las meteduras de pata —repuso Timi—. De todos modos, es triste pensar en la cantidad de colegas muertos por las patochadas de oficiales y políticos. Qué desperdicio de recursos humanos —se animó—. En la Academia de Cartagena tuvimos a un capitán, al que apodábamos Manolo el Multimedia, que se empeñaba en mostrarnos, con pelos y señales, los aspectos más desagradables o chocantes del oficio, y aún no se me han olvidado, a pesar de los años. De los casos de incompetencia, uno de los más graciosos era el de los uniformes. Algunos parecían diseñados para matar a los soldados con mayor eficacia que el propio enemigo. Los ingleses, por ejemplo. En plenos bosques de… ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Canadá, llevaban unas chaquetas y collarines que les obligaban a ir más tiesos que si les hubiesen metido un palo por el culo, y encima con un gorro que exhibía una preciosa escarapela de latón brillante. A los francotiradores franceses, bien camuflados y con ropa cómoda, les bastaba con apuntar un palmo más abajo, y listo.

—Al menos, los uniformes les servirían de mortaja.

—Y que lo digas, Daniel: unos fiambres la mar de elegantes —Timi adoptó una expresión soñadora—. Lo mejor del Multimedia eran sus hologramas de torturas a prisioneros de guerra. Algunos no podían resistirlo y no los culpo. Lo más curioso es comprobar, conforme vas pateando mundos, cómo no hay nada nuevo bajo el sol. Las mismas torturas ingeniosas se repiten en sitios diferentes.

—Evolución convergente —dijo Daniel.

—Será eso, erudito. ¿Has oído hablar de la camisa turca? —Daniel negó con la cabeza—. Consistía en hacer unas incisiones en la barriga, así —las marcó con el dedo—, arrancar la piel con esmero y pasarla por encima de la cabeza, a modo de bolsa, para asfixiar al pobre diablo. Bueno, también podías permitirle respirar un poco, para que durase más. Pues fíjate, los Señores de la Guerra de Gad practicaban algo muy parecido cuando pillaban a un shaddaíta adulto y no creo que hubieran oído hablar de los turcos. Qué chocante.

—Yo también vi algo parecido en Nueva Hircania, pero los fundacas recortaban unos flecos en el pellejo sobre la cabeza y lo llamaban la flor que grita, o algo así.

Hístrix tragó saliva.

—Muy… muy didáctico, sin duda, aunque me parece una forma un tanto cruel de interrogar a los prisioneros.

—¿Quién habla de interrogar? —dijo Timi—. Eso es tortura recreativa, sencillamente —Daniel asintió—. Para sonsacar información hay que ser práctico. Drogas y cantan que es un primor.

—Y si no hay drogas, pues se improvisa —explicó Daniel, solícito—. Si el prisionero sabe escribir, se le llena la boca de vidrios rotos, se tapa con esparadrapo, se le dan unas cuantas hostias y se le entrega un lápiz. Mano de santo, oiga. Si se trata de un analfabeto, entonces se le…

—Déjelo, me lo imagino —Hístrix se había puesto pálido—. Le traigo los libros enseguida, coronel.

Mientras rebuscaba por las estanterías, Hístrix reflexionó sobre la condición humana. El escuchar a compañeros de tertulia literaria hablar con semejante naturalidad y desparpajo de tamañas atrocidades lo desquiciaba. O lo sacaban de sus casillas, como aquella vez que les habló de lo sagrado de la vida humana y los soldados sufrieron un ataque de risa. No le extrañaba que descolocaran a los estudiantes más combativos, que solían tener una visión en blanco y negro de las cosas. En fin, al menos no se aburría con ellos.

★★★

Prácticamente todos los días visitaban a Dama Ívix. Los médicos habían dictaminado que lo suyo no tenía cura, así que lo más que podían hacer era proporcionarle una vejez agradable y reposada. No se atrevían a dejarla sola en casa, porque los ratos de lucidez eran cada vez más infrecuentes. Tenía tendencia a escaparse, murmurando una letanía ininteligible sobre los viejos tiempos que, por alguna razón, ponía nerviosas a las draquis. Incluso el doctor Oswald les había dicho que ni en la Vieja Tierra habrían podido revertir un caso de degeneración cerebral tan avanzado. La gracia de los priones, sentenció.

