2. Bello sueño, amargo despertar

Diez años más tarde: 4637ee.

Lugar: Búnker. Sede de las Fuerzas Espaciales Corporativas. Monte Olimpo, Marte.

Las caras eran largas, muy serias. No estaba la situación como para bromear.

—¿Hubo supervivientes? —preguntó un hombre de edad indefinida, vestido con las ropas sobrias y ceñidas al talle de los altos ejecutivos de las gemepés[3].

—Cuando una nova te estalla en las narices, resulta un poco complicado salvar el pellejo —replicó, cortante, una mujer bajita. El hombre tragó saliva y no volvió a abrir la boca. La presidenta Irma Jansen aún imponía lo suyo.

Otro consejero, un advenedizo que se había sometido a cirugía estética para adoptar el aspecto de un venerable senador, trató de quitar hierro al asunto.

—¿Se sabe a ciencia cierta cómo ocurrió? Supongo que se ha descartado la hipótesis de un accidente, ¿verdad?

El Almirante Mayor de la Armada Corporativa[4] no lucía muy feliz, precisamente.

—La estación de defensa Kalinin fue destruida premeditadamente, sin sombra alguna de duda. Ustedes mismos podrán constatarlo enseguida. La Kalinin desempeñaba su labor en una zona del espacio plagada de nanosondas con holocámaras, así que hemos podido reconstruir lo sucedido con gran precisión.

Un colosal holograma se generó en el centro de la estancia. El brillo cegador de los soles de Rígel encandiló a los miembros del C.S.C.[5], al menos hasta que el ordenador responsable ajustó los niveles de luminosidad. Mediante un vertiginoso zoom, la cámara viajó hacia la periferia del sistema rigeliano. Acabó centrándose en una de las muchas estaciones defensivas de las F.E.C., armada hasta los dientes. Los planetas corporativos, especialmente los más poblados e influyentes, estaban protegidos por una barrera supuestamente infranqueable de estaciones, naves de línea, minas e innumerables artilugios destructivos, capaces de prever y detener cualquier ataque. Hasta ahora.

El holograma combinaba animación generada por ordenador con imagen real, aunque esta última predominaba. «Qué bonito», murmuró alguien, hastiado de efectos especiales, aunque no lo suficientemente alto como para que llegara a oídos de Jansen. Finalmente, la Kalinin se mostró en toda su gloria. Era la estación más externa del sistema. Aparte del arsenal que portaba, controlaba un gran sector de las defensas automáticas rigelianas. También contaba con una misión científica, encargada de estudiar los peculiares fenómenos que se daban en la interfase entre la heliosfera y el espacio interestelar. En total, doscientas almas residían en la estación.

Súbitamente, la imagen se tornó de un blanco cegador, que sobresaltó a los desprevenidos. Unos segundos después, cuando el holograma se aclaró, la Kalinin ya no estaba. Una esfera hueca de gas en expansión y radiación letal se empeñaba en devorar el espacio circundante. Por fortuna para los numerosos mundos habitados de Rígel, la gran distancia y el efecto de pantalla de los soles evitó un auténtico desastre.

—Sin supervivientes, ¿ven? —el Almirante Mayor sonaba tenso, preocupado, aunque trataba de no perder la compostura—. Respecto a la posibilidad de un fallo —miró al consejero con pinta de anciano—, debo decir que fue considerada, por más que resultara imposible en teoría. Nuestros sistemas de seguridad son… eran del todo fiables, y pondría la mano en el fuego por los ordenadores responsables, unos individuos intachables. Su pérdida… —pareció abstraerse un instante—. Bah, al grano. Fíjense ustedes en lo que ocurre si volvemos a pasar la explosión a cámara ultralenta —una bola amarilla incandescente surgió del costado de la Kalinin. La imagen se detuvo a un gesto del Almirante Mayor—. Tiene la firma de una ojiva nuclear. Ocurrió en un área de la estación donde no había armas, bien lejos de la santabárbara. Aparte de destruirlo todo, actuó como espoleta. El resto —la escena volvió a activarse; la bola amarilla se hizo inmensa, y luego viró a blanco— se debió a parte de las bombas almacenadas. Por fortuna, las armas más peligrosas incluyen de serie un sistema de bloqueo que impidió su estallido, y simplemente se volatilizaron. En caso contrario, millones de rigelianos habrían muerto por la radiación. Dado el lugar y la posición en la que ocurrió el incidente, hemos podido ocultar su magnitud a la opinión pública. Sin duda, quienquiera que tramara este ataque deseaba causar el mayor daño posible.

—¿Se tiene idea de quién o quiénes son los responsables? —preguntó una consejera, ataviada con el uniforme de gala de la Sempai Biocorp.

—Hemos estudiado la emisión de gases y radiaciones de la primera explosión —el Almirante Mayor hizo una pausa calculada y dramática—. Hace un momento les indiqué que se trataba de una ojiva nuclear; concretamente, de un misil imperial Behemoth Mark-3.

Un silencio incrédulo cayó sobre la sala. Los que aún no conocían la noticia trataban de asimilarla. Los que ya estaban en el ajo, calibraban la reacción de los demás. Al principio tímidamente, luego con vehemencia creciente, comenzaron las muestras de indignación y los reproches.

—¿Cómo es posible? —la representante de la Sempai Biocorp echaba chispas y miraba de soslayo a la impasible Presidenta—. Se supone que el poderío militar imperial fue aniquilado a conciencia hace diez años. ¡Exijo una explicación!

—Un momento —intervino un consejero de los más callados; no quedaba claro a qué gemepé pertenecía, y sus ropas no eran ostentosas, por lo que debía de tratarse de alguien realmente influyente—. En la secuencia de imágenes que nos han mostrado no se aprecia la llegada de ningún misil ni trazas de impacto. ¿Me equivoco, Almirante?

El aludido suspiró.

—Es usted muy observador, consejero. La explosión ocurrió dentro de la Kalinin.

—De lo cual deduzco que alguien introdujo un misil, o bien su ojiva, en un recinto militar dotado de las más altas medidas de seguridad —el consejero miraba fijamente al Almirante Mayor; éste lucía la misma cara que tendría si se estuviera desayunando un sapo crudo—. El problema no radica en el origen del explosivo; probablemente, aún haya por ahí material bélico imperial de desecho, dando tumbos por el mercado negro de armas. Lo que me preocupa es que algún grupúsculo terrorista, unos nostálgicos del Imperio o quienquiera que fuese, introdujo un arma realmente voluminosa en el sacrosanto recinto de la Kalinin. ¿Qué se ha hecho de las cacareadas medidas de seguridad? Si tan fácil ha resultado borrar del mapa a una de nuestras instalaciones más modernas, ¿serán capaces de repetir su hazaña? ¿Y dónde? Ay, mi estimado Almirante, podría estar varios minutos formulándole preguntas, pero supongo que usted ya se las imagina.

Quedó claro que el militar estaba pasando por el peor momento de su vida. Su honor lo obligaba a dimitir de su cargo, y pedir un puesto arriesgado en las fronteras del Ekumen, donde rehabilitarse. Sin embargo, no lo haría antes de apurar hasta los posos el amargo cáliz de aquella reunión del C.S.C. Era su deber y, si se paraba a pensarlo, más habían perdido los pobrecillos tripulantes de la Kalinin. Le habría gustado poder ofrecer respuestas a los consejeros, mas sólo podía asumir responsabilidades.

La discusión subsiguiente fue larga, prolija y acerba. Los representantes de las gemepés exigían que rodaran cabezas, se sulfuraban y exhibían ira justiciera. Algunos, los más sabios o mejor informados, callaban y aguardaban a que escampara el temporal. El C.S.C. era, teóricamente, el encargado de tomar las decisiones que condicionaban las vidas de billones de seres: los ciudadanos de la Corporación. Desde la caída del Imperio, volvía a ser el estado más poderoso del universo conocido. Lo integraban algunos políticos resabiados, supervivientes natos; militares de élite; y los representantes de las gemepés que sostenían todo el tinglado. Estos últimos, y en contra de lo que ellos mismos creían, no eran los que tomaban las decisiones. De ello se encargaban sujetos más discretos, acostumbrados a moverse entre las sombras.

Poco a poco la reunión fue decayendo. Por supuesto, hubo conclusiones: directrices vagas, grandes líneas de actuación, admoniciones a los servicios de inteligencia… Los consejeros se fueron agrupando en corrillos y se marcharon, hasta que en la sala sólo quedó media docena acompañando a la Presidenta. Ésta exhaló un suspiro. Parecía cansada.

—Algún día tendríamos que simplificar estos consejos. Se pierde un tiempo precioso de cara a la galería.

—Hay que contentar a quienes ponen el dinero, y velar por su imagen pública —sugirió un mutante Matsushita varón. Su piel biometálica parecía fluir como mercurio vivo.

—Basta de tonterías. —Jansen sonó cortante—. Esto es más grave de lo que parece. Desde luego, mucho más que la versión expurgada que les hemos suministrado a esos pomposos. Se confirma lo que apuntaban los expertos, ¿verdad, Demócrito?