A Daniel le daba pena, pero finalmente se vio en la necesidad de trasladarla. Antes de eso pensó en buscar una buena canguro, pero residir en aquella zona de siniestra fama durante todo el día, en compañía de una vieja loca, no seducía a nadie, y tampoco quería abusar de la buena voluntad de sus vecinas. Llevaron a la anciana a otra parte de la Corrala, donde Areta convenció a unas amigas, de probadas virtudes morales y nada impresionables por las historias antiguas, para que se hicieran cargo de ella. Las reservas contra la familia Ívix se habían mitigado mucho gracias a que los comandos, y en especial el coronel, les caían simpáticos.

Daniel y Verena llegaron a un patio lateral de la planta baja de la Corrala Grande. La luz del sol poniente, canalizada por los cristales, daba al recinto un aire cálido, relajante. En un poyo que parecía brotar como un tumor de la pared estaba sentada Dama Ívix con una acompañante, una matrona entrada en años con pinta de luchador de sumo que hacía calceta. Ésta los saludó al llegar y siguió con lo suyo.

Desde la crisis de Lina, Dama Ívix parecía haber envejecido diez años de golpe. Cada vez estaba más delgada y Daniel había visto momias de aspecto más rollizo. Su espalda tendía a encorvarse. Le dieron las buenas tardes y Verena le preguntó por su salud. La vieja pareció animarse.

—Milord Embajador, Milady Embajadora —compuso un gesto cortés con la mano—, cuánto honor. Estaréis de acuerdo con nos en que el Dragón sonríe hoy y nos obsequia con una deliciosa tarde. Ordenaré que nos traigan un refrigerio, mientras despachamos los asuntos que os han conducido hasta aquí.

Daniel y Verena cruzaron sus miradas. Hoy sería uno de esos días. La cuidadora elevó los ojos al cielo y, con un donaire impropio de su masa corporal, se marchó en busca de alguna bebida y diversas exquisiteces para picar.

Dama Ívix tuvo una velada singularmente locuaz, aunque gran parte de su cháchara resultaba incoherente. La parte descifrable versó sobre Teología. Habló mucho sobre el Dragón, aunque no lograron hacerse una idea exacta de qué iba aquello. También disertó sobre la falta de urbanidad y la rudeza de los clanes sureños, el pecaminoso placer de comer en la oscuridad de una gruta, la necesidad de conjuntar los aromas de la comida y la textura de los cuencos donde era servida. Luego hilvanó un largo monólogo sobre la adecuación de las reverberaciones a una escala pentadecafónica y una confusa retahíla de normas de conducta a seguir cuando se salía a pasear. Sus oyentes mantenían expresiones de atención, por más que no entendieran ni papa de aquel rollo.

Al cabo de unas horas Daniel y Verena regresaron a casa. La noche era clara, sin nubes, así que algunos pasillos se habían dejado a oscuras, salvo la luz que recogían de las estrellas. Los cristales de las paredes se llenaban de evanescentes chispitas blancas y azules, como si se tratara de rocío. Hicieron el camino en silencio, gozando del fresco aire nocturno, sumidos en sus pensamientos, hasta que Verena dijo:

—Como una regadera, pobre.

—Y cada día peor.

Daniel le pasó el brazo por los hombros y siguieron caminando muy juntos. Se sentía un poco raro haciendo eso. Aunque la Corrala era un lugar seguro, lo normal era caminar a distancia de los compañeros, con el ojo puesto en posibles francotiradores. Pero debería ir deshaciéndose de algunos viejos hábitos, en aras de la normalidad. Al menos, Verena lo entendía.

Se fueron acercando a casa. Los pasillos volvían a estar iluminados.

—Lástima de vieja —volvió a lamentarse Verena—. Qué rara es la mente humana, con esa manía de refugiarse en el pasado.

Daniel meditó unos momentos.

—¿Te has parado a pensar lo poco que sabemos sobre cómo eran los draquis antes de las guerras civiles? Tanto ellos como los comuneros parecen decididos a enterrar aquella época, empezar de cero.