Uno de los presentes asintió. Representaba a una mujer esbelta de tez oscura y pelo muy corto. En un momento, el disfraz cayó. Los generadores holográficos integrados en el cuerpo se desconectaron, mostrando los rasgos inexpresivos de un androide de combate. Aquella pantomima era necesaria. Muchos no tolerarían que un ordenador fuera un miembro influyente en el C.S.C. El recelo que existía ante los cerebros biocuánticos nunca se disiparía del todo en la sociedad corporativa, por más que ésta presumiera de corrección política. El ordenador cambió su registro de voz. Ya no era femenina, aunque el tono bajo resultaba agradable.

—En efecto, Irma —era uno de los pocos, tal vez el único, que osaba llamar a la Presidenta por su nombre de pila—. Se han revisado todos los registros de las nanosondas repartidas por la periferia de Rígel y, aunque muy débiles, captaron unas extrañas emisiones de partículas. Corresponden a la firma de un misil imperial de crucero. Lo peculiar es que fueron varias y muy breves. La primera se detectó a unos diez mil kilómetros de la Kalinin. Fue un pulso de apenas medio minuto. Además, llevaba sistemas de enmascaramiento. Por eso sólo lo hemos podido descubrir en un análisis posterior extremadamente minucioso, y sabiendo qué deseábamos encontrar. Al cabo de ese tiempo, desapareció.

—¿Así, sin más? —preguntó el Matsushita—. ¿No pudo ocurrir que apagara los motores?

—Luego reapareció a unos seis mil kilómetros. Analizando sus vectores de movimiento, debió acelerar durante ese intervalo, pero no detectamos nada. Volvió a desaparecer, y de nuevo dio señales de vida a unos quinientos kilómetros de la Kalinin. Después ocurrió la explosión. Dentro de la estación, como señaló el pobre Almirante Mayor.

—A efectos prácticos, fue como si el misil se tornara invisible —dijo Irma Jansen—. Suponiendo que se trate de supervivientes del Imperio, éste no disponía de una tecnología de enmascaramiento tan eficaz. Ni siquiera nosotros.

—En efecto, Irma —la voz de Demócrito era calmada; diríase que disfrutaba con aquel drama—. Nuestras naves más modernas, con camuflaje de última generación, siempre dejan trazas, que pueden ser captadas si uno sabe lo que debe buscar. En este caso no había nada. Ni rastro. El misil se esfumó, para reaparecer un par de veces antes de impactar en el blanco.

—Es aún más siniestro —puntualizó Kawabata, un militar retirado—. El misil no impactó en el blanco; se materializó dentro de él. El casco estaba intacto antes de la explosión, la cual lo reventó desde el interior. Las imágenes que tomaron las nanosondas son incontrovertibles. Esos bastardos, imperiales o no, han logrado aplicar un teleportador a un misil. Se supone que era nuestro secreto mejor guardado —miró de reojo a Demócrito.

El ordenador no se inmutó o, si lo hizo, el androide de combate que controlaba no reflejaba emotividad alguna.

—Puedo asegurar, al ciento por ciento de fiabilidad, que la tecnología de Asedro[6] permanece a buen recaudo. Los perpetradores del ataque no la poseen. Mi buen Kawa —el exmilitar frunció el ceño; no le gustaban aquellas familiaridades—, la teleportación resulta muy difícil de manejar. Debió de ser un alto secreto para los Alien, ya que no se arriesgaron a que sus autoplanetas guardaran datos demasiado comprometedores en los archivos. Además, por si no habías caído en la cuenta, para teleportar con éxito un objeto hace falta una instalación receptora. Creo que has visionado demasiadas películas de serie B…

Kawabata se mantuvo en un silencio enfurruñado, pero los presentes sabían que aquello era pura fachada. El ordenador podía resultar un tanto cargante en ciertos momentos, pero todos lo apreciaban. Su fidelidad estaba fuera de cualquier duda.

—¿Entonces…? —el Matsushita insistió—. Tú dirás lo que quieras, Demócrito, pero lo que muestran las imágenes (mejor dicho, lo que no muestran) da miedo. Todo apunta a que los presuntos imperiales han adquirido la tecnología teleportadora, según principios físicos diferentes. Las apariciones y desapariciones del misil parecen indicar que su alcance es limitado, no superior a varios miles de kilómetros, o bien que el arma necesita reorientarse y fijar el blanco tras cada salto.

—Es posible —respondió Demócrito, sin comprometerse.

Aquella reunión también finalizó. Quedó claro que dependían de la eficacia de los servicios de inteligencia para dar con los culpables, y se tomaron medidas extremas de protección, por si se detectaban trazas de misiles imperiales evanescentes. Irma Jansen y Demócrito se quedaron solos en la habitación. La mujer parecía resignada.

—¿Te das cuenta, Demócrito? Si no damos con ellos, estamos indefensos. No hace falta ser un genio para comprender que pueden teleportar cualquier otra cosa, aparte de misiles con cabeza nuclear: bombas AM[7], armas biológicas… Maldita sea, andamos a ciegas. Un artefacto bélico tan complejo necesita del soporte de un Estado que financie los programas de investigación, disponga de medios para construirlo… Llámalo un presentimiento, pero esto apesta a contraataque imperial. Sin embargo, se supone que todo su poderío fue borrado del mapa. Nos cercioramos de ello, pero se nos escapó algo.

—Ya te pronostiqué, Irma, que aquella operación masiva de aniquilación no saldría bien. Al fin y al cabo estaba diseñada por humanos, y la comisión de errores es consustancial a vuestra naturaleza. O tal vez pecasteis de soberbios: era imposible que averiguarais la situación de todas las bases secretas imperiales. En algún planeta perdido, seguro que quedaron imperiales con sed de venganza. Porque, permíteme que te lo diga, os pasasteis un pelo.

—Tuvimos que hacerlo, Demócrito. El riesgo de mantener la guerra fría con el Imperio resultaba demasiado alto. Era cuestión de tiempo que llegara algún militar competente a su Alto Mando, y decidiera tomar la iniciativa. Los aventajábamos en tecnología, pero nos superaban en número. Así, al menos, los muertos fueron suyos. Si te paras a pensarlo, sólo golpeamos lo imprescindible para acabar con su poderío bélico. Siempre que se pudo evitar, la población civil salió indemne.

—Murieron doce mil millones, Irma. No es que me importe demasiado, ya que se trataba de humanos, pero resulta excesivo bajo cualquier punto de vista. A título recreativo, ¿sabes cuánta sangre derramasteis? A una media de cinco litros por persona, supone sesenta hectómetros cúbicos. Poco más que un pantanito de nada…

—Navegaría sobre él en una góndola cantando «O sole mio», si con ello estuviéramos seguros de acabar con los residuos imperiales. Ya me conoces, Demócrito. Ahora mismo impartiría la orden de desintegrar a todos los planetas que sobrevivieron a nuestro ataque, si con ello lograra suprimir la amenaza que se cierne sobre nuestras cabezas. A todos, insisto. No hemos llegado hasta aquí para andarnos con remilgos. Reventaríamos las estrellas que alumbran sus mundos para que nada sobreviviera.

—Me encanta la sensibilidad femenina… —el tono de Demócrito era zumbón.

Irma Jansen hizo caso omiso, y prosiguió con su soliloquio:

—Por desgracia, no sabemos si los culpables se agazapan en otro sitio. Un ataque así podría forzarlos a actuar a la desesperada. Quizá ahora estén en periodo de pruebas, y eso nos concede un leve respiro.

—Para hacer ¿qué? —la interrumpió el ordenador.

—Tenemos dos opciones: llorar por los errores cometidos o tratar de remediarlos.

—Eso último, Irma, requiere dar con el enemigo, y éste parece empeñado en no ser hallado, por la cuenta que le trae.

—Maldita sea, pueden golpearnos donde quieran, sin que seamos capaces de pararlos. Estamos inermes ante ellos. Luchamos contra fantasmas… Como mucho, podemos dispersar nuestras fuerzas, para que nada de importancia vital sea destruido. Por supuesto, habrá copias redundantes de todo documento o archivo secreto, que serán puestas a salvo. Además, nuestra producción industrial esta muy descentralizada, pero… ¿Te imaginas, por ejemplo, que teleportaran un ingenio termonuclear a una megápolis como Shanghái? La conmoción social, el terror, podría acarrearnos problemas terribles. Nuestra sociedad se basa en la sensación de invulnerabilidad y protección que otorgan el Gobierno Corporativo y las gemepés. Gracias a ello, la gente acepta gustosa ceder parte de sus libertades a cambio de seguridad y estabilidad. Y si eso falla…

—Lo tendréis difícil para reprimir las algaradas, Irma.

—Sí, y movimientos asociales como los humanistas, las religiones mistéricas, los cazadores de mutantes y demás chiflados volverán por sus fueros. Tenemos que atraparlos antes de que actúen de nuevo.

—Lamento sonar pesimista, pero para que podamos mover ficha necesitamos que ellos cometan un fallo.

Y por primera vez, Irma Jansen sonrió.

—Lo dijiste antes, Demócrito. Son humanos; seres imperfectos, a diferencia de ti. Por tanto se equivocarán, tarde o temprano. Ojalá sea esto último. Los estaremos esperando.

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