—Bueno, siempre podrás consultar en la Biblioteca —lo miró con expresión pícara—. ¿O ya lo has hecho?

—La duda ofende. Me ha llamado la atención la escasa información existente. Hay bastantes crónicas sobre la guerra (o lo que aquí llaman guerra, que ésa es otra), anécdotas de los Caballeros del Dragón, tratados sobre el arte de combinar sonidos, olores y texturas, que no hay Cristo que los descifre, pero poco más. Es como si fuera tabú. Supongo que los comuneros se avergüenzan de la época de esclavitud y los supervivientes draquis prefieren no meneallo.

—Con el tiempo se les pasará —repuso Verena—. Algún que otro historiador se hartará de publicar sobre el tema, ya verás.

—Sí, pero mientras, gran parte de los datos se habrá perdido, sobre todo cuando vayan muriendo los testigos directos. Si añadimos lo que fue destruido en la guerra y durante la represión posterior, bien poco quedará.

—Eso no es nuevo, Daniel. Las culturas se esfuman, y la Historia la escriben los vencedores.

—Y luego la reescriben los derrotados con afán de revancha.

—Es ley de vida.

Llegaron a casa, rapiñaron lo que pudieron del refrigerador, hicieron el amor, charlaron y Verena se quedó frita enseguida, con una facilidad que Daniel envidiaba. Él se quedó mirando el techo, pensando y dando vueltas a una idea.

★★★

El Museo Nacional de Akrotiri estaba en obras y cerrado al público, cómo no, así que Daniel tuvo que indagar hasta hallar algo vagamente similar. Según una guía del ocio local, pensada para turistas de provincias limítrofes, había una casa tradicional restaurada de los Señores del Dragón en la calle Luminoso Porvenir. La entrada le pareció un tanto cara, pero allá que se marchó en cuanto dispuso de un rato libre a tratar de saciar su curiosidad, y preguntándose aprensivo por el alcance de la palabra restaurada.

Llegó al lugar y, para su sorpresa, descubrió que había una pequeña cola en la puerta. Era gente de fuera, concretamente de una excursión de jubilados de Epiro, en el extremo septentrional del continente. Miraron con curiosidad al soldado, ya que al tratarse de una provincia remota, las tropas de pacificación no habían pasado por allá. Eran personas alegres, así que pronto hicieron buenas migas con él y empezaron a platicar para matar el tiempo de espera. Le informaron que la visita a la casa se hacía en grupos reducidos y guiados cada veinte minutos.

Una chica joven y sonriente, vestida a la moda comunera, los hizo pasar al jardín y les fue explicando el significado de las formas con que habían sido podados los setos, así como las implicaciones de los aromas florales. Luego pasaron al interior de la vivienda.

Entre el discurso de la guía y lo que pudo leer entre líneas, Daniel dedujo que los propietarios de la mansión fueron ejecutados al final de la guerra y la casa quedó en poder de un comité local de milicianos, por quienes fue convenientemente expoliada. Una vez pacificada Akrotiri, fue adquirida por un tipo que se enriqueció con el estraperlo hasta que perdió su fortuna en juegos y apuestas y se pegó un tiro. Sus herederos se aprovecharon de la manía del finado de coleccionar cual urraca viejos objetos draquis, remozaron la casa y la convirtieron en museo. El negocio no marchaba mal y las perspectivas de recibir a turistas de otros mundos en cuanto se abaratara el viaje MRL eran halagüeñas. Incluso planeaban adquirir el solar contiguo y poner un restaurante de comida rápida, una tienda de recuerdos, etcétera. Daniel pensó en sus dueños originales, que estarían ahora removiéndose en sus tumbas. O mejor dicho, en las tripas de algún árbol mimoso.

Si esperaba aprehender algo del viejo espíritu draqui, Daniel salió decepcionado. La casa encerraba un batiburrillo de cachivaches antiguos, pero apilados sin orden ni concierto. Le dio la impresión de que estaban sacados de contexto, y su significado se había perdido. La chica se refería a los aspectos más sensacionalistas y truculentos de cada objeto, y recibía las risillas, ohs y ahs de los visitantes, provenientes de una provincia donde la dominación draqui fue muy ligera. Todo se reducía a meras anécdotas, al estilo de:

—Estos arneses y oriflamas se las ponían a sus mascotas, los bemoides. Trataban a los animales a cuerpo de rey, mientras sus siervos pasaban hambre.

O bien:

—En esta vitrina pueden contemplar el estandarte familiar. Su forma y textura hacía que el viento lo agitara de una determinada manera, arrancándole susurros de secreto significado.

O:

—Esto de aquí funcionaba como mesa. La vajilla es una fiel reproducción de la original, que se extravió en la guerra. Como pueden ver, el comedor es una habitación interior, sin ventanas, que podía ser dejada en la oscuridad total. Probablemente comían así. El objeto de esas argollas de la pared sería, sin duda, sujetar a los criados para que no atentaran en esos momentos contra sus odiados amos o —bajó la voz— tal vez los torturaban y sus gritos les abrían el apetito.

Más ohs y ahs. El tono de la guía era de lo más moralizante, ideal para cautivar a una audiencia morbosa o con ganas de emociones fuertes, aunque no satisfacía a Daniel. Allí había vivido una gente de mentalidad extraña y compleja, pero la guía los reducía a estereotipos de lujo desenfrenado y crueldad sádica. ¿Fueron así, o los matices se le escapaban? Apostaría algo a que aquel amontonamiento de cosas no reflejaba el espíritu de sus moradores originales.

Tras un recorrido por las habitaciones de la mansión, con énfasis especial en los dormitorios, la guía los condujo a la cripta. Había dejado lo mejor para el final. Se requería pasar por una escalera estrecha, retorcida como unos intestinos y los más miedosos o menos ágiles prefirieron quedarse arriba y salir al jardín. Los más valientes bajaron y parecía como penetrar en las entrañas de la tierra.

La cripta era tétrica, opresiva a pesar de su amplitud. Alguien había tenido la feliz idea de colgar unos focos rojizos del techo, que teñían de un feo color la piel de los visitantes y hacían que las paredes semejaran estar cubiertas de costras de sangre seca.

—Aquí enterraban a sus muertos, en vez de incinerarlos como sería más higiénico. Tras la guerra los milicianos destrozaron las tumbas y saquearon sus riquezas. Hay que disculparlos: sus amos los habían mantenido durante siglos en la ignorancia y la miseria material y moral. Nosotros hemos tratado de reconstruirlas tal como fueron. Tranquilos, se trata sólo de muñecos de cera, aunque reproducen fielmente a las momias —añadió, al ver los gestos de asco en algunas mujeres; éstas se tranquilizaron y se acercaron, agarrándose a sus maridos y riéndose de su pasajera cobardía.

Los falsos cadáveres, resecos y marrones, aparecían ataviados con una especie de casulla blanca pletórica de relieves y bordados. Sobre el cráneo pelado llevaban una tiara con aspecto de cebolla gigante de la que pendían unos flecos. Los nichos estaban protegidos por láminas de vidrio y sus ocupantes se veían acostados en posición fetal. Las paredes eran de madera taraceada o, al menos, de una pasable imitación de plástico, pero el acabado dejaba mucho que desear. A Daniel le dio la impresión de que se trataba de un añadido reciente. Tal vez aquello nunca hubiera sido una cripta, sino un almacén o un criadero de champiñones. A decir verdad, a los draquis no les pegaban unos enterramientos tan horteras.

Cuando salieron al jardín, todos le dieron una propina a la guía, inclusive Daniel. Agradecida, la chica les obsequió con una charla adicional sobre los significados de los caprichosos laberintos de los parterres y el pequeño estanque de la esquina, cubierto de algo parecido a un manto de nenúfares. El aroma de las flores era un tanto empalagoso, aunque no del todo desagradable. Un par de volantones danzaban cansinamente entre ellas, dejando caer sus excrementos de vez en cuando.

Daniel regresó a casa meditabundo e insatisfecho. Le daba la impresión de que aquello no representaba a la cultura draqui, sino la idea que los comuneros tenían de ella.

«Me temo que la han adulterado para siempre», se dijo. «A estas alturas, a ver quién la rescata». No obstante, cuando llegó a la Corrala Grande decidió dejar de calentarse el coco y disfrutar de la compañía de los vivos.

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